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Una excursión: Capítulo 46

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Cansancio. Puesta del sol. Un fogón de dos filos. Mis caballos no estaban seguros. Aviso de Baigorrita. Los indios viven robándose unos a otros. La justicia. Los pobres son como los caballos patrios . Cena y sueño. Intentan robarme mis caballos. Cantan los gallos. Visión. El mate. Un cañonazo.


El día había sido fecundo en impresiones. La tarde, esa hora dulce y melancólica, avanzaba. El fuego solar no quemaba ya. La brisa vespertina soplaba fresca, batiendo la grama frondosa, el verde y florido trébol, el oloroso poleo, y arrancándoles sus perfumes suaves y balsámicos a los campos, saturaba la atmósfera al pasar con aromáticas exhalaciones. Los ganados se retiraban pausadamente al aprisco.

Mi cuerpo tenía necesidad de reposo. Mi estómago pedía un asadito a la criolla. Teníamos una carne gorda, que sólo mirarla abría el apetito.

Mandé hacer un buen fogón, con asientos para todos. Proclamé cariñosamente a los asistentes para que trajeran leña gruesa de chañar y carda.

Había una enramada llena de cueros viejos, de trebejos inútiles, de guascas y chala de maíz. Le eché el ojo, la mandé limpiar, y me dispuse a cenar como un príncipe, y a pasar una noche de perlas. Mis pensamientos eran plácidos, como los del niño que alegre corre y juguetea, en tarde primaveral, por las avenidas acordonadas de arrayán del verde y pintado pensil.

Las penas andaban huidas, también ellas son veleidosas.

A veces suelo echarlas de menos.

El sol hundió su frente radiosa tras de las alturas de Quenque, augurando el limpio horizonte y el cielo despejado de nubes un nuevo hermoso día; las estrellas comenzaron a centellear tímidamente en el firmamento; las sombras nocturnas fueron envolviendo poco a poco en tinieblas el vasto y dilatado panorama del desierto, y cuando la noche extendió completamente su imponente sudario, el fogón ardía, rechinando al quemarse los gruesos troncos de amarillento caldén, chisporroteando alegre la endeble carda, como si festejara el poder del elemento destructor.

La rueda se había hecho sin orden en dos filas. Detrás de cada franciscano y de cada oficial había un asistente. El chusco Calixto Olazábal, atizaba el fuego, reparaba el asado, tomaba mate y soltaba dicharachos sin pararle la lengua un minuto.

A no haber estado allí los frailes, hubiera podido decirse que parecía un Vulcano jocoso entre las llamas rodeado de condenados; porque aquéllas, flameando al viento, chamuscaban su barba, siendo motivo de que hiciera toda clase de piruetas y gesticulaciones, lo que provocando la risa de los circunstantes completaba el cuadro. Los ojos se me iban, viendo el apetitoso asado.

Pensaba en el pincel y en la paleta de Rembrandt, cuando una voz conocida, dijo detrás de mí, con acento respetuoso:

-¡Buenas noches, señores!

Era Juan de Dios San Martín.

-Buenas noches; siéntese, amigo, si gusta -le contesté.

-Gracias, señor -repuso-, no puedo ahora. Vengo a decirle que dice Baigorrita que los caballos están mal donde los tiene: que ha sabido que andan unos indios ladrones por darle un golpe, y que sería mejor los encerrase en el corral.

No pude resolverme de pronto a contestarle que estaba bueno, porque los animales tenían necesidad de alimentarse bien. Pero entre que sufrieran más y perderlos, el partido no era dudoso.

Después de un instante de reflexión, contesté:

-Dile a mi compadre que si hay peligro los haré encerrar.

-Es mejor -contestó San Martín.

-Pues bien -repuse-, que los encierren.

Y esto diciendo, le ordené al mayor Lemlenyi le hiciera prevenir a Camilo Arias que los caballos no dormirían a ronda abierta, sino en el corral.

San Martín se fue y volvió diciéndome:

-Dice Baigorrita que el corral tiene un portillo, que es preciso taparlo con ramas y que pongan una guardia.

