Una traducción del Quijote: 18

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


V.

— M. Miguel, como ya os he dicho, es maestro de lenguas. Posee perfectamente varios idiomas, incluso el ruso, que ha aprendido en el poco tiempo que hace que lleva en este país. Yo le rogué que me diese lecciones de italiano, porque ciertamente es fastidioso ir á la ópera y no entender una palabra. El accedió como era natural, y todos los dias me dedicaba una hora, que á mí siempre me parecía un minuto. Con este motivo fué creciendo mi simpatía y pude apreciar la exquisita urbanidad de su trato, lo cual no excluye en él cierta orgullosa reserva.

Como mis fines eran buenos, asi como también el móvil que me guiaba, no os ocultaré que puse en juego cuantos honestos medios me sugeria mi imaginación para demostrar á mi jóven maestro el interés que me inspiraba, y hasta me valí de su criado á fin de hacerle comprender mis intenciones, encaminadas á darle mi mano y una mediana fortuna honrosamente ganada. Mas ¡ay! todo fué en vano: M. Miguel continuó en su fria reserva, incomprensible entónces para mi, porque al cabo algunos me hallan linda, y no siempre un pobre extranjero encuentra proporciones por el estilo. Yo sabia por su criado que era soltero, huérfano, y enteramente dueño de sus acciones; pero éste no pudo ó no quiso decirme lo que desgraciadamente he sabido, ó por lo menos sospechado después.

— ¿Habéis sabido, pues, algo referente á ese jóven? —preguntó la Princesa.

— ¡Ah! si, señora Princesa. Ya veréis, —prosiguió la modista:— una fatal casualidad me ha hecho comprender su indiferencia hacia mi. M. Miguel se retiraba tarde algunas noches. Según me dijo, iba á la ópera con alguna frecuencia, y he hecho la observación, que al dia siguiente al que asistía al teatro estaba aún mas preocupado que de costumbre; porque se me ha olvidado deciros que siempre está triste y como ensimismado en una idea que á mí ya no se me oculta.

El corazón de la Princesa latia violentamente.

— Una noche, —continuó Madlle. Guené,— cuando iba á acostarme, sentí el ruido de un carruaje que se detuvo á la puerta de casa, lo cual me causó alguna sorpresa, porque M. Miguel siempre venía á pié. Llamaron á la puerta, y juzgad de mi doloroso asombro, cuando, atraída por un ruido de voces inusitado, vi aparecer á mi huésped sostenido en brazos de dos caballeros, pálido como un muerto y al parecer exánime. Dí un grito y acudí al mismo tiempo que su criado que bajaba á alumbrarle, y me desmayé porque en la camisa de M. Miguel vi manchas de sangre.

— ¿Estaba herido? —interrumpió la Princesa.

— Si, señora Princesa, herido según parece en un duelo, cuya causa aún no he podido saber. Cuando volví en mí, corrí al cuarto de mi huésped y le hallé en la cama y á su lado un cirujano, que concluía de vendarle una herida que tiene en el costado derecho. — De la cual está ya en vias de curación, según parece, —preguntó la Princesa.

— Eso dice el médico, y en verdad que no he tenido yo la menor parte en este feliz resultado; pues desde el primer momento me constituí en enfermera, y bien sabe Dios cuan grande ha sido mi interés y cuidado. ¡Ah, señora Princesa, qué dias y qué noches ha pasado ese pobre jóven, y qué malos ratos me ha hecho sufrir! Porque, según el facultativo, lo de menos era la herida, á no haberse complicado con una fiebre tremenda. Mr. Miguel ha delirado de tal modo que partia el corazón el oirle, y á veces tenia accesos de furiosa locura, en los cuales nos veíamos y nos deseábamos para impedirle que rasgase sus vendajes y permaneciese en la cama. Afortunadamente la violencia de la calentura ha cedido y la herida está en vias de pronta curación. El dia en que le trajeron herido creyeron peligroso subirle á su cuarto, por cuya razón se halla en el mismo piso en que yo habito, lo cual me ha facilitado los medios de cuidarlo, como me atrevo á decirlo, no ha sido cuidado enfermo alguno, y eso que muy pronto adquirí el convencimiento de que M. Miguel nunca dará á mis cuidados, la debida recompensa.

— ¿Por qué razón? preguntó la Princesa.

— Por una muy sencilla. Porque M. Miguel está enamorado.

— ¡Enamorado!

— Como un loco, á juzgar por una carta suya que he leido,

— ¡Ah!

— La misma noche en que le trajeron herido su criado y yo abrímos una cómoda que tiene en su cuarto, con objeto de buscar trapos y vendas, y yo... sé que hice mal; pero excitada por el interes, cometí la indiscreción de leer una carta de mi jóven huésped, dirigida á un amigo suyo. ¡Ah, señora Princesa! Dios me ha castigado por mi mala acción, porque su lectura ha desvanecido mis ilusiones.

— Ese jóven, ¿habla en ella de sus amores?

— ¡Pero en qué términos, con qué fuego, con qué exaltación! Según parece está enamorado de una gran señora, y se desespera por los obstáculos que se oponen al logro de su amor.

— Debe ser curiosa esa carta.

— Si quereis os la enseñaré: es decir, una copia que he sacado...

— Me parece, Madlle. Guené, —dijo el aya de la Princesa,— que habeis hecho mal, y que la Princesa no debe conocer secretos de nadie.

La Princesa comprendió la advertencia de su aya.

Se puso en pié, hizo una seña á la modista y se dirigió al velador en donde ésta habia dejado la caja de los encajes.

Miéntras ambas jóvenes los examinaban, la Princesa dijo en voz baja:

— Mañana os espero en casa. Creo conocer algunos antecedentes respecto á ese jóven, y tal vez el objeto de su amor. ¿Ireis?

— No faltaré, señora Princesa.

— Llevad la copia de esa carta.

— Está bien, —dijo la modista.— ¡Ah! —repuso como asaltada por una idea.— Vuestro nombre, señora Princesa, ¿es María?

— Si.

— ¡Oh! ¿Seríais vos?..

— ¿El qué?

— El nombre de la amada de M. Miguel es María...

— Id mañana á casa, Madlle. A las diez si os es posible.

Momentos después la Princesa y su aya salían del almacén de modas.