Una excursión: Capítulo 35
- El toldo de Mariano Rosas visto de la enramada. Preparativos para recibirme. Un bufón en Leubucó. De visita. Descripción de un toldo. La mesa. El indio y el gaucho. Paralelo afligente. Reflexiones. La comida. Un incidente gaucho.
La puerta del toldo de Mariano Rosas caía a la enramada.
Varias chinas y cautivas lo barrían con escobas de biznaga, regaban el suelo arrojando en él jarros de agua, que sacaban con una mano de un gran tiesto de madero que sostenían con otra; colocaban de derecha a izquierda asientos de cueros negros de carnero, muy lanudos, ponían todo en orden, haciendo líos de los aperos, tendiendo las camas, colgando en ganchos de madera, hechos de horquetas de cañar, lazos, bolas, riendas, maneadores y bozales. Una cuadrilla de indiecitos sacaba en cueros, arrastrados mediante una soga de lo mismo, los montones de basura e inmundicia que las chinas y cautivas iban haciendo en simetría, revelando que aquella operación era hecha con frecuencia.
Un grupo de chinas de varias edades se peinaban con escobitas de paja brava, arreglando sus largos y lustrosos cabellos en dos trenzas de a tres gruesas guedejas cada una que remataban en una cinta pampa, y, para ajustarlas y alisarlas mejor, las humedecían con saliva, se pintaban unas a las otras con carmín en polvo, los labios y los pómulos, se sombreaban los párpados y se ponían lunarcitos negros con el barro consabido; se ponían zarcillos, brazaletes, collares, se ceñían el cuerpo bien con una ancha faja de vivos colores, y por último, se miraban en espejitos redondos de plomo de dos tapas, de unos que todo el mundo habrá visto en nuestros almacenes.
Yo veía todos estos preparativos, echando miradas furtivas al interior del toldo.
El negro del acordeón se presentó, con su instrumento en mano. Estaban identificados por lo visto, no podían separarse; sin negro no había acordeón, sin acordeón no había negro.
Preludió un airecito y entonó unas coplas de su invención.
También era poeta, ya lo previne, aunque haciendo constar que sus baladas no recordaban las de Tirteo.
- Señor don Mariano Rosas
- la familia ya lo espera.
Cantó el maestro de ceremonias de Leubucó, fiel judío de la política, resuelto a esperar allí hasta la consumación de sus días la venida del Mesías, el regreso del Restaurador.
Mariano le miró con esa cara benévola, con esa sonrisa afectuosa con que los hombres ensoberbecidos por el poder miran a sus palaciegos y aduladores.
El negro, que conocía su posición, hizo algunas piruetas y danzó. Parecía un sátiro.
Tenía la mota parada como cuernos, los ojos saltados enrojecidos por el alcohol, unas narices anchas y chatas llenas de excrecencias, unos labios gordos y rosados como salchichas crudas.
Se le hizo bueno el partido y siguió tocando su acordeón, mirándome picarescamente, como quien dice: ahora te tengo.
La buena crianza no permitía manifestarse disgustado de las gracias coreográficas, ni de la habilidad musical de aquel valido predilecto y mimado del dueño de la casa.
Al contrario, como Mariano Rosas me mirara, de cuando en cuando sonriéndose, tenía que sonreírme.
Los circunstantes festejaban las bufonadas del negro.
Estaba radiante de júbilo; se sentaba al lado del cacique; le palmeaba, le abrazaba y mirándole con admiración exclamaba: ¡Ah!, ¡toro lindo! ¡Este es mi padre! ¡Yo doy por él la vida! ¿No es verdad, mi amo?
Mariano hacía un movimiento de aprobación con la cabeza y en voz baja me decía: es muy fiel.
¡Miserable condición humana!
El hombre es el mismo en todas partes, se inclina a los que lisonjean su necio orgullo, su amor propio, su vanidad; huye y se aleja de los que se estiman lo bastante para no envilecerse con la mentira.
No en balde Dante ha colocado a los aduladores en el Malebolge, la fosa maldita, hundidos hasta las narices en pestíferas letrinas. Llegaron más visitas.
Todas fueron recibidas por Mariano con estudiada cortesía, observando estrictamente el ceremonial.
Ya sabemos que consiste en una serie monótona de preguntas y respuestas.
Para todo el mundo había asiento.
Después que terminaban los saludos, venía la presentación. Yo tenía que levantarme, que dar la mano, que abrazar y que contestar con frases análogas, esas preguntas y salutaciones:
¡Me alegro de haberlo conocido!
¿Cómo le ha ido de camino?
¿No ha perdido algunos caballos?
¡Estamos muy contentos de verlo aquí!
El negro tocaba, cantaba, bailaba y a quien mejor le parecía le adjudicaba una patochada. Para él era lo mismo que fuera un cacique que un capitanejo; un indio que un cristiano. Tenía influencia en palacio y podía usar y abusar de sus festejadas gracias.
