Ir al contenido

Una pasión

De Wikisource, la biblioteca libre.
Una pasión
de Emilia Pardo Bazán


Siempre que nos reuníamos en Madrid o en Galicia mi amigo Federico Bruck y yo, echábamos un párrafo o varios párrafos sobre su ciencia predilecta, la geología; pues aunque Bruck es hombre de bastantes conocimientos y en alto grado posee esto que hoy llaman cultura general, inclínase a hablar de lo que mejor conoce y más ama, por instinto tan natural como el de las aguas al buscar su nivel.

De origen anglosajón, según revela el apellido, soltero, independiente y no pesándole los años, Bruck se consagró en cuerpo y alma al culto de la gran diosa Demeter, la Tierra madre. Esa ciencia erizada de dificultades, inaccesible a los profanos, le cautivó, gracias al feliz y sabio reparto que Dios hace de las aficiones y gustos, para que ningún altar se quede sin devotos y ningún santo sin su velita de cera. Yo confieso ingenuamente el error en que caí. Al pronto, juzgando con arreglo a mis sentimientos propios, pensé que lo que interesaba a Bruck eran los ejemplares de mineralogía, los pedruscos bonitos; pero vi con sorpresa que mi colección, distribuida en las primorosas casillas del estante como joyas en sus estuches, no despertaba en él sino la curiosidad que produciría en cualquier aficionado a ciencias naturales, mientras las piedras de construcción, el vulgarísimo granito esparcido en la calle, fijaba sus miradas y le sumía en reflexiones profundas.

Desde entonces tuvimos asunto para discutir. Con mi doble instinto de mujer y de colorista, yo prefería, en el vasto reino mineral, los productos mágicos que sirven al adorno, a la industria y al arte humano, y describía con entusiasmo la eflorescencia rosa del cobalto, el intenso anaranjado del oropimente, la misteriosa fluorescencia de los espatos, que exhalan lucecitas como de Bengala, verdes y azules, los tornasolados visos del labradorito, semejantes al reflejo metálico del cuello de las palomas; la fina red de oro sobre fondo turquí del lapislázuli, las irisaciones sombrías de la pirita marcial y de la marcasita; coloridos nocturnos, vistos en mi imaginación como al través de la roja luz de un agua caldeada por las fraguas y hornos de Vulcano. Con la exigencia refinada del gusto moderno, que se prenda de lo exótico, ponderaba hasta las ponzoñosas descomposiciones del color, el moho verdoso del níquel, el verde manzana de los arseniatos, los extraños cambiantes del cobre; encarecía después el amarillo de miel del ámbar, las gotas de leche incrustadas en la roja faz del jaspe, la transparencia vaya y suave de las calizas, que parecen nieve mineral. Yo argüía, y para mí era argumento definitivo, que los colores más vivos, más brillantes, la mayor cantidad de luz atesorada en un cuerpo, no se encontraba ni en el cáliz de la flor, ni en el ala de la mariposa, ni en la pluma del pájaro, sino que era preciso buscarla allá en las entrañas del globo serpenteando por sus rocas, clavada en ellas, hasta que la inteligencia humana la extraía, tallando la piedra preciosa o refinando el petróleo para descubrir los matices espléndidos de la anilina.

Además de estas hermosuras incomparables del color de los minerales, me cautivaban y excitaban mi fantasía los peregrinos caprichos que en ellos satisface la naturaleza; citaba la luz fosfórica del cuarzo cambiante u ojo de gato, las arenillas doradas de la venturina, los curiosos listones del ónice y sardónice, las vetas y dibujos varios de la familia de las calcedonias. ¿Dónde hay cosa más linda que el ópalo, con sus diafanidades boreales, como el lago al amanecer; que el hidrófano, que sólo brilla y se irisa cuando lo mojan, lo mismo que una mirada cariñosa refulge al humedecerla el llanto; o la límpida hialita, tan parecida a lágrimas congeladas? ¿Pues no es digna de admiración la singular birrefringencia del espato de Islandia, la figura de X que se encuentra dentro de la macla o chiastolita, los magníficos dodecaedros del granate y las cruces prismáticas de la armotoma? Filigranas de la creación, caladas y alicatadas por el buril de los gnomos o geniecillos de las cavernas subterráneas, se me figuraban todos estos minerales, y así los alababa con sumo calor, haciendo sonreírse a Federico Bruck. Pero donde empezaban mis herejías anticientíficas era al declarar que tamaños portentos me parecían mucho más asombrosos después que la mano del hombre completaba en ellos, con la forma artística, el trabajo oculto y paciente de las fuerzas creadoras.

