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Una excursión: Capítulo 64

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Con quién vivía mi comadre Carmen. Una despedida igual a todas. Yo habría hecho iguales a todas las mujeres. Grupo asqueroso. ¡Adiós! Una faja pampa. Arrepentimiento. Trepando un médano. Desparramo. Perdidos. El Brasil puede alguna vez salvar a los argentinos. Llegamos al toldo de Ramón.


Mi comadre Carmen vivía con su madre, su hija y un indio viejo, entre gallinas y perros.

Me esperaba, los demás dormían.

Conversamos de lo que nos interesaba y a la media hora nos separamos para siempre, quizá.


Yo habla cumplido mi promesa, de visitarla, antes de salir de Tierra Adentro, ella la suya, comunicándome ciertas intrigas contra mí, que por una casualidad había descubierto.

Nuestra despedida fue como todas las despedidas, triste.

Me dirigí al toldo de Villarreal, pensando en lo que es la mujer.

Me acordaba de lo que me habían hecho gozar y exclamaba interiormente: ¡son adorables!

Me acordaba de lo que me habían hecho sufrir y exclamaba: ¡son infames!

Estudiándolas y analizándolas, las hallaba físicamente perfectas; espiritualmente me parecían monstruosas.

¡Qué cabellos, qué ojos, qué boca, qué tez, qué gentileza tienen algunas!

Son hermosas como Niobe, dignas del amor de un dios olímpico. Cualquier mortal daría cien vidas por ellas si cien vidas tuviera. Y muriendo, todavía encontraría dulce la muerte después de tan supremo bien.

¡Pero qué corazón tienen!

Son inconmovibles como las rocas, frías como el hielo, volubles como el viento, olvidadizas como la mentira.

¡Qué feas, qué desairadas son otras!

Nadie repara en ellas.

Pero acercaos a su lado, oídlas, tratadlas. ¡Qué alma tienen! Son buenas como la caridad, dulces como los querubines, puras como las auras del Elíseo.

Se puede vivir al lado de ellas y amar la vida.

¡Ah!, ellas nos hacen comprender que hay una belleza cuyos encantos el tiempo no destruye, la belleza moral.

¿Por qué han de ser tan lindas y tan malas: por qué tanta donosura, al lado de tanta perfidia a veces?

¿Por qué esos rostros angélicos y esos corazones satánicos?

¿Por qué han de ser tan repelentes y tan buenas; por qué tanta seducción oculta, al lado de tanta exterioridad desagradable?

¿Por qué esas caras defectuosas y esos corazones que son un dechado?

¿Por qué ha hecho Dios cosas tan contradictorias, como una mujer adorable y mala?

Si su poder es tan grande, ¿por qué lo que más amamos ha de ser, como esas flores venenosas de ricos matices, susceptibles de fascinarnos con su mirada y de intoxicarnos con su aliento maldito?

¡Qué! ¿No bastaba que hubiera hombres malos?

¿Para completar el infierno de este mundo, había acaso necesidad de que las mujeres fueran demonios?

Yo habría hecho iguales a todas las mujeres.

¿Las rosas no exhalan todas el mismo suavísimo perfume?

Las cosas bellas, deberían serlo en todo y por todo.

Soliloquiando así iba yo, cuando un murmullo humano, parecido a un gruñido de perros, llamó mi atención.

Me detuve, estaba a dos pasos del toldo de Villarreal; puse el oído; oí hablar confusamente en araucano, miré en esa dirección y vi el espectáculo más repugnante.

Un candil de grasa de potro, hecho en un hoyo, ardía en el suelo; un tufo rojizo era toda la luz que despedía.

Bajo la enramada del toldo, la chusma viciosa y corrompida saboreaba con irritante desenfreno los restos aguardentosos de una saturnal que había empezado al amanecer.

Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos estaban mezclados y revueltos unos con otros; desgreñados los cerdudos cabellos, rotas las sucias camisas, sueltos los grasientos pilquenes; medio vestidos los unos, desnudos los otros, sin pudor las hembras, sin vergüenza los machos, echando blanca babaza éstos, vomitando aquéllas; sucias y pintadas las caras, chispeantes de lubricidad los ojos de los que aún no habían perdido el conocimiento, lánguida la mirada de los que el mareo iba postrando ya; hediendo, gruñendo, vociferando, maldiciendo, riendo, llorando, acostados unos sobre otros, despachurrados; encogidos, estirados, parecían un grupo de reptiles asquerosos.

Sentí humillación y horror viendo a la humanidad en aquel estado y entré en el toldo.

Mi gente estaba pronta.

Sólo Villarreal, su mujer y su cuñada, no estaban ebrios.

Me esperaban con agua caliente y todo preparado para cebarme un mate de café.

Tuve, pues, que sentarme un rato.

