Una excursión: Capítulo 38
- Visita del cacique Ramón. Un almuerzo y una conferencia en el toldo de Mariano Rosas. Mi futura ahijada. Ideas de Mariano Rosas sobre el gobierno de los indios comparado con el de los cristianos. Reflexiones al caso. Explico lo que es Presupuesto, Presidente y Constitución. El pueblo comprenderá siempre mejor lo que es la vara de la ley, que la ley.
Al día siguiente recibí la visita del cacique Ramón, que llegó con una numerosa comitiva.
Charlamos duro y parejo, como se dice en la tierra; bebimos sendos tragos a la usanza araucana, y quedamos apalabrados para vernos en la raya de las tierras de Baigorrita, el día de la junta, que no tardaría en tener lugar.
Bustos, el mestizo que tan buena voluntad me manifestó en Aillancó, venía con él.
Le di algo de lo poco que me había quedado, y al cacique le regalé mi revólver de veinte tiros, enseñándole el modo de servirse de él, cómo se armaba y desarmaba. No pareció muy contento del arma. Es linda, me dijo; pero aquí no nos sirven las cosas así, porque cuando se nos acaban las balas no tenemos de dónde sacarlas.
Le prometí surtirlo de ellas, si teníamos la fortuna de observar fiel y estrictamente la paz celebrada.
Me contestó que por su parte no omitiría esfuerzo en ese sentido, apelando al testimonio de Bustos para probarme que él era muy amigo de los cristianos.
-En la Carlota tengo parientes; mi madre era de allí- me repitió varias veces, agregando siempre: -¡cómo no he de querer a los cristianos si tengo su sangre!
Después que se marchó, mandé ver con el capitán Rivadavia si Mariano Rosas estaba en disposición de que habláramos de nuestro asunto, el tratado de paz.
Mi viaje tenía por objeto orillar ciertas dificultades que surgían de la forma en que había sido aceptado.
Me contestó que estaba a mis órdenes, que fuera a su toldo cuando gustara.
No le hice esperar.
Entré en el toldo.
El hombre almorzaba rodeado de sus hijos y mujeres.
Se pusieron de pie todos, me saludaron atenta y respetuosamente, y antes de que hubiera tenido tiempo de acomodarme en el asiento que me designaron, me pusieron por delante un gran plato de madera con mazamorra de leche muy bien hecha.
Me preguntaron si me gustaba así o con azúcar.
Contesté que del último modo, y volando la trajeron en una bolsita de tela pampa.
No había almorzado aún. Comí, pues, el plato de mazamorra, sin ceremonias.
Me ofrecieron más y acepté.
Mis aires francos, mis posturas primitivas, mis bromas con los indiecitos y las chinas le hacían el mejor efecto al cacique.
-Usted ha de dispensar, hermano -me decía a cada momento.
Cuando le miraba fijamente, bajaba la cara, y cuando creía que yo no le veía, me miraba de hito en hito.
Hablamos de una porción de cosas insignificantes, mientras duró la mazamorra, que a eso sólo se redujo el almuerzo.
Meses antes, por cartas me había invitado para que nos hiciéramos compadres.
Me presentó a mi futura ahijada.
Era una chinita como de siete años, hija de cristiana.
Más predominaba en ella el tipo español que el araucano.
La senté en mis rodillas y la acaricié, no era huraña.
Por fin, entramos a hablar de las paces, como se dice allí.
Mariano fue quien tomó la palabra.
-Yo, hermano, quiero la paz porque sé trabajar y tengo lo bastante para mi familia cuidándolo. Algunos no la han querido; pero les he hecho entender que nos conviene. Si me he tardado tanto en aceptar lo que usted me proponía, ha sido porque tenía muchas voluntades que consultar.
"En esta tierra el que gobierna no es como entre los cristianos.
"Allí manda el que manda y todos obedecen.