Mandé dar las órdenes correspondientes, y como Calixto gritara en ese momento, ¡ya está!, invité nuevamente al mensajero de mi compadre a que se sentara.

Aceptó, ocupó un puesto en la rueda, le entramos al asado, como se dice en la tierra, y mientras lo hacíamos desaparecer, se pusieron algunos choclos al rescoldo, para tener postre.

Una jauría de perros hambrientos había formado a nuestro alrededor una tercera fila. Viendo que no los trataban como los indios, nos empujaban, y a más de uno le sucedió le arrebataran la tira de carne que llevaba a la boca. La confianza de aquellos convidados de piedra de cuatro patas llegó a ser tan impertinente, que para que nos dejaran comer en paz hubo que tratarlos a la baqueta.

-Pero hombre -le dije a San Martín-, aquí no respetan nada. ¿Será posible que se atrevan a robarme mis caballos hasta del corral de Baigorrita?

-Qué, señor, si son muy ladrones estos indios; el otro día, no más, se le han perdido sus caballos a Baigorrita, lo tienen a pie -me contestó.

-¿Y qué ha hecho?

-Los andan campeando.

-¿Entonces aquí viven robándose los unos a los otros?

-Así no más viven, ya es vicio el que tienen.

-¿Y qué hacen con lo que roban?

-Unas veces se lo comen, otras se lo juegan, otras lo llevan y lo cambalachean en lo de Mariano o en lo de Ramón, o se van a lo de Calfucurá, o se mandan cambiar a Chile.

-¿Y se castiga a los ladrones?

-Algunas veces, señor.

-¿Pero cuando a un indio le roban, qué hace?

-Según y conforme, señor. Unas veces le pone la queja al cacique, otras él mismo busca al ladrón y le quita a la fuerza lo que le han robado.

Le hice algunas preguntas más, y de sus contestaciones saqué en conclusión que la justicia se administraba de dos modos, por medio de la autoridad del cacique y por medio de la fuerza del mismo damnificado.

El primer modo es el menos usual.

1º Porque el cacique manda averiguar quiénes son los ladrones, se descubre el hecho y se prueba, se pasa mucho tiempo; 2º, porque los agentes de que se vale se dejan seducir por los ladrones; 3º, porque este procedimiento no le reporta ningún beneficio al juez. El segundo modo es el que se practica con más generalidad. Le roban a un indio una tropilla de yeguas, por ejemplo. Es fulano, dice por adivinación, o porque lo sabe. Cuenta el número de hombres de armas que tiene en su casa, recluta sus amigos, se arman todos, le pegan un malón al ladrón, y le quitan el robo y cuanto más pueden.

Generalmente no hay lucha, porque los que van a vindicar la justicia son más numerosos que los que acaudilla el ladrón. Contra la fuerza toda la resistencia es inútil, máxime si no se tiene razón. Hecho esto, se le da cuenta al cacique, y de lo que a título de indemnización se ha quitado se le hace parte. Este hecho hace inútil todo reclamo ante él. Es perder tiempo.

El indio que vaya a decirle:

-Yo le robé a Fulano diez yeguas. Me las ha quitado anoche, y cincuenta más, recibirá esta contestación:

-¿Para qué robaste, pues? Robale vos otra vez, y quitale lo que te ha robado.

Cuando llegaba a esta parte de mis investigaciones sobre la justicia pampa, le pregunté a San Martín:

-¿Y cuando le roban a un indio pobre, que tiene poca familia y pocos amigos, y el ladrón es más fuerte que él, qué hace?

-Nada -me contestó.

-Cómo, ¿nada?

-Señor, si aquí es lo mismo que entre los cristianos, los pobres siempre se embroman.

Calixto Olazábal metió su cuchara, y quemándose los dedos y la boca con una tira de asado revolcado en la ceniza dijo:

-Y así no más es, pues. Yo entré una vez en una revolución con don Olazábal. Después que las bullas pasaron a él lo hicieron juez en el Río Cuarto y a mí me echaron de veterano en el 7 de caballería de línea. ¡Eh!, como a él no le faltaban macuquinos, la sacó bien.

