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Usuario:Julio Étikus/Justine - Traducción libre

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Traducción libre en proceso

Dedicatoria a mi buena amiga

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Así es, Constance, es a ti a quien dirijo esta obra; a la vez ejemplo y honor de tu sexo, reuniendo en tu alma la sensibilidad más profunda y el juicio más justo y esclarecido, solo a ti te corresponde conocer la dulzura de las lágrimas que arranca la virtud desafortunada. Detestando los sofismas del libertinaje y de la irreligión, combatiéndolos sin cesar con tus acciones y discursos, no temo por ti aquellos que, por necesidad, se encuentran en estas Memorias debido al género de los personajes establecidos; el cinismo de ciertos pasajes (suavizados, no obstante, tanto como se ha podido) no te asustará más; es el vicio que, gimiendo por ser revelado, grita escándalo tan pronto como es atacado. El proceso de Tartufo fue llevado a cabo por los beatos; el de Justine será obra de los libertinos, a los cuales temo poco: mis motivos, revelados por ti, no serán desautorizados; tu opinión basta para mi gloria, y después de haberte complacido, debo, o complacer universalmente, o consolarme de todas las censuras.

El diseño de esta novela (no tan novela como se podría creer) es sin duda nuevo; el ascenso de la virtud sobre el vicio, la recompensa del bien, la punición del mal, esta es la marcha ordinaria de todas las obras de este tipo; ¿no debería uno estar harto de ello?

Pero ofrecer en todas partes el vicio triunfante y la virtud víctima de sus sacrificios, mostrar a una desdichada errante de desgracia en desgracia; juguete de la maldad; blanco de todas las depravaciones; expuesta a los gustos más bárbaros y monstruosos; aturdida por los sofismas más audaces, más aparentes; presa de las seducciones más hábiles, de las incitaciones más irresistibles; no teniendo para oponer a tantos reveses, a tantos flagelos, para repeler tanta corrupción, más que un alma sensible, un espíritu natural y mucho coraje: arriesgar en una palabra las pinturas más audaces, las situaciones más extraordinarias, las máximas más aterradoras, los trazos más enérgicos, con el único propósito de obtener de todo esto una de las lecciones de moral más sublimes que el hombre haya recibido; era, se estará de acuerdo, alcanzar el objetivo por un camino poco transitado hasta ahora.

¿Habré tenido éxito, Constance? ¿Una lágrima de tus ojos determinará mi triunfo? Después de haber leído Justine, en una palabra, has de decir: «¡Oh, cuán orgullosa me hace amar la virtud estos cuadros del crimen! ¡Qué sublime es en las lágrimas! ¡Cómo la embellecen las desgracias!»

¡Oh, Constance! Que estas palabras se te escapen, y mis trabajos han de ser coronados.


Primera Parte

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La obra maestra de la filosofía sería desarrollar los medios que la Providencia utiliza para alcanzar los fines que se propone sobre el hombre, y trazar, a partir de ello, algunos planes de conducta que puedan hacer conocer a este desafortunado individuo bípedo la manera en que debe caminar en la espinosa carrera de la vida, a fin de prevenir los caprichos extraños de esta fatalidad a la que se le dan veinte nombres diferentes, sin haber aún logrado conocerla ni definirla.

Si, lleno de respeto por nuestras convenciones sociales, y sin apartarse jamás de los límites que ellas nos imponen, llega, a pesar de ello, que no hayamos encontrado más que espinas, cuando los malvados solo recogían rosas, ¿no calcularán entonces aquellas personas privadas de una base de virtudes suficientemente establecida para ponerse por encima de estas observaciones, que es mejor abandonarse a la corriente que resistirse a ella? ¿No dirán que la virtud, por muy bella que sea, se convierte en la peor elección que uno puede hacer, cuando es demasiado débil para luchar contra el vicio, y que en un siglo completamente corrupto, lo más seguro es hacer como los demás? Un poco más instruidos, si se quiere, y abusando de los conocimientos que han adquirido, ¿no dirán con el ángel Jesrad de Zadig que no hay mal del cual no nazca un bien, y que pueden, por lo tanto, entregarse al mal, ya que en realidad no es más que una de las formas de producir el bien? ¿No añadirán que es indiferente al plan general que tal o cual sea bueno o malo de preferencia; que si la desgracia persigue a la virtud y la prosperidad acompaña al crimen, siendo las cosas iguales a los ojos de la naturaleza, es infinitamente mejor tomar partido entre los malvados que prosperan, que entre los virtuosos que fracasan? Por lo tanto, es importante prevenir estos peligrosos sofismas de una falsa filosofía; es esencial mostrar que los ejemplos de virtud desafortunada, presentados a un alma corrompida, en la que aún quedan algunos buenos principios, pueden llevar esa alma de regreso al bien tan seguramente como si se le hubieran mostrado en ese camino de la virtud las palmas más brillantes y las recompensas más halagadoras. Sin duda es cruel tener que pintar una multitud de desgracias que abrumen a la mujer dulce y sensible que respeta mejor la virtud, y por otro lado, la abundancia de prosperidades en aquellos que aplastan o mortifican a esa misma mujer. Pero si, sin embargo, nace un bien del cuadro de estas fatalidades, ¿se tendrá remordimientos por haberlas presentado? ¿Se podrá lamentar haber establecido un hecho, del cual resultará para el sabio que lee con provecho la lección tan útil de la sumisión a los órdenes de la providencia, y la advertencia fatal de que es a menudo para hacernos volver a nuestros deberes que el cielo golpea junto a nosotros al ser que nos parece haber cumplido mejor los suyos?

