Una excursión: Capítulo 54

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Repito la lectura de los artículos del tratado de paz. Los indios piden más que comer. Mi elocuencia. Mímica. Dificultades. El recuerdo de un sermón de Viernes Santo me salva. El representante de La Liberté en Bruselas y yo. Cargos mutuos. Argumentos etnográficos. Recursos oratorios. En el banco de los acusados. Interpelaciones ad hominem . El traidor calla. Redoblo mi energía e impongo con ella. Se establece la calma. Apéndice. Once mortales horas en el suelo.


Mariano Rosas me exigió que repitiera la lectura de los artículos que estipulaban la entrega de yeguas, yerba, azúcar, tabaco, etc., diciéndome que quería que todos los indios se enterasen bien de la paz que se iba a hacer.

Esta última frase, que se iba a hacer , dicha después de estar firmado, ratificado y canjeado el tratado de paz, era otra originalidad verdaderamente ranquelina.

No una vez sino varias la había oído ya. Me hacía muy mal efecto. Las disposiciones de los indios en aquellos momentos, no eran las más favorables para obtener de ellos un triunfo oratorio; y la junta parecía que iba a tomar el carácter de un meeting , aprobatorio o reprobatorio de la conducta del cacique.

Lo deducía de que varias veces me había soltado esta otra frase: "recién voy a dar cuenta a mis indios de lo que hemos arreglado, y lo que ellos decidan, eso será lo que se haga".

Yo estaba prevenido desde la noche anterior.

Accedí a la exigencia, leyendo otra vez los artículos del tratado que más preocupaban e interesaban.

Comer será siempre un capítulo primordial para la humanidad.

Varias voces gritaron en araucano:

-¡Es poco! ¡Es poco!

Lo comprendí porque ciertos cristianos repitieron la frase en castellano, con intención, apoyándola con repetidos ¡sí!, ¡sí! Mariano Rosas, notando aquello, me echó un discurso sobre la pobreza de los indios, exigiéndome la entrega de más cantidad de yeguas, yerba, azúcar y tabaco.

Contesté que los indios eran pobres porque no amaban el trabajo; que cuando le tomaran gusto se harían tan ricos como los cristianos, y que yo no podía comprometerme a dar más de lo convenido, que no era poco, sino mucho.

-¡Es poco!, ¡es poco! -volvieron a gritar varios a una.

-¿Lo ve usted? -me dijo Mariano Rosas, que no me trataba ya de hermano-. Dicen que es poco.

-Lo veo -le contesté-; pero es que no es poco; al contrario, es mucho.

-¡Poco, poco, poco! -gritaron simultáneamente más voces que antes.

Tomé la palabra, volví a leer los artículos del tratado estipulando la entrega de yeguas, etc., los comparé con lo que se les entregaba a las indiadas de Calfucurá y probé que iban a recibir más que ellos.

-Díganme que no es cierto -exclamaba yo, viendo que nadie había contradicho mis demostraciones. Y aprovechando la coyuntura, fulminé mis rayos oratorios contra Calfucurá.

-Calfucurá -les dije-, ha roto la paz porque es un indio muy pícaro y de muy mala fe que no teme a Dios. Ha sabido que lo que hemos arreglado con Mariano Rosas para estas paces es más de lo que él recibe, y se ha vuelto a hacer enemigo de los cristianos, diciendo que los indios ranqueles son preferidos. Pero todo es para ver si consigue que le den lo mismo que estas indiadas van a recibir por el tratado de paz que ya hemos arreglado con mi hermano.

Y al decir mi hermano , acentuaba la palabra cuanto podía y me dirigía a Mariano Rosas.

-Ya ven ustedes -gritaba con toda la fuerza de mis pulmones y mímica indiana, para que todos me oyeran y creyendo seducirles con mi estilo- cómo los indios ranqueles son preferidos a los de Calfucurá. Mariano Rosas me preguntó, que cuántas yeguas se debían a los indios por el tratado.

Quería decir que desde cuándo había empezado a tener fuerza.

Como se ve, el tratado era y no era tratado.

Le contesté que el tratado obligaba a los cristianos desde el día en que el Presidente de la República le había puesto su firma al pie. Me contestó que él había creído que era desde el día en que me lo devolvió aprobado.

Le contesté que no.

Me preguntó que cuándo lo había firmado el Presidente de la República.

Satisfice su pregunta, y entonces, haciendo sus cuentas, me dijo que ya se les debía tanto.