Para mí, por ejemplo, el mármol de Paros no adquiría pureza y excelsitud hasta considerarlo labrado por Fidias; el caolín era barro grosero, y sólo me enamoraba convertido en porcelana sajona; el zafiro había nacido para rodearse de brillantes y adornar un menudo dedo; el brillante, para temblar en un pelo negro; el basalto rosa, para que en él esculpiesen los egipcios el coloso de Ramsés; el ágata, para que Cellini excavase aquellas copas encantadoras en torno de las cuales retuerce su escamoso cuerpo una sirena de plata. El arte, señor de la naturaleza, tal fue mi divisa.

Bruck afirmaba que estos gustos míos tenían cierta afinidad con los del salvaje que se prenda de unas cuentas de vidrio más que del oro nativo recogido en sus remotas cordilleras; y que lo verdaderamente grandioso y bello, con severa belleza clásica, en la tierra, no son esos caprichos del color ni esos jugueteos de la línea, sino las formas internas de las rocas, el plano arquitectónico, regular y majestuoso, de tan vasto edificio. Encarecía la magnitud de las anchas estratificaciones, que se extienden como ondas petrificadas del Océano de la materia; los macizos y valientes pilares graníticos, fundamentos del globo, colocados con simetría solemne; las columnatas de pórfido y basalto, más elegantes que las de ninguna catedral de la Edad Media. Sobre todo, y aparte del especial deleite estético que encontraba en esa disposición sorprendente de las rocas, decía Bruck que le enamoraba ver escrita en ellas la historia del globo, de su formación, del desarrollo de sus montañas y hundimiento de sus valles.

A simple vista, con una ojeada rápida, discernía la estructura de un terreno cualquiera, su yacimiento y su origen. Distinguía al punto las rocas eruptivas -que parecen conservar en sus formas coaguladas indicios del misterioso hervor que las arrancó de los abismos del globo y las hizo rasgar su superficie, a manera de colmillos enormes- de los terrenos de sedimento, cubiertos de capas y más capas lo mismo que de fajas la momia. Sabía por cual secreta ley las rocas alpestres se levantan y parten en agujas tan atrevidas, puntiagudas y escuetas, mientras las sierras del mediodía de España se aplanan en chatos mamelones, figurando que una mano fuerte les impidió ascender y las redondeó con las redondeces de un seno turgente, henchido de licor vital.

Y cuando pudiese engañarse la vista, tenía Bruck para conocer, sin metáfora, el terreno que pisaba, una señal infalible, la presencia o ausencia, en la roca, de ciertos restos fósiles, valvas menudas de moluscos, el carbonizado tronco de una planta, la huella de un helecho o de un licopodio. De estos restos se encontraban muchos en los terrenos de sedimento, que son a manera de museo donde puede estudiarse la flora y fauna del tiempo -digámoslo así- del rey que rabió, mientras las rocas eruptivas se hallan vacías, ajenas a toda vida, sin rasgos de organismos en sus mudas profundidades. Y aquí Bruck y yo volvíamos a disputar; porque mientras a mí me parecía digno de superior atención el terreno donde se tropiezan fósiles, él hablaba con el mayor respeto de esas rocas muertas, las primeras y más antiguas, verdaderos cimientos del planeta. Las otras eran unas rocas de ayer acá, que contarían, a lo sumo, algunos cientos de miles de años.

