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EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Miguel de Cervantes Saavedra

Capítulo primero

Que trata de la condicyón y ejercicyo del famoſo hidalgo D. Quijote de la Mancha

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en aſtillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, ſalpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, conſumían las tres partes de ſu hacienda. El reſto della concluían ſayo de velarte, calzas de velludo para las fieſtas con ſus pantuflos de lo miſmo, los días de entre ſemana ſe honraba con ſu vellori de lo más fino. Tenía en ſu caſa una ama que paſaba de los cuarenta, y una ſobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así enſillaba el rocín como tomaba la podadera. Friſaba la edad de nueſtro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, ſeco de carnes, enjuto de roſtro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el ſobrenombre de Quijada o Queſada (que en eſto hay alguna diferencia en los autores que deſte caſo eſcriben), aunque por conjeturas verosímiles ſe deja entender que ſe llama Quijana; pero eſto importa poco a nueſtro cuento; baſta que en la narración dél no ſe ſalga un punto de la verdad.

Es, pues, de ſaber, que eſte ſobredicho hidalgo, los ratos que eſtaba ocioſo (que eran los más del año) ſe daba a leer libros de caballerías con tanta aficyón y guſto, que olvidó caſi de todo punto el ejercicyo de la caza, y aun la adminiſtración de ſu hacienda; y llegó a tanto ſu curioſidad y deſatino en eſto, que vendió muchas hanegas de tierra de ſembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a ſu caſa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuſo el famoſo Felicyano de Silva: porque la claridad de ſu proſa, y aquellas intrincadas razones ſuyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de deſafío, donde en muchas partes hallaba eſcrito: la razón de la ſinrazón que a mi razón ſe hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vueſtra fermoſura, y también cuando leía: los altos cielos que de vueſtra divinidad divinamente con las eſtrellas ſe fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vueſtra grandeza. Con eſtas y ſemejantes razones perdía el pobre caballero el juicyo, y deſvelábaſe por entenderlas, y deſentrañarles el ſentido, que no ſe lo ſacara, ni las entendiera el miſmo Ariſtóteles, ſi reſucitara para sólo ello. No eſtaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque ſe imaginaba que por grandes maeſtros que le hubieſen curado, no dejaría de tener el roſtro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y ſeñales; pero con todo alababa en ſu autor aquel acabar ſu libro con la promeſa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deſeo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí ſe promete; y ſin duda alguna lo hicyera, y aun ſaliera con ello, ſi otros mayores y continuos penſamientos no ſe lo eſtorbaran.

Tuvo muchas veces competencia con el cura de ſu lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), ſobre cuál había ſido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maeſe Nicolás, barbero del miſmo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que ſi alguno ſe le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condicyón para todo; que no era caballero melindroſo, ni tan llorón como ſu hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga. En reſolución, él ſe enfraſcó tanto en ſu lectura, que ſe le paſaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, ſe le ſecó el cerebro, de manera que vino a perder el juicyo. Llenóſele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, deſafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y diſparates impoſibles, y aſentóſele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas ſoñadas invenciones que leía, que para él no había otra hiſtoria más cierta en el mundo.

Decía él, que el Cid Ruy Díaz había ſido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el caballero de la ardiente eſpada, que de sólo un revez había partido por medio dos fieros y deſcomunales gigantes. Mejor eſtaba con Bernardo del Carpio, porque en Ronceſvalle había muerto a Roldán el encantado, valiéndoſe de la induſtria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque con ſer de aquella generación giganteſca, que todos ſon ſoberbios y deſcomedidos, él ſolo era afable y bien criado; pero ſobre todos eſtaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía ſalir de ſu caſtillo y robar cuantos topaba, y cuando en Allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, ſegún dice ſu hiſtoria. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun a ſu ſobrina de añadidura.

En efecto, rematado ya ſu juicyo, vino a dar en el más extraño penſamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y neceſario, así para el aumento de ſu honra, como para el ſervicyo de ſu república, hacerſe caballero andante, e irſe por todo el mundo con ſus armas y caballo a buſcar las aventuras, y a ejercitarſe en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes ſe ejercitaban, deſhaciendo todo género de agravio, y poniéndoſe en ocaſiones y peligros, donde acabándolos, cobraſe eterno nombre y fama.

Imaginábaſe el pobre ya coronado por el valor de ſu brazo por lo menos del imperio de Trapiſonda: y así con eſtos tan agradables penſamientos, llevado del eſtraño guſto que en ellos ſentía, ſe dió prieſa a poner en efecto lo que deſeaba. Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas, que habían ſido de ſus biſabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos ſiglos había que eſtaban pueſtas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vió que tenían una gran falta, y era que no tenía celada de encaje, ſino morrión ſimple; mas a eſto ſuplió ſu induſtria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar ſi era fuerte, y podía eſtar al rieſgo de una cuchillada, ſacó ſu eſpada, y le dió dos golpes, y con el primero y en un punto deſhizo lo que había hecho en una ſemana: y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y por aſegurarſe de eſte peligro, lo tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de tal manera, que él quedó ſatiſfecho de ſu fortaleza; y, ſin querer hacer nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finíſima de encaje. Fue luego a ver a ſu rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis, & oſſa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él ſe igualaban. Cuatro días ſe le paſaron en imaginar qué nombre le podría: porque, ſegún ſe decía él a sí miſmo, no era razón que caballo de caballero tan famoſo, y tan bueno él por sí, eſtuvieſe ſin nombre conocido; y así procuraba acomodárſele, de manera que declaraſe quien había ſido, antes que fueſe de caballero andante, y lo que era entones: pues eſtaba muy pueſto en razón, que mudando ſu ſeñor eſtado, mudaſe él también el nombre; y le cobraſe famoſo y de eſtruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicyo que ya profeſaba: y así deſpuez de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deſhizo y tornó a hacer en ſu memoria e imaginación, al fin le vino a llamar ROCINANTE, nombre a ſu parecer alto, ſonoro y ſignificativo de lo que había ſido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Pueſto nombre y tan a ſu guſto a ſu caballo, quiſo ponérſele a sí miſmo, y en eſte penſamiento, duró otros ocho días, y al cabo ſe vino a llamar DON QUIJOTE, de donde como queda dicho, tomaron ocaſión los autores de eſta tan verdadera hiſtoria, que ſin duda ſe debía llamar Quijada, y no Queſada como otros quiſieron decir. Pero acordándoſe que el valeroſo Amadís, no sólo ſe había contentado con llamarſe Amadís a ſecas, ſino que añadió el nombre de ſu reino y patria, por hacerla famoſa, y ſe llamó Amadís de Gaula, así quiſo, como buen caballero, añadir al ſuyo el nombre de la ſuya, y llamarſe DON QUIJOTE DE LA MANCHA, con que a ſu parecer declaraba muy al vivo ſu linaje y patria, y la honraba con tomar el ſobrenombre della.