Expliqué lo que antes le había explicado en Leubucó, lo que es el Presidente de la República, el Congreso y el Presupuesto de la Nación. Les dije que el Gobierno no podía entregar inmediatamente lo convenido, porque necesitaba que el Congreso le diera la plata para comprarlo, y que éste antes de darle la plata tenía que ver si el tratado convenía o no.

Eso era lo que en cumplimiento de órdenes recibidas debía yo explicar, como si fuera tan fácil hacerles entender a bárbaros lo que es nuestra complicada máquina constitucional.

Pero por lo pronto, continué diciéndoles:

-Se va a entregar algo a cuenta, lo demás se completará cuando el Congreso apruebe el tratado. El Presidente de la República quiere manifestarles de ese modo a los indígenas su buena voluntad. Mientras yo hacia estas observaciones, me parecía que entre la manera de discurrir de los indios y la mía, había una perfecta similitud.

Mariano Rosas, me decía para mis adentros, mientras mi lengua funcionaba, ha firmado el tratado, yo lo creía concluido, y ahora resulta que la junta lo puede anular. Pues es lo mismo que sucede con el Presidente y el Congreso.

¿No es verdad que el caso era idéntico? Los extremos se tocan. Esperaba una interpelación de Mariano Rosas.

Varios indios la hicieron antes que él.

-¿Y si el Congreso no aprueba el tratado -preguntaron- ya no habrá paz?

Ponte, Santiago amigo, en mi caso, y dime si no te habrías visto en figurillas como yo para contestar.

Contesté que eso no sucedería, que el Congreso y el Presidente eran muy amigos, que el Congreso le había de aprobar lo que había hecho, que así hacía siempre, dándole toda la plata que necesitaba.

Mariano Rosas me dijo:

-¿Pero el Congreso puede desaprobar?

Yo no podía confesar que sí; me exponía a confirmar la sospecha de que los cristianos sólo trataban de ganar tiempo; recurrí a la oratoria y a la mímica, pronuncié un extenso discurso lleno de fuego, sentimental, patético.

Ignoro si estuve inspirado.

Debí estarlo o debieron no entenderme; porque noté corrientes de aprobación.

La elocuencia tiene sus secretos.

Yo me acuerdo siempre, en ciertos casos, cuando veo a la muchedumbre conmovida por la resonancia de una dicción eufónica, rimbombante, sonora, de un predicador catamarqueño.

Predicaba un sermón de Viernes Santo.

Un muchacho oculto en el fondo del púlpito se lo soplaba.

Había llegado a lo más tocante, al instante en que el Redentor va a expirar ya ultimado por los fariseos. La agonía del mártir había empezado a arrancar lágrimas de los fieles, amargos sollozos vibraban en las bóvedas del templo.

El predicador conmovido a su vez, iba perdiendo el hilo.

Miró al fondo del púlpito; el muchacho se había dormido.

Era imposible continuar hablando.

Recurrió a la mímica.

Cicerón lo ha dicho: quasi sermo corporis . Esta vez quedó probado. El dolor crecía como la marea. No había más que ayudar un poco para producir la crisis y completar el cuadro.

A falta de palabras, el orador apeló a sus brazos y a sus pulmones; accionaba y se estremecía dando ayes desgarradores.

El auditorio sobreexcitado, jadeante, aturdido por sus propios gemidos, nada oía. Veía, sentía, calculaba que el predicador debía estar sublime y lo ahogaba con su lloro y sus lamentaciones. La sacra efigie inclinó la cabeza por última vez, una oleada de dolor estremeció a todo el mundo y el predicador desapareció. Ultimamente en Bruselas, en un banquete de periodistas presidido por el rey Leopoldo, el más aplaudido de los oradores ha sido el representante de La Liberté de París.

A los repetidos ¡que hable La Liberté !, se puso en pie. Las luces, el vino, la penosa elaboración de la digestión de una comida opípara, la charla, habían producido en todos una especie de mareo.

Era un rapaz vivo como él solo.

-Señores -dijo- en presencia de sa majesté , ¡aplausos!

No le dejaban continuar.

Comenzó a mover la cabeza, a batir los brazos como remos, ¡aplausos!, ¡hurras!

-¡ Liberté ! -dijo-, ¡más aplausos!, ¡más hurras!

-¡ Egalité !, ¡dobles aplausos!, ¡dobles hurras!