Yo no comprendía la preferencia de Bruck, porque siempre me agrada encontrar vida e indicios de ella. Los fósiles me hacían soñar con paisajes antediluvianos, con animalazos gigantescos, medio lagartos y medio peces. Bruck, al contrario, se remontaba a los tiempos en que el mundo, dejando de ser una bola de gas incandescente, comenzaba a enfriarse, y sus queridas rocas emergían, rompiendo la película delgada, la corteza del gran esferoide. En resumen, a Bruck le importaban poco las plantas, que son vestidura de la tierra; los minerales preciosos, que son sus joyas, y los fósiles, que son sus archivos y relicarios; sólo se sentía atraído por la anatomía de su monstruoso esqueleto.

Valía la pena de oírle defender esta afición. Extasiábase hablando de la unidad que preside a las formaciones de las rocas, y del poderoso y visible imperio que ejerce la ley en los dominios de la verdadera geología o «geognosia». Ahí es nada eso de que la corteza terrestre sea igual en el Polo que en la zona tórrida, y que mientras los infelices naturalistas y botánicos se encuentran, en cada clima, con especies diferentes, el martillo del geólogo en todas partes rompa la propia piedra. La piedra inmóvil, grave, uniforme, idéntica a sí misma, figurábasele a Bruck majestuosa. A mí me daba frío, y... así como sueño. Pero que no lo sepa ningún geólogo, por todos los santos de la corte celestial.

Bruck no era un sabio de gabinete, ni se conformaba con ver los fragmentos y láminas de roca en las ajenas colecciones o en los museos, con su etiqueta pegada. Por valles, montañas y cerros, allí donde trazaban un camino, perforaban un túnel o excavaban una mina, andaba Bruck con su caja de instrumentos, inclinándose ávidamente para ver, al través de la rota epidermis y de la morena carne de la gran Diosa, su osamenta formidable. Quería crear la geología ibérica, estudiar el terreno español tan a fondo como lo ha sido ya el francés, inglés y americano. Así es que cuando delante de Bruck nombraban alguna región de nuestra patria, Asturias, Galicia, Málaga, Sevilla, no se le ocurría nunca exclamar: «¡Hermoso país!», «¡Costa pintoresca!», «¡Cielo azul!», «¡Qué poéticas son las Delicias!», o «¡Qué bonito el Alcázar!», como nos sucede a cada hijo de vecino, sino que las ideas que acudían a su mente y brotarían de sus labios si Bruck fuese locuaz, eran, sobre poco más o menos, del tenor siguiente: «Terreno hullero», «Buen yacimiento de gneiss», «Terreno triásico», «Formación cuaternaria».

He dicho que Bruck no pecaba de locuaz; pero, fiel a su oriundez anglosajona, era tenacísimo. Jamás se cansaba, ni se desalentaba, ni variaba de rumbo. Todos amamos nuestras aficiones, y, sin embargo, cometemos infidelidades; tenemos nuestras horas de inconstancia, y volvemos luego a abrazarlas con mayor cariño. Hay días contados en que yo no quiero que me nombren un libro, en que lo negro sobre lo blanco me aburre y en que diera todo el papel impreso y manuscrito por un rayo de sol, un momento de alegría, la sombra de un árbol, la luz de la luna y el olor de las madreselvas. Bruck no conocía semejantes alternativas; su amor por las rocas era, como ella, firme, perenne, invariable.

Dos o tres años hacía que no aportaba Bruck por mi país, y yo le suponía entregado a trascendentales investigaciones allá por las cuencas mineras de Extremadura o por las alturas imponentes de los Pirineos, cuando una tarde se me presentó de la manera más impensada, enfundado en su traje habitual de «hacer geología». El paño de su chaquet caía flojo y desmañado sobre su vasto cuerpo; una camiseta de color le ahorraba la molestia de ocupar el baúl con camisas planchadas; su sombrero, abollado, lucía una capa de polvo a medio estratificar; y como le vi que traía calzados los guantes, comprendí al punto que estaba de excursión, pues Bruck no usa guantes sino para el monte, dado que en la ciudad no hay peligro de estropearse las manos.

