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Una excursión: Capítulo 18

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Historia de Crisóstomo. Quiénes eran los bultos colorados. El indio Villarreal y su familia. De noche.


Tomó la palabra Crisóstomo, y dijo:

-Mi Coronel, el hombre ha nacido para trabajar como el buey y padecer toda la vida.

Este introito en labios de un hombre inculto llamó la atención de los interlocutores.

Me acomodé lo mejor que pude en el suelo para escucharle con atención, convencido de que los dramas reales tienen más mérito que las novelas de la imaginación.

La otra noche se lo decía yo a Behetti, rogándole me hiciera el sacrificio de ciento cincuenta varas, vulgo, me acompañara una cuadra.

La historia de cualquier hombre de esos que nos estorban el paso, es más complicada e interesante que muchos romances ideales que todos los días leemos con avidez; así como hay más chiste y más gracia circulando en este momento en el más humilde café, que en esos libros forrados en marroquín dorado, con que especula el ingenio humano.

Behetti convino conmigo, y me hizo este cumplimiento:

-Usted es célebre por sus dichos.

-Y por mis desgracias, como sir Walterio Raleigh -le contesté, diciéndome para mi capote-: Así es el mundo, trabajamos por hacernos célebres en una cuerda y lo conseguimos por el lado del ridículo.

¡Nos cuesta tanto conocernos!

Crisóstomo continuó:

-Yo vivía en el valle del cerro de Intiguasi.

Este cerro está cerca de Achiras, y su nombre significa en quichua, si no ando desmemoriado en mis recuerdos etnográficos y filográficos, casa del sol. Diéronselo los incas en una de sus famosas expediciones por la parte oriental de la Cordillera. Inti, quiere decir sol, y guasi casa.

-Vivía con mis padres, cuidando unas manadas, una manada de ovejas pampas y otras de cabras.

También hacíamos quesos. No nos iba tan mal. Hubo una patriada, en la que salieron corridos los colorados con quienes yo me fui, porque me arrió don Felipe -se refería a Saa-, anduve a monte mucho tiempo por San Luis, y cuando las cosas se sosegaron, me volví a mi casa. Los colorados nos habían saqueado. Los pobres siempre se embroman. Cuando no son unos, son otros los que les caen. Por eso nunca adelantamos. Seguimos trabajando y aumentando lo poco que nos había quedado hasta que me desgracié...

Aquí frunció el ceño Crisóstomo, y un tinte de melancolía sombreó su cobriza tez, quemada por el aire y el sol.

-¿Y cómo fue eso? -le pregunté.

-¡Las mujeres! ¡Las mujeres, señor!, que no sirven sino para perjuicio -repuso.

-¿Y ahora no tienes mujer?

-Sí, tengo.

-¿Y cómo hablas tan mal de ellas?

-Es que así es el hombre, mi Coronel: vive quejándose de lo que le gusta más.

-Bueno, prosigue -le dije, y Crisóstomo tomó el hilo de su narración, que ya había predispuesto a todos en su favor, despertando fuertemente la curiosidad.

-Cerca de casa vivía otra familia pobre. Eramos muy amigos; todos los días nos veíamos. Tenían una hija muy donosa. Se llamaba Inés. Por las tardes cuando recogíamos las majadas, nos encontrábamos en el arroyo que nace de arriba del cerro. Y como la moza me gustaba, yo le tiraba la lengua y nos quedábamos mucho rato conversando. Un día le dije que la quería, que si ella me quería a mí. Me contestó callada que sí.

-¿Y cómo es eso de contestar callada?

-Bueno, mi Coronel, yo le conocí en la cara que me puso que me quería.

-¿Y después?

-Seguimos viéndonos todos los días, saliendo lo más temprano que podíamos a recoger para poder platicar con holgura.

Nos sentábamos juntitos en la orilla del arroyo, en un lugar donde había unos sauces muy lindos; nos tomábamos las manos y así nos quedábamos horas enteras viendo correr el agua. Un día le pregunté si quería que nos casáramos. No me contestó, dio un suspiro, se le saltaron las lágrimas, lloró y me hizo llorar.

-¿A ti?

