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Una excursión: Capítulo 66

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La familia del cacique Ramón. Spañol. Una invasión. Despacho al capitán Rivadavia. Cuestión de amor propio. Buen sentido de un indio. En Carrilobo soplaba mejor viento que en Leubucó. Suenan los cencerros. Atíncar (Véase bórax). El hombre civilizado nunca acaba de aprender. Me despido. Cómo doman los bárbaros. ¡Ultimos hurrahs!


Me invitaron a pasar al toldo de Ramón.

Dejé a doña Fermina Zárate y a Petrona Jofré con los franciscanos y entré en él.

La familia del Cacique constaba de cinco concubinas, de distintas edades, una cristiana y cuatro indias, de siete hijos varones y de tres hijas mujeres, dos de ellas púberas ya.

Estas últimas y la concubina que hacía cabeza, se habían vestido de gala para recibirme.

No hay indio ranquel más rico que Ramón, como que es estanciero, labrador y platero.

Su familia gasta lujo.

Ostentaban hermosos prendedores de pecho, zarcillos, pulseras y collares, todo de plata maciza y pura, hecho a martillo y cincelado por Ramón; mantas, fajas y pilquenes de ricos tejidos pampas.

Las dos hijas mayores se llamaban, Comeñé, la primera, que quiere decir ojos lindos, de come, lindo, y de ñe, ojos, Pichicaiun, la segunda, que quiere decir boca chica, de pichicai , chico, y de un, boca.

Se habían pintado con carmín los labios, las mejillas y las uñas de las manos: se habían sombreado los párpados y puesto muchos lunarcitos negros.

Tanto Pichicaiun, como Comeñé, tenían nombres muy apropiados; la una se distinguía por una boca pequeñita lindísima: la otra por unos grandes ojos negros llenos de fuego. Ambas estaban en la plenitud del desarrollo físico, y en cualquier parte un hombre de buen gusto las hubiera mirado largo rato con placer.

Me recibieron con graciosa timidez.

Me senté, Ramón se puso a mi lado, su mujer principal y sus hijas enfrente.

Las dos chinitas sabían que eran bonitas; coqueteaban como lo hubieran hecho dos cristianas.

Ramón es muy conversador: no me dejaban conversar con él; el lenguaraz trabucaba sus razones y las mías.

¡Qué maldita condición tienen nuestras caras compañeras!

Con su permiso, diré que son como los gatos: antes de matar la presa juegan con ella.

-¡Spañol! ¡Spañol! -gritó Ramón. El cautivo blanco y rubio se presentó. Recibió órdenes, se marchó y volvió trayendo cubiertos y platos.

Sirvieron la comida.

Yo acababa de almorzar. Pero no podía rehusar el convite que se me hacía. Me habría desacreditado.

Comí, pues.

El cautivo no le quitaba los ojos a Ramón; éste lo manejaba con la vista.

-¿Cómo te llamas? -le pregunté, creyendo que las palabras ¡Spañol! ¡Spañol! tenían una significación araucana.

-Spañol -me contestó.

-¿Spañol? -repetí yo, mirando a Mora y a Ramón alternativamente.

-Sí, señor, Spañol -me dijo Mora-, así les llaman a algunos cautivos.

-Spañol -afirmó Ramón, que había entendido mi pregunta.

-¿Pero qué nombre tenías en tu tierra? -le pregunté al cautivo.

-No sé, se me ha olvidado; era muy chico cuando me trajeron -repuso.

-¿De dónde eres?

-No sé.

-¡Cómo no has de saber! ¿Te han prohibido que digas tu verdadero nombre y el lugar en donde te cautivaron?

-No, señor.

-Sí no ha de saber nada, señor -dijo Mora-, por eso le llaman Spañol, hasta que sea más grande y le den nombre de indio.

-¿Y ésa es la costumbre?

-Sí, señor.

-Pregúntele a Ramón ¿qué quiere decir Spañol?

Ramón contestó:

Spañol, quiere decir de otra tierra.

En esto estábamos, cuando el capitán Rivadavia se me presentó, y hablándome al oído, me dijo:

Que Crisóstomo acababa de llegar de Leubucó y que a su salida se decía allí que había habido invasión por San Luis.

Le pedí permiso a Ramón para retirarme, comunicándole la ocurrencia: me retiré, y un momento después el capitán Rivadavia se separaba de mí con una carta bastante fuerte para Mariano Rosas.

Le exigía en ella el castigo de los invasores apoyándome en el Tratado de Paz y le decía que en la Verde esperaba su contestación; que a la tarde estaría allí.