-Tú eres un entrometido y un bárbaro -le dije.

-Así será, mi Coronel; pero yo creo que tengo razón -repuso.

-¿Qué sabes tú, hombre?

-Mi Coronel, si los pobres son como los caballos patrios, todo el mundo les da.

La contestación, o mejor dicho la comparación, les pareció muy buena a los circunstantes y todos la festejaron.

Efectivamente, no hay nada comparable a la desgraciada condición de lo que en nuestro lenguaje argentino se llama un caballo patrio . Empecemos porque le falta una oreja, lo que, desfigurándole, le da el mismo antipático aspecto que tendría cualquier conocido sin narices. Está siempre flaco, y si no está flaco, tiene una matadura en la cruz o en el lomo; es manco o bichoco; es rengo o lunanco; es rabón o tiene una porra enorme en la cola: está mal tusado, y si tiene la crin larga hay en ella un abrojal; cuando no es tuerto tiene una nube; no tiene buen trote ni buen galope, ni tranco, ni sobrepaso. Y sin embargo, todo el que le encuentra le monta. Y no hay ejemplo de que un patrio haya podido decir al morir: a mí no me sobaron jamás. Todo el que alguna vez lo montó le dio duro hasta postrarlo. ¡Ah! si los patrios que a millares yacen sepultados por los campos formando sus osamentas una especie de fauna posdiluviana se levantaran como espectros de sus tumbas ignoradas y hablasen ¡qué no contarían! ¡Qué ideas no suministrarían para la defensa y seguridad de las fronteras! ¡Pobres patrios! ¿Quién no les echó la culpa de algo? ¡Cuántas batallas perdidas por ellos desde el año 20 hasta la guerra del Paraguay, cuántas campañas prolongadas como la actual de Entre Ríos! ¡Cuántas reputaciones vindicadas a sus costillas por no haber vivido en tiempos de Esopo! Los tiempos hacen todo. Está visto. ¡Pobres patrios! Sólo ellos han callado.

Resignados han sufrido, sufren y sufrirán su suerte impía. ¡Pobres patrios! Desde el día en que los hubo, ¿quién no ha murmurado y gritado contra la patria?

Todo el mundo menos ellos.

Such is life!

¡Así es la vida! Los que no deben quejarse se quejan.

Los choclos se cocieron y los comimos; se acabó la cena, siguió un rato más la conversación y luego cada cual pensó en hacer su cama. La mía estaba deliciosa; con cueros le habían hecho cortinas a la enramada; el airecito fresco de la noche no podía incomodarme. Me acosté.

Después que los asistentes acomodaron las camas de los franciscanos y de los oficiales se posesionaron del fogón y churrasquearon bien. Yo me dormí arrullado por su charla, y por la bulla del toldo de mi compadre, que junto con unos cuantos amigos íntimos y sus chinas saboreaba en el mayor orden el aguardiente que yo le había llevado. Varias veces me desperté sobrecogido, creyendo ver al negro del acordeón y oír su voz.

Estaba profundamente dormido, cuando San Martín, acercándose a mi cabecera, me despertó diciéndome:

-¡Mi Coronel!

Temiendo que mi compadre quisiera hacerme las de Mariano Rosas, no contesté.

-¡ Mi Coronel!, ¡mi Coronel! -repitió San Martín.

No contesté.

Acercóse entonces a la cama de uno de mis oficiales, y le dijo:

-El Coronel está muy dormido, no oye, vengo a decirle que acaban de correr a unos ladrones que andaban por robarle los caballos, que es bueno que mande más gente al corral.

Viendo que no había riesgo en darme por despierto, llamé y ordené que cuatro asistentes fueran a reforzar la ronda del corral. Y llamándolo a San Martín, le pregunté qué hacía mi compadre.

-Se está divirtiendo -me contestó.

-Bueno -le dije-, que no me vayan a incomodar llamándome.

-No hay cuidado, señor. Baigorrita me ha encargado que repare no lo incomoden. No quiere que usted lo vea achumado, tiene vergüenza. Por eso ha empezado a beber de noche.