Limpias, pues, ſus armas, hecho del morrión celada, pueſto nombre a ſu rocín, y confirmándoſe a sí miſmo, ſe dió a entender que no le faltaba otra coſa, ſino buſcar una dama de quien enamorarſe, porque el caballero andante ſin amores, era árbol ſin hojas y ſin fruto, y cuerpo ſin alma. Decíaſe él: ſi yo por malos de mis pecados, por por mi buena ſuerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no ſerá bien tener a quién enviarle preſentado, y que entre y ſe hinque de rodillas ante mi dulce ſeñora, y diga con voz humilde y rendida: yo ſeñora, ſoy el gigante Caraculiambro, ſeñor de la ínſula Malindrania, a quien venció en ſingular batalla el jamás como ſe debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me preſentaſe ante la vueſtra merced, para que la vueſtra grandeza diſponga de mí a ſu talante? ¡Oh, cómo ſe holgó nueſtro buen caballero, cuando hubo hecho eſte diſcurſo, y más cuando halló a quién dar nombre de ſu dama! Y fue, a lo que ſe cree, que en un lugar cerca del ſuyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque ſegún ſe entiende, ella jamás lo ſupo ni ſe dió cata de ello. Llamábaſe Aldonza Lorenzo, y a eſta le pareció ſer bien darle título de ſeñora de ſus penſamientos; y buſcándole nombre que no deſdijeſe mucho del ſuyo, y que tiraſe y ſe encaminaſe al de princeſa y gran ſeñora, vino a llamarla DULCINEA DEL TOBOSO, porque era natural del Toboſo, nombre a ſu parecer múſico y peregrino y ſignificativo, como todos los demás que a él y a ſus coſas había pueſto.

Capítulo ſegundo

Que trata de la primera ſalida que de ſu tierra hizo el ingenioſo D. Quijote

Hechas, pues, eſtas prevenciones, no quiſo aguardar más tiempo a poner en efecto ſu penſamiento, apretándole a ello la falta que él penſaba que hacía en el mundo ſu tardanza, ſegún eran los agravios que penſaba deſhacer, tuertos que enderezar, ſinrazones que enmendar, y abuſos que mejorar, y deudas que ſatiſfacer; y así, ſin dar parte a perſona alguna de ſu intención, y ſin que nadie le vieſe, una mañana, antes del día (que era uno de los caluroſos del mes de Julio), ſe armó de todas ſus armas, ſubió ſobre Rocinante, pueſta ſu mal compueſta celada, embrazó ſu adarga, tomó ſu lanza, y por la puerta falſa de un corral, ſalió al campo con grandíſimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a ſu buen deſeo. Mas apenas ſe vió en el campo, cuando le aſaltó un penſamiento terrible, y tal, que por poco le hicyera dejar la comenzada empreſa: y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a la ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y pueſto qeu lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero, ſin empreſa en el eſcudo, haſta que por ſu eſfuerzo la ganaſe.

Eſtos penſamientos le hicyeron titubear en ſu propóſito; mas pudiendo más ſu locura que otra razón alguna, propuſo de hacerſe armar caballero del primero que topaſe, a imitación de otros muchos que así lo hicyeron, ſegún él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas penſaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fueſen más que un armiño: y con eſto ſe quietó y proſiguió ſu camino, ſin llevar otro que el que ſu caballo quería, creyendo que en aquello conſiſtía la fuerza de las aventuras. Yendo, pues, caminando nueſtro flamante aventurero, iba hablando conſigo miſmo, y dicyendo: ¿Quién duda ſino que en los venideros tiempos, ciando ſalga a luz la verdadera hiſtoria de mis famoſos hechos, que el ſabio que los eſcribiere, no ponga, cuando llegue a contar eſta mi primera ſalida tan de mañana, de eſta manera? "Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y eſpacioſa tierra las doradas hebras de ſus hermoſos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con ſus arpadas lenguas habían ſaludado con dulce y meliflua armonía la venida de la roſada aurora que dejando la blanda cama del celoſo marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales ſe moſtraba, cuando el famoſo caballero D. Quijote de la Mancha, dejando las ocioſas plumas, ſubió ſobre ſu famoſo caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel." (Y era la verdad que por él caminaba) y añadió dicyendo: "dichoſa edad, y ſiglo dichoſo aquel adonde ſaldrán a luz las famoſas hazañas mías, dignas de entallarſe en bronce, eſculpirſe en mármoles y eſculpirſe en mármoles y pintarſe en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, ſabio encantador, quienquiera que ſeas, a quien ha de tocar el ſer coroniſta de eſta peregrina hiſtoria! Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras." Luego volvía dicyendo, como ſi verdaderamente fuera enamorado: "¡Oh, princeſa Dulcinea, ſeñora de eſte cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en deſpedirme y reprocharme con el riguroſo afincamiento de mandarme no parecer ante la vueſtra fermoſura. Plégaos, ſeñora, de membraros de eſte vueſtro ſujeto corazón, que tantas cuitas por vueſtro amor padece."

Con eſtos iba enſartando otros diſparates, todos al modo de los que ſus libros le habían enſeñado, imitando en cuanto podía ſu lenguaje; y con eſto caminaba tan deſpaico, y el ſol entraba tan aprieſa y con tanto ardor, que fuera baſtante a derretirle los ſeſos, ſi algunos tuviera. Caſi todo aquel día caminó ſin acontecerle coſa que de contar fueſe, de lo cual ſe deſeſperaba, poerque quiſiera topar luego, con quien hacer experiencia del valor de ſu fuerte brazo.

Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la de Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en eſte caſo, y lo que he hallado eſcrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día, y al anochecer, ſu rocín y él ſe hallaron canſados y muertos de hambre; y que mirando a todas partes, por ver ſi deſcubriría algún caſtillo o alguna majada de paſtores donde recogerſe, y adonde pudieſe remediar ſu mucha neceſidad, vió no lejos del camino por donde iba una venta, que fue como ſi viera una eſtrella, que a los portales, ſi no a los alcázares de ſu redención, le encaminaba. Dióſe prieſa a caminar, y llegó a ella a tiempo que anochecía. Eſtaban acaſo a la puerta dos mujeres mozas, de eſtas que llaman del partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros, que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y como a nueſtro aventurero todo cuanto penſaba, veía o imaginaba, le parecía ſer hecho y paſar al modo de lo que había leído, luego que vió la venta ſe le repreſentó que era un caſtillo con ſus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, ſin faltarle ſu puente levadizo y honda cava, con todos aquellos adherentes que ſemejantes caſtillos ſe pintan.

Fueſe llegando a la venta (que a él le parecía caſtillo), y a poco trecho de ella detuvo las riendas a Rocinante, eſperando que algún enano ſe puſieſe entre las almenas a dar ſeñal con alguna trompeta de que llegaba caballero al caſtillo; pero como vió que ſe tardaban, y que Rocinante ſe daba prieſa por llegar a la caballeriza, ſe llegó a la puerta de la venta, y vió a las dos diſtraídas mozas que allí eſtaban, que a él le parecieron dos hermoſas doncellas, o dos gracioſas damas, que delante de la puerta del caſtillo ſe eſtaban ſolazando. En eſto ſucedió acaſo que un porquero, que andaba recogiendo de unos raſtrojos una manada de puercos (que ſin perdón así ſe llaman), tocó un cuerno, a cuya ſeñal ellos ſe recogen, y al inſtante ſe le repreſentó a D. Quijote lo que deſeaba, que era que algún enano hacía ſeñal de ſu venida, y así con extraño contento llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de aquella ſuerte armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo ſe iban a entrar en la venta; pero Don Quijote, coligiendo por ſu huida ſu miedo, alzándoſe la viſera de papelón y deſcubriendo ſu ſeco y polvoſo roſtro, con gentil talante y voz repoſada les dijo:non fuyan las vueſtras mercedes, nin teman deſaguiſado alguno, ca a la órden de caballería que profeſo non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas, como vueſtras preſencias demueſtran.

Mirábanle las mozas y andaban con los ojos buſcándole el roſtro que la mala viſera le encubría; mas como ſe oyeron llamar doncellas, coſa tan fuera de ſu profeſión, no pudieron tener la riſa, y fue de manera, que Don Quijote vino a correrſe y a decirles:Bien parece la meſura en las fermoſas, y es mucha ſandez además la riſa que de leve cauſa procede; pero non vos lo digo porque os acuitedes ni moſtredes mal talante, que el mío non es de al que de ſerviros.

