Una excursión a los indios ranqueles/IV
IV
A las cinco de la tarde estaba todo listo, y mi gente recibió orden de entregar sus armas, excepto el sable, que sin vaina debía ser colocado entre las caronas. Mis ayudantes y yo llevábamos revólvers y una escopeta. Por más grande que fuese mi deseo de presentarme ante los indígenas sin aparato, ni ostentación, no pude resolverme á hacerlo completamente desarmado. Podía llegar el caso de tener que perder la vida, y era menester ir preparado á venderla cara. Hay una idea á la que el hombre no se resigna sino cuando es santo, —y es á morir sacrificado con la mansedumbre de un cordero.
Entregadas las armas, hice arrimar las tropillas y las mulas; formé cuatro pelotones de la gente, dile á cada uno una tropilla, dejando otra de reserva; mandé ensillar y aparejar, y á la media hora, cuando el sol del último día de marzo se perdía radiante en el lejano horizonte, puse pie en el estribo.
Varios jefes y oficiales habían ensillado para acompañarme hasta cierta distancia.
Salí del fuerte entre las salutaciones cariñosas y las sonrisas amables y expresivas de los soldados, dejando á todos inquietos, particularmente á Achauentrú, que, al subir á caballo, vino á darme un abrazo, á hacerme su retahíla de recomendaciones, y á repetirme por la milésima vez que no dejara de adelantar un chasqui anunciando mi ida.
El camino del Cuero pasa por el mismo fuerte Sarmiento que le ha robado su nombre al antiguo y conocido Paso de las Arganas.
Este camino consiste en una gran rastrillada, y su rumbo es sudeste, o lo que en lenguaje comprensivo de los paisanos de Córdoba llamamos sudabajo.
Ellos tienen un modo peculiar de denominar ciertas cosas y sólo en la práctica se comprende la ventaja de la sustitución.
Al oeste le llaman arriba. Al este, abajo. Estos dos vocablos sustituidos á los vientos cardinales, permiten expresarse con más facilidad y más claridad, en razón de la similitud de las palabras este y oeste y de su composición vocal.
Un ejemplo lo demostrará.
Si queriendo ir del punto á al punto B o para ser más claro, de la Villa del Río 4.° al fuerte Sarmiento, cortando el campo, se ocurriese á un baqueano por las señas, las daría así:
Miraría al sur, y haciendo una indicación con la mano derecha diría: se sale en estas dereceras, sur, y se camina rumbeando medio abajo; pero muy poco abajo.
Con estas señas, el que tiene la costumbre de andar por los campos, va derecho como un huso á su destino.
Si queriendo ir de la Villa del Río 4.° á las Achiras, en el mes de noviembre, verbigracia, en que el sol se pone inclinándose al sur, se preguntasen las señas, la contestación sería:
-Salga derecho arriba, medio rumbeando al lado en que se pone el sol y ahí, en aquella punta de sierra, ahí está Achiras.
Con esas señas cualquiera va derecho.
De esta costumbre cordobesa de llamarle abajo al naciente y arriba al poniente, viene la denominación de provincias de arriba y de abajo; la de arribeños y abajeños.
A las facilidades que este modo de expresarse ofrece, reúne una circunstancia que responde á un hecho geográfico.
Ir de Córdoba para el poniente o para el naciente es, en efecto, ir para arriba o para abajo, porque el nivel de la tierra es más elevado que el del mar á medida que se camina del litoral de nuestra patria para la Cordillera; la tierra se dobla visiblemente, de manera que el que va sube y el que viene baja.
He dicho que el camino del Cuero consiste en una gran rastrillada, y voy á explicar lo que significa esta palabra, que en buen castellano tiene una significación distinta de la que le damos en la jerga de la tierra.
Si en lugar de estar conversando contigo públicamente lo hiciera en reserva, no me detendría en estos detalles y explicaciones. Todos los que hemos sido público alguna vez sabemos que este monstruo de múltiple cabeza, sabe muchas cosas que debiera ignorar e ignora muchas otras que debiera saber. ¿Quién sabe, por ejemplo, más mentiras que el público?
Pero preguntadle algo sobre las cosas de la tierra, sobre el estado moral y político de nuestros moradores fronterizos de La Rioja o de Santiago del Estero, y ya veréis lo que sabe.
Preguntadle dónde queda el Río Chalileo o el cerro Nevado, y ya veréis qué sabe el respetable público sobre las cosas que pueden interesarle mañana, distraído como vive por las cosas de actualidad.
Hasta cierto punto yo le hallo razón. ¿No paga su dinero para que cotidianamente le den noticias de las cinco partes del mundo, le enteren de la política internacional de las naciones, le tengan al cabo de los descubrimientos científicos, de los progresos del vapor, de la electricidad y de la pesca de la ballena?
Pues entonces ¿por qué se ha de afanar tanto?
Una rastrillada, son los surcos paralelos y tortuosos que con sus constantes idas y venidas han dejado los indios en los campos. Estos surcos, parecidos á la huella que hace una carreta la primera vez que cruza por un terreno virgen, suelen ser profundos y constituyen un verdadero camino ancho y sólido.
En plena Pampa, no hay más caminos. Apartarse de ellos un palmo, salirse de la senda, es muchas veces un peligro real; porque no es difícil que ahí mismo, al lado de la rastrillada, haya un guadal en el que se entierren caballo y jinete enteros.
Guadal se llama un terreno blando y movedizo que no habiendo sido pisado con frecuencia, no ha podido solidificarse.
