Una visita al manicomio

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Una visita al manicomio
de Juana Manuela Gorriti


- I -[editar]

En el lindo pueblecito del Cercado, lugar sombroso y romántico, situado como un apéndice de Lima, entre el circuito de sus murallas, elévase ese suntuoso y lúgubre edificio rodeado de huertos, jardines y fuentes.

Envuélvelo profundo silencio, tan solo interrumpido allá, de vez en cuando, por algún extraño grito que aleja a los paseantes de aquel ameno sitio, y desgarra el corazón a aquellos que vagan atraídos por el amor de seres queridos encerrados entre sus fúnebres muros. Cuán honda compasión inspiran esas madres, hijas y esposas que vienen cada día a pasar horas enteras ante la gran verja, pegado el rostro a las barras de hierro, fijos los tristes ojos en esa puerta que recuerda el Lacciate ogni speranza de la terrible leyenda.

-Jamás me atrevería a pasar esos siniestros umbrales, madre Teresa -dije a la hermana de Caridad, superiora de esa casa, un día que pasando por allí me divisó desde el peristilo, y me llamaba con expresivas señas.

-Pues sí, que los atravesará usted -insistió ella, viniendo a mí, que me había detenido cerca de la verja. Estaba vacilando, entre usted y Carmencita, para dar a la una o la otra una delicada misión.

-¿De qué se trata, madre?

-De devolver a su familia a Delfina H. que está ya del todo curada de su locura; pero empleando para ello las precauciones necesarias a fin de que no se aperciba de qué lugar sale, pues la hemos hecho creer que se halla en una casa de campo a seis leguas de Lima, donde la hermana María y yo estamos convaleciendo, y la trajimos a ella enferma de tercianas a la cabeza. He ahí todo. Ahora invente usted a su modo y compóngase como pueda.

-¡Y bien! ¡espéreme usted aquí un momento!... Supongo que en este carruaje he de llevarla.

-Precisamente.

-Vuelvo luego.

Corrí a casa de una amiga que habita en la huerta inmediata, dejo mi manto, endoso una talma, calo un sombrerito, y regreso a reunirme con madre Teresa. Di previamente algunas órdenes al cochero, y seguí a aquella en el interior de esa mansión más temible que la tumba.

Asida al brazo de la superiora caminaba yo profundamente conmovida a la idea de las escenas dolorosas que iba a presenciar.

Pero a medida que avanzábamos, ofrecíanse a mis ojos cuadros de una alegría y sencillez infantiles que serenaron mi espíritu y me dieron ánimo para contemplar en todos sus detalles la fantástica existencia de esos seres, cuya alma habita el mundo misterioso de los delirios.



- II - Un diablo enamorado[editar]

Era la hora de la recreación. Los pensionistas de la casa tenían ante sí ese tiempo de ocio, y lo empleaban al grado de su fantasía, riendo, hablando o meditando.

Aquí entre las columnas de un pórtico, una antigua actriz ensayaba su rol y exclamaba:

-¡Quiere que crea que lo persigue un Dios!... ¡Como si los dioses fueran como Dido!...

-¡Lucía! -dijo con dulce acento la hermana Teresa.

-Madre -respondió la reina de Cartago, cambiando en un gracioso movimiento la amarga sonrisa de su labio.

-Cuide usted su voz para las letanías del rosario.

-Ya, ya, madre; heme aquí silenciosa. Y nos despidió con un majestuoso ademán.

Más allá, sentada en una piedra, juntas las manos y los ojos elevados al cielo, una hermosa italiana cantaba el «Stabat mater».

Habíala vuelto loca la muerte de su hijo asesinado en sus brazos por los celos de un marido feroz.

No lejos de ella una docena de lindas jóvenes cuyos cabellos cortos indicaban la aplicación de la nieve a sus enfermos cerebros, sentábanse en semicírculo, y figurándose en el teatro, aplaudían sonriendo aquel canto lastimero.

