Una ceremonia de Jueves Santo

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(Al general Luis Capella Toledo, en Bogotá)


Cuando publiqué la tradición Cosas tiene el rey cristiano que parecen de pagano, alguien dijo que era para invención y marrullería de este servidor de ustedes lo de que el conde de la Vega del Ren hubiera entrado el Jueves Santo de 1802 en la iglesia de San Agustín, y llegado hasta el altar mayor con la cabeza cubierta y calzadas espuelas de oro. Era su derecho.

Más grave es el tema que hoy pienso tratar. Desde que Lima fue Lima hasta 1812, y luego desde 1815 hasta 1820 hubo quien, sin que ello provocara escándalo, penetrara anualmente a caballo en la catedral. Era también su derecho.

Ahora bien; lean ustedes con paciencia y disimulen todos los rodeos que tendré que dar antes de llegar a hablarles de la ceremonia del Jueves Santo y del jinete protagonista de ella.


I - Un árbol genealógico indispensable para la clara inteligencia de este artículo[editar]

Hace muchos, muchos años -no sé a punto fijo cuántos, pero exceden de siglo y medio-, que vivía en esta ciudad de los Reyes del Perú un señorón de grandes campanillas que se llamaba don Luis de Santa Cruz y Gallardo, el cual tenía por título el de conde de San Juan de Lurigancho, y por empleo el de tesorero, por juro de heredad, de la Real Casa de Moneda, por el cual había uno de sus ascendientes desembolsado treinta mil pesos gordos de a cincuenta y dos peniques cada uno, que no de estos pesos flacos o soles de menguada luz que valen apenas treinta y tantos peniques, y que en camino van de valer menos el día en que las casas de Graham Rowe, Bates Stockes y demás giradoras, que son quienes hacen la lluvia y el buen tiempo, así lo tengan por conveniente.

Este empleo, que tenía el sueldo de tres mil duretes, era una bonita colocación de capital; puesto que el de treinta mil invertido en su compra redituaba un diez por ciento al año, y honra y provecho debían perpetuarse en la familia por sucesión regular; esto es, prefiriendo el primogénito al segundón y el varón a la hembra, pudiendo heredarlo ésta a falta de aquél, en cuyo caso desempeñaría el cargo su marido, o lo ejercería por apoderado idóneo a satisfacción del virrey.

De su matrimonio con una señora del apellido Centeno y Padilla tuvo el tal señorón un hijo y tres hijas -y aquí ponga el lector sus cinco sentidos en seguirme; porque si no, suelto la pluma y queda el artículo como el cuento de las cabras de Sancho-. Conque hemos dicho (¡fíjense bien!) un hijo y tres hijas.

Primero. Don Diego de Santa Cruz y Centeno, conde de San Juan de Lurigancho como su padre, y como él tesorero de la Real Casa de Moneda, casó con doña Mariana Querejazu, y de su matrimonio con la dicha tuvo una sola hija que se llamó doña Mercedes. Esta doña Mercedes casó con don Sebastián de Aliaga y Colmenares, marqués de Celada de la Fuente, y llevó a la casa de los descendientes del conquistador Jerónimo de Aliaga los títulos de conde de Lurigancho y de San Pascual Bailón, y la tesorería de la Moneda. A la muerte de doña Mercedes pasó la tesorería a su hijo mayor don Juan de Aliaga y Santa Cruz, padre de don Juan de Aliaga y de la Puente, nuestro ex ministro de Gobierno, Policía y Obras Públicas, y ex guardiamarina en uno de los barcos de guerra en que allá en los tiempos de mi mocedad dragoneaba yo de comisario en nuestra difunta escuadra.

Segundo. Doña Narcisa Santa Cruz y Centeno, que casó con don Fernando Arias de Saavedra, marqués de Moscoso, de quienes fue hijo el coronel don Francisco Arias de Saavedra, conde de Casa Saavedra, famoso sportman o jinete de aquellos tiempos, y abuelo por línea materna de nuestro querido amigo y compañero en la Real Academia Española don José Antonio de Lavalle.

Tercero. Doña Julia Santa Cruz y Centeno, que casó con don Javier Buendía y Soto, marqués de Castellón y Alférez Real hereditario de esta muy noble y leal ciudad de los Leyes. Tuvieron por hijo a don Juan Buendía y Santa Cruz, quien por enlace con doña Leonor Lezcano tuvo a don Juan Buendía y Lezcano, el que casó con doña Josefa Carrillo de Albornoz, hija del conde de Montemar y Monteblanco; y a don Antonio Buendía y Lezcano, que se unió in facie ecclesiae con una señora Noriega. Don Juan Buendía y Lezcano no tuvo de su matrimonio más que una hija, que fue doña Clara Buendía y Carrillo de Albornoz, la procesada en 1819 por la Inquisición de Lima.