Es una palabra que no está en el diccionario de la lengua castellana, aunque la hemos tomado de nuestros antepasados, que viene del árabe y significa agua o río.
La Pampa está llena de estos obstáculos.
¡Cuántas veces en una operación militar, yendo en persecución de los indios, una columna entera no ha desaparecido en medio del ímpetu de la carrera!
¡Cuántas veces un trecho de pocas varas ha sido causa de que jefes muy intrépidos se viesen burlados por el enemigo, en esas Pampas sin fin!
¡Cuántas veces los mismos indios no han perecido bajo el filo del sable de nuestros valientes soldados fronterizos por haber caído en un guadal!
Las Pampas son tan vastas, que los hombres más conocedores de los campos se pierden á veces en ellas.
El caballo de los indios es una especialidad en las Pampas.
Corre por los campos guadalosos, cayendo y levantando, y resiste á esa fatiga hercúlea asombrosamente, como que está educado al efecto y acostumbrado á ello.
El guadal suele ser húmedo y suele ser seco, pantanoso y pegajoso, o simplemente arenoso.
Es necesario que el ojo esté sumamente acostumbrado para conocer el terreno guadaloso. Unas veces el pasto, otras veces el color de la tierra son indicios seguros. Las más el guadal es una emboscada para indios y cristianos.
Los caballos que entran en él, cuando no están acostumbrados, pugnan un instante por salir, y el esfuerzo que hacen es tan grande, que en los días más fríos no tardan en cubrirse de sudor y en caer postrados, sin que haya espuela ni rebenque que los haga levantar. Y llegan á acobardarse tanto, que á veces no hay poder que los haga dar un paso adelante cuando pisan el borde movedizo de la tierra. Y eso que es de todos los cuadrúpedos destinados al servicio del hombre el más valiente. Picado con las espuelas parte como el rayo y salva el mayor precipicio.
¡Cuán diferente de la mula!
Jamás pierde ella su sangre fría.
Ora vaya por los caminos pampeanos o por las laderas vertiginosas de la Cordillera, el híbrido animal es siempre cauteloso. El caballo se lanza como el rayo; la mula tantea antes de ir adelante. Saca una mano, después otra, y es tan precavida, que en donde puso éstas, pone las patas. Cuando hay peligro no hay que advertirla; á nada obedece, ni á la rienda, ni al rebenque, ni á la espuela. Sólo su instinto de conservación la mueve. Es excusado querer dirigirla. Ella va por donde quiere. Morirá despeñada; pero no ciegamente como el caballo, sino por haberse equivocado.
Estando los campos cubiertos de agua, es más necesario que nunca seguir rectamente la dirección de la rastrillada; porque reblandecida la tierra por la humedad, el peligro del guadal es inminente á cada paso.
Cuando salimos de Sarmiento había llovido mucho. á una media legua de allí el terreno tiene un doblez y se cae á una cañada muy guadalosa; así fue que allí hice alto, me despedí y separé de los camaradas que me acompañaban, y después de algunas prevenciones generales á los que me seguían, tomé la dirección llevando el baqueano á mi izquierda, yendo él por una huella, por otra yo.
¡Con qué pena, se despidieron de mí mis leales compañeros! Yo lo leí en sus caras, por más que con afables sonrisas y afectuosos apretones de manos, quisieran disimularlo.
¡Ah!, sólo los que somos soldados, sabemos lo que es ver partir á los amigos al peligro en que se cae o se muere, y quedarnos... ¡Y sólo los que somos soldados, sabemos lo que es ver volver del combate, sanos e ilesos, á los hermanos cuya suerte no hemos compartido ese día!
Hay tales misterios en el corazón humano; abismos tan profundos, de amor, de abnegación, de generosidad, que la palabra no conseguirá jamás explicarlos.
Hay que sentir y callar. Por eso una mirada, un abrazo, un ademán con la mano, dicen más que todo cuanto la pluma más hábilmente manejada pueda describir.
La noche nos sorprendió sin haber alcanzado á cruzar la cañada. La luna salía tarde, el cielo estaba cubierto de nubes, no se veían las estrellas. Durante un largo rato caminamos, pues, en medio de una completa oscuridad, cayendo y levantando porque en cuanto nos desviábamos de la rastrillada pisábamos el borde del guadal. Las mulas que llevaban las cargas de charqui y regalos para los caciques daban muchísimo trabajo. Por huir del peligro caían á cada paso en él. Una de ellas llevaba los ornamentos sagrados de mis amigos los franciscanos, y ellos y yo íbamos con el Jesús en la boca, esperando el momento en que gritaran: -Cayó la mula de los padrecitos, que así llaman los paisanos cordobeses á los frailes. Fue menester ponerles á todas bozal y llevarlas tirando del cabestro.
Perdióse tiempo en esta operación, así fue que era tarde cuando llegamos á la Laguna Alegre.
Estaban las cabalgaduras tan fatigadas de cuatro leguas más o menos de marcha nocturna por la oscuridad y entre el agua, que resolví hacer una parada esperando que se despeje el cielo o saliera la luna.
Campamos... Y el fogón no tardó en brillar, haciéndose una rueda, en torno de él, de todos los que me acompañaban.
Entre mate y mate cada cual contó una historia más o menos soporífera.
En todo pensábamos, menos en los indios.
Yo conté la mía, y un cabo Gómez, muerto en la gloriosa guerra del Paraguay, fue el asunto de mi cuento.
Tiene algo de fantástico y maravilloso.
Si estoy de humor mañana y no te vas fastidiando de las digresiones y no te urge llegar á Leubucó, te la contaré.