Una historia de locos:2

De Wikisource, la biblioteca libre.
I
​Una historia de locos​ de José Zorrilla
III

Pasemos a otro asunto. Va de cuento.
Paseábame yo un día
por la ciudad que vió mi nacimiento,
Valladolid, hoy triste y silenciosa,
en otro tiempo alegre y bulliciosa,
y de la corte de Castilla asiento.
Paseábame, digo,
por su antiguo Espolón, solo y apático,
deseoso de hallar algún amigo
con quien trabar conversación sabrosa,
cuando vi que a propósito
me deparaba Dios el más simpático,
el más leal de los que allí tenía,
que allí de paso como yo vivía,
de chistes amenísimo depósito
y elegante doctor homeopático,
amigo de la dulce poesía.
Tendíle al punto y con placer la mano,
y él, con jovial semblante,
con el cariño franco de un hermano,
enlazando su brazo con el mío
«te buscaba, exclamó, y hace un instante
que habiéndome indicado que hacia el río
te vieron descender, calle adelante,
te seguía los pasos.
                    —En buen hora
me encaminé, repuse, a esta alameda
donde tu compañía me procura
esa feliz casualidad. Me queda
sólo el temor ahora
de que sea algún mal lo que te obliga
mis huellas a seguir con tal premura.
—No sé lo que te diga,
dijo el doctor. El caso tanto tiene
de bien como de mal.
                    —¿Qué es, pues, el caso?
¿Un nuevo autor que me dedica un drama?
¿Unos versos de un chico que me quiere
leer su padre? ¿El álbum de una dama?
¿Un convite tal vez? ¿Un desafío?
¿Una apuesta? ¿Un ensayo?
                         —Nada de eso:
es un enfermo mío
a quien, de mi amistad en un exceso,
te ruego que visites.
                     —¿Estás loco,
doctor?
       —Él es quien ha perdido el seso.
—¿Es un demente?
                —Sí: pero tranquilo
ahora, está en su lúcido intervalo:
seis días ha que le dejó el acceso.
—¿Y dónde vive?
               —¡Toma!, en los Orates.
—¡Pues háblale del palo
al que espera sentencia de garrote!
—¿Pues qué hallas que te espante?
                                —¡Friolera!
¿Pues no quieres, doctor, que me alborote
si me pones el ánima en un hilo
metiéndome en la casa en que me espera
de los poetas el postrer asilo?
—Poeta es, en verdad, del que te hablo.
—¿Y quieres para hacerle compañía
enjaularme con él? ¡Por vida mía!,
creo, doctor, que te aconseja el diablo.
—No, sino Dios tal vez; en mi experiencia,
creo que ha de influir profundamente
de su mal en alivio tu presencia.
—¡Pues tendría que ver!
                       —Oye en paciencia
y hablemos, si te place, seriamente.
—No deseo otra cosa.
                    —Pues escucha.
El doliente en cuestión es un mancebo
a cuya triste y liberal familia
mil atenciones desde niño debo.
Ha un año que de Orates en la casa
tuvieron que encerrarle, y aunque sufre
terribles crisis, de descanso goza
cuando el furioso acceso se le pasa.
Él mismo entonces de su mal se duele,
se conoce, y suplica
que en la crisis fatal no le abandonen;
y en sus días serenos
a escribir se dedica
unos cuadernos de tachones llenos
que guarda con afán, sobre los cuales
en silencio tenaz jamás se explica,
y los defiende siempre con empeño,
en calma o crisis, en vigilia o sueño.
Yo no sé quién le dijo el otro día
que en la ciudad te hallabas,
y bien porque tu nombre conocía
o porque le excitó nueva manía,
porque le dejen visitarte clama,
y dice a todos que si de él supieras,
tú mismo al punto a visitarle fueras,
y sin cesar te llama.
Dice que has sido tú de su demencia
la causa involuntaria; que tú sólo
le puedes aliviar con tu presencia,
y que cristianamente
todo el mal que le has hecho te perdona,
porque tú solo puedes a su frente
ceñir si quieres inmortal corona.
Yo te suplico, pues, que me acompañes
a verle, y compasivo y generoso
la manía le sigas y le engañes,
para darle a lo menos,
ya que no la salud, algún reposo
en los días que Dios le da serenos.»
Dijo y calló el doctor. ¿Podía, acaso,
negarme a hacer un bien que iba sin duda
a costarme tan poco?
Vamos, dije al doctor: y a largo paso
dirigimos los nuestros hacia Orates,
el deseo a cumplir del pobre loco.