Doña Clara después de haberse casado en primeras nupcias con su primo don Diego de Aliaga y Santa Cruz, en segundas con un colombiano Piedrahita que amaneció asesinado en su tálamo, en terceras con un señor Sotapoyer, y a quien la muerte impidió contraer el cuarto matrimonio y seguir despachando maridos al otro barrio, no dejó prole, pasando sus derechos al marquesado y al real alferazgo a la rama segundogénita. Esta rama es la proveniente del matrimonio de don Antonio Buendía y Lezcano con la señora Noriega, cuyo primogénito es nuestro excelente amigo el general don Juan Buendía y Noriega, marqués de Castellón y Alférez Real hereditario de la ciudad de Lima, lo primero in partibus infidelium y lo segundo en receso.

No sé si el alferazgo costó a la casa de Buendía tanto como a la casa de Santa Cruz había costado la tesorería de la Moneda; pero sí sé que mientras ésta producía al año tres mil morlacos para ayuda del puchero, aquél no daba a los Buendía sino honores dispendiosos, como más adelante veremos.

Cuarto. Doña Isabel de Santa Cruz y Centeno, que casó con don Diego de Castellón, marqués de Otero, cuya familia se extinguió en sus nietos: don Diego, coronel de artillería de ejército español, y don Francisco, cura de este arzobispado.

A esta familia perteneció el doctor don Francisco de Orueta y Castrillón, nuestro último venerable arzobispo.


II - Minuciosidades[editar]

Las funciones de Alférez Real, en general, eran las del actual portaestandarte, si bien aquél era alto personaje. El Alférez Real era el que llevaba en la guerra la bandera real; y los de las órdenes militares, las de estas corporaciones. Por consiguiente, se elegían para el cargo los más nobles, valientes y robustos guerreros. Hoy se confía el estandarte al último cadete, siquier sea tísico y enclenque. Verdad es que ya, con frecuencia, se enfundan y guardan las banderas en parte segara antes de entrar en pelea. Así lo hicieron los alemanes en 1870. El Alférez Real era el que llevaba el pendón de la ciudad cuando los vecinos de ésta se armaban para defenderla de un asalto, o salían fuera de murallas a combatir con el enemigo. Si la batalla de Miraflores el 15 de enero de 1881, en que derramaron valerosamente su sangre los limeños, se hubiera librado en tiempo del coloniaje, claro es que a nuestro camarada el general Buendía y no a otro hubiera correspondido, como Alférez Real, el honor de caer envuelto en el pabellón de su tierra natal.

Antes de la creación de los ejércitos permanentes, invención que no va más atrás del siglo XVII cuando había guerra, pedían los reyes a la nobleza y a las ciudades que formasen tropas y acudieran al campo real. A esto se llamaba en España alzar banderas por el rey. Los títulos de Castilla tenían la obligación de acudir con cien lanzas o soldados de caballería, obligación que después de la creación de los ejércitos permanentes se cambió en el impuesto pecuniario llamado de lanzas. Las ciudades, según su importancia, contribuían con un número de soldados de infantería.

Bueno es advertir que en aquellos tiempos no había bandera nacional, invención del último cuarto del siglo pasado. Hoy mismo no la hay en Inglaterra, donde la reina tiene una bandera, las escuadras otra, los buques mercantes otra, y por último, cada regimiento una especial con los colores de su uniforme, por lo que se llama colours y no flags. En España e Indias, la bandera real era las armas reales desplegadas en toda la extensión de la tela; y allí entonces (como hoy en Alemania y en Inglaterra) el pabellón no se enarbolaba sino donde estaba el monarca, fuese palacio, castillo, navío o tienda.

Las plazas fuertes, como el Callao, tenían una bandera especial. Creo que era la roja y amarilla, que ahora es la nacional, con las armas reales. Los buques mercantes usaban la misma, pero sin armas; y los de guerra, bandera blanca con las armas reales y la imagen del santo protector de la nave, como San Telmo, San Fermín, San José, Santa Cristina, Santa Sofía, o la Santísima Trinidad, por ejemplo. Los cuerpos de infantería, por lo general, usaron bandera roja con la cruz de Borgoña atravesada; y otros, por privilegio especial, lucieron bandera con los colores de su uniforme. El regimiento Concordia, por ejemplo, cuyo coronel era el virrey Abascal, llevaba banderas blancas, verdes y rojas.