El lenguaje no entendido de las ſeñoras, y el mal talle de nueſtro caballero, acrecentaba en ellas la riſa y en él el enojo; y paſara muy adelante, ſi a aquel punto no ſaliera el ventero, hombre que por ſer muy gordo era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan deſiguales, como eran la brida, lanza, adarga y coſelete, no eſtuvo en nada en acompañar a las doncellas en las mueſtras de ſu contento; mas, en efecto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente, y así le dijo: ſi vueſtra merced, ſeñor caballero, buſca poſada, amén del lecho (porque en eſta venta no hay ninguno), todo lo demás ſe hallará en ella en mucha abundancia. Viendo Don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza (que tal le pareció a él el ventero y la venta), reſpondió: para mí, ſeñor caſtellano, cualquiera coſa baſta, porque mis arreos ſon las armas, mi deſcanſo el pelear, etc.

Pensó el huéſped que el haberle llamado caſtellano había ſido por haberle parecido de los ſenos de Caſtilla, aunque él era andaluz y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que eſtudiante o paje. Y así le reſpondió: ſegún eſo, las camas de vueſtra merced ſerán duras peñas, y ſu dormir ſiempre velar; y ſiendo así, bien ſe puede apear con ſeguridad de hallar en eſta choza ocaſión y ocaſiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche. Y dicyendo eſto, fue a tener del eſtribo a D. Quijote, el cual ſe apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no ſe había deſayunado. Dijo luego al huéſped que le tuvieſe mucho cuidad de ſu caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo.

Miróle el ventero, y no le pareció tan bueno como Don Quijote decía, ni aun la mitad; y acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que ſu huéſped mandaba; al cual eſtaban deſarmando las doncellas (que ya ſe habían reconciliado con él), las cuales, aunque le habían quitado el peto y el eſpaldar, jamás ſupieron ni pudieron deſencajarle la gola, ni quitarle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas verdes, y era meneſter cortarlas, por no poderſe queitar los nudos; mas él no lo quiſo conſentir en ninguna manera; y así ſe quedó toda aquella noche con la celada pueſta, que era la más gracioſa y extraña figura que ſe pudiera penſar; y al deſarmarle (como él ſe imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le deſarmaban, eran algunas principales ſeñoras y damas de aquel caſtillo), les dijo con mucho donaire:

Nunca fuera caballero de damas tan bien ſervido, como fuera D. Quijote cuando de ſu aldea vino; doncellas curaban dél, princeſas de ſu Rocino.

O Rocinante, que eſte es el nombre, ſeñoras mías, de mi caballo, y Don Quijote de la Mancha el mío; que pueſto que no quiſiera deſcubrirme faſta que las fazañas fechas en vueſtro ſervicyo y pro me deſcubrieran, la fuerza de acomodar al propóſito preſente eſte romance viejo de Lanzarote, ha ſido cauſa que ſepáis mi nombre antes de toda ſazón; pero tiempo vendrá en que las vueſtras ſeñorías me manden, y yo obedezca, y el valor de mi brazo deſcubra el deſeo que tengo de ſerviros. Las mozas, que no eſtaban hechas a oír ſemejantes retóricas, no reſpondían palabra; sólo le preguntaron ſi quería comer alguna coſa. Cualquiera yantaría yo, reſpondió D. Quijote, porque a lo que entiendo me haría mucho al caſo. A dicha acertó a ſer viernes aquél día, y no había en toda la venta ſino unas raciones de un peſcado, que en Caſtilla llaman abadejo, y en Andalucía bacalao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela.

Preguntáronle ſi por ventura comería ſu merced truchuela, que no había otro peſcado que darle a comer. Como haya muchas truchuelas, reſpondió D. Quijote, podrán ſervir de una trueba; porque eſo ſe me da que me den ocho reales en ſencillos, que una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ſer que fueſen eſtas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero ſea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peſo de las armas no ſe puede llevar ſin el gobierno de las tripas. Puſiéronle la meſa a la puerta de la venta por el freſco, y trájole el huéſped una porción de mal remojado, y peor cocido bacalao, y un pan tan negro y mugriento como ſus armas. Pero era materia de grande riſa verle comer, porque como tenía pueſta la celada y alzada la viſera, no podía poner nada en la boca con ſus manos, ſi otro no ſe lo daba y ponía; y así una de aquellas ſeñoras ſería de eſte meneſter; mas el darle de beber no fue poſible, ni lo fuera ſi el ventero no horadara una caña, y pueſto el un cabo en la boca, por el otro, le iba echando el vino. Y todo eſto lo recibía en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada.

Eſtando en eſto, llegó acaſo a la venta un caſtrador de puercos, y así como llegó ſonó ſu ſilbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar Don Quijote que eſtaba en algún famoſo caſtillo, y que le ſervían con múſica, y que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras damas, y el ventero caſtellano del caſtillo; y con eſto daba por bien empleada ſu determinación y ſalida. Mas lo que más le fatigaba era el no verſe armado caballero, por parecerle que no ſe podría poner legítimamente en aventura alguna ſin recibir la órden de caballería.

Capítulo tercero

Donde ſe cuenta la gracioſa manera que tuvo D. Quijote en armarſe caballero.