"Aquí, hay que arreglarse primero con los otros caciques, con los capitanejos, con los hombres antiguos. Todos son libres y todos son iguales."
Como se ve, para Mariano Rosas nosotros vivimos en plena dictadura y los indios en plena democracia.
No creí necesario corregir sus ideas.
Por otra parte, me hubiera visto un tanto atado para demostrarle y probarle que el gobierno, la autoridad, el poder, la fuerza disciplinada y organizada no son omnipotentes en nuestra turbulenta república.
Aquí donde todos los días declamamos sobre la necesidad de prestigiar, robustecer y rodear al poder, siendo así que el hecho histórico persistente, enseña a todos los que tienen ojos y quieren ver, que la mayor parte de nuestras desgracias proviene del abuso de autoridad.
Recién vamos adquiriendo conciencia de nuestra personalidad; recién va encarnándose en las muchedumbres, cuya aspiración ardiente es conquistar y afianzar la libertad racional sobre los inamovibles quicios de la eterna justicia; recién vamos convenciéndonos de que lo que se llama soberanía popular es el ejercicio y la práctica del santo derecho; recién vamos entendiendo que el pueblo es todo, y que así como nadie puede reivindicar el honroso título de caballero si deja que se juegue con su dignidad personal, así también la entidad colectiva no puede enorgullecerse de sus conquistas morales, de sus progresos, de su civilización si dócil y sumisa, irresoluta y cobarde se deja uncir al carro del poder para arrastrarlo según su capricho.
Por más entendido que fuera Mariano Rosas, ¿a qué había de perder tiempo en disertaciones políticas con él?
Como yo era en aquellos momentos embajador (sic), y como siendo uno embajador debe tomar las cosas a lo serio, después de algunas palabras encomiando su conducta entré a explicar que el tratado de paz debiendo ser sometido a la aprobación del Congreso, no podía ser puesto en ejercicio inmediatamente.
Me valí para que el indio comprendiera lo que es Poder Ejecutivo, Parlamento, Presupuesto y otras yerbas, de figuras de retórica campesinas. Y sea que estuve inspirado, cosa que no me suele suceder -no recuerdo haberlo estado más de una vez, cuando renuncié a estudiar la guitarra, convencido de la depresión frenológica que puede notarse, observando en mi cráneo el órgano de los tonos-, y sea, que estuve inspirado, decía, el hecho es que Mariano Rosas se edificó.
Me convencieron de ello sus bostezos.
Podía quedarse dormido si continuaba haciendo gala de mis talentos oratorios, de mis conocimientos en la ciencia del derecho constitucional, de las seducciones que el hombre civilizado cree siempre tener para el bárbaro. Me resolví, pues, a hacerle esta interpelación:
-¿Y qué le parece, hermano, lo que le he dicho?
-¡Qué me ha de parecer! que estando firmado el tratado por el Presidente que es el que manda, nos costará mucho hacerles entender a los otros indios eso que usted me ha estado explicando.
-Haremos -continuó-, una junta grande, y en ella entre usted y yo, diremos lo que hay.
-Mientras tanto, hermano, cuente conmigo para ayudarlo en todo.
-Yo cuento con usted, porque veo que si no quisiera a los indios no habría venido a esta tierra.
Le contesté, como era de esperarse, asegurándole que el Presidente de la República era un hombre muy bueno que se había envejecido trabajando porque se educaran todos los niños chicos de mi tierra; que no les había de abandonar a su ignorancia, que por carácter y por tendencias era hombre manso, que no amaba la guerra; y que por otra parte, la Constitución le mandaba al Congreso conservar el trato pacífico con los indios y promover la conversión de ellos al catolicismo ; que el Congreso le había de dar al Presidente toda la plata que necesitase para esas cosas, y que como eran muy amigos no se habían de pelear si pensaban de distinto modo, porque los dos juntos gobernaban el país.
-Y dígame, hermano, me preguntó: -¿cómo se llama el Presidente?
-Domingo F. Sarmiento.