Cada ciudad tenía su estandarte especial; pero no todas tenían armas.

Dícese, no sabemos con qué fundamento, que el estandarte de Lima fue bordado por la reina doña Juana, viuda de Felipe el Hermoso y madre del emperador Carlos V. Ya, en una de nuestras tradiciones, hemos hecho la exacta descripción del primitivo estandarte, que no reproducimos para que no se diga que nos repetimos como bendición de obispo.

Éste, y no el gonfalón de guerra de Francisco Pizarro, fue el obsequiado al general San Martín. Persona que en 1844 lo tuvo entre las manos lo describe así:

«Este estandarte es de un género de seda parecido al raso, color pajizo sumamente apagado, aunque sospecho que ha sido amarillo y que se ha desvanecido por el uso y por el tiempo. Su forma es cuadrilonga. Tiene de largo cuatro varas y tercia. En el centro hay un gran escudo, aproximadamente del contorno exterior de las armas españolas. El cerco del escudo es rojo, y el centro azul turquí. Parece que hubo algo bordado en el fondo; pero hoy sólo se distinguen algunas labores irregulares, que nada significan, hechas con un cordoncillo de seda que debió ser rojo, cosido a la tela del estandarte, como los bordados que nuestras severas llaman de trencilla. En el cerco del escudo, en la parte inferior y la derecha, hay un sello de la Municipalidad de Lima. Todo el estandarte está lleno de remiendos de raso amarillo mucho más nuevos que la tela original, conmemorando la elección de alcaldes del cabildo».

En nuestras tradiciones La casa de Pizarro y Tres cuestiones históricas hemos consignado sobre este tema datos que creemos inútil reproducir ahora.


III - El paseo de alcaldes[editar]

Pero además de la obligación de llevar el estandarte de la ciudad en una acción de guerra, tenía el Alférez Real de Lima la de sustentarlo siempre que aquél se daba al viento. Esto se realizaba extraordinariamente en la proclamación y jura de nuevo soberano, en la canonización de Santa Rosa, y tal cual vez en su fiesta; y ordinariamente dos veces cada año -el 6 de enero y el Jueves Santo-. Estas exhibiciones se efectuaban del modo siguiente:

El 1.º de enero elegía el ayuntamiento los dos alcaldes que debían regir la ciudad en el curso del año, de entre los vecinos más notables, sin ser condición precisa nombrarlos del seno del ayuntamiento.

Los nuevos alcaldes se presentaban a la ciudad en un gran paseo, que tenía lugar en los días 6 y 7 de enero y que se llamaba el paseo del estandarte de los alcaldes. El día 6, a las cuatro de la tarde, salía de casa del alcalde de primer voto toda la corporación municipal a caballo, en dirección al Cabildo, donde se les unía el Alférez Real, también a caballo, con el estandarte. Luego desfilaba la comitiva en el orden siguiente:

Los clarines y los timbales de la ciudad.

Los maceros, llevando las grandes mazas de plata con las armas de Lima.

El Alférez Real, con el estandarte, en medio de les alcaldes. Casi siempre aquél cedía al primer alcalde, en esta ceremonia, el derecho de llevar el estandarte en el trayecto de las principales calles.

Los regidores del Cabildo.

Los síndicos (que no eran perpetuos, sino empleados a sueldo) y los asesores.

Luego los alguaciles, porteros y demás muchitanga, cerrando la marcha los pajes de los cabildantes con sus respectivas libreas.

Este fastuoso cortejo se dirigía a la Alameda de los Descalzos, invadida con anticipación por todas las calesas y carruajes de la ciudad; recorría después las principales calles, se detenía en la puerta de la que fue casa de Francisco Pizarro, donde el Alférez Real batía el estandarte, y por fin se dispersaba en el domicilio del alcalde de primer voto.

Allí se colocaba, en un altar preparado al efecto, el estandarte de la ciudad, rodeado de farolillos y luces de colores, y luego seguía una soirée o tertulia, ofrecida por el alcalde a sus amigos y familias de la aristocracia. No pocas veces concurrió el virrey a la fiesta doméstica.

