Una astucia de Abascal

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Tradiciones peruanas - Quinta serie
Una astucia de Abascal​
 de Ricardo Palma


I[editar]

Que el excelentísimo señor virrey D. Fernando de Abascal y Souza, caballero de Santiago y marqués de la Concordia, fue hombre de gran habilidad, es punto en que amigos y enemigos que alcanzaron a conocerlo están de acuerdo. Y por si alguno de mis contemporáneos lo pone en tela de juicio, bastárame para obligarlo a arriar bandera referir un suceso que aconteció en Lima a fines de 1808; es decir, cuando apenas tenía Abascal año y medio de ejercicio en el mando.

Regidor de primera nominación, en el Cabildo de esta ciudad de los reyes, era el señor de... ¿de qué?, no estampo el nombre por miedo de verme enfrascado en otro litigio pati-gallinesco... Llamémoslo H...

Su señoría el regidor H... era de la raza de las cebollas. Tenía la cabeza blanca y el resto verde; esto es, que a pesar de sus canas y achaques, todavía galleaba y se le alegraba el ojo con las tataranietas de Adán. Hacía vida de solterón, tratábase a cuerpo de príncipe, que su hacienda era pingüe, y su casa y persona estaban confiadas al cuidado de una ama de llaves y de una legión de esclavos.

Una mañana, cuando apuraba el Sr. de H... la jícara del sabroso chocolate del Cuzco con canela y vainilla, presentósele un pobre diablo, vendedor de alhajas, con una cajita que contenía un alfiler, un par de arracadas y tres anillos de brillantes. Recordó el sujeto que la Pascua se aproximaba y que para entonces tenía compromiso de obsequiar esa fruslería a una chica que lo traía engatusado. Duro más, duro menos, cerró trato por doscientas onzas de oro, guardó la cajita y despidió al mercader con estas palabras:

-Bien, mi amigo, vuélvase usted dentro de ocho días por su plata.

Llegó el día del plazo, y tras este otro y otro, y el acreedor no lograba hablar con su deudor; unas veces porque el señor había salido, otras porque estaba con visitas de gente de copete, y al fin porque el negro portero no quiso dejarlo pasar del zaguán. Abordolo al cabo una tarde en la puerta del Cabildo, y a presencia de varios de sus colegas le dijo:

-Dispénseme su señoría si no pudiendo encontrarlo en su casa me le hago presente en este sitio, que los pobres tenemos que ser importunos.

-¿Y qué quiere el buen hombre? ¿Una limosna? Tome, hermano, y vaya con Dios.

Y el Sr. de H... sacó del bolsillo una peseta.

-¿Qué es eso de limosna? -contestó indignado el acreedor-. Págueme usía las doscientas onzas que me debe.

-¡Habrase visto desvergüenza de pícaro! -gritó el regidor-. A ver, alguacil. Agárreme usted a este hombre y métalo en la cárcel.

Y no hubo remedio. El infeliz protestó; pero como las protestas del débil contra el fuerte son agua de malvas, con protesta y todo fue nuestro hombre por veinticuatro horas a chirona por desacato a la caracterizada persona de un municipal o municipillo.

Cuando lo pusieron en libertad anduvo el pobrete con su queja de Caifás a Pilatos; pero como no presentaba testigos ni documentos, lo calificó el uno de loco y el otro de bribón.

Llegó el caso a oídos del virrey, y éste hizo ir secretamente a palacio a la víctima, lo interrogó con minuciosidad y le dijo:

-Vaya usted tranquilo y no cuente a nadie que nos hemos visto. Le ofrezco que para mañana o habrá recobrado sus prendas o irá por seis meses a presidio como calumniador.

II[editar]

Exceptuando las noches de teatro, al que Abascal sólo por enfermedad u otro motivo grave dejaba de concurrir, recibía de siete a diez a sus amigos de la aristocracia. La linda Ramona, aunque apenas frisaba en los catorce años, hacía con mucha gracia los honores del salón, salvo cuando veía correr por la alfombra un ratoncillo. Tan melindrosa era la mimada hija de Abascal, que su padre prohibió quemar cohetes a inmediaciones de Palacio, porque al estallido acometían a la niña convulsiones nerviosas. ¡Repulgos de muchacha engreída! Corriendo los años no se asustó con los mostachos de Pereira, un buen mozo a quien mandó el rey para hacer la guerra a los insurgentes, y que no hizo en el Perú más que llegar y besar, conquistando en el acto la mano y el corazón de Ramona y volviéndose con su costilla para España. ¡Buen calabazazo llevaron todos los marquesitos y condesitos de Lima que bailaban por la chica el Agua de nieve! Aquella noche concurrió, como de costumbre, el Sr. de H... a la tertulia palaciega. El virrey agarrose mano a mano en conversación con él, pidiole un polvo, y su señoría le pasó la caja de oro con cifra de rubíes. Abascal sorbió una narigada de rapé, y por distracción sin duda guardó la caja ajena en el bolsillo de la casaca.

De repente Ramona empezó a gritar. Una arañita se paseaba por el raso blanco que tapizaba las paredes del salón, y Abascal, con el pretexto de ir a traer agua de melisa o el frasquito del vinagre de los siete ladrones, que es santo remedio contra los nervios, escurriose por una puertecilla, llamó al capitán de la guardia de alabarderos y le dijo:

-D. Carlos, vaya usted a casa del Sr. De H... y dígale a Conce, su ama de llaves, que por señas de esta caja de rapé que dejará usted en poder de ella, manda su patrón por la cajita de alhajas que compró hace quince días, pues quiere enseñarlas a Ramoncica, que es lo más curiosa que en mujer cabe.

III[editar]

A las diez de la noche regresó a su casa el Sr. de H... y la ama de llaves le sirvió la cena. Mientras su señoría saboreaba un guiso criollo, doña Conce, con la confianza de antigua doméstica, le preguntó:

-¿Y qué tal ha estado la tertulia, señor?

-Así, así. A la cándida de la Ramona le dio la pataleta, que eso no podía faltar. Esa damisela es una doña Remilgos y necesita un marido de la cáscara amarga, como yo, que con una paliza a tiempo estaba seguro de curarla de espantos. Y lo peor es que su padre es un viejo pechugón, que me codeó un polvo y se ha quedado con mi caja de los días de fiesta.

-No, señor. Aquí está la caja, que la trajo uno de los oficiales de Palacio.

-¿A qué hora, mujer?

-Acababan de tocar las ocho en las nazarenas, y obedeciendo al recado que usted me enviaba, le di al oficial la cajita.

-Tú estás borracha, Conce. ¿De qué cajita me hablas?

-¡Toma! De la de alhajas que compró usted el otro día.

El Sr. de H... quedó como herido por un rayo. Todo lo había adivinado.

A los pocos días emprendió viaje para el Norte, donde poseía un valioso fundo rústico, y no volvió a vérsele en Lima.

Por supuesto, que comisionó antes a su mayordomo para que pagase al acreedor.

El caballeroso Abascal recomendó al capitán de alabarderos y al dueño de las alhajas que guardasen profundo secreto; pero la historia llegó a saberse con todos sus pormenores, por aquello de que «secreto de tres, vocinglero es».