Y así, fatigado de eſte penſamiento, abrevió ſu venteril y limitada cena, la cual acabada llamó al ventero, y encerrándoſe con él en la caballeriza, ſe hincó de rodillas ante él, dicyéndole, no me levantaré jamás de donde eſtoy, valeroſo caballero, faſta que la vueſtra cortesía, me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vueſtra y en pro del género humano. El ventero que vió a ſu huéſped a ſus pies, y oyó ſemejantes razones, eſtaba confuſo mirándole, ſin ſaber qué hacerſe ni decirle, y porfiaba con él que ſe levantaſe; y jamás quiſo, haſta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía. No eſperaba yo menos de la gran magnificencia vueſtra, ſeñor mío, reſpondió D. Quijote; y así os digo que el don que os he pedido, y de vueſtra liberalidad me ha ſido otorgado, es que mañana, en aquel día, me habéis de armar caballero, y eſta noche en la capilla de eſte vueſtro caſtillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, ſe cumplirá lo que tanto deſeo, para poder, como ſe debe, ir por todas las cuatro partes del mundo buſcando las aventuras en pro de los meneſteroſos, como eſtá a cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo ſoy, cuyo deſeo a ſemejantes fazañas es inclinado. El ventero, que como eſtá dicho, era un poco ſocarrón, y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicyo de ſu huéſped, acabó de creerlo cuando acabó de oír ſemejantes razones, y por tener que reír aquella noche, determinó ſeguirle el humor; así le dijo que andaba muy acertado en lo qeu deſeaba y pedía, y que tal proſupueſto era propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía, y como ſu gallarda preſencia moſtraba, y que él anſimeſmo, en los años de ſu mocedad ſe había dado a aquel honroſo ejercicyo, andando por diverſas partes del mundo buſcando ſus aventuras, ſin que hubieſe dejado los percheles de Málaga, iſlas de Riarán, compás de Sevilla, azoguejo de Segovia, la olivera de Valencia, rondilla de Granada, playa de Sanlúcar, potro de Córdoba, y las ventillas de Toledo, y otras diverſas partes donde había ejercitado la ligereza de ſus pies y ſutileza de ſus manos, haciendo muchos tuertos, recueſtando muchas viudas, deſhaciendo algunas doncellas, y engañando a muchos pupilos, y finalmente, dándoſe a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay caſi en toda Eſpaña; y que a lo último ſe había venido a recoger a aquel ſu caſtillo, donde vivía con toda ſu hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes de cualquiera calidad y condicyón que fueſen, sólo por la mucha aficyón que les tenía, y porque partieſen con él de ſu ſhaberes en pago de ſu buen deſeo. Díjole también que en aquel ſu caſtillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque eſtaba derribada para hacerla de nuevo; pero en caſo de neceſidad él ſabía que ſe podían velar donde quiera, y que aquella noche las podría velar en un patio del caſtillo; que a la mañana, ſiendo Dios ſervido, ſe harían las debidas ceremonias de manera que él quedaſe armado caballero, y tan caballero que no pudieſe ſer más en el mundo. Preguntóle ſi traía dineros: reſpondió Don Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído en las hiſtorias de los caballeros andantes que ninguno los hubieſe traído. A eſto dijo el ventero que ſe engañaba: que pueſto caſo que en las hiſtorias no ſe eſcribía, por haberles parecido a los autores de ellas que no era meneſter eſcribir una coſa tan clara y tan neceſaria de traerſe, como eran dineros y camiſas limpias, no por eſo ſe había de creer que no los trajeron; y así tuvieſe por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes (de que tantos libros eſtán llenos y ateſtados) llevaban bien erradas las bolſas por lo que pudieſe ſucederles, y que aſimiſmo llevaban camiſas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recibían, porque no todas veces en los campos y deſiertos, donde ſe combatían y ſalían heridos, había quien los curaſe, ſi ya no era que tenían algún ſabio encantador por amigo que luego los ſocorría, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud, que en guſtando alguna gota de ella, luego al punto quedaban ſanos de ſus llagas y heridas, como ſi mal alguno no hubieſen tenido; mas que en tanto que eſto no hubieſe, tuvieron los paſados caballeros por coſa acertada que ſus eſcuderos fueſen proveídos de dineros y de otras coſas neceſarias, como eran hilas y ungüentos para curarſe; y cuando ſucedía que los tales caballeros no tenían eſcuderos (que eran pocas y raras veces), ellos miſmos lo llevaban todo en unas alforjas muy ſutiles, que caſi no ſe parecían a las ancas del caballo, como que era otra coſa de más importancia; porque no ſiendo por ocaſión ſemejante, eſto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por eſto le daba por conſejo (pues aún ſe lo podía mandar como a ſu ahijado, que tan preſto lo había de ſer), que no caminaſe de allí adelante ſn dineros y ſin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien ſe hallaba con ellas cuando menos ſe penſaſe. Prometióle don Quijote de hacer lo que ſe le aconſejaba con toda puntualidad; y así ſe dió luego orden como velaſe las armas en un corral grande, que a un lado de la venta eſtaba, y recogiéndolas Don Quijote todas, las puſo ſobre una pila que junto a un pozo eſtaba, y embrazando ſu adarga, aſió de ſu lanza, y con gentil continente ſe comenzó a paſear delante de la pila; y cuando comenzó el paſeo, comenzaba a cerrar la noche.

Contó el ventero a todos cuantos eſtaban en la venta la locura de ſu huéſped, la vela de las armas y la armazón de caballería que eſperaba. Admirándoſe de tan extraño género de locura, fuéronſelo a mirar deſde lejos, y vieron que, con ſoſegado ademán, unas veces ſe paſeaba, otras arrimado a ſu lanza ponía los ojos en las armas ſin quitarlos por un buen eſpacio de ellas. Acabó de cerrar la noche; pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que ſe le preſtaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien viſto de todos.

Antojóſele en eſto a uno de los arrieros que eſtaban en la venta ir a dar agua a ſu recua, y fue meneſter quitar las armas de Don Quijote, que eſtaban ſobre la pila, el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo: ¡Oh tú, quienquiera que ſeas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroſo andante que jamás ſe ciñó eſpada, mira lo que haces, y no las toques, ſi no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento! No ſe curó el arriero de eſtas razones (y fuera mejor que ſe curara, porque fuera curarſe en ſalud); antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí, lo cual viſto por Don Quijote, alzó los ojos al cielo, y pueſto el penſamiento (a lo que pareció) en ſu ſeñora Dulcinea, dijo: acorredme, ſeñora mía, en eſta primera afrenta que a eſte vueſtro avaſallado pecho ſe le ofrece; no me deſfallezca en eſte primero trance vueſtro favor y amparo: y dicyendo eſtas y otras ſemejantes razones, ſoltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dió con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el ſuelo tan maltrecho, que, ſi ſecundara con otro, no tuviera neceſidad de maeſtro que le curara. Hecho eſto, recogió ſus armas, y tornó a paſearſe con el miſmo repoſo que primero. Deſde allí a poco, ſin ſaberſe lo que había paſado (porque aún eſtaba aturdido el arriero), llegó otro con la miſma intención de dar agua a ſus mulos; y llegando a quitar las armas para deſembarazar la pila, ſin hablar Don Quijote palabra, y ſin pedir favor a nadie, ſoltó otra vez la adarga, y alzó otra vez la lanza, y ſin hacerla pedazos hizo más de tres la cabeza del ſegundo arriero, porque ſe la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo eſto Don Quijote, embrazó ſu adarga, y pueſta mano a ſu eſpada, dijo: ¡Oh, ſeñora de la fermoſura, eſfuerzo y vigor del debilitado corazón mío, ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a eſte tu cautivo caballero, que tamaña aventura eſtá atendiendo! Con eſto cobró a ſu parecer tanto ánimo, que ſi le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos que tales los vieron, comenzaron deſde lejos a llover piedras ſobre Don Quijote, el cual lo mejor que podía ſe reparaba con ſu adarga y no ſe oſaba apartar de la pila por no deſamparar las armas. El ventero daba voces que le dejaſen, porque ya les había dicho como era loco, y que por loco ſe libraría, aunque los mataſe a todos. También Don Quijote las daba mayores, llamándolos de alevoſos y traidores, y que el ſeñor del caſtillo era un follón y mal nacido caballero, pues de tal manera conſentía que ſe trataſen los andantes caballeros, y que ſi él hubiera recibido la orden de caballería, que él le diera a entender ſu alevosía; pero de voſotros, ſoez y baja canalla, no hago caſo alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que voſotros veréis el pago que lleváis de vueſtra ſandez y demasía. Decía eſto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían; y así por eſto como por las perſuaſiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos, y tornó a la vela de ſus armas con la miſma quietud y ſoſiego que primero.

No le parecieron bien al ventero las burlas de ſu huéſped, y determinó abreviar y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra deſgracia ſucedieſe; y así, llegándoſe a él ſe diſculpó de la inſolencia que aquella gente baja con él había uſado, ſin que él ſupieſe coſa alguna; pero que bien caſtigado quedaban de ſu atrevimiento. Díjole, como ya le había dicho, que en aquel caſtillo no había capilla, y para lo que reſtaba de hacer tampoco era neceſaria; que todo el toque de quedar armado caballero conſiſtía en la peſcozada y en el eſpaldarazo, ſegún él tenía noticya del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo ſe podía hacer; y que ya había cumplido con lo que tocaba al elar de las armas, que con ſolas dos horas de vela ſe cumplía, cuanto más que él había eſtado más de cuatro.

