Una noche de Madrid en 1578
Apariencia
I - Tres galanes En el pretil de palacio, cerca de una casa antigua, donde hoy estudia sus obras un esclarecido artista, van a cumplirse tres siglos que su palacio tenía de Éboli el príncipe ilustre, Rodrigo Gómez de Silva. Sus magníficos salones eran de la corte envidia: tanta riqueza y tal gusto en ellos resplandecía. Las más espléndidas telas, hasta aquel tiempo no vistas, que nuestras naves gloriosas transportaban de la China, adornaban sus paredes del friso hasta las cornisas, y eran en sus balconajes pabellones y cortinas. Los portentos del Tiziano, y los que el arte prolija de la bélgica paciencia, émula de aquel, tejía, escaleras, antesalas y corredores vestían, pareciendo sus figuras, figuras de bulto y vivas. Sobre ricos escritorios, cuyas puertas embutidas de concha y nácar formaban un laberinto a la vista, y sobre mesas de mármol de las sierras granadinas, de mosaicos de alto precio, de maderas exquisitas, juguetes de filigrana primorosos relucían, y búcaros olorosos de las españolas Indias. En aquel siglo, de Europa iguales no conocían sus carrozas y caballos, ya de tiro, ya de silla. Y en joyas, galas y plumas, jarrones de oro y vajillas, los de un príncipe de Oriente sus repuestos parecían. Pero el tesoro más grande que en aquel palacio había, pasmo, prodigio y asombro de la corte de Castilla, era el de la gran belleza, el de la gracia expresiva, el del claro entendimiento, el de la alta gallardía de la esposa de Ruy-Gómez, de la princesa divina, diosa de aquel rico templo, sol de aquella esfera y vida. Tres distintos personajes a diversas horas iban a rendirle obsequio o culto, a conquistar su sonrisa, ardiendo sus corazones, aunque de edades distintas, en el delirante fuego que una beldad rara inspira. Melancólico era el uno, de edad cascada y marchita, macilento, enjuto, grave, rostro como de ictericia, ojos siniestros, que a veces de una hiena parecían, otras, vagos, indecisos, y de apagadas pupilas. Hondas arrugas, señales de meditación continua, huellas de ardientes pasiones mostraba en frente y mejillas. Y escaso y rojo cabello, y barba pobre y mezquina le daban a su semblante expresión rara y ambigua. Era negro su vestido, de pulcritud hasta nimia, y en su pecho campeaba del Toisón de Oro la insignia. Era el otro recio, bajo, de edad mediana; teñían sus facciones de la audacia las desagradables tintas. Moreno, vivaces ojos, negros bigote y perilla, aladares y copete, boca grande, falsa risa, formando todo un conjunto de inteligencia y malicia, con una expresión de aquellas que inquietan y mortifican. Lujoso era su atavío, mas negligente, y tenían no sé qué sus ademanes de una finura postiza. El último era el más joven, de noble fisonomía, pálido, azules los ojos con languidez expresiva, castaño claro el cabello, alto, delgado, muy finas maneras, y petimetre sin dijes ni fruslerías. Ser un caballero ilustre, de educación escogida, cortés, moderado, afable, mostraba a primera vista. El primero iba de noche, desde que desparecían los crepúsculos de ocaso en las montañas vecinas, hasta que las altas torres de la coronada villa recordaban los sufragios de las ánimas benditas. Por la mañana el segundo frecuentaba su visita, cuando no estaba en su casa Rodrigo Gómez de Silva. El tercero entraba en ella sin hora ni época fija, pero siempre que encontraba alguna ocasión propicia. Y la gallarda princesa, la discreta, noble y linda, ¿por quién de ellos?... Por ninguno; cual la estrella matutina era su alma pura, como el sol su inocencia limpia. ... Mas lo que pasa en el pecho solo Dios lo sabe y mira. Cuando la princesa estaba en la presencia aflictiva del primero, miedo helado por sus venas discurría. En la del segundo, grave se mostraba y aun altiva, pero inquieta y recelosa midiendo sus frases mismas. Y con el tercero estaba, aunque silenciosa, fina, y sin temor ni recelo, pero triste y discursiva. El rey Felipe segundo, a quien España se humilla, es el galán misterioso de las nocturnas visitas. El segundo, Antonio Pérez, secretario que tenía del rey estrecha privanza, cual brazo de sus intrigas. Juan de Escobedo, el tercero, amigo en quien deposita el insigne don Juan de Austria sus secretos y su estima. II - La meditación De Madrid el regio alcázar triste y mezquino era entonces, donde hoy el palacio nuevo ostenta su inmensa mole. De ladrillo y berroqueña, y en cada esquina una torre, era albergue poco digno de los reyes españoles. Ni el arco ni la armería cerraban la plaza, donde hoy se forma la parada para los regios honores, pues hasta el margen del río, de menos caudal que nombre, apenas cuestas mediaban entre viejos murallones. Una tarde sosegada de abril, cuando al horizonte entre dorados celajes y entre ligeros