Una traducción del Quijote: 39

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


V.

«Hijo mio, hijo de mi alma, cuando leas estas líneas, ya estarás en estado de comprender su trascendencia, y habrás llegado á la edad en que las pasiones comienzan á agitar el corazon del hombre. Acuérdate de que al lado de mi lecho de muerte me hiciste la promesa de cumplir mi última voluntad. ¡Miguel de mi vida! Yo quiero apartar de ti, la cruz que ha pesado sobre mi existencia; hijo mio, con la voz de la eternidad, con la convicción de la experiencia, y en la seguridad de que cumplirás una promesa sagrada, te ruego y te mando que nunca unas tu suerte á la de una mujer que posea más bienes de fortuna que tú...

— Ya sabeis, señor, la postrera voluntad de mi padre, —dijo Miguel tomando el papel que el Príncipe le devolvía en silencio.— Previendo que pudiera llegar este caso, hace dias que esta carta no se aparta de mí. Si estais persuadido de mi inmenso amor hacia la Princesa, si por el relato que acabo de haceros habeis comprendido el respeto y la sin igual ternura que me inspiraba mi padre; juzgad cuál ha sido mi vida durante algunos meses. Desde el primer instante, á mi amor se ha unido el azoramiento de mi conciencia, y si á pesar de lucha tan obstinada no he podido vencerme á mí mismo, es, señor, que estoy destinado á morir.

El pobre jóven enmudeció poseído de profundo abatimiento. El Príncipe le miraba sin saber qué decir. La historia de la familia de Miguel, por la que adivinaba las tristezas íntimas de aquel drama doméstico; y la carta que acababa de leer, juntamente con el estado en que veía al desdichado amante de su hija, le causaron honda impresión, con tanto mayor motivo, por cuanto no veía solución posible, en la excepcional situación en que todos se hallaban colocados.

Consideraba el deber de Miguel de obedecer el consejo de su padre, su noble y altivo carácter, y el peligroso estado de su hija, y de todos modos preveia un fatal desenlace. No obstante, el recelo paternal se sobrepuso á las demás consideraciones, en el ánimo del Príncipe, que después de algunos momentos de vacilación, dijo :

— Cuanto acabo de saber, es grave, amigo mio. Sin embargo, el mal puede aún tener remedio. Miguel le interrogó con una mirada.

— En primer lugar —continuó el Príncipe— mi hija es buena y de noble y delicado carácter, y nunca ni en situación alguna justificaria la previsión del mandato de vuestro padre...

— Lo creo, señor —interrumpió Miguel,— pero esta convicción no me exime de mis deberes.

— Además —repuso el Príncipe— hay otros medios. Si queréis conservar vuestra independencia, ¿no podría yo... ántes de vuestro enlace?...

— Señor —volvió á interrumpir el jóven que adivinó la idea del Príncipe;— los únicos medios son mi ausencia, y después mi muerte.

E hizo ademan de tomar el sombrero.

— Esperad, amigo mio, —exclamó el Príncipe sobresaltado;— si no lo hubiérais tan notoriamente probado, dudaria de vuestro amor por mi hija.

— ¡Ah, señor! ¿Qué no la amo? cuando voy á morir por ella.

— Si, mas pudiera suceder que ella muriese por vos.

— ¿Qué decis?

— Es inmutable vuestra resolución?...

— Tiene que serlo.

— Pues bien, busquemos el medio de atenuar el rudo golpe que va á sufrir María.

— Hablad, por ella me siento capaz de todo.

El Príncipe reflexionó algunos instántes; tal vez concibió una idea de esperanza.

— ¿Prometeis obedecerme —dijo— aún cuando para ello tengais que violentaros?

— En todo. — Pues bien, vais á continuar viendo á María como si nada hubiera pasado.

— Lo haré así, mas...

— Comprendo vuestro recelo. No obstante, dejadme hacer. Es preciso ir acostumbrando poco á poco á mi hija á la idea de vuestra ausencia... Yo proyectaré un viaje; para justificarle quizá pediré al Emperador una Embajada... en fin, ya veremos. Lo que no quiero es exponerme á las consecuencias de un mal previsto por mi desde hace tiempo.