Todo ſe lo creyó Don Quijote, y dijo que él eſtaba allí pronto para obedecerle, y que concluyeſe con la mayor brevedad que pudieſe; porque ſi fueſe otra vez acometido, y ſe vieſe armado caballero, no penſaba dejar perſona viva en el caſtillo, excepto aquellas que él le mandaſe, a quien por ſu reſpeto dejaría. Advertido y medroſo de eſto el caſtellano, trajo luego un libro donde aſentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, ſe vino a donde Don Quijote eſtaba, al cual mandó hincar de rodillas, y leyendo en ſu manual como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la mano, y dióle ſobre el cuello un buen golpe, y tras él con ſu miſma eſpada un gentil eſpaldarazo, ſiempre murmurando entre dientes como que rezaba. Hecho eſto, mandó a una de aquellas damas que le ciñeſe la eſpada, la cual lo hizo con mucha deſenvoltura y diſcreción, porque no fue meneſter poca para no reventar de riſa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían viſto del novel caballero les tenía la riſa a raya. Al ceñirle la eſpada dijo la buena ſeñora: Dios haga a vueſtra merced muy venturoſo caballero, y le dé ventura en lides. Don Quijote le preguntó como ſe llamaba, porque él ſupieſe de allí adelante a quién quedaba obligado por la merced recibida, porque penſaba darle alguna parte de la honra que alcanzaſe por el valor de ſu brazo. Ella reſpondió con mucha humildad que ſe llamaba la Toloſa, y que era hija de un remendón, natural de Toledo, que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya, y que donde quiera que ella eſtuvieſe le ſerviría y le tendría por ſeñor. Don Quijote le replicó que por ſu amor le hicyeſe merced, que de allí en adelante ſe puſieſe don, y ſe llamaſe doña Toloſa. Ella ſe lo prometió; y la otra le calzó la eſpuela, con la cual le pasó caſi el miſmo coloquio que con la de la eſpada. Preguntóle ſu nombre, y dijo que ſe llamaba la Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual también rogó Don Quijote que ſe puſieſe don, y ſe llamaſe doña Molinera, ofreciéndole nuevos ſervicyos y mercedes.

Hechas, pues, de galope y apriſa las haſta allí nunca viſtas ceremonias, no vió la hora Don Quijote de verſe a caballo y ſalir buſcando las aventuras; y enſillando luego a Rocinante, ſubió en él, y abrazando a ſu huéſped, le dijo coſas tan extrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es poſible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, reſpondió a las ſuyas, y ſin pedirle la coſta de la poſada, le dejó ir a la buena hora.

Capítulo cuarto

De lo que le ſucedió a nueſtro caballero cuando ſalió de la venta

La del alba ſería cuando Don Quijote ſalió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verſe ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas viniéndole a la memoria los conſejos de ſu huéſped acerca de las prevenciones tan neceſarias que había de llevar conſigo, en eſpecial la de los dineros y camiſas, determinó volver a ſu caſa y acomodarſe de todo, y de un eſcudero, haciendo cuenta de recibir a un labrador vecino ſuyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propóſito para el oficyo eſcuderil de la caballería. Con eſte penſamiento guió a Rocinante hacia ſu aldea, el cual caſi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el ſuelo. No había andado mucho, cuando le pareció que a ſu dieſtra mano, de la eſpeſura de un boſque que allí eſtaba, ſalían unas voces delicadas, como de perſona que ſe quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo: gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan preſto me pone ocaſiones delante, donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profeſión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos deſeos: eſtas voces ſin duda ſon de algún meneſteroſo o meneſteroſa, que ha meneſter mi favor y ayuda: y volviendo las riendas encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que las voces ſalían; y a pocos paſos que entró por el boſque, vió atada una yegua a una encina, y atado en otra un muchacho deſnudo de medio cuerpo arriba, de edad de quince años, que era el que las voces daba y no ſin cauſa, porque le eſtaba dando con una pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con una reprenſión y conſejo, porque decía: la lengua queda y los ojos liſtos. Y el muchacho reſpondía: no lo haré otra vez, ſeñor mío; por la paſión de Dios, que no lo haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato. Y viendo Don Quijote lo que paſaba, con voz airada dijo: deſcortez caballero, mal parece tomaros con quien defender no ſe puede; ſubid ſobre vueſtro caballo y tomad vueſtra lanza, (que también tenía una lanza arrimada a la encina, adonde eſtaba arrendada la yegua) que yo os haré conocer ſer de cobardes lo que eſtáis haciendo.

El labrador, que vió ſobre sí aquella figura llena de armas, blandiendo la lanza ſobre ſu roſtro, túvoſe por muerto, y con buenas palabras reſpondió: ſeñor caballero, eſte muchacho que eſtoy caſtigando es un mi criado, que me ſirve de guardar una manada de ovejas que tengo en eſtos contornos, el cual es tan deſcuidado que cada día me falta una, y porque caſtigo ſu deſcuido o bellaquería, dice que lo hago de miſerable, por no pagarle la ſoldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que miente. ¿Miente, delante de mí, ruin villano? dijo Don Quijote. Por el ſol que nos alumbra, que eſtoy por paſaros de parte a parte con eſta lanza: pagadle luego ſin más réplica; ſi no, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en eſte punto: deſatadlo luego. El labrador bajó la cabeza, y ſin reſponder palabra deſató a ſu criado, al cual preguntó Don Quijote que cuánto le debía ſu amo. El dijo que nueve meſes, a ſiete reales cada mes. Hizo la cuenta Don Quijote, y halló que montaban ſeſenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los deſembolſaſe, ſi no quería morir por ello. Reſpondió el medroſo villano, que por el paſo en que eſtaba y juramento que había hecho (y aún no había jurado nada), que no eran tantos, porque ſe le había de deſcontar y recibir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado, y un real de dos ſangrías que le habían hecho eſtando enfermo. Bien eſtá todo eſo, replicó Don Quijote; pero quédenſe los zapatos y las ſangrías por los azotes que ſin culpa le habéis dado, que ſi él rompió el cuero de los zapatos que vos pagáſteis, vos le habéis rompido el de ſu cuerpo, y ſi le ſacó el barbero ſangre eſtando enfermo, vos en ſanidad ſe la habéis ſacado; así que por eſta parte no os debe nada. El daño eſtá, ſeñor caballero, en que no tengo aquí dineros: véngaſe Andrez conmigo a mi caſa, que yo ſe los pagaré un real ſobre otro.

¿Irme yo con él, dijo el muchacho, más? ¡Mal año! No, ſeñor, ni por pienſo, porque en viéndoſe ſolo me deſollará como a un San Bartolomé. No hará tal, replicó Don Quijote; baſta que yo ſe lo mande para que me tenga reſpeto, y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recibido, le dejaré ir libre y aſeguraré la paga. Mire vueſtra merced, ſeñor, lo que dice, dijo el muchacho, que eſte mi amo no es caballero, ni ha recibido orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo el rico, vecino del Quintanar. Importa poco eſo, reſpondió Don Quijote, que Haldudos puede haber caballeros, cuanto más que cada uno es hijo de ſus obras. Así es verdad, dijo Andrez; pero eſte mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi ſoldada y mi ſudor y trabajo? No niego, hermano Andrez, reſpondió el labrador, y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro, por todas las órdenes de caballerías hay en el mundo, de pagaros, como tengo dicho, un real ſobre otro, y aun ſahumados. Del ſahumerio os hago gracia, dijo Don Quijote, dádſelos en reales, que con eſto me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado; ſi no, por el miſmojuramento os juro de volver a buſcaros y a caſtigaros, y que os tengo de hallar aunque os eſcondáis más que una lagartija. Y ſi queréis ſaber quién os manda eſto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo, ſabed que yo ſoy el valeroſo Don Quijote de la Mancha, el deſfacedor de agravios y ſinrazones; y a Dios quedad, y no ſe os parta de las mientes lo prometido y jurado, ſo pena de la pena pronunciada.