vapores el claro sol descendía, dando lugar a la noche, de quien los luceros daban ya en Oriente resplandores, de tal ya olvidado alcázar, en uno de los balcones, se descubría de lejos, vestido de negro, un hombre, que, en la baranda apoyado, al Occidente encarose, gran rato permaneciendo en una actitud inmoble. Era Felipe segundo, que de altas meditaciones políticas fatigado, a respirar asomose. Y con los ojos siguiendo al sol, ya poniente entonces, varios pensamientos llena su mente, en que cabe el orbe. Lo primero que le ocurre es que el astro que se pone aún ilumina radiante a la lusitana corte. A la cabeza del reino que la desventura enorme de una expedición guerrera, tan cristiana como noble, bajo su dominio ha puesto; y sagaz discurre sobre los medios de asegurarse diadema de tal renombre. Tomando más largo vuelo su imaginación veloce, salva los inmensos mares, y sigue al sol, que traspone para llevar luz y vida a las ignotas regiones, en que gloriosos ondean estandartes españoles. Y al pensar que en cuantos climas visita el astro y recorre, vasallos suyos alumbra, en su grandeza gozose. Pero, tornando en sí mismo, el vuelo altivo recoge, y su vanidad se estrella en siniestras reflexiones. Al ver los celajes densos, que de la esfera borrones, del sol el descenso aguardan para ofuscarle, latiole el pecho agitado, y dijo: «Del mismo modo los hombres a que un rey decline esperan, para tragarlo feroces.» Se le figuró el gran astro cadáver que de vapores con la mortaja se hundía en la tumba de los montes; y recordando que todo la muerte lo traga y rompe, retembló, de sudor frío su rostro seco bañose, y tornó la vista a Oriente, ya dominio de la noche, el espectáculo huyendo que el ocaso presentole. Notó allí varios luceros relucir, y sonriose amargamente, exclamando con hondas e internas voces: «Si la majestad declina y su resplandor se esconde, ¡qué ufanos su pobre brillo muestran vulgares señores!» También aparta los ojos del Oriente, hallando donde quiera que los revolvía, desengaños o temores, y de Éboli en el palacio, que estaba cerca, los pone, y sin intento los clava en sus abiertos balcones. Por ellos juzga que advierte dos bultos en los salones, uno blanco y de señora, el otro obscuro y de hombre. Y un agudo grito lanza, su rostro se descompone, y las tinieblas maldice de la ya cerrada noche. Los ojos baja, y a Pérez viendo que se acerca, entrose cerrando el balcón maldito con recio y violento golpe. III - El secreto En un oscuro aposento que solamente alumbraban las luces de dos bujías en candeleros de plata, donde tiene su despacho el augusto rey de España, y donde a pocas personas se les permite la entrada, a su secretario Pérez Felipe segundo aguarda, pues que llegó a conocerlo al atravesar la plaza. A los muy pocos momentos cruje y se abre la mampara, y Pérez entra en silencio, y mudo a su rey acata. Este, afable le recibe, que se le aproxime manda, y en conversación secreta dijéronse estas palabras: «Mi hermano don Juan (al cabo es bastardo y esto basta) con su ambicioso manejo va a precipitar a Holanda.» «Su poder allí es temible.» «Yo, Pérez, no temo nada; todos sus pasos vigilo y sé cuanto piensa y habla.» «Vuestra comprensión inmensa...» «Y mi poder. Confianza tiene en don Juan de Escobedo.» «Es de sus planes el alma.» «Recibe sus instrucciones.» «También recibe sus cartas.» «Y en una cartera verde, que jamás del seno aparta, las lleva... Las necesito.» «Pues no es cosa fácil...» «Nada a mi poder es difícil. ¿Y juzgas, Pérez, que trata con la princesa estas cosas?... Las discretas, o son falsas... o se alucinan...» «No creo que una señora tan alta...» «Y tan bella y entendida... Pero Escobedo en su casa entra de oculto... Esta noche...» Siguió el rey en voz tan baja hablando a su secretario, y con expresión tan vaga, que adivinar no es posible cuáles fueron sus palabras. Palabras que escuchó Pérez con una zozobra extraña, con el pecho palpitante, y con la faz demudada. Y al callar el rey, le dijo: «Vuestra Majestad lo manda, y es para mí ley suprema su voluntad soberana. »Mas, señor... Si por escrito, una orden vuestra firmada, o la firma solamente... con solo la firma basta.» Dio un paso atrás, furibundo, al escucharlo, el monarca, y lo fulmina y lo aterra con dos ojos como brasas. Pérez, que se abriera el suelo quisiera bajo sus plantas, y que en aquel punto mismo lo confundiera y tragara. Cuando, de pronto, Felipe, con una sonrisa amarga, y el desprecio con que mira un feroz tigre a una rata: «Dices bien -prorrumpe-, amigo: Toma, que la empresa es ardua...» Y escribiendo cuatro líneas en un papel, se lo alarga. Temblando lo toma Pérez y va a partir; mas le traba el brazo con mano dura, más dura que unas tenazas, el rey; en su helado rostro ojos