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Una excursión: Capítulo 61

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La loca de Séneca. El sueño cesáreo se me había convertido en sustancia. Salida inesperada de Mariano Rosas. Un bárbaro pretende que un hombre civilizado sea su instrumento. Confianza en Dios. El hijo del comandante Araya. Dios es grande. Una seña misteriosa.


Los respeto sólo porque ya son viejos y murieron.

Me desperté con la cabeza hecha un horno: había soñado tanto que mis ideas eran un embolismo.

De pronto no pude darme cuenta de lo sucedido durante la noche. Confundía los hechos reales con las visiones; me parecía que había soñado con mi comadre Carmen, con Epumer y el negro del acordeón, y que lo que había visto en sueños era verdad.

Amanecía recién; la luz del crepúsculo entraba en el rancho por sus innumerables agujeros y lo iluminaba con fantásticos resplandores. La cama era tan dura que estaba entumecido; me movía con dificultad. Las impresiones del sueño persistían; no dormía y veía lo mismo que había visto dormido.

Durante un largo rato estuve como la loca de Séneca: era ciega y no lo sabía; pedía que la hicieran cambiar de casa porque en la que habitaba no se veía nada.

Yo estaba despierto y no lo sabía.

¡Caramba! ¡Cómo cuesta cuando se ha soñado un imperio convencerse al despertar que no es uno emperador!

De tal modo se me había convertido en sustancia el sueño del poder, que a no ser los ladridos de unos perros, que despertaron a mis oficiales, creo que me levanto arrastrando el poncho de Mariano Rosas a guisa de imperial manto de armiños.

Unos: Buenos días, mi Coronel, de mi ayudante Rodríguez, me despejaron los sentidos del todo.

Abrí los ojos, que apretaba nerviosamente.

Era de día, la claridad del rancho completa.

La visión del imperio ranquelino desapareció de mi retina. Pero como una sombra chinesca que se desvanece, todavía cruzó por mi imaginación.

Me pareció que había dormido un año. Yo no sé por qué pintan al tiempo con alas. Yo lo pintaría con pies de plomo. Sería que las cosas que más deseo, son siempre las que más tardan en suceder. Verdad es que las que más me gustan me parece que pasan con demasiada velocidad.

Llamé un asistente, vino, abrió la puerta, me levanté, me vestí y salí del rancho.

Decididamente me iba ese mismo día y no era emperador. Lo uno me consoló de lo otro. Francamente, el imperio ranquelino era más hermoso visto en sueños que despierto.

Me trajeron el parte de que en las tropillas no había novedad y le hice prevenir a Camilo Arias que las tuviera prontas para cuando cayera el sol.

En seguida le hice preguntar a Mariano Rosas con el capitán Rivadavia si estaba en disposición de que acabáramos de conversar.

Me contestó que sí.

Entré en su toldo; se acababa de bañar, tomaba mate y una china le desenredaba los cabellos.

-Hermano -me dijo al entrar, sin moverse-, siéntese y dispense.

-No hay de qué -repuse, sentándome.

-¿Y cómo ha pasado la noche? -me preguntó.

-Muy bien -le contesté.

-¿Y, siempre se va hoy?

-Si usted no dispone otra cosa.

-Usted es libre, hermano.

-Bueno; quiero que me diga, ¿qué se le ofrece?

-Hermano, deseo que no me apure por los cautivos que debo entregar.

-Entréguemelos según pueda.

-Ya faltan pocos.

-¿Cómo pocos?

-Sí, pues.

-No lo entiendo.

Me hizo una relación de los cautivos que en diversas épocas había remitido al Río Cuarto, y concluyó diciéndome: que agregando a esa cuenta ocho, se completaba el número.

Era una salida inesperada.

¿Qué tenía que hacer el nuevo tratado de paz con los cautivos anteriores?

¿La idea era de él o se la habían sugerido?

Quise explorar el campo, fue en vano; circunspecto y reservado, no soltaba prendas.

Resolví hablarle categóricamente, porque el incidente era de tal naturaleza que las paces podían frustrarse, y le dije:

-Hermano, usted está equivocado; los cautivos que ha dado antes no tienen nada que ver con los que me debe dar a mí; lea bien el Tratado y verá.

-Sí, ya sé; pero yo lo decía porque usted pudiera ser que lo pudiese arreglar.

-¿Y cómo quiere que lo arregle?

-Diciéndole al que los gobierna que se han recibido los que yo digo.

-¿Y cómo le voy a decir eso?

-Yo le doy los nombres de los viejos.

-No puedo hacer eso.

-¿Entonces? ...

-¿Y entonces qué?...

-Haremos lo que usted dice.

-Eso es -le contesté.

Y para mis adentros dije: Era lo único que me faltaba, que este bárbaro me hiciera instrumento suyo.

No me contestó.

-¿Y, no tiene otra cosa que decirme? -le pregunté.

-Sí, pero lo dejaremos para más tarde -me contestó.

-¿Tendremos tiempo?

-Sí, hemos de tener.

Me quedé callado a mi vez.

En los tres fogones del toldo cocinaban.

-Vamos a almorzar -me dijo, y pidió en su lengua que nos sirvieran.

No le contesté.

Trajeron platos y cubiertos y pusieron una olla de puchero de vaca entre él y yo.

Me sirvió un platazo.

Comí y callé.

Hacía largo rato que comíamos sin mirarnos ni hablarnos, cuando se presentó un indio, que le habló en araucano con suma vivacidad, y a quien le contestó de igual manera.

Nada entendí; sólo percibí varias veces las palabras: indio Blanco. Me dio curiosidad.

Pero me dominé; nada pregunté.

El indio se fue.

Continuamos en silencio.