Luego, alzándose como una bandada de aves corrieron a coger flores que entretejían con sus nacientes rizos, mirándose en el agua azulada de los estanques: después, separándose en parejas derramáronse por todos los senderos del jardín, unas silbando a los pájaros, otras llamando a las nubes; esta platicando cariñosa con el tronco de un ciprés, aquella procurando estrechar en sus brazos un rayo de sol que se deslizaba entre dos ramas; y todas cantando, bailando, riendo.

Habíamos llegado al fondo del jardín.

-Esta puertecita da entrada al huerto -díjome la hermana Teresa abriéndola con una llave que tomó de su bolsillo.

Una vasta selva de árboles frutales, fresca, sombrosa, agreste a la vez que cultivada, extendía en un largo espacio su verde fronda poblada de armoniosos rumores.

-En este lado del edificio, continuó la hermana Teresa -hay una habitación aislada con puerta y ventana al huerto. En ella he alojado a Delfina, que tanto por las miras de su padre, como porque no es el médico de la casa quien la asiste sino la doctora Retamoso, debía permanecer aquí oculta a las miradas de todas, ignorando su hospedaje desde el capellán hasta los empleados del establecimiento. ¿Quiere usted esperarme aquí en tanto que voy a prepararla a esta visita? Pero quizá tenga usted miedo de quedarse sola.

-¡Oh! ¡no, madre! ¿Soy acaso una muchacha?

Pero cuando la blanca toca de la hermana Teresa, hubo desaparecido entre el ramaje, púseme a temblar, y un extraño terror invadió mi mente.

-¡Si estuviera yo loca, y que la visita a este sitio temible, la misión dada por la hermana Teresa y las escenas del jardín, fueran otros tantos desvaríos de un cerebro enfermo!

Y un sudor frío bañó mis sienes y alzando los ojos al cielo, oré con fervor, pidiendo a Dios que apartara de mí aquella horrible alucinación.

-¡Psit! ¡psit! -oí decir de repente, y mirando en torno inquieta, vi venir hacia mí, ocultándose entre los troncos de los árboles a un joven moreno, flaco y pálido, de ojos vivísimos aunque vagarosos, que andando de puntillas, con un dedo sobre los labios cual si me impusiera silencio, sentose a mi lado y me dijo con ademán sigiloso:

-¿Quién quiera que seas: puedes encargarte de una embajada al reino de las tinieblas?

-Ignoro en qué continente se asienta esa negra monarquía; pero quien boca tiene a Roma llega -respondí sonriendo para ocultar mi inmenso miedo. Él lo conoció, sin embargo, con esa lucidez extraña que a veces se revela en los dementes.

-No tema -me dijo- que aunque diablo y perteneciente a la décima legión, llevo debajo la diamantina coraza un corazón asaz blando; y tanto que cierta dulcísima pasión, encontrándole muy cómodo, ha hecho de él un asiento. Breve: estoy enamorado; enamorado, ¡y de quién! de una esposa de Dios, vulgo monja. Pero ¡qué monjita, Belcebú! con unos ojos de hurí, y una boca de coral; y un piececito limeño, y un donaire de gitana, y, y, y cien mil íes de más, en aquel cuerpo gentil.

Pero pálida y cenceña como la flor del café.

Mas esa palidez da nuevo realce a su belleza.

¡Y luego, aquellos blancos cendales, que la idealizan! Es de la Concepción, como si dijéramos: el país de las buenas mozas.

Vila un día que me colé en el convento, oculto bajo el antojo de una mujer en estado interesante.

La vi, y olvidé las profundas regiones del fuego, y los espacios infinitos donde me llevaba la voluntad del dueño: hice oídos de sueco a su tremenda voz y todo lo olvidé, y todo lo arrostré, para pensar tan solo en la suprema dicha de contemplarla, y buscar valiendome, si era necesario, de todos los medios infernales la manera de quedarme en ese estrecho recinto.

¡Ah! era que para mí encerraba una eternidad de amor.