del infierno clava, diciendo: «Secreto y priesa, y yo soy quien te lo encarga.» Marchó Pérez, y Felipe tomando el estoque y capa, salió solo, y dirigiose de la princesa a la casa. IV - La cartera verde En su magnífico estrado, ¡cuán gallarda, cuán hermosa brilla la persona ilustre de doña Ana de Mendoza! De seis candelas de esperma que un candelabro coronan, do recorta y abrillanta la luz cinceladas hojas, al resplandor aparecen su tez de nieve y de rosa, de oro puro sus cabellos, claros luceros sus joyas. Sentada en un taburete el brazo ebúrneo coloca en un velador cuadrado, que cubre persiana estofa, y en que matizadas flores dan al ambiente su aroma, en vasos de porcelana de extraño barniz y forma. Enfrente de la princesa, en un sillón de caoba, de los primeros acaso que se usaron en Europa, está Felipe segundo, procurando a toda costa de amable y franca dulzura dar el aire a su persona. Y después de varias frases, de mera etiqueta todas, y de discretas razones de cortesana lisonja: «Al anochecer -prorrumpe- ¿habéis tenido, señora, alguna visita?» Y clava los ojos, cual de raposa, en el pálido semblante de doña Ana de Mendoza, que responde balbuciente: «No, señor..., he estado sola; »mi mayordomo un momento...» No dijo más, y a la boca del rey, que nada contesta, sonrisa infernal asoma. Tras de un rato de silencio, que a doña Ana se le antoja un siglo, se alza Felipe, un laúd templado toma, y galán se lo presenta diciendo: «Tened, señora; dad vida al callado ambiente, encadenad mi alma toda.» La princesa, obedeciendo, las cuerdas pulsa sonoras, y melancólicos tonos sin concierto alguno brotan. El rey, lento, se pasea por la estancia, dando poca atención a lo que escucha, que otras ideas le acosan. Y aunque gran sosiego finge, es su inquietud bien notoria, y que habla consigo mismo en su semblante se nota. La princesa lo conoce y trasuda y se acongoja, pidiéndole a Dios de veras que la visita sea corta. Al balcón el rey se acerca y lo abre inquieto, se asoma, y se retira, y escucha, y sin cerrarlo lo entorna. Entra la brisa en la sala, agita las luces todas, y a su ondulación parece que todo se mueve y borra, y que el aposento tiembla, y que en fantásticas formas los muebles y colgaduras ya se alargan, ya se acortan. «Señor -dice la princesa-: el viento, ¿no os incomoda? Está harto fresca la noche, cuidad más vuestra persona.» Iba a responder Felipe, cuando a las ánimas tocan las campanas, y en la tierra con gran devoción se postra. Lo mismo hace la princesa, en silencio entrambos oran, se santiguan, y levantan, y el rey mudo a escuchar torna. Se oye un rumor a lo lejos, y como un grito; se azora la dama, y dice: «¿Qué suena?» Y, el alma deshecha y rota, va hacia el balcón. Mas Felipe lo cierra de pronto, y ronca la voz: «Nada ha sido -dice-, el rumor de alguna ronda.» De mármol queda doña Ana, el rey clavado en la alfombra, y todo en hondo silencio, y en quietud la estancia toda. Llega un paje, anuncia a Pérez, y entra Pérez. Su persona es más siniestra que nunca, más descompuesta su ropa. Es su semblante de azufre entreabierta trae la boca, y tiemblan sus miembros todos, grande agitación le agobia. Desconcertado, en secreto dice al rey palabras pocas, y de terciopelo verde le da una cartera. Toma la cartera el rey, la mira, y en contemplarla se goza, mostrando su faz el gusto que en su corazón rebosa. También la ilustre princesa la mira y la mira ansiosa, la reconoce y advierte de sangre en ella una gota; de sangre fresca, y de sangre ve en la mano temblorosa de Pérez alguna mancha, y en sus puños y valona. Y da un profundo gemido, su cabeza se trastorna, y exánime y desmayada en un sillón se desploma. V - El cadáver. El fugitivo. El muerto A la mañana siguiente, cuando fue devoto pueblo a oír la misa del alba de Santa María al templo, en aquella corta calle, más bien callejón estrecho, que por detrás de la iglesia sale frente a los Consejos, se halló tendido un cadáver. De un lago de sangre en medio, con dos heridas de daga en el costado y el pecho. Pronto fue reconocido por el de Juan de Escobedo, del insigne don Juan de Austria secretario y camarero. Y como aún rico ostentaba la cadena de oro al cuello, y magníficos diamantes en los puños y en los dedos, que obra no fue de ladrones se aseguró, desde luego, el horrible asesinato que a Madrid cubrió de duelo. Fugitivo a pocos meses Antonio Pérez, el reino de Aragón turbó con bandos y desastrosos sucesos, y condenado y proscrito, pobre, aborrecido, enfermo, murió en la mayor miseria en países extranjeros. Y después de algunos años, al rey Felipe, ya viejo, arrebatole la muerte a dar cuenta al Ser Supremo. Dónde se habrán encontrado los tres, tan solo saberlo puede Dios, mas yo imagino que habrá sido en el infierno.