Preguntele el motivo de su viaje. La vez anterior vino a examinar, en persona, la dirección de los estratos del gneiss en esta parte de la costa cantábrica; y ahora, con voz reposada, me dijo que el objeto de su expedición era verle el pie.... ¡honni soit qui mal y pense!, a la sierra de los Castros.

-Pero ¡cuidado que sólo a usted se le ocurre!... Estamos en diciembre, se chupa uno los dedos de frío, y luego el viaje en diligencia es entretenido de verdad. ¿Cómo no aguardó usted a la inauguración del ferrocarril, al verano, etcétera?

Explicó que no podía ser de otro modo, porque ya había llegado a un punto tal, que sin ver la base de la sierra inmediatamente no haría cosa de provecho. Bruck apuntaba metódicamente en cuadernos los resultados de sus observaciones, y luego los daba al público, no en una obra extensa y monumental, sino de modo más conforme al espíritu analítico y positivo de la ciencia moderna, en breves monografías de esas que por Inglaterra y los Estados Unidos se llaman «contribuciones al estudio de tal o cual materia», folletitos concretos, atestados de hechos y labrados y cortados con precisión matemática, como sillares dispuestos ya para un edificio futuro. Cuando en mitad de uno de sus trabajos le ocurría a Bruck la más leve duda, la necesidad de exactitud rigurosa y veracidad estricta en sus asertos no le dejaba pasar más adelante; y no cociéndosele, como suele decirse, el pan en el cuerpo, tomaba el tren, la diligencia, lo que hubiese, y se iba a comprobar sobre el terreno sus datos. No se cuidaba de si las circunstancias eran favorables; lo mismo hacía rumbo a Extremadura durante la canícula, que a Burgos en el corazón del invierno.

Aunque Galicia no es tan fría como Burgos, ni muchísimo menos, el plan de verle el pie a la sierra de los Castros en diciembre no dejó de parecerme descabellado. La lluvia, incesante en tal época; la nieve, la escasez de recursos, la falta de esos hoteles diseminados por las cordilleras de otros países, donde el viajero se restaura, y mil y mil inconvenientes, se me ofrecieron al punto y los comuniqué a Bruck. Sin haber llegado nunca a sentarme en las faldas de la abrupta sierra, conocía mucho de oídas el país, y sabía que a veces, en tres o cuatro leguas de circuito, no se encontraba punto para condimentar el caldo de pote ni una arena de sal para sazonarlo. Mas vi al geólogo tan firme en su propósito, que lo único que pude hacer en beneficio suyo fue darle una carta de recomendación para el cura de los Castros. Justamente este buen señor había sido algunos meses capellán de nuestra casa.

Dos epístolas recibidas algún tiempo después completarán la historia del episodio que refiero. La primera, de Bruck; del cura, la segunda. Aquí las copio, para conocimiento y solaz del que leyere:

«Las Engrovas, 1.º de enero

»Mi distinguida amiga: No pensé empezar el año escribiendo a usted desde estas montañas, pero el hombre propone y las circunstancias -ya sabe usted que soy algo determinista- disponen. Heme aquí en las Engrovas: ¿ha estado usted por acá alguna vez? Parece mentira, cuando uno se acuerda de esas Mariñas tan risueñas, tan alegres hasta en la peor estación del año, que Galicia encierre sitios tan agrestes y salvajes.

»Por supuesto que para mí son los mejores. Esa parte donde usted vive, es una tierra blanda, deshuesada, sin consistencia. Aquí encuentro magníficas rocas metamórficas, terrenos de transición, con todas sus curiosas variedades. Sólo me estorba mucho la vegetación feraz y compacta, que me impide reconocer bien el terreno. Espero que en el corazón de la sierra las rocas se me presentarán en su noble y augusta desnudez.

»Me han asegurado que, si me meto más en la montaña, me expongo a tropezar con manadas de lobos, a no encontrar donde dormir. No me importaría si no estuviese calado; pero es tanta la lluvia que ha caído por mí, que el traje se me pudre encima. Dirá usted: «¿Y el impermeable?». ¡El impermeable! Hecho jirones, señora: los escajos, los espinos, las zarzas han puesto fin a su vida. Cuando llegue a la hospitalaria mansión del cura de los Castros, voy a pedirle que me ceda un balandrán o cosa por el estilo, porque andar desnudo en diciembre no es agradable.