-¡ Fraternité !, ¡triples aplausos!, ¡triples aplausos!

El orador deja de hablar, los aplausos, los hurras, cesan por fin, y un éxito completo corona el triunfo de la pantomima sentimental sobre el arte ciceroniano.

Hay resortes de los que no se debe abusar. Traté de no gastar los míos.

Dejé la palabra, viendo que los oyentes estaban convencidos de que el Presidente y el Congreso no se habían de pelear por cuatro reales, ni por un millón, ni por cosas mayores.

Mariano Rosas la tomó.

Me preguntó que con qué derecho habíamos ocupado el Río Quinto; dijo que esas tierras habían sido siempre de los indios; que sus padres y sus abuelos habían vivido por las lagunas de Chemecó, la Brava y Tarapendá, por el cerrillo de la Plata y Langhelo; agregó que no contentos con eso todavía los cristianos querían acopiar (fue la palabra de que se valió) más tierra.

Estas interpelaciones y cargos hallaron un eco alarmante.

Algunos indios estrecharon la rueda, acercándose a mí para escuchar mejor lo que contestaba.

Me pareció cobardía callar contra mis sentimientos y mi conciencia, aunque el público se compusiera de bárbaros.

Siempre con los codos en los muslos y la cara entre las manos, fija la mirada en el suelo, tomé la palabra y contesté:

Que la tierra no era de los indios, sino de los que la hacían productiva trabajando.

No me dejó continuar, e interrumpiéndome, me dijo:

-¿Cómo no ha de ser nuestra cuando hemos nacido en ella?

Le contesté que si creía que la tierra donde nacía un cristiano era de él; y como no me interrumpiera proseguí:

-Las fuerzas del Gobierno han ocupado el Río Quinto para mayor seguridad de la frontera; pero esas tierras no pertenecen a los cristianos todavía; son de todos y no son de nadie; serán algún día de uno, de dos o de más, cuando el Gobierno las venda, para criar en ellas ganados, sembrar trigo, maíz.

"¿Usted me pregunta que con qué derecho acopiamos la tierra?

"Yo les pregunto a ustedes, ¿con qué derecho nos invaden para acopiar ganados?

-No es lo mismo -me interrumpieron varios-, nosotros no sabemos trabajar; nadie nos ha enseñado a hacerlo como a los cristianos, somos pobres, tenemos que ir a malón para vivir.

-Pero ustedes roban lo ajeno -les dije-, porque las vacas, los caballos, las yeguas, las ovejas que se traen no son de ustedes.

-Y ustedes los cristianos -me contestaron-, nos quitan la tierra.

-No es lo mismo -les dije-; primero, porque nosotros no reconocemos que la tierra sea de ustedes y ustedes reconocen que los ganados que nos roban son nuestros; segundo, porque en la tierra no se vive, es preciso trabajarla.

Mariano Rosas observó:

-¿Por qué no nos han enseñado ustedes a trabajar, después que nos han quitado nuestros ganados?

-¡Es verdad!, ¡es verdad! -exclamaron muchas voces, flotando un murmullo sordo por el círculo de cabezas humanas.

Eché una mirada rápida a mi alrededor, y vi brillar más de una cara amenazante.

-No es cierto que los cristianos les hayan robado a ustedes nunca sus ganados -les contesté.

-Sí, es cierto -dijo Mariano Rosas-; mi padre me ha contado que en otros tiempos, por las Lagunas del Cuero y del Bagual había muchos animales alzados.

-Eran de las estancias de los cristianos -les contesté-. Ustedes son unos ignorantes que no saben lo que dicen; si fueran cristianos, si supieran trabajar, sabrían lo que yo sé; no serían pobres, serían ricos. Oigan, bárbaros, lo que les voy a decir: Todos somos hijos de Dios, todos somos argentinos.

"¿No es verdad que somos argentinos? -decía mirando a algunos cristianos; y esta palabra mágica, hiriendo la fibra sensible del patriotismo, les arrancaba involuntarios:

-Sí, somos argentinos.

-Y ustedes también son argentinos -les decía a los indios-. ¿Y si no, qué son? -les gritaba-; yo quiero saber lo que son.

"Contésteme, dígame, ¿qué son?

"¿Van a decir que son indios?

"Pues yo también soy indio.

"¿O creen que soy gringo ?