Al día siguiente, 7 de enero, recibían los alcaldes en casa del de primer voto las visitas de felicitación; y a las cuatro de la tarde se formaba otra vez la comitiva de la víspera, y después de igual paseo era depositado el estandarte en el Cabildo.

En la noche lo hacía enfundar el Alférez y lo trasladaba a su casa. Así como el sello de la Real Audiencia era guardado en la habitación del canciller o guardasello, cargo que hoy correspondería ejercer a nuestro colega el doctor don Mariano Amézaga, descendiente del conquistador Diego de Agüero, primer alcalde de Trujillo, así el Alférez Real de Lima custodiaba en su domicilio el estandarte de la ciudad.

Olvidábamos apuntar que la noche en que dormía el estandarte en casa del alcalde, se le cosía por la esposa, hija o deudas de éste un parchecito de raso amarillo, en el que, con letras bordadas o doradas, se leía una inscripción conmemorativa. De suponer es que la primitiva tela del estandarte habría desaparecido ofuscada por tanto pegote; pues éstos serían ya los que la sostendrían pegada al asta.


Desde 1812 hasta 1815, en que se restableció el régimen absoluto, no hubo paseo de alcaldes, y por consiguiente, el estandarte se estuvo guardado en casa del Alférez Real. Largo sería copiar los parches de raso amarillo que éste tuvo; pero nos limitaremos, para dar una idea al lector, a reproducir las abigarradas inscripciones de los últimos seis años de la dominación española.

«En el presente año de 1815, sacó el Estandarte Real don José Antonio de Errea (este sujeto se suicidó, poco después, arrojándose desde la torre de la Merced), teniente coronel del regimiento de dragones de esta capital, alcalde ordinario de primer voto».

«Sacó este Estandarte Real don Francisco Moreyra y Matute, teniente coronel de caballería, domador mayor del Tribunal y Audiencia real de cuentas de estos reinos, alcalde ordinario de la ciudad.- Año 1816».

«Sacó este Estandarte Real, en el presente año de 1817, el señor don Isidro de Cortázar y Abarca, conde de San Isidro y capitán de fragata de la Real Armada, siendo alcalde de primer voto».

«Sacó este Estandarte Real, en el presente año de 1315, el señor don Manuel de la Puente y Querejazu, de la orden de Santiago, marqués de Villafuerte y teniente coronel de dragones de Carabaillo, siendo alcalde ordinario».

«En el presente año de 1819 sacó este Estandarte Real el señor don José Manuel Blanco de Azcona, de la orden de Alcántara, teniente coronel de milicias, Regidor de este excelentísimo Cabildo y teniente alcalde de primer voto».

«Sacó este Estandarte Real, en el año de 1820, el señor Dr. don Tomás José de la Casa y Piedra García, capitán de granaderos de infantería de línea de voluntarios distinguidos de la Concordia española del Perú, tesorero de las rentas decimales del arzobispado, siendo alcalde ordinario».

Ya en 1821 las cosas andaban más que turbias para que hubiera habido paseo de alcaldes y demás mojigangas.


IV - El Jueves Santo[editar]

En septiembre de 1812 se recibió y promulgó en Lima el siguiente decreto de las Cortes de Cádiz, comunicado al virrey Abascal por el Consejo de Regencia.

«Considerando que los actos positivos de inferioridad peculiares a los pueblos de Ultramar, monumento del antiguo sistema de conquista y de colonia, deben desaparecer ante la majestuosa idea de la igualdad: -queda abolido el paseo del Estandarte Real que acostumbraba hacerse en las ciudades de América, como un testimonio de lealtad y un monumento de la conquista de aquellos países. Esta gran solemnidad del Estandarte Real se reservará, como en la península, sólo para aquellos días en que se proclame un nuevo monarca».

Abolidas las Cortes de Cádiz y restablecidos el régimen absoluto y la Inquisición por el felón Fernando VII, volvió en Lima a verificarse el paseo de alcaldes desde 1815 hasta 1820, en que los limeños principiamos a ostentar humillos republicanos y a revelar ciertos antojos de cambiar de patrón.

Dijimos en el anterior capítulo que el Real Estandarte de la ciudad sólo se lucía en público dos veces en el año. Vamos a la segunda.

