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Un voluntario realista/X

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X

Había corrido próximamente un mes desde la gloriosa salida del voluntario realista a civilizar los pueblos de la sierra, cuando recibió orden de Pixola mandándole que al punto se trasladase a Solsona. Maravilló a Tilín esta premura y la sequedad del despacho; pero mucho mayor fue su sorpresa cuando al entrar en Solsona con su ya numerosa partida, vio que Pixola en vez de recibirle con los brazos abiertos y encomiar el éxito de la expedición, recibíale ásperamente, sin mostrar ni un ápice de entusiasmo por tan descomunales servicios, ni menos alabar su heroico valor. Aquel primer arañazo dado por la horrible arpía, enemiga de las humanas grandezas, hizo manar sangre del ardiente corazón de Pepet Armengol.

Gran condescendencia fue que el carnicero reconociese y otorgase al héroe los grados que este mismo se había dado por un procedimiento novísimo en los fastos de las improvisaciones personales; mas con esto el díscolo guerrillero demostraba que no sólo aborrecía a Pepet, sino también que le tenía un tantico de miedo. Ni la muchedumbre de mozos útiles, ni las armas, ni el dinero, bastaron a modificar la opinión de Pixola sobre los merecimientos de su subalterno, la cual como se asentaba en la ruin envidia, más desfavorable era cuanto mayores motivos había para que no lo fuese. Pero el punto en que más insistió, por ser aquel en que se encontraba más fuerte, fue el de la protección que Tilín había dado a un pícaro sectario y jacobino que andaba por el país malquistando a los realistas unos con otros, y metiendo cizaña y haciéndoles desconfiar de sus jefes y dándoles dinero para que atropellasen e hicieran atrocidades.

Perplejo se quedó el sacristán al oír esto; pero contestó que ni él había protegido a ningún perro sectario, y que si dio libre paso a un desconocido, fue por creerle enviado de la Junta de Barcelona.

-Ya, ya veo que tienes buenas tragaderas -le dijo Pixola gozoso de humillarle delante de las notables personas, canónigos, frailes, honrados contrabandistas y trabucaires que presentes a la sazón estaban-. Valiente papamoscas tenemos aquí... No basta un poco de valor, Sr. Tilín, para mandar tropa en una guerra como esta; es preciso tener mucha astucia y cierto pesquis y ciencia del mundo, que no se aprenden en la sacristía de las reverendísimas. Ya me figuraba yo que el jacobino te engañaría, como engañamos a un pobre pez cuando le arrojamos el anzuelo. ¡Ves cómo no me engañó a mí! Desde que le eché el ojo, dije: «ese hombre no me gusta; que lo pongan a la sombra». ¡Oh! ya conozco yo a mi gente masónica. Sus farsas no me convencieron, ni la carta que traía para las monjas pidiendo chocolate, ni la que tú le diste, poniendo tus acciones en las mismas nubes, y pintándolas como iguales a las de Hernán Cortés en la Nueva España.

Las risas y chacota que acogieron estas observaciones, hicieron temblar el corazón soberbio y fogoso de Tilín, y las llamaradas de su enojo, de su despecho, de su ofendido amor propio salieron a su bronceado rostro, poniéndolo sanguinoso.

-¿Quieres saber las consecuencias de tu falta? -añadió el cruel Pixola-. Pues ya dicen por ahí que los jacobinos te han ganado... Podrá no ser verdad; yo creo que es mentira; pero ello es que maldita la confianza que puedo tener en ti.

Tilín se puso rojo, después amarillo y tembloroso. Dando una patada que hizo estremecer la casa, exclamó con salvaje furia:

-¡Por el rabo del Malo! El que sostenga que yo me he vendido a los jacobinos, venga delante de mí, dígamelo en mi cara, y le sacaré las entrañas.

-¡Oh! fuertecillo estás -dijo el carnicero riendo de su triunfo y de la cólera de Tilín-. No se prueba la honradez sacando entrañas; se prueba con la conducta... En fin, gracias que has dado con un hombre como yo decidido a protegerte. Mira si seré bueno, que no pienso quitarte el mando.

Tilín, mirando fijamente a su jefe, dijo para sí, sin despegar los amoratados labios:

-Y si me le quitaras, perro ladrón, yo lo volvería a tomar.

Los importantes varones que presentes estaban llevaron la conversación a otro terreno, y durante una hora larga se habló del proyecto de tomar a Manresa para fundar en aquella excelente plaza el gobierno central de la idea apostólica.

-Jep ha salido ya de Berga -dijo Pixola-. Caragol debe de haber salido también de Vich, y yo me pongo en marcha mañana. Nos juntaremos, y allá para la semana que viene a más tardar, Manresa será nuestra.

