Un voluntario realista/XXVII

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XXVII

-¡Una monja! -exclamó con asombro el que estaba en la puerta, que era un viejecillo tembloroso y caduco, empaquetado dentro de una sotana, y que ni aun parecía tener fuerzas para sostener la linterna con que se alumbraba, y cuyos rayos caían principalmente sobre la pechera encarnada de un segundo personaje vestido con uniforme militar.

-¡Una monja! -repitió este, antes de que la de Aransis tuviera tiempo de exponer el objeto de su peregrina visita.

-Sí, una monja -dijo ella- una pobre monja de San Salomó, que se ve obligada a pedir auxilio a los religiosos, caballeros, militares o quienes quiera que sean los habitantes de esta casa... Pero si no me engaño estoy hablando con el Sr. D. Pedro Guimaraens.

-El mismo, señora -repuso el bravo coronel quitándose galantemente el sombrero y dirigiendo hacia el semblante de la religiosa los pálidos rayos de la linterna-. Me parece que estoy viendo a Sor Teodora de Aransis.

-Esa soy yo... Usted no comprenderá mi presencia aquí -dijo muy turbada la dama, como quien aún no ha inventado bien la mentira que va a decir-. Ya sabe usted que anoche nos quemaron el convento... Yo iba a casa de mis tíos, a Balaguer, porque me encuentro muy enferma... ¡cosa tremenda!... el coche en que iba se ha roto... roto el eje... me vi sola en medio del camino... sola no... con el criado de mis tíos.

-No se necesitan más explicaciones para dar alojamiento a la buena madre -declaró Guimaraens menos atento a las cuitas de Sor Teodora que al ruido de caballos que cerca se sentía-. Yo estoy aquí cumpliendo un deber militar por encargo del conde de España... ¿Sabe usted?... Este sitio es el mejor para cortar la comunicación de los valles del Cardoner con la Conca de Tremp... Estoy aquí con un pequeño destacamento esperando las fuerzas que han de llegar a la madrugada...

Y volviéndose al frailecillo, añadió:

-Nuestro bendito padre Martín de la Concepción se ha cansado de tocar la campanilla, y es preciso que no cese de tañer en todo momento para que la brigada pueda dirigirse aquí sin equivocarse, porque esos niños de Madrid no conocen estas tierras... Que toque, que siga tocando... Pues sí, señora mía, aquí podrá usted reposar hasta mañana. No hay comodidades de ninguna especie, ¿verdad Padre Juanico?

-No importa -dijo la dominica entrando en el atrio-. Me basta con hallarme en lugar seguro.

-Y dispénseme la reverendísima madre -indicó D. Pedro haciéndole otra cortesía sombrero en mano- que no la acompañe en este momento, porque siento ruido de caballerías y si al principio me parecía tropel de arrieros que iban al mercado de Castellnou, ahora me parece una partida fugitiva que pasa.

-Vaya su excelencia -dijo el frailecillo-. Yo acompañaré a la reverendísima madre a la única habitación que tenemos para cuando se nos presenta algún forastero... ¿No ha traído la señora la servidumbre? ¿No ha venido con la señora alguna otra madre, o un par de madres, o media docena de madres?

Incapaz de responder a estas preguntas, la monja calló, dejándose guiar por el padre Juanico. En el ruinoso patio sintió rumor de soldados que jugaban o cantaban coplas tendidos en el suelo. Tan aturdida estaba la buena madre, que no había formado aún juicio alguno sobre su nueva situación, si bien se veía segura y salva por el respeto que entonces infundía a la gente armada el hábito religioso. Érale sí forzoso desplegar un poco de ingenio para explicar su presencia en Regina Cœli sin ocasionar interpretaciones malignas, y para hacerse trasladar a Solsona sin peligro de caer de nuevo en los terribles brazos del dragón que la perseguía.