Ramón vino a hablar conmigo y me manifestó su disgusto por el hecho; me dijo que había de ser Wenchenao, calificándolo de gaucho ladrón y me preguntó que a qué hora pensaba ponerme en marcha.

Le dije que en cuanto medio quisiera ladear el sol, estilo gauchesco, que vale tanto como, después de las doce.

Me hizo presente que entonces había tiempo de carnear una res gorda y unas ovejas para que llevara carne fresca.

Le expresé que no se incomodara, y me hizo entender que no era incomodidad sino deber y que extrañaba mucho de Mariano Rosas me hubiera dejado salir de Leubucó sin darme carne.

En efecto, de allí habíamos salido con una mano atrás y otra adelante, resueltos a comernos las mulas.

Yo me había hecho el firme propósito de no pedir qué comer a nadie. Era una cuestión de orgullo bien entendida en una tierra donde los alimentos no se compran; donde el que tiene necesidad pide con vuelta.

Trajeron una vaca gorda y dos ovejas, mandé a mi gente a carnearlas y entramos con Ramón a la platería.

El indio me habló así:

-Yo soy amigo de los cristianos, porque me gusta el trabajo; yo deseo vivir en paz, porque tengo qué perder; yo quiero saber si esta paz durará y si me podré ir con mi indiada al Cuero, que es mejor campo que éste.

Le contesté:

Que me alegraba mucho de oírlo discurrir así; que eso probaba que era un hombre de juicio.

Añadió:

-Yo conozco la razón ¿usted cree que no me gustaría a mí vivir como Coliqueo? ¡Pero cuándo van los otros!

¡Están muy asustadizos! Es preciso que pase mucho tiempo para que le tomen gusto a la paz.

Yo repuse:

-¿Entonces usted cree que es mejor vivir juntos y no desparramados?

-Ya lo creo -me contestó-, viviendo así tan lejos unos de otros, todos son perjuicios; no hay comercio.

Llegaron algunas visitas. Tuve que recibirlas. Entre ellas venía el padre de Ramón, un indio valetudinario y setentón. Me contó su vida, sus servicios, me ponderó sus méritos con un cinismo comparable solamente al de un hombre civilizado; me dijo que había abdicado en su hijo el gobierno de la tribu, porque Ramón era como él, me hizo mil ofertas, mil protestas de amistad y por último me pidió un chaquetón de paño forrado en bayeta.

Me avisaron que la carneada estaba hecha: mandé arrimar las tropillas y le previne a Ramón que ya pensaba marcharme, a lo cual contestó que yo era dueño de mi voluntad: que cómo había de ser, si no podía hacerle una visita más larga y que iba a tener el gusto de acompañarme con algunos amigos hasta por ahí.

Le di las gracias por su fineza, le manifesté que para qué quería incomodarse, que no hiciera ceremonia, y me respondió que no había incomodidad en cumplir con un deber, que quizá no nos volveríamos a ver.

Yo no tenía qué replicar.

Pensé un momento para mis adentros, que en Carrilobo soplaba un viento mucho mejor que en Leubucó, como que Ramón no tenía a su lado cristianos que le adularan: que era el indio más radical en sus costumbres, el que me había recibido más a la usanza ranquelina, era el que se manifestaba a mi regreso más caballeroso y cumplido; y acabé por hacerme esta pregunta: ¿El contacto de la civilización será corruptor de la buena fe primitiva?

Sentí el cencerro de las tropillas que llegaban, mandé ensillar y le dije a Ramón:

-Bueno, amigo, ¿qué tiene que encargarme?

-Necesito algunas cosas para la platería -me contestó.

-Yo se las mandaré -y esto diciendo saqué mi libro de memorias para apuntar en él los encargos, añadiendo- ¿qué son?

-Un yunque.

-Bueno.

-Un martillo.

-Bueno.

-Unas tenazas.

-Bueno.

-Un torno.

-Bueno.

-Una lima fina.

-Bueno.

-Un alicate.

-Bueno.

-Un crisol.

-Bueno.

-Un bruñidor.

-Bueno.

-Piedra lápiz.

-Bueno.

-Atíncar.

Ramón había ido enumerando las palabras anteriores, sin necesidad de lenguaraz, pronunciándolas correctamente.

Al oírle decir atíncar, le pregunté:

-¿Atíncar?

-Sí, atíncar -repuso.

-Digame el nombre en lengua de cristiano.

-Así es, atíncar.