No siéndole posible acompañarme a Villarreal hasta el toldo de Ramón, ni darme quien lo hiciera porque toda su chusma estaba achumada, lo que hacía que él no pudiese, dejar sola su familia, llamé a Camilo Arias, y mientras yo tomaba unos mates, le hice que se informara del camino.

Villarreal, como indio ladino, dio todas las señas del campo que debíamos cruzar; advirtió las rastrilladas que debían dejarse a la derecha o a la izquierda, los bañados guadalosos que debían excusarse; los médanos que debían rodearse, los que debían cruzarse trepando por ellos; los toldos y los sembrados que quedaban cerca de la morada del Cacique.

Una vez enterado Camilo de todo, me despedí de Villarreal y su familia.

Nos abrazaron a todos con cariño, rogando a Dios, en lengua castellana, que tuviéramos feliz viaje, y nos acompañaron hasta el palenque, pidiéndonos, como lo hubieran hecho las gentes mejor criadas, mil disculpas por la pobrísima hospitalidad que nos habían dispensado.

Como la noche estaba tan hermosa, y no teníamos ningún monte que atravesar, mandé echar las tropillas por delante para que los animales montados marcharan más ganosos.

Le previne a Camilo que cada diez minutos hiciera alto para que no nos fuéramos a extraviar, por no oír los cencerros, ¡en marcha!, grité y partieron todos.

Yo me detuve un instante a encender un cigarro.

Encendiéndolo estaba, cuando una sombra se acercó a mi lado.

Reconocí una mujer.

-Aquí vengo a traerle esto -me dijo, poniendo en mis manos un pequeño envoltorio de papel.


-¿Y qué es eso? -le pregunté.

-Es un recuerdo.

-¿Un recuerdo?

-Sí, una faja pampa, bordada por mí.

-Gracias, ¿Por qué se ha incomodado?

Dio un suspiro y con acento conmovido y tono de reproche amable, exclamó:

-¡Incomodado!

-¡Adiós! -le dije, recogiendo mi caballo.

-¡Adiós! ¡Adiós! -dijeron Villarreal y su mujer.

-¡Adiós! ¡Adiós! -repuse yo, y partí al galope, murmurando:

-Saben querer desinteresadamente y olvidar también.

No son ni ángeles, ni demonios.

Pero participan de las dos naturalezas a la vez. Cuando son buenas, no hay nada comparable a ellas; cuando son malas, son execrables.

Y, con todos sus defectos, sus contradicciones y sus veleidades, la existencia sin ellas, sería como una peregrinación nocturna por una tierra de hielo y bajo un cielo sin luz.

Sí, todos exclaman tarde o temprano, después de tantos arranques frenéticos:

Yes! my adored, yet most unkind!
Though thou wilt never love again,
To me 't is doubly sweet to find
Remembrance of that love remain.
Yes! 't is a glorious thought to me
Nor longer shall my soul repine,
Whate'er thou art or e'er shall be,
That thou hast been dearly, solely, mine.

El cencerro de las tropillas me servía de guía; mi caballo iba brioso lo que le oía y rumbeaba al fin para la querencia.

Llegué al pie de un médano bastante elevado y me encontré con Camilo Arias que me esperaba.

Oyendo el cencerro y no viendo las tropillas, se me ocurrió que alguna novedad había.

-¿Qué hay? -le pregunté.

-Nada señor -me contestó-; por precaución lo he esperado aquí; vamos a cruzar este médano, tiene muchas caídas y es muy fácil perderse.

-¡Bueno, adelante! ¡Vamos! Es mucho más de medianoche; no perdamos tiempo -le dije.

Trepó al médano y le seguí. Los caballos hacían esfuerzos supremos para repecharlo, se enterraban hasta los ijares en la blanda y deleznable arena; pero subían poco a poco. Llegamos al borde de la cresta, y cuando yo creía trasmontar el obstáculo, me hallé con una hondonada profunda, de cuyo fondo manaba puro y cristalino un espejo de agua. Las tropillas bebían reflejándose en él, y la luna, desde un cielo limpio y azul, iluminaba el agreste y poético paisaje. Seguimos andando, subimos y bajamos.

De repente, a pesar de las precauciones tomadas, Camilo Arias me dijo:

-Señor, estamos perdidos.

-¡Alto! ¡Alto! -grité, y contestándole a Camilo:

-Busca la senda, pues.

Echamos pie a tierra y esperamos.

Un momento después volvió el ecuestre piloto diciendo:

-Por allí va.

Marchamos.

La noche se iba toldando; parecía querer llover al entrarse la luna. Caímos a un bañado salitroso, y siendo tantos los rastros que lo cruzaban y los arbustos espinosos de que estaba cubierto, las tropillas se desparramaron.

Era una confusión, de todos lados sonaban cencerros y se oían los silbidos de los tropilleros repunteando los caballos menos amadrinados.

Nosotros mismos tuvimos que diseminarnos: las sendas eran muy tortuosas y los caballos no se seguían.