"Oigan lo que les voy a decir:

"Ustedes no saben nada, porque no saben leer; porque no tienen libros. Ustedes no saben más de lo que les han oído a su padre o a su abuelo. Yo sé muchas cosas que han pasado antes.

"Oigan lo que les voy a decir para que no vivan equivocados.

"Y no me digan que no es verdad lo que están oyendo; porque si a cualquiera de ustedes le pregunto cómo se llamaba el abuelo de su abuelo no sabrían dar razón.

"Pero los cristianos sabemos esas cosas.

"Oigan lo que les voy a decir:

"Hace muchísimos años que los gringos desembarcaron en Buenos Aires.

"Entonces los indios vivían por ahí donde sale el sol, a la orilla de un río muy grande; eran puros hombres los gringos que vinieron, y no traían mujeres; los indios eran muy zonzos, no sabían andar a caballo, porque en esta tierra no había caballos; los gringos trajeron la primer yegua y el primer caballo, trajeron vacas, trajeron ovejas.

"¿Qué están creyendo ustedes?

"Ya ven como no saben nada.

-No es cierto -gritaron algunos- lo que está diciendo ése.

-No sean bárbaros, no me interrumpan, óiganme -les contesté-, y proseguí.

"Los gringos les quitaron sus mujeres a los indios, tuvieron hijos en ellas, y es por eso que les he dicho que todos los que han nacido en esta tierra, son indios, no gringos .

"Oiganme con atención.

"Ustedes eran muy pobres entonces; los hijos de los gringos , que son los cristianos, que somos nosotros, indios como ustedes, les hemos enseñado una porción de cosas. Les hemos enseñado a andar a caballo, a enlazar, a bolear, a usar su poncho, chiripá, calzoncillo, bota fuerte, espuela, chapeado.

-No es cierto -me interrumpió Mariano Rosas-; aquí había vacas, caballos y todo antes que vinieran los gringos , y todo era nuestro.

-Están equivocados -les contesté-; los gringos que eran los españoles, trajeron todas esas cosas. Voy a probárselo:

"Ustedes le llaman al caballo cauallo , a la vaca uaca , al toro toro , a la yegua yegua , al ternero ternero , a la oveja oveja , al poncho poncho , al lazo lazo , a la yerba yerba , al azúcar achúcar , y a una porción de cosas lo mismo que los cristianos.

"¿Y por qué no les llaman de otro modo a esas cosas?

"Porque ustedes no las conocían hasta que las trajeron los gringos .

Si las hubieran conocido les habrían dado otro nombre.

"¿Por qué le llaman al hermano peñi ?

"Porque antes de que vinieran los padres de los cristianos ustedes ya sabían lo que era hermano.

"¿Por qué le llaman a la luna quién , y no luna, como los cristianos? Por la misma razón. Porque antes de que vinieran los gringos a Buenos Aires, ya la luna estaba en el cielo y ustedes la conocían.

No pudiendo Mariano refutar esta argumentación etnológica, me contestó irritado:

-¿Y qué tiene que ver todo eso con el tratado de paz?

"¿Cuándo yo le he preguntado esas cosas para que me las diga?

-¿Y qué tienen que ver las preguntas que usted me ha hecho con el tratado de paz que ya está firmado por usted? ¿Acaso ha venido a la junta para que lo aprueben? Ya está aprobado por usted y lo tiene que cumplir.

-¿Y ustedes lo cumplirán? -me contestó.

-Sí, lo cumpliremos -repuse-; porque los cristianos tenemos palabra de honor.

-Dígame, entonces, si tienen palabra de honor -repuso-, ¿por qué estando en paz con los indios, Manuel López hizo degollar en el Sauce doscientos indios? Dígame, entonces, si tienen palabra, ¿por qué estando en paz con los indios, su tío Juan Manuel Rosas mandó degollar ciento cincuenta indios en el cuartel del Retiro? (cito casi textualmente sus palabras).

-¡Que diga!, ¡que diga! -gritaron varios indios.

La junta empezaba a tomar todo el aspecto de la efervescencia popular, y yo, de embajador, me convertía en acusado.

-A mí no me pidan cuentas -les dije-, de lo que han hecho otros; el Presidente que ahora tenemos no es como los otros que antes teníamos. Yo tampoco les pido a ustedes cuenta de las matanzas de cristianos que han hecho los indios siempre que han podido -y devolviéndole la pelota a Mariano Rosas, le pregunté:

-¿Qué tienen que hacer las degollaciones de López y de Rosas con el tratado de paz?

