Un viaje terrible/IX
La disciplina de la tripulación se relajó por completo. El zapatero redimido del tirapié, el guardaagujas, el despensero y el cocinero organizaron una francachela monstruosa en el departamento de máquinas. Los cánticos y sus voces subían desde las entrañas del buque, como un coro infernal del centro de la tierra. Cuando el primer maquinista quiso intervenir casi le rompen la cabeza con una pala carbonera.
No marchaban mejor las cosas en otros buques. El "María Eugenia", que traía una tercera clase abundante, fue teatro de diversos excesos. Un grupo de árabes se acuchilló con un grupo de judíos; el segundo maquinista de guardia tuvo que matar a balazos a un fogonero enloquecido de terror; el señor Ralp, un comerciante de la isla de Aoba, asesinó a su mujer y luego se arrojó a las aguas.
Amaneció un segundo día de horror. Como los marineros del "Blue Star" habían abandonado sus tareas, el buque parecía una pocilga. Donde se ponía el pie se tropezaba con montones de basura; una sección de la carga, compuesta de carne congelada, debido a que el servicio frigorífico estaba abandonado, comenzó a heder espantosamente. Parecía que llevábamos un cargamento de cadáveres. La desmoralización se hizo tan ostensible que todos terminamos por armarnos con lo que teníamos a mano, pues no sabíamos si la muerte debía llegarnos de la mano de los hombres o del furor de los elementos.
¿Qué diré de nuestra gente? El conde de la Espina, harto de esperar a la muerte y más harto de leer versículos en la Biblia, atentó contra el pudor de la señora escocesa. La señora escocesa se defendió tan vigorosamente con un paraguas que el pobre conde salió de la reyerta con un ojo reventado. Miss Mariana, en cambio, atacada de una repentina sed de castidad suspendió su compromiso de amor con el radiotelegrafista. Arrodillada en compañía de miss Herder en un rincón del comedor oraba en voz alta, mientras que la señora de Rosemberg, el caballero peruano, su mujer y sus tres cuñadas, formaban un grupo que lanzando alaridos sincrónicamente se golpeaban el pecho como si suplicaran a los cielos que descargaran sobre ellos toda su cólera. Annie, insensible a todo consuelo, permanecía inmóvil en un rincón de su camarote, la vista fija en el vacío, teniendo asida una mano de su madre, que a cada cuarto de hora se incorporaba en la litera y aullaba:
—¡Dios mío, dime quién soy, Dios mío!
Nunca me olvidaré de un caballero pelirrojo, comisionista de motores y artefactos eléctricos. Munido de un hacha había despedazado por completo la puerta de su camarote; cada tanto arrojaba un trozo de madera a las aguas y apoyado en la pasarela se quedaba mirando cómo el trozo de madera acompañaba al buque en su carrera circular. Otro, en el comedor, inmovilizado como un sonámbulo frente a una brújula de bolsillo, seguía con ojos de enajenado el lento rodar de la aguja magnética. Una mujer desmelenada como una furia, con el vestido rasgado sobre el pecho permaneció ocho horas aferrada a un mástil, fija la mirada en aquel redondo espejo de plata, pulimentado por la implacable claridad que caía de los cielos. Luego se desplomó. Estaba muerta.
El bramido de la lejana catarata se hacía cada vez más cercano. El sol ardía en el cielo como un alto horno que vomita haces de llamaradas. El médico, el pintor Tubito y el traficante de alcaloides, rabiosos de sol, de alcohol y de desesperación quisieron secuestrar a miss Mariana y a miss Herder, pero el telegrafista tumbó a balazos al médico y al señor Tubito. El traficante de cocaína se retiró mansamente a la enfermería dedicándose a cuidar al conde de la Espina y Marquesi, que con su ojo vaciado deliraba lamentablemente. Durante su delirio reveló un ingeniosísimo plan de estafa que tenía proyectado con otro cómplice en perjuicio del Banco Canadiense de Venezuela.
Sobrevino un atardecer rojo. La banda de malsines continuaba su francachela en el fondo del compartimiento de máquinas. Se habían desnudado por completo; fue menester cerrar con candado la verja que daba entrada al compartimiento para evitar que aquellos salvajes se lanzaran al puente y cometieran desafueros.
El caballero peruano, su mujer y sus tres cuñadas, miss Herder, miss Mariana, el pastor y su esposa y la agraviada señora escocesa se procuraron unas velas no sé dónde. El caballero peruano extrajo de una de las maletas de sus cuñadas un tremendo crucifijo de oro y organizando una peregrinación por los puentes se pusieron en marcha al son de la canción: "¡Oh, María, madre mía, etcétera, etcétera...!" Tras de la reja del departamento de máquinas, los brigantes desnudos, al pasar la procesión, le gritaban increíbles obscenidades, pero las devotas y sus acompañantes continuaron imperturbables. El telegrafista abría la marcha con un cirio en una mano y el revólver en la otra.
El hijo del emir de Damasco, postrado en el puente que se extendía frente a la timonera, batía el suelo con la frente al mismo tiempo que oraba la "oración del Miedo". Y en el instante mismo en que la procesión llegaba a popa, resonó furiosamente en el comedor el gong y el contrabandista de cocaína apareció gritando:
—¡Aviones, llegan los aviones a salvarnos!