¿Pero dónde esconderme? ¿de quién asirme, allí, que no fuera a dar conmigo en el lugar vedado?

Por dicha a la mujer del antojo antojósele visitar la celda de mi bella. Se extasió ante los caprichosos dibujos de las blondas que adornaban profusamente su lecho virginal; ante la Urna y los magníficos ramos de briscado tachonados de pedrería colocados ante ella; cosechó impíamente las perfumadas rosas de su jardincito; acarició a la cuculí que arrullaba entre los dorados alambres de una jaula; admiró la belleza de las sultanas del gallinero, y las lucientes plumas del valiente jiro que las acompañaba...

Rápida como un relámpago, cruzó mi mente una idea; y de ella a la ejecución, no mucho más largo espacio.

De repente el gallo exhaló cantos de alborozo que hicieron estremecer a mi monja. Era que yo había hecho de él mi escondite. ¿Qué sitio más cómodo ni más próximo a mi amada? Desde entonces el tiempo tornose para mí dulce como un sueño de amor. Veíala a toda hora, ya sola, ya rodeada de sus lindas compañeras. Como la luna entre miradas de estrellas. Mi canto era el regulador de sus horas: coro, labor, lectura, descanso. Entonces con qué delicia contemplaba yo la expresión meditabunda de su mirada, que algunas veces se elevaba al cielo cual si buscara la explicación de algún misterio.

Era que la atmósfera de mi amor circundaba su alma, y ella aspiraba sin saberlo, sus ardientes efluvios.

Pero no hay dicha durable; y he ahí que un día mi monja cayó enferma, enferma de languidez; y los médicos ordenando el cambio de aires arrancáronla de su bello monasterio y la relegaron al de C. antro de tarascas, todas viejas como las parcas y feas como el pecado.

Y allí tuve que seguirla; y abandoné al déspota del corral bajo cuya pluma habíame ocultado; y me embarqué en el sahumador; y próximo ya a cerrarse la portería de nuestra nueva morada, me encarné, en el atrasado cuerpo del mandadero, que fue lo primero que se me presentó.

¡Mas lo que puede el amor! allí me aclimaté; y por los bellos ojos de mi princesa me he dado al servicio de aquellas brujas.

Pero ¡ca! si apenas me dejan tiempo para mirarla a la cara. Todo el día me estiran a comisiones, de la mañana a la noche; del austro al septentrión; y de la aurora al ocaso.

«Como que vas a la portada del Callao, acércate por Cocharcas», suelen decirme aquellas pécoras; y me aturrullan con mensajes al confesor, al síndico, al abogado, al padre capellán.

El tedio de vida tal me habría devorado, si no hallara una excelente manera de conjurarlo, pescando los dichos y hechos que, de mañana a la noche ruedan por las veredas de esta excéntrica ciudad.

Compré una canasta en el almacén del té, y allí los echaba en graciosa confusión para llevarlos a mi hermosa, que los recibía con la ávida curiosidad de una monja y la sonrisa de una hada.

Un día que en mi canasta, llevaba, mezclados con el recado, diálogos de todos los colores, desde el rojo subido hasta el azul de cielo, encontré con un diablo amigo mío.

-¡Qué sed tengo! -me dijo echando humo por la boca-. ¿Llevas siquiera guayabas en esa elegante canasta?

-No, que son acordes y discordancias.

-¡Malditos sean ellos! ¿para qué guardas esa peste?... Sin embargo; ahí anda uno de nuestros camaradas dando serenatas de violín... Da eso, que está a proposito para que haga un potpourrí.

-Pero si es para las monjas.

-¡Para las monjas! ¡quita allá, mentecato!

¿Necesitan acaso de tu chismografía las que tienen a su servicio una legión de mujeres de todas las castas, que se la llevan a cuál mejor? ¿Quieres saber las cosas más ocultas de la calle? Pregúntalo en los conventos.

Y hablando así, vació de mi canasta a sus enormes bolsillos todo lo que no era huevos, papas, yucas y coles, me hizo una mueca, y se largó.