D. Pedro salió a toda prisa acompañado de algunos soldados, mientras el padre Juanico guiaba a Sor Teodora por un claustro medio derruido, siendo preciso mucho cuidado para no tropezar en las piedras que obstruían el paso.

-Esta casa, señora -dijo el caduco fraile- está así desde la acometida de los franceses el año 10. Regina Cœli era una casa de clérigos regulares. ¡Ah! entonces éramos treinta y cinco, ya no somos más que dos, el padre Martín de la Concepción y un servidor de Vuestra Maternidad reverendísima... Creo que ha sido horrible eso de San Salomó.

El padre Juanico se detenía a cada seis pasos para contemplar el rostro de la señora, y alzando no sin esfuerzo su cabecilla flaca y colgante, obsequiaba a la monja con una sonrisa senil harto grotesca.

-Sólo dos, señora -añadió alumbrando el piso lleno de piedra-. Vivimos de limosna... vivimos tranquilos, esperando la muerte que ha de asemejamos a estos escombros, a estas piedras, a este cadáver descompuesto de Regina Cœli. Lo poco que aún vive de Regina Cœli será polvo también... Pues como decía a la señora, los dos hermanos vivimos aquí tranquilamente, es decir, vivíamos tranquilamente hasta esta noche a las diez, hora menguada en que se nos metió por las puertas el señor D. Pedro Guimaraens con sesenta soldados de Su Majestad... ¡Linda noche nos ha dado!... Al pobre Martín de la Concepción lo tiene desde hace dos horas tocando la esquila... y no quiere que se canse el buen hombre, sino que toque y toque... Estos demonches de militares son muy déspotas, señora... Cuidado no tropiece usted en la losa de ese sepulcro... Por aquí, señora, por aquí... y aún falta lo mejor. Esos toques de la esquila son para avisar a una brigada entera, a una brigada de demonios uniformados que vienen a tomar posesión del convento... Estamos lucidos... ¡Venir a turbar a dos pobres religiosos moribundos que esperamos por instantes la última hora!... En fin, paciencia nos de Dios. Aceptemos este cáliz no tan amargo como el que supo apurar Su Divina Majestad en la noche de su pasión... El pobre hermano Martín se ha cansado otra vez de tocar... En fin, señora, esta es la única habitación que podemos ofrecerle a Vuestra Maternidad reverendísima para que pase la noche... Iré a ver si han llegado los de la servidumbre de Vuestra Maternidad reverendísima.

-¡Esta es la habitación!... -exclamó llena de asombro la madre Teodora de Aransis contemplando las desnudas paredes de una sala inmensa, helada, vacía, con el techo agujereado y el piso hecho de escombros.

-No tenemos otra. En cuanto a lecho para dormir no espere Vuestra Maternidad que se lo ofrezcamos, porque no lo tenemos. Martín de la Concepción y yo dormimos en el suelo.

La madre volvió a mirar no menos espantada que la vez primera el antro en que se hallaba. Un pedazo de altar y un rimero de tablas carcomidas eran los únicos asientos. Algunas piedras sepulcrales llenas de escudos e inscripciones formaban apiladas como una especie de mesa.

Aterrada en el primer momento, Sor Teodora se serenó pronto comprendiendo que no estaba en el caso de pedir gollerías.

-Está bien, reverendo hermano -dijo-. Déme usted una luz y ayúdeme a cerrar estas ventanas.

-Estas dos ventanas no se pueden cerrar -dijo el frailecillo con burlona sonrisa-. Tampoco se cierra la puerta, en una palabra, madre reverendísima, aquí no se cierra nada. En Regina Cœli no hay llaves, ni cerrojos, ni trancas, ni candados. Puede vuestra maternidad entornar las puertas y afianzarlas con un palo. Como no hay viento no se abrirán... Traeré la luz al momento.

