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Un voluntario realista/XXV

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XXV

Desde que los cocheros de palacio, los marmitones, los lacayos y algunos soldados vendidos a los cortesanos inauguraron el 19 de marzo de 1808 en Aranjuez la serie de bajas rapsodias revolucionarias que componen nuestra epopeya motinesca, el más repugnante movimiento ha sido la sublevación apostólica de 1827. Es además de repugnante, oscuro, porque su origen, como el de los monstruos que degradan con su fealdad a la raza humana, no tuvo nunca explicación cabal y satisfactoria. Acabó misteriosamente, lo mismo que había empezado, como esas tragedias reales en que por una secreta confabulación de testigos, asesinos y jueces, queda todo indeterminado y confuso, no existiendo la evidencia más que en la muerte de la víctima. No hubo lógica ni plan en la sublevación, como no hubo justicia en los castigos. Creeríase que eran autores de aquella intriga sangrienta los mismos contra quienes parecía dirigida, y que la propia mano herida por el filo, acariciaba la empuñadura de aquella espada que se forjó en las agrestes ferrerías de las montañas catalanas y se templó en los conventos. En todo lo relativo a los orígenes de tal guerra, hay algo de las poéticas vaguedades de la leyenda: la historia no ha podido esclarecer con su luz las lobregueces de este hecho que sólo puede compararse a las tenebrosas demencias del suicidio.

Durante largo tiempo se consideró que la guerra apostólica había sido engendrada por la sociedad secreta del absolutismo llamada El Ángel Exterminador, y compuesta de obispos ambiciosos, consejeros cesantes e inquisidores sin trabajo. Aunque el absolutismo ha tenido también su masonería, y de las más chuscas, aun sin el uso de mandiles, ningún historiador ha probado la existencia de El Ángel Exterminador. Quién decía que su centro estaba en Roma, quién que estaba en el cuarto del infante D. Carlos. Pero si la sociedad no es cosa evidente, lo es sí la existencia de una intriga formidable y subterránea, de la cual eran activos trabajadores muchos próceres y magnates, diestros en las artes del topo. La posterior guerra de los siete años probó que desde 1825 el absolutismo rabioso, anhelando cambiar de ídolo porque el existente no satisfacía por completo su sed de persecuciones y de venganzas, había empezado a preparar el terreno.

Si alguien pudo esclarecer los orígenes de la sublevación apostólica fueron los cabecillas catalanes; sin duda ellos pensaban decir algo; pero antes que pudieran ser indiscretos, Calomarde y el conde de España les fusilaron a todos. El Rey les prometió el perdón para que se sometieran, y después de sometidos les fusiló para que no hablaran. Es una diplomacia como otra cualquiera.

¿Fue Calomarde instigador de la guerra? Entonces resultaría Fernando VII juguete de su ministro, y esto no era así. Calomarde, que sin duda hubiera sido capaz de venderse a quien le quisiera comprar, sirvió bien a Fernando hasta el cuarto casamiento de este, y en 1827 todavía era no más que instrumento harto sumiso de las pasiones y del brutal egoísmo de su señor.

Si Calomarde no fue autor de la guerra, los verdaderos autores de ella se le sometieron al ver el mal éxito que aquella tenía, aspirando a sacar de la paz el partido que no habían podido sacar de la guerra. Es indudable que los tenebrosos congregacionistas del Ángel Exterminador (y es forzoso dar este nombre a la pandilla por no tener otro) salieron muy bien librados de aquella sangrienta aventura; pero también lo es que los infelices que habían sacado las castañas del fuego para satisfacer las hinchadas ambiciones y las envidias de la corte, pagaron con su vida el crimen propio y el ajeno.