- III -[editar]

Después de hablar así, el joven inclinó la cabeza y quedose pensativo.

De pronto, haciendo un gesto de sorpresa:

-¡Mujer! -exclamó-, ¿qué has hecho de mi relato? Ya puedes devolvérmelo porque si yo me enojo...

-¡Cómo! -apresureme a responder, muerta de miedo, pero aparentando serenidad-, si tu relato me está sonriendo entre tus dientes. He ahí el momento en que el cronista vacío tu canastilla.

-¡Ah! -repuso él- ¿comprendes la extensión de mi desgracia? ¡El ser infernal habíame robado mi precioso botín, la diversión de mi bella, la golosina de la abadesa, el pasto de aquella fiera condición sin la cual érame imposible penetrar en el convento! ¿Qué hacer? ¿de qué asirme para tener la dicha de contemplar a ese astro de mi vida que me escondían aquellos muros malditos?

Vagando errante la mirada encontré a una beata que, caído sobre los ojos el manto, el ademán compungido y en las manos un bolsón, dirigíase a la iglesia.

«He aquí pescado mi asunto -pensé-. Esta bruja lleva en su saco los anales de la semana para regalar los oídos al confesor. Carguemos con ello al convento».

Correr tras ella, arrebatarle el saco y tornarme en humo, fue obra de un pestañeo.

La beata se dio a gritar: «¡Al ladrón! ¡Celador! ¡celador!».

¡Nada! ya había yo andado diez calles.

Llego al convento, traspongo la portería, arribo a presencia de la abadesa, que abiertos sus redondos ojos en todo su fatídico grandor, fijábalos en el saco cual signos de interrogación.

Alarga la mano, apodérase del bolsón, lo abre con impaciente ansiedad...

El bolsón contenía solo algunas libras de cólera, de envidia y de hipocresía, artículos que la abadesa tenía para dar y prestar en su maldito cuerpo.

La horrible bruja apartó los ojos del saco para clavarlos en mí con una llameante mirada que me fascinó porque pareciome reconocer en ella la del sombrío rey del abismo.

Alzose siniestra, terrible; con una mano abrió aquella puerta fatal que te ha conducido aquí; con la otra me arrastró a esta prisión, en donde como a un simple mortal guárdame encerrado hace tanto tiempo. Allá algunas veces, a intervalos que mi amor cuenta como eternidades, la hermosa estrella de mi dicha perdida aparéceme a lo lejos; me mira, sonríeme y pasa. Pero ¡ah! que yo no diera la ventura de ese fugitivo instante por toda la felicidad de otro tiempo allá en la mansión celeste.

El joven se interrumpió de repente; y mirando con terror a la hermana Teresa que venía hacia nosotros:

-¡La abadesa! -exclamó, saltando con asombrosa agilidad los setos de rosales y desapareciendo entre el ramaje.

-¡Siempre con el mismo terror hacia un ser fantástico que él llama la «abadesa» -dijo la hermana-. Era un excelente joven, hijo de una honrada familia. Hacía poco que servía como inspector en el cuerpo de celadores, cuando una noche tuvo que entrar en el convento de la Concepción llamado por la campana de alarma. Las monjas habían sentido ladrones en los techos y pedían socorro. Dióselo el joven inspector, que registró el convento y tranquilizó a la comunidad. Pero al despedirse de las religiosas dejó entre ellas el juicio. Al siguiente día fue conducido loco a este recinto.

Hablando así la hermana Teresa, llegó conmigo a la apartada habitación donde moraba Delfina.



- IV - El amor de una virgen[editar]

Tenía quince años, y era bella con los últimos fulgores de la infancia y los primeros destellos de la juventud. Su corazón dormía como un lago rodeado de azucenas apenas rizado por las brisas de la mañana, sus pensamientos como blancas mariposas volaban plácidos en el oasis de la vida cosechando rientes ensueños que cada primavera coloreaba más y más con los tintes más seductores que los de las rosas que abrían en el jardín donde la linda joven, entre una romanza y un vago suspiro, daba todavía los últimos saltos de la niñez.