»De la comida poco puedo decir a usted; yo suelo pasarme diez o doce horas sin recordar que es preciso dar pasto al estómago; y cuando se lo doy, al cuarto de hora ya no sé lo que he mascado. No obstante, aquí noto que me falta lastre. Creo que hay días en que me alimento con un plato de puches de harina de maíz. Gracias si puedo regarlos con leche de vaca.

»En resumen: hambre, frío, sed de vino y café (de agua no es posible, pues el cielo la vierte a jarras); pero yo contentísimo, porque estas rocas valen un Perú, y su estudio arroja clarísima luz sobre diversos problemas que me preocupaban.

»Mañana me internaré en lo más despoblado y agrio de la región. Aprovecho la coyuntura de enviar a El Ferrol esta carta, para que la echen al correo. Siempre a sus órdenes su amigo afectísimo,

Federico Bruck.»

«Parroquia de S. Remigio de los Castros, 27 febrero

»Estimada señorita: Le escribo para darle razón del señor forastero que usted se sirvió recomendarme en el mes de diciembre del pasado año. Ese señor salió de las Engrovas el 2 de enero, muy tempranito, a caballo, pensando llegar a los Castros a la mediodía. Yo nunca vi tanto frío, que mismo cortaba; hasta al consagrar parece que se me caía la partícula de los dedos; la noche antes heló mucho, y los caminos resbalaban como si estuviesen untados con sebo. Ese señor traía un chiquillo para tenerle cuenta de la caballería y llevarle una caja y no sé qué más lotes; y el chiquillo, que es hijo de mi compadre Antón de Reigal, me ha contado cómo pasó el lance. El señor se bajó del caballo a medio camino, en el sitio que llaman Codo-torto, y sacando un martillo comenzó a arrancar pedacitos de piedras, que se conoce que los ingleses, sabiendo que aquí hay oro, quieren buscarlo y acaso hacer minas. Piedras fueron, que se pasó así toda la mañana, hasta que el chiquillo, cansado de esperar y no viéndolo por ninguna parte, y muriéndose de ganas de comer, tuvo la debilidad de venirse a los Castros solo, y el caballo detrás, muy pacífico. Luego, cuando el rapaz vio que se hacía de noche y que no parecía su amo, vino llorando a contarme el lance.

»Como, según el chiquillo, ese señor se encaminaba a mi casa, en seguida me dio la espina de que sería algún amigo o pariente de usted; llamé a tres feligreses, les hice encender fachucos de paja bien retorcidos para que durasen, y nos metimos por la sierra, busca que te buscarás al viajero. ¿Dónde le fuimos a encontrar? En el despeñadero de Codo-torto, que lo rodó de una vez, señorita, y, pásmese, no se mató, sólo se rompió una pierna. Le trajimos en brazos como se pudo, y gracias al algebrista de Gondás, ¿no sabe usted?, aquel hombre que cura toda rotura y dislocación sin reglas ni sabiduría, con unas tablillas, unos cordeles y siete avemarías con sus Gloria Patris, no tendrá que gastar muleta el señor de Brus o como se llame, aunque siempre al andar se le conocerá un poquito.

»Yo y mi hermana la viuda lo cuidamos lo mejorcito que supimos, que nos dio mucha lástima; es un señor llano y parece un infeliz. Lo peor de las horas que pasó solito, dice él que fueron unos lobos que le salieron y que los espantó encendiendo fósforos. A pesar de la desgracia, asegura que no le pesó venir a la sierra. Se conoce que la mina de oro promete. Tendrá la bondad de dar un besito a los niños y de saludar con la más fina atención a los señores y mandar a éste su reconocido servidor y capellán, q.s.m.b.,

José Taboada Rey.»

MORALEJA.- De cómo por verle los huesos a la tierra, rompió Bruck sus huesos propios.