-A mí, pues, señor -contestó Crisóstomo, mirándome con un aire que parecía decir: ¿acaso no puedo llorar yo, porque vivo entre los indios?

Sentí el reproche y le contesté:

-No te había entendido bien, sigue.

Prosiguió.

-Lo que se me pasó la tristeza le pregunté por qué lloraba, y me contestó que su padre quería casarla con un tal Zárate, que era tropero y hombre hacendado; y que la noche antes ya le había dicho que si andaba en muchas conversaciones conmigo le había de pegar unos buenos. Con la conversación no nos fijamos en que había llegado la oración, sin haber recogido las majadas. Salimos juntos a campearlas. Nos tomó la noche, se puso muy obscuro, estaba por llover y nos perdimos, pasando toda la noche en el campo.

Al día siguiente, Inés no vino al arroyo.

Yo fui a su casa, el padre me recibió mal; quiso pelearme. Inés estaba en el rancho y me miraba diciéndome con unos ojos muy tristes que no le contestara a su padre y que me fuera. Le obedecí. El viejo me insultó mucho, hasta que me perdí de vista; sufrí y no le contesté. A la noche vino la vieja y se pelearon con mi madre. Yo escuché todo de afuera. Más tarde, lo que nos quedamos solos, le conté a mi madre lo que me había pasado...

La pobre me quería mucho, me trató mal, lloró y por último me perdonó.

Pasaron varias lunas sin verse las familias.

Una noche ladraron los perros. Salí a ver qué era, y era una vecina que iba a casa de Inés, donde estaban muy apurados.

A los pocos días Inés se casó con Zárate y estuvieron de baile y beberaje en la casa. Para esto yo ya sabía lo que había pasado a Inés la noche que ladraron los perros, porque la vecina, que era muy buena mujer, me lo había contado, preguntándome: ¿De quién será la hijita que ha tenido la Inés? Me dio mucha rabia oír los cohetes del casorio, que se había hecho en la capilla de San Bartolo, que está contrita de la sierra. Me fui a la casa. Pedí mi hija.

Me gritaron: ¡Borracho!

Hice un desparramo y salí hachado. Estuve mucho tiempo enfermo. Sané, busqué mi hija, no la hallé. Yo la quería muchísimo. No la había visto nunca. Una tarde sabiendo que la casa estaba sola, me fui a ver si la hallaba a Inés. La hallé. Me recibió como si no me conociera. ¡Le pedí mi hija, me contestó que estaba borracho! La hice acordar de la noche en que nos perdimos. Me contestó: ¡Borracho! Lloré no sé de qué; me echó de la casa llamándome borracho. Le pegué una puñalada...

Y esto diciendo, Crisóstomo se quedó pensativo.

Nosotros nos quedamos aterrados.

-Y ¿después? -dije yo, sacando a todos del abismo de reflexiones en que los había sumido la última frase del infortunado amante.

-Después -murmuró con amargura-, después he padecido mucho, mi Coronel.

-¿Qué hiciste?

-Me fui a mi casa, le confesé a mi madre lo que había hecho, y a mi padre también, me rogaron que me fuera para San Luis, me arreglaron unas alforjas, tomé dos buenos caballos, y me dirigí a Chaján. Pero al pasar por el camino de los indios, me dio la tentación de rumbear al Sur y me vine para acá.

-¿Y no has vuelto a ver a tus padres, o a Inés?

-Sí, mi Coronel, los he visto, varias veces que he ido a malón con los indios, porque el que vive aquí tiene que hacer eso, si no, no le dan de comer. A Inés la cautivamos en una invasión con su marido y sus padres. Por mí se salvó ella; lloró tanto y me rogó tanto que la dejara, que la perdonara, que me dio lástima, estaba embarazada y conseguí que la dejaran.

Al padre y la madre se los llevaron y los vendieron a los chilenos, por una carga de bebida, que son dos barrilitos de aguardiente. Y he oído decir que están en una estancia cerca de Mucum.

Y esto diciendo, Crisóstomo tomó resuello, como para seguir su narración.

-¿Y has ido a maloquear (invadir) muchas veces?

-Sí, mi Coronel, ¡qué hemos de hacer!, hay que buscarse la vida.

-¿Y tienes ganas de salir a los cristianos?

