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Una traducción del Quijote: 45

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


XI.

Seis dias después el Príncipe de Lucko recibió un ejemplar de la nueva traducción, en cuya portada se leia la siguiente dedicatoria autógrafa del Emperador:

«A la Princesa María Lucko, á la cual interesará este libro.»

El secretario particular del Czar se presentó también en casa de Miguel y le entregó un gran pliego cerrado y sellado con las armas imperiales, ausentándose inmediatamente.

Rompió nuestro héroe la cubierta, se enteró de su contenido y cayó en un sillón, trémulo de emoción y asombro.

En primer lugar halló un título de Conde, expedido á su nombre, con la denominación de Peterhof; una de las residencias imperiales.

Luego, los títulos de propiedad de una vasta posesión situada en Moineaux, cerca de Moscow, y que rentaba seis mil rublos anuales.

Y, por último, dos talones del Banco de San Petersburgo, por valor de cincuenta mil rublos cada uno.

Era todo esto tan inconcebible, tan inaudito, que el pobre jóven, aunque ya familiarizado con las sorpresas, lo creyó un sueño, una nueva faz de los castillos en el aire que habia edificado en Badén ó en Hamburgo.

Sólo después de leer y revisar repetidas veces aquellos títulos de propiedad y aquellos valores, llegó á convencerse de que no era presa de las expléndidas alucinaciones de un cuento oriental.

En los primeros instantes la emoción paralizó sus acciones y casi sus pensamientos, Vuelto en sí exclamó:

— «Esto, sin duda, es una equivocación, y aunque no la haya, yo no debo aceptar.»

Y como si temiese desistir de su propósito, salió apresuradamente de su casa, llevándose el pliego que acababa de recibir; tomó un droshy, se hizo conducir al palacio Imperial, y por medio del secretario, solicitó ver al Emperador.

Un rato después hallábase en presencia de este Soberano, que le dijo con su habitual benevolencia:

— No esperaba veros tan pronto, caballero. Sin duda habeis adivinado que he leido ya vuestra admirable traducción, y venís á que os repita mis felicitaciones.

— Señor, no vengo á eso,— contestó Miguel trémulo de emoción, — por más que la benevolencia de V. M. colme mis mayores deseos.

— Entónces...

— Vengo, aunque no ignoro que no se debe interrogar á los Príncipes, á saber de V. M. si este pliego está efectivamente destinado á mí.

— Sin duda, caballero.

— Pero señor, yo no puedo aceptar.

— ¿Por qué causa?

— Voy á hablar con el corazon en la mano, señor. Sabiendo que V. M. es el Príncipe más espléndido de Europa, esperaba un gran regalo de su parte; pero el que acabo de recibir es tan superior á mis esperanzas y á mi escaso merecimiento, que mi conciencia no me permite...

— Decid vuestro orgullo, —interrumpió el Czar con acento severo.

— Señor...

— Fijaos en mis palabras, caballero. Tengo entendido que sois noble.

— Sí, señor.

— Pues bien, debeis saber que un noble jamas se desdeña de aceptar los dones de un Soberano, por grandes que sean.

— ¡Ah, señor!

— Pero prescindo de esta consideración, dejo aparte vuestra personalidad, y os pregunto: ¿qué debe hacer uno de los Monarcas más espléndidos de Europa, como vos decís, para honrar la memoria de uno de los mayores genios que han producido los siglos, y honrarse á sí propio?

— ¡Señor! —exclamó Miguel conmovido ante aquella grandeza soberana.— Sólo puedo contestaros cayendo á los pies de V. M.

Y húmedos sus ojos con llanto de gratitud, llevó á sus labios la mano que el Emperador le tendia.