El Jueves Santo, después de terminados los oficios en la catedral, volvíase el ayuntamiento a Cabildo, y de allí a las cuatro de la tarde, con aviso de haberse concluido ya el Lavatorio de los doce pobres que representan al apostolado, salía la corporación en esta forma:

El Alférez Real, vestido a la española antigua, y montado precisamente en un soberbio caballo blanco, con caparazón de terciopelo carmesí recamado de oro, llevaba en la mano el estandarte de la ciudad. Rodeábanlo a pie los alcaldes, regidores, síndicos, asesores, materos y alguaciles; esto es, un cortejo igual al del 6 de enero, salvo que en esta ocasión, sólo el Alférez Real iba a caballo. Pasaban por delante de los balcones de palacio, donde le esperaban el virrey con su familia, la Audiencia y altos empleados, todos los que se descubrían la cabeza al pasar el estandarte.

La comitiva penetraba en el atrio de la catedral por la rampa o ranfla, como decían las limeñas, vecina al Sagrario, y que probablemente se dispuso así con este objeto. Como es sabido, el atrio de la catedral estuvo hasta la época de la administración Balta rodeado por una verja o balaustrada de madera, de finísimo aspecto.

El Alférez Real y los que le acompañaban penetraban en el templo por la gran puerta central. Allí, y en el altar de Nuestra Señora de la Antigua, no sé si mejorado o construido por el famoso clérigo arquitecto don Matías Maestro, con dinero que proporcionó la Pontificia Universidad de San Marcos, estaba el monumento en la preciosa urna de plata obsequiada por Carlos V a la ciudad de Lima, y de la cual el canónigo C... de la G... hizo cera y pábilo en los nefastos días de la ocupación chilena, sin que sepamos que hasta hoy se le haya pedido cuentas por ese acto de grosera prestidigitación. Por el contrario, el haber despojado a su patria y a la iglesia de lo que a la vez que recuerdo histórico era un primor artístico, le sirvió de recomendación, no para ir a purgar en chirona su sacrílega falta, sino para ascender a la segunda dignidad del coro. ¡Aberraciones de mi tierra! Me he de salir con mi gusto de verlo, no encorozado, como lo habría sido en el otro siglo, sino mitrado.

El Alférez Real detenía con mucho garbo su caballo delante del monumento, y saludaba al Santísimo batiendo por tres veces la bandera; concluido lo cual se retiraba hasta el atrio, haciendo cejar al bucéfalo para no ofrecer la espalda al altar.

Ya en el cementerio, tornaba grupas y regresaba el cortejo a Cabildo, donde se depositaba el estandarte, mientras los cabildantes iban a acompañar al virrey y Audiencia a las estaciones.

Se deja adivinar de suyo que medio Lima, aristocracia y canallocracia, concurría al atrio y naves de la catedral, para juzgar de la gallardía y destreza del jinete.

El Alférez Real de Lima fue siempre el marqués de Castellón, pues aunque nuestro respetable y erudito amigo el general Mendiburu dice en su artículo Castellón que el cargo pasó a la casa de los condes de Montemar, incurre en una equivocación que tiene el siguiente origen:

Cuando murió don Juan Buendía y Lezcano dejó niña, y por consiguiente soltera, a doña Clara, que era el Alférez Real.

Como ella no podía desempeñar las cargas del empleo, funcionó por ella su tío carnal don Fernando Carrillo de Albornoz, conde de Montemar y Monteblanco. El señor de Mendiburu vio sin duda en algún documento que don Fernando sacó el estandarte, y de allí dedujo que el alferazgo había pasado a la casa de éste.

Quizá la razón que hubo para que representase a doña Clara su tío materno fue la de que era eximio jinete, condición casi necesaria para el buen desempeño del alferazgo.


V - Conclusión[editar]

Lo de que el estandarte obsequiado por el Cabildo de Lima al general San Martín fue el mismo que trajo Pizarro a la conquista, no pasa de una paparrucha, como largamente lo hemos comprobado en una de nuestras tradiciones. El estandarte de Pizarro fue el que sacó el mariscal Sucre del Cuzco, y que hoy se encuentra en Caracas.

San Martín, que murió en Bologne el 18 de agosto de 1850 a los setenta y dos años de edad, dispuso en una cláusula de su testamento que el estandarte de la ciudad, con la carta autógrafa del municipio, fuese devuelto al Perú. La histórica y preciosa bandera encerrada en una caja de jacarandá; sobre la que en relieve dorado se veían las armas de la república, permaneció algunos años arrinconada en el salón de uno de los ministerios, hasta que desapareció en uno de los patrioteros ataques de que ha sido víctima nuestro vetusto palacio de los virreyes. Obtenido de «http://es.wikisource.org/w/index.php?title=Una_ceremonia_de_Jueves_Santo&oldid=227442»