El salitral blanqueaba como la mansa superficie de un lago helado; crujía estrepitosamente bajo los cascos de los cien caballos que lo cruzaban, hundiéndose aquí en el guadal, empinándose allí en las carquejas que tanto abundan en las pampas, espantándose de repente de los fuegos fatuos que como una fosforescencia errante corrían acá y allá.

La noche se encapotaba; la luna declinaba con sombría majestad por entre anchas fajas jaspeadas y las estrellas apenas alumbraban, al través del velo acuoso que cubría los cielos.

Crucé el bañado.

Camilo Arias no se había separado de mí.

Algunos habían pasado ya y esperaban en la orilla: otros estaban acabando de pasar.

Con las tropillas sucedía lo mismo, no estaban reunidas aún.

Esperé un rato, y mientras tanto se buscó en vano el camino. Viendo que no lo hallaban y que el capitán Rivadavia y otros no parecían, mandé quemar el campo, no se pudo por la humedad y falta de sebo; se dieron voces, nadie contestó; silbamos, silencio profundo.

Destaqué tres descubridores; a las cansadas volvieron dos, sin haber visto ni oído nada.

Faltaba el otro, y contestó de ahí cerca; hacía un rato que giraba perdido a nuestro alrededor.

La lluvia amenazaba volver a desplomarse por momentos.

-Marchemos al rumbo -le dije a Camilo-, hasta que lleguemos a un campo más alto que éste; los demás jinetes y caballos los hallaremos de día.

Marchamos.

Y marchando íbamos cuando ladraron perros.

-Allí hay un toldo -dijo Camilo.

Miré la dirección que me indicaba; no vi sino tinieblas.

-Pues hagamos alto aquí y que vayan a averiguar dónde queda el de Ramón -le contesté.

Despachó una pareja de jinetes.

Volvieron diciendo que íbamos mal; que el camino quedaba a la izquierda, es decir, el poniente, y que el toldo de Ramón estaba muy cerca, que en cuanto cruzáramos una cañada lo veríamos.

Cambiamos de rumbo y seguimos la marcha en la dirección indicada, y a poco andar, caímos a un campo bajo, húmedo y guadaloso.

-Aquí debe ser la cañada -dijo Camilo-, ya debemos estar cerca.

Entre los extraviados iba un perro mío llamado Brasil, que después de haber hecho la campaña del Paraguay en el Batallón 2 de línea, me acompañaba valientemente en aquella excursión.

Brasil era un sabueso criollo inteligentísimo, mezcla de galgo y de podenco de presa, fuerte, guapo, ligero, listo, gran cazador de peludos y mulitas, de gamos y avestruces, y enemigo declarado de los zorros, únicos con quienes no siempre salía bien.

Todos le querían, le acariciaban y le cuidaban.

Los soldados conocían sus ladridos lo mismo que mi voz.

Cruzábamos la cañada, cuando se oyeron unos ecos perrunos.

-¡Ese es Brasil! -dijeron varios a la vez.

-Ahí ha de estar el capitán Rivadavia -dijo Camilo Arias.

Con efecto, guiados por los ladridos de Brasil, no tardamos en reunirnos a él.

Faltaban, sin embargo, algunos.

El capitán Rivadavia, con los que le seguían, después de haber buscado inútilmente su incorporación a mí resolvió esperar allí y hacía un buen rato que me esperaba.

Seguimos la marcha, y al entrar en unos vizcacherales, Camilo Arias me observó que debíamos estar muy cerca de algún toldo.

Las vizcachas auguran siempre una población cercana.

Corriéndolas Brasil husmeó un rastro de jinetes y caballos.

-Por allí debe ir Rufino Pereyra -que era uno de mis asistentes de confianza que faltaba-, con su tropilla -dijo Camilo al oírlo.

Un momento después oyéronse con más fuerza los ladridos de Brasil y de otros de su jaez.

A no dudarlo, íbamos a llegar al toldo de Ramón o a otro.

Seguimos la dirección de los ladridos, y al llegar a un gran corral, apareció Rufino Pereyra con su tropilla.

La madrina había perdido el cencerro en el carquejal del bañado salitroso.

Estabámos en donde queríamos.

Me aproximé al toldo.

Salió un indio, me dijo que Ramón había estado en pie, con toda la familia, esperándome hasta medianoche con la cena pronta; que no se levantaba porque estaba medio indispuesto, que me apeara, que aquélla era mi casa, que me acomodase como gustara.

Eché, pues, pie a tierra, me instalé en un espacioso galpón, donde Ramón tenía la fragua de su platería, se acomodaron los caballos, se recogieron de la huerta zapallos y choclos en abundancia, se hizo fuego; cenamos y nos acostamos a dormir alegres y contentos, como si hubiéramos llegado al palacio de un príncipe y estuviéramos haciendo noche en él.

¡Cuán cierto es que el arte de la felicidad consiste en saber conformar los deseos a los medios y en desear solamente los placeres posibles!