No le di tiempo para que me contestara, y proseguí:

-Ustedes han hecho más matanzas de cristianos que los cristianos de indios.

Inventé todas las matanzas imaginables, y las relaté junto con las que recordaba.

-¡Winca!, ¡winca!, ¡mintiendo! -gritaron algunos.

Y en varios puntos del círculo se hizo como un tumulto.

Era el peor de los síntomas.

Varios de mis ayudantes se habían retirado guareciéndose bajo la sombra de un algarrobo.

El sol quemaba como fuego, y hacía ya largas horas que la discusión duraba.

A mi lado no habían quedado más que los frailes franciscanos y el ayudante Demetrio Rodríguez.

Viendo que la situación se hacía peligrosa, lo miré a mi compadre Baigorrita, que no había hablado una palabra, permaneciendo inmóvil como una estatua. No hallé su mirada.

Busqué otras caras conocidas para decirles con los ojos: Aplaquen esta turba desenfrenada.

Todas ellas estaban atónitas.

Si me miraban no me veían.

-Es que -dijo Mariano Rosas -los indios somos muy pocos y los cristianos muchos. Un indio vale más que un cristiano.

Estuve por no contestar.

Pero antes que arriar la bandera, exclamé interiormente: Que me maten; pero me han de oír.

-No diga barbaridades, hermano -le contesté-; todos los hombres son iguales, lo mismo un cristiano que un indio, porque todos son hijos de Dios.

Y dirigiéndome al padre Burela que, como el convidado de piedra de don Juan Tenorio, presenciaba aquella escena turbulenta sin tener ni una mirada ni una palabra de apoyo para mí, dije:

-Que conteste ese venerable sacerdote, que se encuentra entre los indios en nombre de la caridad cristiana; que diga él a quien el Gobierno y los ricos de Buenos Aires le han dado plata para que rescate cautivos, si no es cierto lo que acabo de decir.

El reverendo no contestó; tenía la cara larga, caídos los labios, más abiertos los ojos que de costumbre, inflamada la nariz, sudaba la gota gorda y estaba pálido como la cera.

¡Qué contraste hacía con el padre Marcos y el padre Moisés!

Ellos no hablaban porque no podían hablar, nadie los interpelaba; pero en sus rostros simpáticos estaba impresa la tranquilidad evangélica, y la inquietud generosa del amigo que ve a otro comprometido en una demanda desigual.

-Que diga -continué- el padre Burela, que no tiene espada, de quien ustedes no pueden desconfiar, si los cristianos aborrecen a los indios.

El reverendo no contestó, su facha me hacía el efecto de un condenado.

La voz de la conciencia, sin duda, le trababa la lengua al hipócrita.

-Que diga el padre Burela -proseguí- si los cristianos no desean que los indios vivan tranquilos, todos juntos, renunciando a la vida errante, como viven los indios de Coliqueo cerca de Junín.

El reverendo no contestó.

En ese momento, sea que los caballos se espantaron; sea lo que se fuere, no puedo decir lo que hubo, sintióse algo parecido a un estremecimiento de la multitud. Lo confieso, temí una agresión. Redoblé mi energía y seguí hablando.

-Yo soy aquí -le dije- el representante del Presidente de la República; yo les prometo a ustedes que los cristianos no faltarán a la palabra empeñada, que si ustedes cumplen, el tratado de paz se cumplirá.

"Ustedes pueden faltar a su compromiso; pero tarde o temprano tendrán que arrepentirse; como les sucederá a los cristianos si los engañan a ustedes.

"Yo no he venido aquí a mentir. He venido a decir la verdad y la estoy diciendo.

"Si los cristianos abusasen de la buena fe de ustedes harían bien en vengarse de la falsía de ellos, así como si ustedes no me tratasen a mí y a los que me acompañan con todo respeto y consideración, si no me dejasen volver o me matasen, día más, día menos, vendría un ejército que los pasaría a todos por el filo de la espada, por traidores; y en estas pampas inmensas, en estos bosques solitarios, no quedarían ni recuerdos, ni vestigio de que ustedes vivieron en ellos.

Camargo se acercó a mí en ese instante, y me dijo al oído:

-Hable de lo que se da por el tratado, Coronel, hable de eso.