Iba a decirle: ése será el nombre en araucano; pero me acordé de las lecciones que acababa de recibir, de mi humillación en presencia del fuelle, de mi humillación ante doña Fermina, discurriendo como un filósofo consumado y en lugar de hacerlo, le pregunté:

-¿Está usted cierto?

-Cierto, atíncar es, así le llaman los chilenos -y esto diciendo se levantó, se acercó a la fragua, metió la mano en un saquito de cuero que estaba al lado de la horqueta de una tijera del techo, y desenvolviéndolo y pasándomelo, me dijo:

-Esto es atíncar.

Era una sustancia blanquecina, amarga, como la sal.

Apunté atíncar, convencido que la palabra no era castellana.

En cuanto llegué al Río Cuarto, uno de mis primeros cuidados fue tomar el diccionario.

La palabra atíncar trotaba por mi imaginación.

Atíncar hallé en la página 82, masculino, véase: bórax.

-¡Alabado sea Dios! -exclamé. Yo sabía lo que era bórax; sabía que era una sal que se encuentra en disolución en ciertos lagos; sabía que en metalurgia se la empleaba como fundente, como reactivo y como soldadura. ¡Loado sea Dios!, volví a exclamar, que así castiga sin palo ni piedra.

Tanto que declamamos sobre nuestra sabiduría, tanto que leemos y estudiamos, ¿y para qué?

Para despreciar a un pobre indio, llamándole bárbaro, salvaje; para pedir su exterminio, porque su sangre, su raza, sus instintos, sus aptitudes no son susceptibles de asimilarse con nuestra civilización empírica, que se dice humanitaria, recta y justiciera, aunque hace morir a hierro al que a hierro mata, y se ensangrenta por cuestión de amor propio, de avaricia, de engrandecimiento, de orgullo, que para todos nos presenta en nombre del derecho el filo de una espada, en una palabra, que mantiene la pena del talión porque si yo mato me matan; que en definitiva, lo que más respeta es la fuerza, desde que cualquier Breno de las batallas o del dinero es capaz de hacer inclinar de su lado la balanza de la justicia.

¡Ah! Mientras tanto, el bárbaro, el salvaje, el indio ese, que rechazamos y despreciamos, como si todos no derivásemos de un tronco común, como si la planta hombre no fuese única en su especie, el día menos pensado nos prueba que somos muy altaneros, que vivimos en la ignorancia, de una vanidad descomunal, irritante, que ha penetrado en la oscuridad nebulosa de los cielos con el telescopio, que ha suprimido las distancias por medio de la electricidad y del vapor, que volará mañana, quizá, convenido; pero que no destruirá jamás, hasta aniquilarla una simple partícula de la materia, ni le arrancará al hombre los secretos recónditos del corazón.

Todo estaba pronto para la marcha.

Me despedí de la familia de Ramón, cuyas hijas, apartándose de la costumbre de la tierra, nos abrazaron y nos dieron la mano, regalándoles sortijas de plata a algunos de los que me acompañaban. En seguida marché, me acompañaban Ramón y cincuenta de los suyos al son de cornetas.

Ramón montaba un caballo bayo domado por él.

Parecía un animal vigoroso.

-Yo no soy haragán, amigo -me dijo-. Yo mismo domo mis caballos; me gusta más el modo de los indios que el de los cristianos.

-¿Y qué, doman de otro modo ustedes? -le pregunté.

-Sí -me contestó.

-¿Cómo hacen?

-Nosotros no maltratamos el animal: lo atamos a un palo; tratamos de que pierda el miedo: no le damos de comer si no deja que se le acerquen; lo palmeamos de a pie; lo ensillamos y no lo montamos, hasta que se acostumbra al recado, hasta que no sienta ya cosquillas; después lo enfrenamos, por eso nuestros caballos son tan briosos y tan mansos. Los cristianos les enseñan más cosas, a trotar más lindo, nosotros los amansamos mejor.

Hasta en esto, dije para mis adentros, los bárbaros pueden darles lecciones de humanidad a los que les desprecian.

Ramón me había acompañado como una legua.

-Hasta aquí no más -le dije, haciendo alto.

-Como guste -me contestó.

Nos dimos la mano, nos abrazamos y nos separamos.

Su comitiva me saludó con un ¡hurrah!

-¡Adiós! ¡Adiós! -gritaron varios a una.

-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Amigo! -gritaron otros.

Y ellos partieron para el sur, y nosotros para el norte, envueltos en remolinos de arena que obscurecían el horizonte como negra cortina.

Mi cálculo era llegar a la Verde al ponerse el sol.

Llegué a un campo pastoso, hice alto un momento; la arena nos ahogaba.