Una traducción del Quijote: 06
Una tarde, la Princesa, acompañada de su padre, paseaba en carretela por la Fuente Castellana.
Al lado de su carruaje, un jóven agregado á la Embajada de Francia, cabalgaba en una magnífica yegua inglesa de ilustre genealogía.
La Princesa que hablaba con el ginete y sonreía, enmudeció de repente, se puso séria, y aun puede asegurarse que palideció un tanto.
Sin embargo nada, al parecer, motivaba esta trasformacion: los carruajes seguían marchando en hilera, y los ginetes se cruzaban en opuestas direcciones.
Uno de estos alcanzó á la carretela de la Princesa, la miró al pasar y siguió adelante, al paso de su caballo.
Al ver á aquel caballero que la miraba, la Princesa quedóse sorprendida; porque en él reconoció al jóven del Retiro, á quien no esperaba encontrar en aquel sitio, y sobre todo á caballo.
Repuesta ya de su sorpresa, escudriñó al ginete con esa mirada rápidamente analítica peculiar á la mujer. El traje del lector del Retiro no habia cambiado: el mismo sombrero en decadencia, la misma levita dudosa, el mismo aspecto de caballero pobre de siempre. En cuanto al caballo que montaba, tenia buena estampa, pero de tordo oscuro debia haber pasado á tordo claro, síntoma infalible de edad provecta.
— ¿Conoce V. á ese jóven del caballo tordo que va ahí delante?— preguntó la Princesa al caballero que cabalgaba á su portezuela.
El diplomático miró á la persona designada. — Nó, —contestó después de un ligero exámen,— no creo haberle visto nunca.
— Monta bien.
— Efectivamente no cae mal; pero el caballo pronto debe retirarse á los inválidos.
Durante el resto de la tarde, la Princesa no volvió á ver al jóven...
A la mañana siguiente fué, como siempre, al Retiro y halló al desconocido ocupando el mismo banco que de costumbre.
Trascurrieron dos dias.
Al tercero, después del encuentro en la Fuente Castellana, la Princesa y el jóven lector ocupaban en la calle de árboles sus posiciones respectivas.
Pero aquella mañana, Coraly, la perrita inglesa, estaba muy juguetona y obligaba á su ama á dar alguna que otra carrera. Habia llovido al amanecer, el suelo estaba algo húmedo y la arena en algunos sitios removida.
En una ocasión, la perrita perseguida por la Princesa, quiso atravesar por un claro abierto en un vallado de boj, que crece entre la hilera de árboles más próximos al Parterre.
Esta se inclinó para coger al animal, ántes de que pudiese conseguir su intento, y como en aquel sitio el terreno forma el declive de un arroyo, sin agua á la sazón, pero resbaladizo, se la fué un pié y cayó al suelo dando un grito de dolor.
Al oir este grito, al que siguieron ahogados lamentos, el jóven desconocido corrió inmediatamente al lado de la Princesa, y momentos después el aya de ésta.
Pusiéronla en pié, y viendo que no podia andar, tomóla aquel en brazos y la trasladó al banco más cercano.
La Princesa se quejaba cada vez más: el aya estaba azorada y el jóven aturdido.
Llevóse aquella la mano al pié izquierdo que se iba hinchando por momentos.
El aya la descalzó, exclamando:
— ¡Pronto un médico, el coche! que venga el coche, ha quedado en la plaza....
La pobre mujer no sabia darse cuenta de lo que hacia ni decia.
Afortunadamente el aya hablaba en francés y el jóven pudo entenderla. — ¡Un médico! —dijo éste,— ¿dónde encontrarle?
— Vaya V. por el coche, —repuso el aya.
— Pero si no permiten entrar aquí carruajes, se perderia mucho tiempo en.. ¡Ah! lo mejor será esto.
Y tomando en brazos á la Princesa, casi desmayada de dolor, comenzó á correr en dirección á la puerta del Retiro.
El aya recogió maquinalmente la labor en que habia estado ocupada, la sombrilla y un libro de la Princesa, otro que el jóven habia dejado caer en medio de la calle de árboles, y les siguió con todo el apresuramiento que su edad la permitía.
Desde el sitio en que sucedió este incidente hasta la entrada del Retiro, média un buen estrecho; de suerte que cuando el jóven llegó con su, para él preciosa carga, á la plaza en donde estaba la berlina de la Princesa, apenas le quedaron fuerzas para colocar á ésta en el carruaje, ayudado del cochero.
El aya llegó momentos después; el coche partió con rapidez; y el jóven, rendido de cansancio, se dejó caer en la escalera de la iglesia contigua.