-¿Y es amigo suyo?
-Muy amigo.
-Y si dejan de ser amigos, ¿cómo andarán las paces con nosotros que ha hecho usted?
-Pero bien, no más, hermano, porque yo no puedo pelearme con el Presidente, aunque me castigue. Yo no soy más que un triste coronel y mi obligación es obedecer.
"El Presidente tiene mucho poder, él manda todo el ejército. Además, si yo me voy, vendrá otro jefe, y ese jefe tendrá que hacer lo que mande el general Arredondo, que es de quien dependo yo."
-¿Y Arredondo es amigo del Presidente?
-Muy amigo.
-¿Más amigo que usted?
-Eso no le puedo decir, hermano, porque, como usted sabe, la amistad no se mide, se prueba.
-Y dígame, hermano, ¿cómo se llama la Constitución?
Aquí se me quemaron los libros. Y, sin embargo, si el Presidente podía llamarse D. F. Sarmiento, ¿por qué para aquel bárbaro, la Constitución, no se había de llamar de algún otro modo también? Me vi en figurillas.
-La Constitución, hermano... La Constitución... se llama así no más, pues, Constitución.
-Entonces, ¿no tiene nombre?
-Ese es el nombre.
-¿Entonces no tiene más que un nombre, y el Presidente tiene dos?
-Sí.
-¿Y es buena o mala la Constitución?
-Hermano, los unos dicen que sí, y los otros dicen que no.
-¿Y usted es amigo de la Constitución?
-Muy amigo, por supuesto.
-¿Y Arredondo?
-También.
-¿Y cuál de los dos es más amigo de la Constitución?
-Los dos somos muy amigos de ella.
-Y el Congreso, ¿cómo se llama?
-El Congreso... el Congreso... se llama Congreso.
-¿Entonces no tiene más que un solo nombre lo mismo que la otra?
-Uno solo, sí.
-¿Y es bueno o es malo el Congreso?
-(¡Hum!)
Confieso que esta pregunta me dejó perplejo. Pero había que contestar. Hice mis cálculos para responder en conciencia, y cuando iba a hacerlo, dos perros que andaban por allí se echaron sobre un hueso y armaron una singuizarra infernal, interrumpiendo el diálogo. Mariano se levantó para espantarlos, gritando: "¡Fuera!, fuera!" Yo aproveché la coyuntura para retirarme.
Entré en mi rancho, me senté en la cama, apoyé los codos en los muslos, la cara en las manos y me quedé por largo rato sumido en profunda meditación.
-He perdido el tiempo -me decía con los ecos del espíritu-. No es tan fácil explicar lo que es una Constitución, lo que es un Congreso.
Mariano Rosas, había entendido perfectamente lo que es un Presidente, primero porque tenía otro nombre, porque se llamaba Domingo lo mismo que había podido llamarse Bartolo; segundo, porque mandaba el ejército.
Por consiguiente, resulta de mi estudio sobre las entendederas de un indio, que el pueblo comprenderá siempre mejor lo que es la vara de la ley, que la ley.
Los símbolos impresionan más la imaginación de las multitudes, que las alegorías.
De ahí, que en todas las partes del mundo donde hay una Constitución y un Congreso, le teman más al Presidente.
Algunas horas después volví a verme con Mariano.
Viéndole festivo, aproveché sus buenas disposiciones y le pedí permiso para decir una misa, al día siguiente, manifestándole el vehemente deseo de oírla que tenían muchos de los cristianos cautivos y refugiados en Tierra Adentro.
Llevéles la buena nueva a mis franciscanos, y, como verdaderos apóstoles de Jesucristo, la recibieron con júbilo.
Resolvimos decirla si el tiempo estaba bueno, si no había viento o tierra, en campo raso, apoyando el altar sagrado en el viejo tronco de un chañar inmenso, cuyos gajos corpulentos le servirían de bóveda.
Mañana estaremos de misa.