Y en dicyendo eſto picó a ſu Rocinante, y en breve eſpacio ſe apartó de ellos. Siguióle el labrador con los ojos, y cuando vió que había traſpueſto el boſque y que ya no parecía, volvióſe a ſu criado Andrez y díjole: Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel deſfacedor de agravios me dejó mandado. Eſo juro yo, dijo Andrez, y como que andará vueſtra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva, que ſegún es de valeroſo y de buen jue, vive Roque, que ſi no me paga, que vuelva y ejecute lo que dijo. También lo juro yo, dijo el labrador; pero por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga. Y aſiéndolo del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dió tantos azotes, que le dejó por muerto. Llamad, ſeñor Andrez, ahora, decía el labrador, al deſfacedor de agravios, veréis cómo no deſface aqueſte, aunque creo que no eſtá acabado de hacer, porque me viene gana de deſollaros vivo, como vos temíades.

Pero al fin le deſató, y le dió licencia que fueſe a buſcar a ſu juez para que ejecutaſe la pronunciada ſentencia. Andrez ſe partió algo mohino, jurando de ir a buſcar al valeroſo Don Quijote de la Mancha, y contarle punto por punto lo que había paſado, y que ſe lo había de pagar con ſetenas, pero con todo eſto, él ſe partió llorando y ſu amo ſe quedó riendo.

Y de eſta manera deſhizo el agravio el valeroſo Don Quijote, el cual, contentíſimo de lo ſucedido, pareciéndole que había dado felicíſimo y alto principio a ſus caballerías, con gran ſatiſfacción de sí miſmo iba caminando hacia ſu aldea, dicyendo a media voz: Bien te puedes llamar dichoſas ſobre cuantas hoy viven en la tierra, oh ſobre las bellas, bella Dulcinea del Toboſo, pues te cupo en ſuerte tener ſujeto y rendido a toda tu voluntad y talante a un tan valiente y tan nombrado caballero, como lo es y ſerá Don Quijote de la Mancha, el cual, como todo el mundo ſabe, ayer recibió la orden de caballería, y hoy ha deſfecho el mayor tuerto y agravio que formó la ſinrazón y cometió la crueldad; hoy quitó el látigo de la mano a aquel deſpiadado enemigo que tan ſin ocaſión valpuleaba a aquel delicado infante. En eſto llegó a un camino que en cuatro ſe dividía, y luego ſe le vino a la imaginación las encrucijadas donde los caballeros andantes ſe ponían a penſar cuál camino de aquellos tomarían; y por imitarlos, eſtuvo un rato quedo, y al cabo de haberlo muy bien penſado ſoltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la ſuya, el cual ſiguió ſu primer intento, que fue el irſe camino de ſu caballeriza, y habiendo andado como dos millas, deſcubrió Don Quijote un gran tropel de gente que, como deſpuez ſe ſupo, eran unos mercaderes toledanos, que iban a comprar a Murcia. Eran ſeis, y venían con ſus quitaſoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie.

Apenas les divisó Don Quijote, cuando ſe imaginó ſer coſa de nueva aventura, y por imitar en todo, cuanto a él le parecía poſible, los paſos que había leído en ſu s libros, le pareció venir allí de molde uno que penſaba hacer; y así con gentil continente y denuedo ſe afirmó bien en los eſtribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho, y pueſto en la mitad del camino eſtuvo eſperando que aquellos caballeros andantes llegaſen (que ya él por tales los tenía y juzgaba); y cuando llegaron a trecho que ſe pudieron ver y oír, levantó Don Quijote la voz, y con ademán arrogante dijo: todo el mundo ſe tenga, ſi todo el mundo no confieſa que no hay en el mundo todo doncella más hermoſa que la emperatriz de la Mancha, la ſin par Dulcinea del Toboſo.

Paráronſe los mercaderes al ſon de eſtas razones, y al ver la eſtraña figura del que las decía, y por la figura y por ellas luego echaron de ver la locura de ſu dueño, mas quiſieron ver deſpacio en qué paraba aquella confeſión que ſe les pedía; y uno de ellos, que era un poco burlón y muy mucho diſcreto, le dijo: ſeñor caballero, noſotros no conocemos quién es eſa buena ſeñora que decís; moſtrádnoſla, que ſi ella fuere de tanta hermoſura como ſignificáis, de buena gana y ſin apremio alguno confeſaremos la verdad que por parte vueſtra nos es pedida. Si os la moſtrara, replicó Don Quijote, ¿qué hicyérades voſotros en confeſar una verdad tan notoria? La importancia eſtá en que ſin verla lo habéis de creer, confeſar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo ſoys en batalla, gente deſcomunal y ſoberbia: que ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es coſtumbre y mala uſanza de los de vueſtra ralea, aquí os aguardo y eſpero, confiado en la razón que de mi parte tengo. Señor caballero, replicó el mercader, ſuplico a vueſtra merced en nombre de todos eſtos príncipes que aquí eſtamos, que, porque no carguemos nueſtras conciencias, confeſando una coſa por noſotros jamás viſta ni oída, y más ſiendo tan en perjuicyo de las emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura, que vueſtra merced ſea ſervido de moſtrarnos algún retrato de eſa ſeñora, aunque ſea tamaño como un grano de trigo, que por el hilo ſe ſacará el ovillo, y quedaremos con eſto ſatiſfechos y ſeguros, y vueſtra merce quedará contento y pagado; y aun creo que eſtamos ya tan de ſu parte, que aunque ſu retrato nos mueſtre que es turerta de un ojo, y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eſo, por complacer a vueſtra merced, diremos en ſu favor todo lo que quiſiere. No le mana, canalla infame, reſpondió Don Quijote encendido en cólera, no le mana, digo, eſo que decís, ſino ámbar y algalia entre algodones, y no es tuerta ni corcobada, ſino más derecha que un huſo de Guadarrama; pero voſotros pagaréis la grande blaſfemia que habéis dicho contra tamaña beldad, como es la de mi ſeñora. Y en dicyendo eſto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo, que ſi la buena ſuerte no hicyera que en la mitad del camino tropezara Rocinante, lo paſara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando ſu amo una buena pieza por el campo, y queriéndoſe levantar, jamás pudo: tal embarazo le cauſaba la lanza, eſpuelas y celada, con el peſo de las antiguas armas. Y entre tanto que pugnaba por levantarſe y no podía, eſtaba dicyendo: non fuyáis, gente cobarde, gente cautiva, atended que no por culpa mía, ſino de mi caballo, eſtoy aquí tendido. Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ſer muy bien intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo ſufrir ſin darle la reſpueſta en las coſtillas. Y llegándoſe a él, tomó la lanza, y deſpuez de haberla hecho pedazos, con uno de ellos comenzó a dar a nueſtro Don Quijote tantos palos, que a deſpecho y peſar de ſus armas le molió como cibera. Dábanle voces ſus amos que no le dieſe tanto, y que le dejaſe; pero eſtaba ya el mozo picado, y no quiſo dejar el juego haſta envidar todo el reſto de ſu cólera; y acudiendo por los demás trozos de la lanza, los acabó de deſhacer ſobre el miſerable caído, que con toda aquella tempeſtad de palos que ſobre él lovía, no cerraba laboca, amenazando al cielo y a la tierra y a los malandrines, que tal le parecían. Cansóſe el mozo, y los mercaderes ſiguieron ſu camino, llevando que contar en todo él del pobre apaleado, el cual, deſpuez que ſe vió ſolo, tornó a probar ſi podía levantarſe; pero, ſi no lo pudo hacer cuando ſano y bueno, ¿cómo lo haría molido y caſi deſhecho? Y aún ſe tenía por dichoſo, pareciéndole que aquella era propia deſgracia de caballeros andantes, y toda la atribuía a la falta de ſu caballo; y no era poſible levantarſe, ſegún tenía abrumado todo el cuerpo. Capítulo quinto