-¿Y qué más quieren -continué diciendo- que hagan los cristianos? ¿No les van a dar dos mil yeguas para que se repartan entre los pobres; azúcar, yerba, tabaco, papel, aguardiente, ropa, bueyes, arados, semillas para sembrar, plata para los caciques y los capitanejos?

¿Qué más quieren?

Mariano Rosas tomó la palabra después de un largo silencio, y dijo:

-Ya estamos arreglados; pero queremos saber qué cantidad de cada cosa nos van a dar.

-Diga, hermano -agregó.

Y, dirigiéndose a los indios:

-Oigan bien.

Volví a hacer la enumeración de lo que se había de entregar según el tratado.

La calma se restablecía y la junta parecía tocar a su fin.

Aproveché las buenas disposiciones que renacían para hacer presente, a fin de quitar todo motivo de resentimiento futuro:

Que la paz no era hecha conmigo, que yo era un representante del Gobierno y un subalterno del general Arredondo, mi jefe, con cuyo permiso me hallaba entre los indios; que no creyesen si otro jefe me reemplazaba que por eso la paz se había de alterar, que ese jefe tendría que cumplir el tratado y las órdenes que el Gobierno le diera; que ellos estaban acostumbrados a confundir a los jefes con quienes se entendían con el Gobierno; que así, en ningún tiempo la desaparición mía de la frontera debía ser un motivo de queja, una razón para que se negaran a observar fielmente lo convenido; que cerca o lejos tendrían siempre en mí un amigo que haría por el bien de ellos, si lo merecían todo cuanto pudiera.

Mariano Rosas se puso de pie, y con una sonrisa la más afable, me dijo:

-Ya se acabó, hermano.

Nueve horas consecutivas los frailes y yo habíamos estado sentados en la misma postura y en el mismo lugar; cuando quisimos levantarnos, las piernas entumecidas no obedecían.

Para incorporarnos tuvimos que prestarnos mutua ayuda.

Nos levantamos.

Mariano Rosas me dijo que algunos indios de importancia querían conversar particularmente conmigo.

Para conferencias estaba yo.

¡Pero qué hacer!

Accedí.

Mi primer interlocutor fue el viejo de las muletas.

Nos sentamos cara a cara en el suelo, nombramos nuestros respectivos lenguaraces y empezó la plática.

El viejo era un conversador de lo más recalcitrante.

Me habló de sus antepasados, de sus servicios, de su ciencia y paciencia, de las leguas que había galopado para venir a la junta, de este mundo y el otro, en fin, y cuando yo creía que me iba a decir que había tenido muchísimo gusto en conocerme, me salió con esta pata de gallo:

-He oído con atención todas las razones de usted y ninguna de ellas me ha gustado.

-Pues estoy fresco -dije para mi capote. ¿Si querrá éste armarme alguna gresca?

Varios indios le habían formado rueda, asintiendo a lo que acababa de decir:

Tomé la palabra y le contesté:

"Que me alegraba mucho de haberle conocido; que sentía infinito que un anciano tan respetable como él, tan lleno de experiencia y de servicios, tan digno del aprecio de los indios, se hubiera incomodado en venir desde tan lejos por verme; que cuando fuera de paseo por Río Cuarto tendría mucho gusto en alojarlo en mi casa y regalarlo, y que ahora que la paz estaba hecha y que iban a recibir tantas cosas -las enumeré todas-, todos debíamos mirarnos como hijos de un mismo Dios.

El indio reprodujo al pie de la letra todo lo que me había dicho anteriormente, y acabó con la muletilla:

-He oído con atención todas las razones de usted y ninguna de ellas me ha gustado.

Hice lo mismo que él: reproduje mi contestación.

Así estuvimos larguísimo rato. Nueve veces dijo él lo mismo, nueve veces le contesté yo lo mismo también.

Cedió el viejo.

En pos de él vinieron otros personajes; con todos tuve que hablar, todos me dijeron casi la misma cosa y a todos les contesté casi la misma cosa también.

Dios se apiadó de mí; después de once mortales horas inolvidables, como jamás las he pasado ni espero volverlas a pasar en lo que me resta de vida, me vi libre de gente incómoda.

Aquel día valió por todos los otros, y eso que no he hecho sino pintar a brocha gorda el cuadro. Para iluminarlo con todos sus colores habría tenido necesidad del marco de un libro entero.

Estaba harto y cansado; me eché sobre la blanda yerba, y me quedé pensativo un rato viendo a los indios desparramarse como moscas en todas direcciones y desaparecer veloces como la felicidad.