Grave cosa fue aquella sublevación cuando Fernando se dispuso a sofocarla por sí mismo. Salió del Escorial el 22 de Setiembre, siendo despedido por los célebres versos de la bondadosa Reina Amalia, que al componerlos demostró tener más comercio con los ángeles que con las musas. Al Rey acompañaba Calomarde. Había gran prisa, y el déspota y su Sancho Panza recorrieron el camino con una rapidez que habrían envidiado quizás algunos de nuestros trenes mixtos. Pero delante del Rey habían salido los correos reservados llevando órdenes apremiantes para que cesara todo. Por eso apenas puso el pie en tierra de Lérida el egregio conde de España con su ejército, principió la desbandada. Las pequeñas partidas se presentaban, y las grandes se ponían en movimiento para sacar algún jugo del país antes de disolverse. La sublevación cayó como un espantajo de trapo y caña puesto en medio de los sembrados, y al cual quitan de pronto la vara que lo sustenta. Los facciosos del Panadés y de Tarragona fueron los más solícitos para presentarse a indulto. En cambio Jep dels Estanys, Caragol y la gente furibunda de Manresa se mostraron muy rebeldes. Sin atreverse a hacer frente al conde de España, resistiéronse a terminar tan tonta y desabridamente una guerra a que los del Ángel Exterminador les habían lanzado, ofreciéndoles la cooperación de Rusia con 40.000 hombres y 6.000 caballos, el apoyo de Francia y las simpatías del Papa.

Dejando guarnecida a Manresa salieron: Jep se dirigió a Berga que era su madriguera preferida, y Caragol fingió una marcha sobre Barcelona, unos dicen que con objeto de acercarse a la frontera y otros que con el fin puramente apostólico de merodear. No tenían las manos atadas aquellos benditos arcángeles de fusil y cartuchera, porque Jep dels Estanys cuando tuvo que salir de Berga perseguido por el conde de España sacó de allí diez y ocho cargas de dinero que eran la cosecha de unos cuantos meses de trabajo en la viña del Altar y el Trono.

Ya veremos la suerte que les cupo a estos andantes cosecheros, a quienes Fernando hablaba en su proclama el lenguaje de la clemencia, abriéndoles sus brazos de padre amoroso. Una observación haremos que será la última pincelada en el cuadro de aquella guerra, y es que todas las reyertas entre los absolutistas de uno y otro bando, así como todas sus reconciliaciones terminaban con un porrazo a los liberales. Estos infelices, pocos en número, acobardados y oscurecidos, pagaban el furor de los sublevados y de los perseguidores de los sublevados. Los rebeldes, al huir delante del conde de España, gritaban de pueblo en pueblo: «¡muerte a los negros!» y el feroz España solía decir: «esos malvados negros tienen la culpa de todo». Así es que se llevaba con paciencia la fuga e impunidad de los apostólicos con tal que hubiese negros que sacrificar. Un observador de pura casta absolutista, como Mosén Crispí, habría creído que aquellos pobres fueron puestos en España por Dios para impedir que los defensores de este se destrozaran mucho al engrescarse entre sí.

Es preciso ser de bronce o de berroqueña para no sentir la más viva lástima de tales desdichados. ¿Vencían los apostólicos?... pues ¡muerte a los negros! ¿Iban bien los absolutistas?... pues ¡duro en los negros! Que las cosas iban mal en el campo de Jep... pues ¡a ellos, que tienen la culpa de todo! Que salía chasqueado el conde y se desesperaba por no poder alcanzar a Pixola... pues ¡viva la religión y mueran los masones! Síntesis de este hecho y resumen de él fueron las horrorosas hecatombes de Barcelona a principios del año siguiente, cuando los envenenados odios y disputas que desgarraban el seno de la familia realista parecían no poder aplacarse sino engolosinando a uno y otro partido con carne de liberales.

Explicada la situación de la guerra, nos cumple despedirnos de esa bienaventurada ciudad de Solsona, donde han ocurrido los principales sucesos de esta historia, para buscar el término y solución lógica de ellos en otro pueblo menos ilustre, pues carece de escudo de armas, de abolengo romano y de murallas; pero que merecería tener todas estas cosas y aun otras, sólo por haber sido teatro de los verídicos sucedidos que vamos a referir.