Donde ſe proſigue la narración de la deſgracia de nueſtro caballero

Viendo, pues, que en efecto no podía menearſe, acordó de acogerſe a ſu ordinario remedio, que era penſar en algún paſo de ſus libros, y trájole ſu cólera a la memoria aquel de Baldovinos y del marquez de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la montaña… hiſtoria ſabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de viejos, y con todo eſto no más verdadera que los milagros de Mahoma. Eſta, pues, le pareció a él que le venía de molde para el paſo en que ſe hallaba, y así con mueſtras de grande ſentimiento, ſe comenzó a volcar por la tierra, y a decir con debilitado aliento lo miſmo que dicen decía el herido caballero del boſque:

¿Donde eſtáis, ſeñora mía, que no te duele mi mal? O no lo ſabes, ſeñora, o eres falſa y deſleal.

Y de eſta manera fue proſiguiendo el romance haſta aquellos verſos que dicen:

Oh noble marquez de Mantua, mi tío y ſeñor Carnal.

Y quiſo la ſuerte que cuando llegó a eſte verſo acertó a paſar por allí un labrador de ſu miſmo lugar, y vecino ſuyo, que venía de llevar una carga de trigo al molino; el cual, viendo aquel hombre allí tendido, ſe llegó a él y le preguntó que quién era y qué mal ſentía que tan triſtemente ſe quejaba. Don Quijote creyó ſin duda que aquel era el marquez de Mantua ſu tío, y así no le reſpondió otra coſa ſino fue proſeguir en ſu romance, donde le daba cuenta de ſu deſgracia y de los amores del hijo del Emperante con ſu eſpoſa, todo de la miſma manera que el romance lo canta. El labrador eſtaba admirado oyendo aquellos diſparates, y quitándole la viſera, que ya eſtaba hecha pedazos de los palos, le limpió el roſtro que lo tenía lleno de polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y le dijo: ſeñor Quijada (que así ſe debía de llamar cuando él tenía juicyo, y no había paſado de hidalgo ſoſegado a caballero andante) ¿quién ha pueſto a vueſtra merced de eſta ſuerte? Pero él, ſeguía con ſu romance a cuanto le preguntaba. Viendo eſto el buen hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y eſpaldar, para ver ſi tenía alguna herida; pero no vió ſangre ni ſeñal alguna. Procuró levantarle del ſuelo, y no con poco trabajo le ſubió ſobre ſu jumento, por parecerle caballería más ſoſegada. Recogió las armas haſta las aſtillas de la lanza, y liólas ſobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabeſtro al aſno, y ſe encaminó hacia ſu pueblo, bien penſativo de oír los diſparates que Don Quijote decía; y no menos iba Don Quijote, que de puro molido y quebrantado no ſe podía tener ſobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos ſuſpiro que los ponía en el cielo, de modo que de nuevo obligó a que el labrador le preguntaſe le dijeſe qué mal ſentía; y no parece ſino que el diablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a ſus ſuceſos, porque en aquel punto, olvidándoſe de Baldovinos, ſe acordó del moro Abindarráez cuando el alcaide de Antequera Rodrigo de Narváez le prendió, y llevó cautivo a ſu alcaidía. De ſuerte que cuando el labrador le volvió a preguntar cómo eſtaba y qué ſentía, le reſpondió las miſmas palabras y razones que el cautivo Abencerraje reſpondía a Rodrigo de Narváez, del miſmo modo que él había leído la hiſtoria en la Diana de Jorge de Montemayor, donde ſe eſcribe; aprovechándoſe de ella tan de propóſito que el labrador ſe iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; por donde conoció que ſu vecino eſtaba loco, y dábaſe prieſa a llegar al pueblo, por excuſar el enfado que Don Quijote le cauſaba con ſu larga arenga. Al cabo de lo cual dijo; ſepa vueſtra merced, ſeñor Don Rodrigo de Narváez, que eſta hermoſa Jarifa, que he dicho, es ahora la linda Dulcinea del Toboſo, por quien yo he hecho, hago y haré los más famoſos hechos de caballerías que ſe han viſto, vean, ni verán en el mundo.

A eſto reſpondió el labrador: mire vueſtra merced, ſeñor, ¡pecador de mí! que yo no ſoy don Rodrigo de Narváez, ni el marquez de Mantua, ſino Pedro Alonſo, ſu vecino; ni vueſtra merced es Baldominos, ni Abindarráez, ſino el honrado hidalgo del ſeñor Quijada; yo ſé quien ſoy, reſpondió Don Quijote, y ſé que puedo ſer, no sólo los que he dicho, ſino todos los doce Pares de Francia, y aún todos los nueve de la fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno de por sí hicyeron, ſe aventajarán las mías.

En eſtas pláticas y otras ſemejantes llegaron al lugar a la hora que anochecía; pero el labrador aguardó a que fueſe algo más noche, porque no vieſen al molido hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que le pareció, entró en el pueblo y en caſa de Don Quijote, la cual halló toda alborotada, y eſtaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de Don Quijote, que eſtaba dicyéndoles ſu ama a voces: ¿qué le parece a vueſtra merced, ſeñor licenciado, Pero Pérez, que así ſe llamaba el cura, de la deſgracia de mi ſeñor? Seis días ha que no parecen él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza, ni las armas. ¡Deſventurada de mí! que me doy a entender, y así es ello la verdad como nací para morir, que eſtos malditos libros de caballerías que él tiene, y ſuele leer tan de ordinario, le han vuelto el juicyo; que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces hablando entre sí, que quería hacerſe caballero andante, e irſe a buſcar las aventuras por eſos mundos. Encomendados ſean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la Mancha. La ſobrina decía lo miſmo, y aún decía más: ſepa, ſeñor maeſe Nicolás, que eſte era el nombre del barbero, que muchas veces le aconteció a mi ſeñor tío eſtarſe leyendo en eſtos deſalmados libros de deſventuras dos días con ſus noches: al cabo de los cuales arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la eſpada, y andaba a cuchilladas con las paredes; y cuando eſtaba muy canſado, decía que había muerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el ſudor que ſudaba del canſancio decía que era ſangre de las feridas que había recibido en la batalla; y bebíaſe luego un gan jarro de agua fría, y quedaba ſano y ſoſegado, dicyendo que aquella agua era una preciosíſiſma bebida que le había traído el ſabio Eſquife, un grande encantador y amigo ſuyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no aviſé a vueſtras mercedes de los diſparates de mi ſeñor tío, para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran todos eſtos deſcomulgados libros (que tiene muchos), que bien merecen ſer abraſados como ſi fueſen de herejes. Eſto digo yo también, dijo el cura, y a fe que no ſe paſe el día de mañana ſin que de ellos no ſe haga auto público, y ſean condenados al fuego, porque no den ocaſión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho.