Una noche, con todo ese tesoro de belleza, de dicha y de candor, sin contar un elegantísimo vestido de muselina blanca; sembrada de jazmines la negra cabellera, y prendido al pecho un ramilletito de violetas, Delfina hacía su primera entrada al mundo en un resplandeciente salón de baile.

Un silencio de admiración acogió su presencia en ese terrible palenque de las bellas y muy luego los más apuestos bailarines se disputaron el honor de pedirla una cuadrilla.

Uno, el más bello, el más elegante, se inclinó silencioso ante ella y le tendió la mano.

A esa muda invitación, Delfina se levantó; y sin dignarse mirar a los otros solicitantes, asiose al brazo del caballero, y fue a tomar sitio con él en la cuadrilla, dejándolos resentidos y picada en lo vivo su vanidad.

¿Qué la importaba a ella? ¿podía advertirlo siquiera? Dos bellos ojos, los ojos de su caballero interceptaban, digo mal, absorbían todas sus miradas, y no se apartaron de ella en toda la noche.

Al dejar el baile, el lindo ramilletito de violetas había desparecido del pecho de Delfina; pero en su frente irradiaba un nuevo encanto:

La aureola del amor.


- V - Un paseo a la Oroya[editar]

Enrique Meiggs lo había organizado para festejar a un joven y apuesto literato, hijo de la capital más prestigiosa de las repúblicas sudamericanas. La sala de espera en la estación estaba llena de una elegante concurrencia. Las muchachas más lindas de Lima eran de la partida; y calados blancos sombreritos de paja, y el rostro medio oculto entre azules velos, esperaban impacientes el áspero silbato de prevención, alegres, risueñas, felices.

Pero había entre ellas una que era más feliz que todas:

Delfina.

Al llegar a la estación, sus ojos divisaron al héroe de la fiesta; y aunque él se hallaba a distancia, y que sus miradas no se volvieran hacia ella, allí estaba el tren pronto a partir y acercábase la hora deliciosa en que, reunidos en los muelles asientos de un vagón, recorrerían juntos el vertiginoso camino que se eleva serpeando sobre abismos en las vertientes altísimas de los Andes.

El pito suena, el tañido de la campana llama a los viajeros a su puesto; el convoy parte.

Pero aquel que embargaba las miradas de Delfina y absorbía su corazón, no estaba cerca de ella. Hallábase al lado de una bellísima blonda de azules ojos; torneado cuello, y cuyo canto era el hechizo de los salones.

Los rosados labios de la rubia sonreían sin cesar a su vecino, monopolizando sus miradas, sus palabras y toda su atención, con dolor de la pobre Delfina que veía desvanecerse la visión de dicha que la había aparecido en los salones del baile.

Una esperanza la alentaba. Su ramillete, el ramilletito de violetas que despareció de entre las blondas de su cotilla al dejar el sarao, asomaba sus azulados pétalos, medio oculto en el pecho de su caballero.

Pero la hermosa blonda lleva al cinto una camelia blanca.

Él la dice a media voz una palabra; y la flor desprendida del cinturón pasa a manos del joven que al colocarla junto al corazón arroja el marchito ramillete, que va a caer entre dos piedras al borde del camino.

El rumor fragoso del tren ahogó el grito desgarrador que arrancó a Delfina aquella última decepción.

Mas, tornose luego impasible, y en su bello semblante se esparció una lúgubre serenidad.

Dos días después de aquella fiesta, la pobre niña, presa de una locura silenciosa y triste, era conducida a la secreta morada donde la señora Retamoso, con el maravilloso remedio que ella sola posee, le devolvió la salud.


- VI - El riego de lágrimas[editar]

Cuando llegamos a su habitación, Delfina sentada al piano tocaba con gusto exquisito, el Último pensamiento de Weber.

La hermana Teresa, como lo habíamos convenido, apartose de mí y me dejó entrar sola.