Respiré. Me acomodé en la cama, me di unas cuantas vueltas, porque algo había que no permitía conciliar el sueño con facilidad, y por fin me volví a quedar dormido.

El cuerpo se acostumbra a todo. Dormí sin interrupción unas cuantas horas seguidas.

La vida se pasa sin sentir, ya lo he dicho. Pero ni todos los días, ni todas las noches son iguales. Si lo fuesen, el peor de los suplicios sería vivir. Felizmente en la existencia humana hay contrastes.

Imaginaos un hombre que no hace más que divertirse -o a quien todo le sabe bien-, que no sabe lo que es una contrariedad; y decidme, lector sesudo, que acabáis quizá de estar maldiciendo vuestra estrella, si os cambiaríais por él. ¡Ah!, el que tiene hambre no sabe lo que es un opulento enfermo del estómago. Con razón un magnate inglés, a quien, en los momentos de sentarse en su opípara mesa, se le presentó un desconocido pidiéndole una limosna y diciéndole que era tan desgraciado que se moría de hambre, contestó:

-Vete de mí, tienes hambre y dices que eres desgraciado. El desgraciado soy yo, que rodeado de manjares no puedo pasar ninguno; el que no me hace daño me empalaga.

Por eso las mujeres de más talento, las que más interesan, son las que renovándose más, se prodigan menos.

Quería decir que la segunda noche de Quenque, no había sido como la primera.

En cuanto cantaron los gallos me desperté, llamé a Carmen y le pedí mate.

Mientras hacía fuego, calentaba agua y lo cebaba, pasé revista de impresiones nocturnas. Había tenido un sueño, un sueño extravagante, como son todos los sueños, por más que hayan dicho y escrito sobre el particular los grandes soñadores como Simonide, Seyano, el sucesor de Pertinax, la madre de Paris, Alejandro, Amílcar y César. De una novela de Carlos Joliet, de una fiesta veneciana dada a Luigi Metello, de mi almuerzo en el toldo de Baigorrita y otras reminiscencias, mi imaginación había hecho un verdadero imbroglio . Había asistido a una cena. Los manjares eran todos de carne humana; los convidados eran cristianos disfrazados de indios y la escena pasaba a la vez en Quenque y en casa de Héctor Varela. El anfitrión era una mujer, Concordia, la hija de Júpiter y de Temis, y alrededor de ella estaban los principales hombres argentinos. Cada cual tenía una vincha pampa y en ella se leía un mote. Mitre- Tout ou rien . Rawson- Frères unis et libres . Quintana- Sempre diritto . Alsina- Remember! Argerich- Liberté . Gutiérrez, José María- Odi et amo . Avellaneda ¿Dormir? Rêver ? Varela, Mariano- Honni soit qui mal y pense ? Vélez Sarsfield- De l'or! Gorostiaga- Assez . Elizalde- Jamais, toujours . Gainza- Veni, vidi, vinci . López Jordán- Muriamur . Sarmiento- Lasciate ogni speranza .

Había muchos otros convidados, veía aún como entre sueños sus caras, mas no podía recordar quiénes eran.

¡Algunos comían, los más rechazaban la carne humana con asco y con horror!

Una gran orquesta de instrumentos, que parecían de viento, como trompetas de papel de diario tocaba un aire militar, y un coro como el que produciría el eco del pueblo agrupado en la plaza pública, cantaba:

There is no hope for nations! Search the page
Of many thousand years-the daily scene;
The flow and ebb of each recurring age,
The everlasting to be which hath been,
Hath tought us nought or little.

Lo que traducido en prosa, quiere decir:

No hay ya esperanza para las naciones. Recorred las páginas de los siglos. ¿Qué nos han enseñado sus vicisitudes periódicas, el flujo y reflujo de las edades y esa eterna repetición de los acontecimientos? Nada o muy poco.

Carmen llegó con el mate y me sacó de la meditación retrospectiva en que estaba.

En ese momento se oyó un cañonazo.

Era una descarga eléctrica, un trueno seco.

El fenómeno es frecuente en la Pampa.