Largo rato estuvo sola y a oscuras la buena monja embebida en hondas reflexiones sobre su situación, y ya se impacientaba de la oscuridad cuando volvió el padre Juanico tan apresurado como sus piernas medio muertas se lo permitían. Puso una lámpara de cobre sobre el montón de piedras sepulcrales que hacían las veces de mesa, y dejándose caer sobre un madero, dijo suspirando:

-Déjeme Vuestra Maternidad que descanse un ratito... no puedo tenerme... Este renegado de Guimaraens va a quitarnos la poca vida que nos queda... ¿Oye usted? todavía repica el desventuradísimo Martín de la Concepción... ¡Ay! cómo me canso, señora, con estas idas y venidas. A estas horas estaríamos el hermano y yo roncando riquísimamente sobre nuestras tablas si esos Barrabases no se nos hubieran metido aquí... Y lo que falta, pues, y lo que falta.

-Paciencia, hermano -dijo la dominica sentándose también.

-Pues como iba contando -prosiguió el fraile demostrando menos cansancio de lengua que de piernas-, esos hombres a caballo que iban por el camino eran los de la partida de Garrote que hace días pasó para Solsona y ahora se vuelve a su país. El señor de Guimaraens les ha quitado algunas armas y les ha dejado seguir. Llevaban consigo un prisionero, un hombre malvado de esa infame ralea de jacobinos. Es, según dicen, el que pegó fuego a San Salomó.

Sor Teodora suspendió tan bruscamente sus reflexiones que se la habría creído picada por el aguijón de una víbora. Clavó los negros ojos en el rostro excesivamente maduro y pasado del padre Juanico que alentado por la atención que a sus palabras se prestaba, añadió:

-Garrote que va en retirada y sin armas ha dejado aquí al prisionero para que el señor de Guimaraens haga un poco de justicia. ¡Hace tanta falta en estos tiempos!... Le van a fusilar.

Sor Teodora se levantó. Un lúgubre rumor que en el patio se oía llamó vivamente su atención. Miró por la ventana que al patio daba.

-Ahí le llevan -dijo el fraile señalando al patio donde se distinguían grupos moviéndose con algazara-. Le van a meter en la cueva, en lo que era panteón y ahora nos sirve de leñera.

Sor Teodora no vio más que sombras, pero comprendió lo que pasaba. El corazón se le salía del pecho latiendo con desusada violencia.

-Adiós, señora, que pase Vuestra Maternidad reverendísima buena noche -dijo el padre Juanico tomando su linterna-. ¡Ah! me olvidaba de advertir a Vuestra Maternidad que el Sr. de Guimaraens pasará a verla. Me lo ha dicho. Sin embargo estará muy ocupado en toda la noche. Parece que ya llega la brigada que esperaban... ¡Gracias a Dios que descansa el pobre Martín!... Buenas noches... He visto entrar a varios paisanos... la servidumbre de Vuestra Maternidad reverendísima.

-Yo no tengo servidumbre -dijo Sor Teodora bruscamente.

-¿Ha venido Vuestra Maternidad sola? -exclamó el padre Juanico desplegando toda la piel de los ojos.

-Sola, sí, sola -afirmó la dama con energía sin pensar en su reputación.

El padre Juanico iba a persignarse, pero no se persignó. Creyó que debía marcharse... y se marchó.

La de Aransis dio algunos pasos hacia la puerta, después retrocedió... Llevose las manos a la cabeza, cruzolas después. Puede afirmarse que en los treinta y dos años de su existencia no había conocido su alma un afán tan grande. Tan grande era, que la última aventura de Tilín le parecía cosa lejana, indigna de fijar su atención, y en verdad aquel drama terrible, puramente externo y que en nada afectaba a sus sentimientos, le parecía muy menguada cosa en comparación de la íntima sacudida que ora sentía en su alma.

Tan absorta estaba, tan atenta a sí misma, que no observó que era espiada. Fuera de la ventana abierta a un segundo patio lleno de ruinas, un espantajo negro la vigilaba. Ella no veía el brillo verdoso de los ojos del búho acechando su presa.