Llamé a los franciscanos para que los recién llegados les conocieran.
Vinieron. Con su aire dulce y manso saludaron a todos, siendo objeto de demostraciones de respeto. El sacerdote es para los indios algo de venerando.
Hay en ellos un germen fecundo que explotar en bien de la religión, de la civilización y de la humanidad.
Mientras tanto ¿qué se ha hecho?
¿Cómo se llaman, pregunto yo, los mártires generosos que han dado el noble ejemplo de ir a predicar el Evangelio entre los infieles de esta parte del continente americano?
¿Cuántas cruces ha regado la barbarie con sangre de misioneros propagadores de la fe?
¡Ah!, esta civilización nuestra puede jactarse de todo, hasta de ser cruel y exterminadora consigo misma. Hay, sin embargo, un título modesto que no puede reivindicar todavía: es haber cumplido con los indígenas los deberes del más fuerte. Ni siquiera clementes hemos sido. Es el peor de los males.
La presencia de los franciscanos no fue un obstáculo para que siguiera funcionando el acordeón.
Yo estaba impaciente por entrar en el toldo de Mariano y conocer su familia.
En una de las vueltas que el negro daba, sentándose acá y allá, se puso a mi lado.
-Mira, le dije al oído, si sigues tocando, en cuanto llegue al Río Cuarto mandaré lo que te dije, el organito para Mariano.
Me miró como diciéndome: "por piedad, no"; y haciendo callar el instrumento y dirigiéndose a Mariano, le dijo:
-Ya está todo pronto.
Mariano me invitó entonces a pasar al toldo, se puso de pie y me enseñó el camino.
Le seguí, dejando a los franciscanos con las visitas en la enramada. Entramos.
Sus mujeres, que eran cinco, sus hijas que eran tres y sus hijos, que eran Epumer, Waiquiner, Amunao, Lincoln, Duguinao y Plutrín, estaban sentados en rueda.
A cierta distancia había un grupo de cautivas.
Las chinas me saludaron con la cabeza, los varones se pusieron de pie, me dieron la mano y me abrazaron.
Las cautivas con la mirada. Me conmovieron.
¿Quién no se conmueve con la mirada triste y llorosa de una mujer? Mariano me enseñó un asiento, me senté; él se puso a mi lado dándome la izquierda.
Enfrente había otra fila de asientos. Entraron varios indios y los ocuparon. Eran indios predilectos de Mariano.
Las chinas se levantaron y se pusieron en movimiento. En el medio del toldo había tres fogones en línea y en cada uno de ellos humeaban grandes ollas de puchero y se tostaban gordos asados. Un toldo es un galpón de madera y cuero. Las cumbres, horcones y costaneras son de madera; el techo y las paredes de cuero de potro cosido con vena de avestruz. El mojinete tiene una gran abertura; por allí sale el humo y entra la ventilación. Los indios no hacen nunca fuego al raso. Cuando van a malón tapan sus fogones. El fuego y el humo traicionan al hombre en la Pampa, son su enemigo. Se ven de lejos. El fuego es un faro. El humo es una atalaya.
Todo toldo está dividido en dos secciones de nichos a derecha e izquierda, como los camarotes de un buque. En cada nicho hay un catre de madera, con colchones y almohadas de pieles de carnero; y unos sacos de cuero de potro colgados en los pilares de la cama. En ellos guardan los indios sus cosas.
En cada nicho pernocta una persona.
De las teorías de Balzac sobre los lechos matrimoniales, los indios creen que la mejor para la conservación de la paz doméstica es la que aconseja cama separada.
Como ves, Santiago amigo, el espectáculo que presenta el toldo de un indio, es más consolador que el que presenta el rancho de un gaucho. Y no obstante, el gaucho es un hombre civilizado. ¿O son bárbaros? ¿Cuáles son los verdaderos caracteres de la barbarie?
En el toldo de un indio hay divisiones para evitar la promiscuidad de los sexos: camas cómodas, asientos, ollas, platos, cubiertos, una porción de utensilios que revelan costumbres, necesidades.
En el rancho de un gaucho falta todo. El marido, la mujer, los hijos, los hermanos, los parientes, los allegados, viven todos juntos y duermen revueltos. ¡Qué escena aquélla para la moral! En el rancho del gaucho, no hay generalmente puerta.
Se sientan en el suelo, en duros pedazos de palo, o en cabezas de vaca disecadas. No usan tenedores, ni cucharas, ni platos. Rara vez hacen puchero, porque no tienen olla. Cuando lo hacen, beben el caldo en ella, pasándosela unos a otros. No tienen jarro, un cuerno de buey lo suple. A veces ni esto hay. Una caldera no falta jamás, porque hay que calentar agua para tomar mate. Nunca tiene tapa. Es un trabajo taparla y destaparla. La pereza se la arranca y la bota. El asado se asa en un asador de hierro, o de palo, y se come con el mismo cuchillo con que se mata al prójimo, quemándose los dedos. ¡Qué triste y desconsolador es todo esto! Me parte el alma tener que decirlo. Pero para sacar de su ignorancia a nuestra orgullosa civilización, hay que obligarla a entablar comparaciones.