No se ocuparon más aquel día el guerrillero y su pequeña corte de la importante persona de Tilín; pero al siguiente recibió el héroe la estocada mortal de la envidia con la orden de permanecer en Solsona, mientras las demás tropas y somatenes iban sobre Manresa. Esta eliminación en la jornada de más peligro y lucimiento puso al sacristán en el último grado de la rabia. Era evidente ya que se deseaba oscurecerle y postergarle; pero él guardó su rabia en el pecho aparentando resignación y conformidad con su suerte. El veneno y las llamas que devoraban su alma, fueron celosamente guardados como el puñal de que se piensa hacer uso en momento oportuno. Se le vio silencioso mas no irritado, en el momento de salir la gente de Pixola y la suya para tan notable empresa, y dijo adiós a sus compañeros sin mostrarse envidioso. Para colmo de humillaciones, ni siquiera quedaba al frente de la guarnición de la ciudad, sino como subalterno de un tal Mañas, nombrado jefe de la plaza, el cual era un viejo borracho que pasaba la mitad del tiempo durmiendo y la otra mitad jugando a las cartas.

Los partidarios que quedaban en Solsona no tenían más consigna que vigilar a los presos sepultados en las mazmorras del Ayuntamiento, entre los cuales hallábanse Guimaraens y el aventurero D. Jaime Servet, y defender la ciudad en caso de un ataque, muy poco probable por cierto, de las tropas del Rey. Tilín, viéndose condenado a forzosa holganza, vagaba sin compañía por la solitaria muralla de la ciudad o bien por las tristes riberas del río Negro, testigo de los juegos de su infancia, terminando siempre su paseo en la puerta del Travesat junto a San Salomó.

Por las mañanas visitaba la sacristía, ayudaba algunas misas, y si se lo permitían, pasaba a ver a las madres y a departir con ellas acerca de los negocios de la causa apostólica, que iban mal según unas y a pedir de boca según otras. Aquella preferencia que desde su edad más tierna había mostrado Pepet por la bella y afable Sor Teodora de Aransis mostrábase ahora con más claridad, bien porque la desgracia avivase los afectos de su corazón, o bien porque la situación desventajosa en que se encontraba, relativamente a su antigua jerarquía sacristanesca, le autorizase a dejar traslucir lo que antes ocultaba. La corta pero accidentada vida militar había gastado dos principalísimas protuberancias, digámoslo así, del carácter de Tilín, la timidez y el respeto a ciertas cosas y personas, bien así como la piedra puntiaguda y angulosa se pule y redondea al ser arrastrada por los torrentes.

Todos los días pasaba largas horas en el monasterio sin quitarse el uniforme, y aunque la madre abadesa no gustaba de ver allí los arreos marciales, inclinose al fin a tolerarlos por lo singular de las circunstancias. Rogole dicha señora que ayudase al sacristán su sustituto en los servicios de limpieza dentro de la sacristía; pero Tilín se negó a degradar su uniforme en faena tan impropia de un militar de grandes alientos. Fuele dicho entonces que se quitase la casaca, espada y chacó, con cuya advertencia recibió nuestro héroe tanta pena como si le hubieran dado cien bofetadas; pero como habría sido más grande aún su dolor si le privaran de entrar en el convento durante aquellos días de tristeza, desgracia y descanso, consintió al cabo en degradarse. No creyendo decente estar en mangas de camisa, se puso su antigua sotana, con lo cual se vio realizada una metamorfosis de que no creemos pueda haber ejemplo en otro país del mundo. Así cambiaba de apariencia aquel extraordinario mozo pasando de guerrero a sacristán lo mismo que había pasado de la oscuridad de la sacristía al esplendor y estruendo de los campos de batalla.

Casualmente había a la sazón en el convento una obra que exigía buenas manos, y el sustituto de Tilín, si las tenía excelentes para robar cera, carecía de fuerzas para trabajos mayores. Estaban arreglando un flamante y lindo altar para la Virgen de Setiembre y era necesario el concurso de un hombre de buenos puños. Tilín despachó esta obra de romanos en dos días, y después quiso arreglar la huerta que se hallaba en malísimo estado por enfermedad del hortelano.

Asistiendo, como auxiliares o como meras espectadoras, a estas santas tareas, algunas monjas se regocijaban oyendo a Tilín la relación de sus proezas, siendo de observar que el héroe de ellas, antes de aminorarlas con la modestia las acrecía con el frecuente uso de la hipérbole, presentándolas con tal grandor que las buenas señoras se quedaban embobadas ante tanta maravilla creyendo ver resucitado el tiempo de la caballería andante. Como eran caritativas y bondadosas, Tilín hacía caso omiso de los fusilamientos que había ordenado y todo era batallas y más batallas en las cuales había salido victorioso.

La que ponía más atención a estos homéricos relatos era Sor Teodora de Aransis, que seguía con interés febril el giro de los sucesos apostólicos, teniendo siempre en tortura su imaginación y sobreexcitados sus nervios.

Lejos de extinguirse en el rudo corazón de Tilín, madriguera de impetuosas pasiones, el profundo afecto hacia ella, aquel sentimiento había ido tomando cuerpo con los años, variando de naturaleza conforme al giro del tiempo y a las mudanzas del carácter. Era para él la de Aransis objeto de un respeto que rayaba en supersticioso culto, y de tal modo se apoderaron de su ánimo la memoria y la imagen de la esposa de Cristo, que ni un instante se apartaron ambas de su cerebro durante la campaña. Sin embargo mientras fue soldado la pureza de sus pensamientos era tal y tan grande la fuerza del respeto, que sus afectos parecían más bien un apasionado fervor místico que afición ordinaria entre dos seres humanos.