Un voluntario realista/II

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II

Durante cuarenta años fue sacristán de San Salomó un buen hombre verdaderamente sencillo y piadoso que tenía por nombre José Armengol. Como sintiera que la muerte venía por él, pensó que era lamentable no dejar sucesor en la sacristía para que recayese en su linaje la recompensa de tantos años de servicios prestados a la religión con piedad y desinterés. No tenía hijos el Sr. Armengol, pues el único que Dios le concediera había muerto de un lanzazo en la guerra del Rosellón; pero tenía un nieto que si bien de corta edad, podía servir para desempeñar el cargo, mayormente si las benévolas monjas le enderezaban a la virtud haciéndole hombre devoto o instruyéndole en todos los oficios de la sacristanía. El señor Armengol se murió tranquilo y satisfecho cuando la madre abadesa le prometió que el pequeñuelo sería sacristán de San Salomó.

Trajeron a Pepet de las montañas de la Cerdaña en que se criaba libre y salvaje como los pájaros, familiarizado con las altas cimas piníferas, con las soledades abruptas y rumorosas, con el estrépito de los torrentes y la sombría majestad de la cordillera de Cadí, país propicio a las leyendas y al bandolerismo. Doce años tenía cuando se vio en poder de la madre abadesa, la cual, poniendo sobre la cabeza del rapaz su mano protectora le dijo con grave y bondadoso acento:

-Noy, el Señor te ha favorecido desde tu tierna edad destinándote, aunque indigno, a servir en esta casa. Grande honra te cabe en esto y no todos tropiezan a tu edad con tales prebendas. Pruébanos ahora que mereces el favor de Dios y que eres capaz de sostener el buen nombre de tu abuelo.

Pepet miró a la madre abadesa con espanto. No comprendía lo que aquello significaba, aunque su instinto le dio a entender que se hallaba bajo el dominio de las señoras pálidas y de fantástico aspecto, cubiertas de blancos paños y de negras tocas. Quiso protestar; pero no tuvo voz ni valor para ello.

La primera noche que pasó en el convento tuvo calentura y pesadillas horribles, en las cuales giraron dentro de su cerebro las pálidas caras de ojos mortecinos, desabrido sonreír y glacial aspecto. Aquel andar suave y vagoroso por los claustros y coro sin que se sintieran los pasos infundíale más pavor que respeto. El susurro de sus apagadas voces, semejante al gotear de una fuente lejana, le hacía temblar. Pero los días pasaron y aquella primera impresión penosa se calmó, llegando el inocente niño a ver sin miedo a las religiosas y a considerarlas como unas señoras muy buenas, infinitamente mejores que cuantas hembras de una y otra clase había visto en su corta vida.

Pepet se adiestraba en su oficio bajo la dirección de un sacristán suplente traído para aquel objeto de Nuestra Señora del Claustro, hombre sesudo y riguroso, a quien llamaban por apodo Fray Tinieblas. De seguro habría tratado mal al neófito por envidia de sus altos destinos sacristaniles, si las monjas no lo impidiesen, manifestando al chico la protección más decidida.

Los conocimientos y la práctica de Pepet adelantaron rápidamente, y la madre abadesa, que desde el coro atisbaba los primeros trabajos del predestinado niño, decía para sí con gozo:

-Este tierno arbolito será digno sucesor de aquel tronco robusto que se llamaba José Armengol.

A los dos meses de hallarse en San Salomó, presenció Pepet un espectáculo que produjo en su alma sensaciones muy hondas y patéticas. Era un día de gran solemnidad. La iglesia resplandecía como un ascua de oro, siendo tantas las luces, que él solo recordaba haber encendido más de doscientas. Debía correr la estación primaveral, porque los altares estaban llenos de frescas y olorosas flores que embriagaban el sentido. Llenábase la estrecha nave de fieles, que pugnaban por hallar un hueco y se estrujaban unos contra otros. El señor obispo, acompañado de un mediano ejército de canónigos y racioneros, había subido al altar mayor y entrado en la sacristía. Deslumbradoras ropas llenas de encajes, oro, pedrerías, cubrieron los encorvados hombros, y sonaron melodiosos cantos de órgano combinados con la dulcísima voz de las monjas. Pepet miraba y oía con embeleso sintiendo su alma en estado de arrobamiento y exaltación, porque su fantasía simpatizaba de un modo extraordinario con las cosas solemnes, ruidosas y misteriosamente bellas.

