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Una traducción del Quijote: 37

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


III.

Trascurrió algun tiempo y Miguel no habló al Príncipe en el sentido indicado por María.

El Príncipe, no obstante el buen estado en que veía á su hija, no estaba enteramente satisfecho. Aquella lección de ingles se iba prolongando demasiado, y temió que llegase á complicarse la situación hasta el extremo de ser irremediable.

Una tarde, pues, y á consecuencia de una larga conversación tenida con María, el Príncipe hizo entrar á Miguel en su despacho.

Le indicó un asiento, cerró la puerta, y después de algunos momentos de vacilación, dijo:

— M. Miguel sois demasiado discreto para comprender que las cosas no pueden seguir en el mismo estado.

— Lo sé, señor Príncipe, —contestó Miguel.

— Hace tiempo que deseaba hablaros.

— Me lo figuraba.

— M. Miguel, amáis á mi hija.

Miguel permaneció silencioso.

— Amais á mi hija, —repuso el Príncipe,— y María os ama á vos.

— ¡Ah! senor, sé que he hecho mal; pero no he tenido la fuerza de voluntad suficiente á contener los impulsos de mi corazon. Harto he sufrido y luchado contra un amor imposible.

— Lo sé, M. Miguel, y no os culpo. La inexperiencia de mi hija, ó más bien la fatalidad, ha sido la causa de todo.

— Teneis razón, —dijo Miguel exhalando un suspiro,— es una fatalidad, una gran fatalidad.

— Veo que pensais juiciosamente; mi hija es tan altamente nacida...

— Señor Príncipe, —interrumpió el jóven con un ligero tono de altivez,— no es el nacimiento el principal obstáculo.

— ¿Cómo no?

— Si vuestra estancia en España se hubiera prolongado, me comprenderiais.

— Pues ahora os comprendo ménos. Miguel no contestó.

— M. Miguel, —repuso el Príncipe, después de una breve pausa.- Conozco el carácter de mi hija: es apasionada y tenaz, como todo el que desde niño no reconoce obstáculos á su voluntad.

— La Princesa es un ángel, señor.

— No os lo negaré, y hasta el presente no he tenido por qué arrepentirme de mi debilidad para con ella; pero esto no obsta, para que contrariando mi deseo, se haya apasionado por vos.

— Señor, yo he tenido en parte la culpa, y yo remediaré el mal,

—¿Cómo?

— La Princesa no volverá á verme.

— Conozco la lealtad de vuestro carácter y sé que cumpliriais vuestro propósito; pero temo por mi hija.

— La Princesa, cuando se persuada de mi muerte, se consolará y me pondrá en olvido.

— Vuestra muerte, M. Miguel, ¿qué decis?

— La verdad, señor, moriré y moriré sin pena. Soy huérfano, nadie se interesa por mi y mi vida es tan estéril y tan desgraciada que no merece la pena de conservarla.

El Príncipe se conmovió al oir estas palabras.

Habia tal convicción y tanta tristeza en el acento con que fueron pronunciadas, que aquel sintió aumentarse su simpatía hacia el jóven extranjero, comprendiendo que no se las habia con un amante vulgar. El amor de Miguel estaba acrisolado en el sacrificio, y harto se traslucia su noble corazon, para confundirle con el de un pescador de dotes ó de posicion social.