-¡Tú aquí! -exclamó, Delfina, corriendo a mi encuentro- ¿qué vientos te traen a este chacarón, donde perezco de fastidio?

-Vengo a robarte -díjela, fingiendo mirar con recelo en torno.

-¡A robarme! ¡qué idea tan bella y novelesca! Pero, dime, ¿por qué me trajeron aquí? La hermana Teresa, dice, que tuve unas horribles tercianas al cerebro; que deliraba y que los médicos ordenaron mi traslación a este valle, tanto con la esperanza de curarme, como por ocultar a mi pobre mamá enferma, el estado en que yo me encontraba.

-¡Y bien! tus tercianas han desaparecido; te hallas en buena salud, lozana y bellísima. Mas, como el doctor Macedo teme todavía, y tu padre es de su opinión, tu mamá y yo hemos organizado este rapto que debe llevarse a efecto ahora mismo, si tú quieres.

-Pues no he de querer, si estoy harta de tedio.

-Y bien, todo está listo... Solo que hay una pequeña dificultad, que salgas de aquí sin ser vista de las hermanas y de la mujer del mayordomo.

Llamaban así delante de ella a la señora Retamoso.

-¡Dios mío! ¿qué hacer entonces?

-Previéndolo todo, traje conmigo una beatita que me acompañó hasta esta puerta y que dejándome su manto y su rosario, se deslizó por un portillo de la huerta y se queda escondida en la chacra vecina. ¿Quieres endosar estas prendas?

-Que me place -exclamó la chica apoderándose de la manta, cubriéndose con ella el rostro y enredando entre los dedos el rosario-: ¿estoy bien disfrazada así? Partamos.

-Un poco más caído ese capuz: así sobre los ojos. Poco importa que no veas: aquí esta mi brazo para guiarte.

Y apoderándome del suyo, atravesamos el huerto y los patios exteriores, donde por orden de la superiora habíase hecho profundo silencio.

El coche con sus persianas y cristales cerrados, aguardábanos en una callejuela desierta, al costado de la casa.

-Henos aquí en plena libertad -dije abrazando a Delfina, para impedirle echar hacia atrás su embozo, al tomar asiento en el carruaje y a tiempo que este partía a galope, por el lado de Barbones.

Cuando hubimos traspuesto las últimas casas de los arrabales, y que por entre tapias y callejones dejamos atrás el cementerio y la Pólvora, internándonos entre los primeros grupos de colinas que se alzan al pie de los Andes, bajé yo misma las persianas del coche, y volviéndome a Delfina invitela a mirar, el magnífico panorama que de allí se divisaba.

Pero ella había ya dejado la manta, y reía, aplaudiendo gozosa aquella novelesca escapada.

Hacia la tarde, el cochero dio un rodeo, y tomando por la izquierda, descendió al valle del Rímac y regresó siguiendo la vera del ferrocarril de la Oraya.

A vista de aquella línea, la sonrisa desapareció de los labios de Delfina, y su mejilla cubriose de una palidez que me asustó.

Con la cabeza inclinada fuera del coche, contemplaba el paisaje, cual si buscara algún sitio de ella conocido.

De pronto, mandó parar el coche, y arrojándose fuera del carruaje, sin esperar que este se detuviera, diose a registrar con la mirada en torno.

-¡Ah! -exclamó de repente sacando de entre dos piedras un objeto que estrechó en su pecho-. ¡Mi ramillete! ¡mi pobre ramillete de violetas!

Y un torrente de lágrimas regó las marchitas flores.

Pero muy luego llegamos a su casa y la alegría de la familia, y los besos maternales secaron aquellas lágrimas, como los rayos del sol secan sobre los pétalos de una rosa el rocío de la mañana.

Delfina ha recobrado la salud y con ella la plácida sonrisa de otro tiempo.

Consagrada a la música, toca y canta, con gusto primoroso; pero en su piano, así como en su voz, hay una nota más: la del dolor.