Pero el estupor del sacristán en ciernes llegó a su colmo al ver que entre la fila de monjas arrodilladas en la delantera del coro apareció una joven de sorprendente hermosura. Vestía las fastuosas ropas mundanas que jamás había visto él en tan lóbregos sitios. Lujosas pedrerías adornaban su garganta y orejas, y sobre sus hombros caían con admirable majestad y gracia los más hermosos cabellos negros que se podían ver en el mundo. Su divino rostro estaba tan pálido como la cera de la encendida vela que en la mano sustentaba. No alzaba del suelo los ojos, no movía ni las cejas ni los descoloridos labios, ni las negras pestañas que velaban sus miradas como vela el pudor a la hermosura, ni parte alguna de su cuerpo. Parecía una estatua, una mujer muerta; pero que acabada de morir en aquel mismo instante y se conservara derecha y de rodillas por milagroso don.

El obispo echó muchos latines, y todos echaron latines, incluso Pepet que también había aprendido sus latines sin saber lo que querían decir; y el órgano seguía cantando como una endecha tierna y dulce, semejante a canción de amores o al acordado ritmo de flautas pastoriles en las soñadas praderas de la égloga. El pueblo gemía lleno de admiración o quizás de lástima. Estaban todos en lo más serio de los latines, de la música y de los gemidos, cuando Pepet vio que rodearon a la hermosa doncella que parecía muerta; quitáronle sus joyas; arrancaron de su seno las flores que lo adornaban y que ni aun en el mismo tallo natal habrían estado más bien puestas, y después... Pepet sintió que la sangre ardía en sus venas... oyó el rechinar de unas tijeras. ¡Horrible, feroz atentado! ¡Le cortaban los cabellos!... Los tijeretazos que arrancaban una tras otra guedeja, destrozaron el corazón del pobre rapaz... sintió que su alma minúscula se llenaba de una cólera sofocante, irresistible, volcánica, sintió una angustia mortal, y sin saber cómo, dio un salto y lanzó un terrible grito, diciendo:

-¡Brutos!... ¡pillos!

Hubo pequeña alarma, y le recogieron del suelo, porque había perdido el conocimiento. El obispo se echó a reír, y los demás también. Repuesto de su desmayo, Pepet salió de la sacristía donde le había metido Tinieblas. Desde aquel momento sintió que en su espíritu entraban de rondón ideas nuevas, y que su conciencia empezaba a sacudirse y a resquebrajarse como un gran témpano que se deshiela. Oyó con indiferencia las palabras huecas de un canónigo que subiera al púlpito para suplicar a todas las jóvenes solsonesas allí presentes que imitaran el ejemplo de la gentil y noble doncella, que había dejado el regalo de su casa y el cariño de sus padres para desposarse con Jesús, aceptando la vida de humildad y de penitencia que estos celestiales desposorios traen consigo. La hermosa doncella que había tomado el velo era doña Teodora de Aransis y Peñafort, sobrina del conde de Miralcamp.

Poco después de este suceso Pepet cayó gravemente enfermo de pertinaces calenturas; véase cómo. Las madres de San Salomó, que comprendían cuán necesitada de esparcimiento y de solaz es la niñez, permitían a su acólito que fuese todos los días a jugar con los demás chicos del pueblo, los cuales tenían costumbre de congregarse al filo del Mediodía en la ribera del río Negro, por ser este el sitio donde con más libertad se entregaban al goce de sus diabluras y al juego de tropa que era su mayor delicia. Allí organizaban ejércitos con espadas de caña y sombreros de papel; allí asaltaban formidables plazas, defendían castillos, se destrozaban a cañonazos (entiéndase pedradas) conquistando lauros inmortales y ganando gloriosísimas contusiones, tras de las cuales venía la zurribamba que en sus casas les administraban los enojados padres o el maestro de escuela.