Estos son los sentimientos que guiarán nuestros trabajos, y es en consideración de estos motivos que pedimos al lector indulgencia para los sistemas erróneos que están en boca de varios de nuestros personajes, y para las situaciones a veces un poco fuertes, que, por amor a la verdad, hemos debido poner ante sus ojos.


La señora de Lorsange era una de esas sacerdotisas de Venus cuya fortuna es obra de una bonita cara y de una mala conducta, cuyos títulos —por pomposos que sean— solo se encuentran en los archivos de Citeres, forjados por la impertinencia con que los toma y mantenidos en la necia credulidad que los concede: morena, hermoso talle, ojos con una singular expresión; con esta incredulidad muy de moda que, confiriendo un atractivo más a las pasiones, hace buscar con mayor ahínco a las mujeres en quienes se supone; un poco malvada, sin principio alguno, no viendo mal en nada, y, sin embargo, sin la suficiente depravación en el corazón como para haber extinguido la sensibilidad; orgullosa, libertina: así era la señora de Lorsange. Esta mujer había recibido, no obstante, la mejor educación: hija de un importantísimo banquero de París, había sido educada con una hermana llamada Justine, tres años menor que ella, en una de las más famosas abadías de esta capital, donde hasta las edades de doce y quince años. Ningún consejo, ningún maestro, ningún libro, ningún talento, habían sido negados a ambas hermanas.

En esta época fatal para la virtud de las dos jóvenes, todo lo perdieron en un solo día: una espantosa bancarrota precipitó a su padre en una situación tan cruel que murió de pena. Su mujer le siguió un mes después a la tumba. Dos parientes fríos y lejanos deliberaron acerca de lo que harían con las jóvenes huérfanas; la parte que a cada una le correspondía de la herencia, desgastada por las deudas, llegaba escasamente a unos cien escudos. Como nadie se preocupaba de su custodia, les abrieron la puerta del convento, les entregaron su dote y las dejaron libres de ser lo que quisieran.

La señora de Lorsange, entonces llamada Juliette, de un carácter e inteligencia prácticamente tan formados como a los treinta años —edad que alcanzaba en el momento que arranca la historia que vamos a relatar—, solo pareció sensible al placer de ser libre, sin meditar un instante en las crueles desgracias que habían acabado con sus cadenas. A Justine, con doce años de edad como ya hemos dicho, su carácter sombrío y melancólico le hizo percibir mucho mejor todo el horror de su situación. Dotada de una ternura y una sensibilidad sorprendentes, en lugar de la maña y sutileza de su hermana solo podía contar con una ingenuidad y un candor que presagiaba que cayera en muchas trampas. Esta joven sumaba a tantas cualidades una fisonomía dulce, absolutamente diferente de aquella con que la naturaleza había embellecido a Juliette; de igual manera que se percibía el artificio, la astucia, la coquetería en los rasgos de ésta, se admiraba el pudor, la decencia y la timidez en la otra; un aire de virgen, unos grandes ojos azules, llenos de sentimiento y de interés, una piel deslumbrante, un talle grácil y flexible, una voz conmovedora, unos dientes de marfil y los más bellos cabellos rubios: así era el retrato de esta encantadora menor, cuyas gracias ingenuas y rasgos delicados superan nuestros pinceles.