-Es el indio Blanco -me dijo.

-¿Y qué hay? -repuse.

-Anda hablando de usted; dice que le va a salir a la cruzada.

¿Si será una composición de lugar para asustarme y hacerme suspender el viaje?, reflexioné, preguntándole:

-¿Y qué piensa hacerme?

-Matarlo -me contestó sonriéndose.

-¡Matarme, eh!

-Así dice él.

-Pues dígale que nos veremos las caras.

-Le he mandado decir que se deje de andar valaqueando; que si no le gustan las paces, por qué se ha vuelto de Chile; que ya le hice prevenir el otro día que anduviera derecho.

Y como me dijera todo esto con aire de verdad, pintántose en su fisonomía cierta prevención contra el indio Blanco, le dije en tono amistoso:

-Gracias, hermano.

Seguimos callados.

No me miraba, tenía la vista fija en un zoquete de carne que pelaba con los dedos; me pareció que quería que yo hablara, que le pidiera algo, y resolví no hacerlo.

Volvió el que había ido con el mensaje para el indio Blanco, habló unas pocas palabras y se marchó.

-Dice el indio Blanco que se va para el Toay -me dijo.

-¿Para el Toay?

-Sí, y dice que va a buscar ovejas a la provincia de Buenos Aires, porque están a muy buen precio en Chile.

-¡Pícaro! -exclamé.

-¡Es muy picaro! -exclamó él.

Seguimos callados.

Al rato me dijo:

-¿A qué hora es la marcha?

-A las cuatro -le contesté.

Seguimos callados.

Por fin me dijo:

-¿Y dígame, hermano, usted qué me encarga?

-¿Qué le encargo?

-¡Sí!

-Que se acuerde en todo tiempo de su compadre. Y esto diciendo me levanté y salí del toldo.

Ordené que todo el mundo se aprestara a marchar, y me fui a decirles adiós a algunos conocidos que moraban en toldos vecinos.

A la hora estuve de vuelta; mi gente estaba pronta, no faltaba sino que arrimaran las tropillas y ensillar.

Hacía un día hermosísimo; íbamos a tener una tarde deliciosa.

Muchos se preparaban para acompañarme.

El desgraciado Macías veía los preparativos recostado en un horcón de mi rancho y su tétrica fisonomía revelaba el sufrimiento de la desesperación.

Me acerqué a él y le dije:

-¡Tenga confianza en Dios!

-¡En Dios! -murmuró.

-¡Sí, en Dios! -le repetí, lanzándole una mirada, en la que debió leer este pensamiento: El que desespera de Dios no merece la libertad, y entré en el rancho de Ayala.

Me había ofrecido entregarme un niño cautivo que tenía. Era un hijo del comandante Araya, vecino de la Cruz Alta. El pobrecito lo sabía, veía que yo marchaba por momentos, que nada le decía de prepararse, y sentado en el fogón de mis soldados lloraba desconsolado. Partía el corazón verle.

Ayala me dijo, que no tenía inconveniente en cumplirme su promesa; pero que tenía que avisárselo a Mariano Rosas.

-Y qué, ¿no está prevenido desde el otro día? -le pregunté.

-Sí, sí está.

-¿Y entonces?

-Puede haber cambiado de opinión.

-Bueno, vaya, pues; háblele para que se apronte el niño.

Salió, y volvió diciéndome que era necesario pagar en prendas de plata doscientos pesos bolivianos.

-¿Y qué prendas han de ser? -le pregunté a Ayala.

-Estribos -me contestó.

Mandé en el acto al capitán Rivadavia que se los comprara a uno de los pulperos que habla llevado el padre Burela, ofreciéndole en pago una letra sobre Mendoza.

Mientras tanto, el pobre cautivo se aprestaba para la marcha con infantil alegría.

Volvió el capitán Rivadavía con los estribos, se los di a Ayala y éste fue a llevárselos a Mariano Rosas.

Volvió cabizbajo.

¡Qué mundo aquél! ¡El cacique había vuelto a cambiar de parecer! Ya no quería sólo estribos; quería cien pesos en prendas y cien en plata.

Se buscaron los cien pesos y se hallaron.

Le entregué todo a Ayala, se lo llevó a Mariano Rosas; al punto estuvo de regreso, contestándome todo cortado que el General había mudado una vez más de parecer.

Me dio un acceso de cólera; vociferé cuanto se me vino a la boca, apostrofándolo a Mariano e insultándolo, hasta que cediendo a los ruegos de Ayala, que parecía muy contrariado, me calmé un poco.

Para hacerme callar del todo, me dijo en voz baja:

-No me comprometa, mire que estamos rodeados de espías.

Y esto diciendo me señaló unos indios rotosos y mugrientos en quienes nadie reparaba, que estaban por allí acurrucados y echados de barriga, en el suelo, como animales.

Con el alma dolorida e irritado de mi impotencia, entré en mi rancho, llamé al hijito de Araya, y con paternal estudio le preparé a recibir el terrible desengaño.

¡Qué contento estaba!

¡Qué mustio y lloroso quedó!

¡Qué fugaces son las horas de la felicidad!

Le abracé, le acaricié, le rogué por sus padres que tuviera valor; le ofrecí rescatarlo pronto, ofrecimiento que cumplí, y hasta que no le vi resignado a su suerte, no me separé de él.

Al salir de mi rancho, Macías me dijo:

-¿Qué te parece?

-¡Dios es grande! -le contesté.

Suspiró, y exclamó como dudando de la omnipotencia divina:

-¡Dios! ...

Yo me dirigí al toldo de Mariano Rosas.

La hora de partir se acercaba.

Camilo Arias me hizo una seña misteriosa.