-Estoy casado con una china y tengo tres hijos, -contestó, como leyéndose en sus ojos que sí tenía ganas de salir a los cristianos; pero que no lo haría sin su mujer y sus hijos.

Francamente, estos sentimientos paternales me hacían olvidar al hombre que le diera una puñalada a Inés.

¡Qué abismos insondables de ternura y de fiereza oculta en sus profundidades tempestuosas el corazón humano!

Me iba perdiendo en reflexiones, cuando se oyeron varias voces: ¡Ya vienen cerca los bultos colorados!

-No te vayas, Crisóstomo -le dije, y levantándome fui a posarme en un mogote del terreno para ver mejor los bultos.

-Son dos chinas -dijeron unos.

-Y viene un indio con ellas -otros.

Los bultos se acercaban a media rienda.

Llegaron, saludaron cortésmente en castellano y preguntaron por el coronel Mansilla.

-Yo soy -les contesté-, echen pie a tierra.

El indio se apeó al punto. Las chinas recogieron el pretal de pintadas cuentas que les sirve de estribo y bajaron del caballo con cierta dificultad por la estrechez de la manta en que van envueltas. Era el caballero Villarreal, hijo de india y de cristiano, casado con la hermana de mi comadre Carmen, que me mandaba saludar y algunos presentes, choclos y sandías.

La segunda china era hermana de mi comadre y de la mujer de Villarreal.

Es éste un hombre de regular estatura, de fisonomía dulce y expresiva, embellecida por unos grandes ojos negros llenos de fuego. Vestía como un gaucho lujoso. Habla bastante bien el castellano y se distingue por la pulcritud de su persona. Su padre, cuyo apellido lleva, fue vecino del Bragado. Tendrá treinta y cinco años. Ha estado en Buenos Aires en tiempo de Rosas, y conoce perfectamente las costumbres de los cristianos decentes. La mujer es una china magnífica, que también ha estado en Buenos Aires; me habló de Manuelita Rosas; tendrá treinta años. Su hermana tendrá dieciocho, y era soltera. Ambas vestían con lujo, llevando brazaletes de oro y plata, el colorado pilquén (la manta), prendida con un hermoso alfiler de plata como de una cuarta de diámetro, aros en forma de triángulo, muy grandes, y las piernas ceñidas a la altura del tobillo con anchas ligas de cuentas.

La cuñada de Villarreal es muy bonita y vestida con miriñaque y otras yerbas, sería una morocha como para dar dolor de cabeza a más de cuatro. Vestía con menos recato que su hermana, pues, al levantar los brazos, se veía la concavidad que forma el arranque del brazo cubierto de vello y agrandándose los pliegues de la camisa descubrían parte del seno.

Me entregaron los obsequios con mil disculpas de no haber traído más, por la premura del tiempo y los apuros de mi comadre. Les agradecí la fineza, hice que les acomodaran los caballos, les invité a sentarse y entramos en conversación.

Al caer la tarde, les pregunté si venían con intención de pasar la noche conmigo; me contestaron que sí, si no incomodaban.

Mandé que desensillaran los caballos, se puso en el asador el cordero de Crisóstomo, y mientras se asaba, le pegamos al mate y al cominillo de los franciscanos.

Anochecía cuando llegó un enviado de Mariano Rosas, con el mensaje consabido: ¿cómo está, cómo le va, no se han perdido caballos? Contesté que no había habido novedad, y despedí al embajador lo más pronto que pude, sin invitarle a que se apeara.

A Crisóstomo, le rogué que pasara la noche conmigo; tenía mis razones para querer conversar a solas con él.

Se quedó.

Nos sentamos alrededor del fogón, cenamos hasta saciarnos con choclos, que me parecieron bocado de cardenal, charlamos mucho y, cuando ya fue tarde, tendimos las camas y como en los buenos viejos tiempos de los patriarcas, nos acostamos todos juntos, por decirlo así, teniendo por cortinas el limpio y azulado cielo coronado de luces.

No hubo ninguna novedad. Dormimos a las mil maravillas. El hombre es un animal de costumbres.

Conviene prevenir, por la malicia del lector, que los franciscanos, según estaba acordado, hicieron sus camas al lado de la mía.