Así se replegará cuanto antes sobre sí misma, y comprenderá que la solución de los problemas sociales de esta tierra es apremiante. La suerte de las instituciones libres, el porvenir de la democracia y de la libertad serán siempre inseguros mientras la masas populares permanezcan en la ignorancia y atraso.
El cabrío emisario de las leyes tienen que ser las costumbres. Dadme una asociación de hombres cualquiera con hábitos de trabajo, con necesidades, con decencia, y os prometo en poco tiempo un pueblo con leyes bien calculadas. El bien es una utopía cuando la semilla que debe producirlo no está sazonada. La aspiración de la libertad racional es una quimera, cuando los instrumentos que deben practicarla son corrompidos.
Dios ha ligado fatalmente los efectos a las causas.
Ni los olmos dan peras, ni las instituciones son frutos donde las nociones del bien y del mal, de lo bueno y de lo malo, no están universalmente encarnadas en todo pecho. Siguiendo la ruta que llevamos, elevaremos los andamios del templo; pero al levantar la bóveda, el edificio se desplomará con estrépito y aplastará con sus escombros a todos.
Los artífices desaparecerán y el desaliento de los que contemplaban su obra conducirá a la anarquía. Por eso el primer deber de los hombres de Estado es conocer su país.
A los cinco minutos de estar en el toldo nos sirvieron de comer. A cada cual le pusieron delante un gran plato de madera con puchero abundante de choclos y zapallo, cubiertos -cuchara, tenedor, cuchillo- y agua.
Las cautivas eran las sirvientas. Algunas vestían como indias y estaban pintadas como ellas. Otras ocultaban su desnudez en andrajosos y sucios vestidos.
¡Cómo me miraban estas pobres! ¡Qué mal disimulada resignación traicionaba sus rostros! La que más avenida parecía era la nodriza de la hija menor de Mariano; había sido criada en la casa de don Juan Manuel de Rosas. La cautivaron en Mulitas, en la famosa invasión que trajo el indio Cristo, en la época del gobierno de Urquiza, cuando lo que se robaba aquí se vendía en las fronteras de Córdoba y San Luis.
Yo no había comido más que un churrasquito, desde el día antes; el puchero estaba muy apetitoso y bien condimentado. Me puse, pues, a comer con tanta gana como anoche en el Club del Progreso. Y como no habían olvidado los trapos, como olvidaron las servilletas allí, lo hice como un caballero.
Terminado el puchero, trajeron asado, después sandías.
Estábamos en los postres, cuando volvió a presentarse el negro con su inseparable acordeón. Se sentó como en su casa al lado de Mariano y comenzó la música. Afortunadamente se había puesto muy ronco y no podía cantar. Que te dure la ronquera, decía yo para mis adentros, y lo miraba, haciéndole con la cabeza una especie de amenaza de mandar el organito ofrecido y temido por él. El sátrapa me miraba comprensivamente. Lo dejé seguir.
Conversábamos como en un salón, cada uno con quien quería. Los indios no dan cigarros a los cristianos que están de visita. Para fumar yo, tuve que regalar de los míos a todos.
Los indiecitos nos alcanzaban fuego, y cuando se quedaban jugando o distraídos, Mariano los aventaba diciéndoles: Salgan de ahí, no falten al respeto a sus mayores, eran sus palabras casi textuales. Observé que eran en este sentido bien criados.
Mariano, queriendo ponderarme uno de sus hijos, me dijo: Este es muy gaucho.
Después me explicaron la frase. El indiecito ya robaba maneas y bozales. Más tarde completaría su educación robando ovejas, después vacas. Es la escala.
En seguida me presentó otro.
Era un muchacho de trece años , no podía tener más. Y eso debía tener por la época en que me aseguraran había nacido. Su mérito consistía en tener mujer ya. Su cara no carecía de atractivos; tenía bastante expresión. Revelaba excesos prematuros, un físico en perspectiva.
Fumábamos y charlábamos alegremente, cuando se presentó Epumer con mi capa colorada, la capa causante de tantos malos ratos y dolores de cabeza. Confieso que no me pareció tan fea.
Me saludó con política y me habló con cariño.
Pidió aguardiente, y Mariano le dijo en su lengua que no era hora de beber.
Sentóse y tomó parte de la conversación.
Una cara que yo no había visto desde que llegamos, cuya aparición por allí debía preocuparme, se mostró por una rendija del toldo y con disimulo me hizo una seña significativa.
Fingí un pretexto. Se lo comuniqué a mi huésped y le pedí permiso para retirarme, y me retiré diciéndome a mí mismo, lleno de curiosidad: ¿qué habrá?