Al poco tiempo de darse a conocer Pepet en aquella sociedad militar, donde se estimaban en su justo valer las prendas del soldado, empezó a desplegar las más eminentes dotes. Tenía el condenado muchacho ese singular don de prestigio que aparece frecuentemente en la niñez como anuncio de una superioridad futura. Algunas veces desaparece, y los que de chicos fueron leones al crecer se vuelven pollinos. Pepet era atrevido, daba grandes porrazos, no perdonaba las faltas de disciplina, sacaba de su cabeza las más admirables invenciones en cuanto a plan de batallas y pedreas, y resolvía gallardamente todas las disputas ya fuesen personales o de antagonismo entre los distintos cuerpos de ejército. A todo atendía con prudencia suma, por todo velaba; era astuto en las exploraciones, heroico en los encuentros, prudente en las retiradas, previsor en todos los casos. Si se trataba del aprovisionamiento de las plazas, nada se hacía sin Pepet, que al ver a sus bravos soldados faltos de vituallas, dirigía admirablemente el merodeo de fruta en las huertas del río o el saqueo de una cabaña cuando estaban ausentes los dueños. Muchos palos y tirones de orejas ganaban todos a veces en estas guerreras trapisondas; pero las más veían recompensadas sus fatigas con el abundante esquilmo de las parras llenas de racimos, de los perales y de los melocotoneros.

Pepet no ascendió a general; lo fue desde el primer momento, porque su natural intrepidez y la energía de su carácter púsole desde luego en aquel elevado puesto, donde se habría conservado con asombro y orgullo de ambas riberas si no atajaran sus pasos gloriosos las calenturas. El río Negro, con sus verdosos charcos, era un foco de miasmas palúdicos. Muchos días pasó el chico entre la vida y la muerte; pero Dios y los cuidados de las buenas madres le salvaron.

Vivía el pobrecito general en compañía de Tinieblas en la habitación sacristanesca, pieza espaciosa y abovedada que estaba debajo del altar mayor. Había una puerta que comunicaba esta pieza con el claustro del convento, y aunque la regla mandaba que esta puerta estuviera siempre condenada, y bien lo decían sus gruesos barrotes y candados, las madres la tenían abierta durante el día y por ella entraban en la vivienda de Pepet con ánimo de asistirle. Merecía disculpa y aun perdón esta falta cometida con fines tan caritativos. La madre abadesa y Sor Teodora hacían la buena obra con solicitud y piedad.

La convalecencia de Pepet fue muy larga y penosa. Estaba pálido y delgado como un cirio; sus ojos se habían agrandado tanto que parecía que ellos solos ocupaban la cara. Apenas podía andar, y la buena Teodora de Aransis y la excelente Sor Ángela de San Francisco le sostenían cada cual por un brazo para que paseara un poco por el claustro y la huerta en las horas de sol. Sentábanle en un banco y allí pasaba largos ratos con la mirada fija en el suelo, las manos cruzadas. Fortalecido al fin, buscaban las madres algo que le entretuviese, pues nada es tan necesario a los muchachos enfermos y decaídos como un juguete o pasatiempo cualquiera que les distraiga y alegre los espíritus. La madre Teodora, que en lo compasiva y generosa ganaba a todas las habitantes de San Salomó, lo mismo que les superaba en gracia y belleza, le dijo un día hallándose con él en el claustro:

-Pobre Pepet, siento mucho que no tengamos en la casa un mal juguete con que puedas vencer tu tristeza.

Pepet sonrió, mirándose en los hermosos ojos de la monja, que cual espejos negros le fascinaban:

-¿Qué deseas tú? Dímelo y veré si puedo proporcionártelo -añadió la religiosa con dulce bondad-. Tú estás muy triste... ¿qué deseas?

Pepet callaba, sin dejar de mirarla con una fijeza parecida al éxtasis. Interrogado de nuevo, murmuró...

-Yo deseo... sí, señora; yo deseo...

-¿Qué?

-Un tambor -repuso el chico con firmeza.

La monja se echó a reír.

-Ya sé que eres muy guerrero -dijo- pero en esta casa no tenemos nada de eso. Sería bueno que se oyera aquí ruido de tambores... Que se te quite eso de la cabeza, pobre Pepet... ¿Quieres que te haga un sombrero de papel y una espada de caña para que te pasees por la huerta como un general?

Sin esperar contestación, la de Aransis corrió a su celda con andar vivaracho, y al poco rato regresó, trayendo un sombrero hecho de papel que usaban para poner pastas al horno, y una espada de caña. Dando ambas prendas a Pepet, le dijo con orgullo:

-En un momento lo he hecho... ¿No es verdad que está bien?

Pepet no hizo movimiento alguno para constituirse en propietario de aquellos enseres marciales. Permitió que Sor Teodora le pusiera el gorro; pero sus ojos relampaguearon, y rechazó la espada diciendo:

-La espada que yo deseo no es de caña, sino de hierro.