Todo eſto eſtaban oyendo el labrador y Don Quijote, con que acabó de entender el labrador la enfermedad de ſu vecino, y así comenzó a decir a voces: abran vueſtras mercedes al ſeñor Baldovinos y al ſeñor marquez de Mantua, que viene mal ferido, y al ſeñor moro Abindarráez, que trae cautivo el valeroſo Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera. A eſtas voces ſalieron todos, y como conocieron los unos a ſu amigo, las otras a ſu amo y tío, que aún no ſe había apeado del jumento, porque no podía, corrieron a abrazarle. El dijo: ténganſe todos, que vengo mal ferido por la culpa de mi caballo; llévenme a mi lecho, y llámeſe ſi fuere poſible, a la ſabia Urganda, que cure y cate mis feridas. Mirad en hora mala, dijo a eſte punto el ama, ſi me decía a mí bien mi corazón del pie que cojeaba mi ſeñor. Suba vueſtra merced en buena hora, que ſin que venga eſa Urganda le ſabremos aquí curar. Malditos, digo, ſean otra vez y otras ciento eſtos libros de caballería que tal han parado a vueſtra merced.

Lleváronle luego a la cama, y catándole las feridas, no le hallaron ninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caída con Rocinante, ſu caballo, combatiéndoſe con diez jayanes, los más deſaforados y atrevidos que pudieran fallar en gran parte de la tierra. Ta, Ta, dijo el cura; ¿jayanes hay en la danza? para mí ſantiguada, que yo los queme mañana antes de que llegue la noche. Hicyéronle a Don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiſo reſponder otra coſa, ſino que le dieſen de comer y le dejaſen dormir, que era lo que más le importaba. Hízoſe así, y el cura ſe informó muy a la larga del labrador, del modo que había hallado a Don Quijote. El ſe lo contó todo con los diſparates que al hallarle y al traerle había dicho, que fue poner más deſeo en el licenciado de hacer lo que el otro día hizo, que fue llevar a ſu amigo el barbero maeſe Nicolás, con el cual ſe vino a caſa de Don Quijote. Capítulo ſexto

Del donoſo y grande eſcrutinio que el cura y el barbero hicyeron en la librería de nueſtro ingenioſo hidalgo

El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves a la ſobrina del apoſento donde eſtaban los libros autores del daño, y ella ſe las dió de muy buena gana. Entraron dentro todos, y el ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes muy bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el ama los vió, volvióſe a ſalir del apoſento con gran prieſa, y tornó luego con una eſcudilla de agua bendita y un hiſopo, y dijo: tome vueſtra merced, ſeñor licenciado; rocíe eſte apoſento, no eſté aquí algún encantador de los muchos que tienen eſtos libros, y nos encanten en pena de la que les queremos dar echándolos del mundo. Causó riſa al licenciado la ſimplicydad del ama, y mandó al barbero que le fueſe dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ſer hallar algunos que no merecieſen caſtigo de fuego. No, dijo la ſobrina, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han ſido los dañadores, mejor ſerá arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero de ellos, y pegarles fuego, y ſi no, llevarlos al corral, y allí ſe hará la hoguera, y no ofenderá el humo. Lo miſmo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello ſin primero leer ſiquiera los títulos. Y el primero que maeſe Nicolás le dió en las manos, fue los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura: parece coſa de miſterio eſta, porque, ſegún he oído decir, eſte libro fue el primero de caballerías que ſe imprimió en Eſpaña, y todos los demás han tomado principio y origen de eſte; y así me parece que como a dogmatizador de una ſecta tan mala, le debemos ſin excuſa alguna condenar al fuego. No, ſeñor, dijo el barbero, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de eſte género ſe han compueſto, y así, como a único en ſu arte, ſe debe perdonar. Así es verdad, dijo el cura, y por eſa razón ſe le otorga la vida por ahora. Veamos eſe otro que eſtá junto a él. Es, dijo el barbero, Las ſergas de Eſplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula. Pues es verdad, dijo el cura, que no le ha de valer al hijo la bondad del padre; tomad, ſeñora am, abrid eſa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que ſe ha de hacer. Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Eſplandián fue volando al corral, eſperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba. Adelante, dijo el cura. Eſte que viene, dijo el barbero, es Amadís de Grecia, y aun todos los de eſte lado, a lo que creo, ſon del miſmo linaje de Amadís. Pues vayan todos al corral, dijo el cura, que a trueco de quemar a la reina Pintiquinieſtra, y al paſtor Darinel, y a ſus églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de ſu autor, quemara con ellos al padre que me engendró, ſi anduviera en figura de caballero andante. De eſe parecer ſoy yo, dijo el barbero. Y aun yo, añadió la ſobrina. Pues así es, dijo el ama, vengan, y al corral con ellos. Diéronſelos, que eran muchos, y ella ahorró la eſcalera, y dió con ellos por la ventana abajo. ¿Quién es eſe tonel? dijo el cura. Eſte es, reſpondió el barbero, Don Olicante de Laura. El autor de eſe libro, dijo el cura, fue el miſmo que compuſo a Jardín de Flores, y en verdad que no ſepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero, o por decir mejor, menos mentiroſo; ſolo ſé decir que eſte irá al corral por diſparatado y arrogante. Eſte que ſigue es Floriſmarte de Hircania, dijo el barbero. ¿Ahí eſtá el ſeñor Floriſmarte? replicó el cura. Pues a fe que ha de parar preſto en el corral a peſar de ſu extraño nacimiento y ſoñadas aventuras, que no da lugar a otra coſa la dureza y ſequedad de ſu eſtilo; al corral con él, y con eſe otro, ſeñora ama. Que me place, ſeñor mío, reſpondió ella… y con mucha alegría ejecutaba lo que era mandado. Eſte es El caballero Platir, dijo el barbero. Antiguo libro es eſe, dijo el cura, y no hallo en él coſa que merezca venia; acompañe a los demás ſin réplica… Y así fue hecho. Abrióſe otro libro, y vieron que tenía por título El caballero de la Cruz. Por nombre tan ſanto como eſte libro tiene, ſe podía perdonar ſu ignorancia; mas también ſe ſuele decir tras la cruz eſtá el diablo: vaya al fuego. Tomando el barbero otro libro, dijo: Eſte es Eſpejo de Caballerías. Ya conozco a ſu merced, dijo el cura: ahí anda el ſeñor Reinaldos del Montalban con ſus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares con el verdadero hiſtoriador Turpin; y en verdad que eſtoy por condenarlos no más que a deſtierro perpetuo, ſiquiera porque tienen parte de la invención del famoſo Mato Boyardo, de donde también tejió ſu tela el criſtiano poeta Ludovico Arioſto, al cual, ſi aquí le hallo, ya que habla en otra lengua que la ſuya, no le guardaré reſpeto alguno; pero ſi habla en ſu idioma, le pondré ſobre mi cabeza. Pues yo le tengo en italiano, dijo el barbero, mas no le entiendo. Ni aun fuera bien que vos le entendiérais, reſpondió el cura; y aquí le perdonáramos al ſeñor capitán, que no le hubiera traído a Eſpaña, y hecho caſtellano; que le quitó mucho de ſu natural valor, y lo miſmo harán todos aquellos que los libros de verſo quiſieren volver en otra lengua, que por mucho cuidado que pongan y habilidad que mueſtren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en ſu primer nacimiento. Digo, en efecto, que eſte libro y todos los que ſe hallaren, que tratan de eſtas coſas de Francia, ſe echen y depoſiten en un pozo ſeco, haſta que con más acuerdo ſe vea lo que ſe ha de hacer de ellos, exceptuando a un Bernardo del Carpio, que anda por ahí, y a otro llamado Ronceſvalles, que eſtos, en llegando a mis manos, han de eſtar en las del alma, y de ellas en las del fuego, ſin remiſión alguna. Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por coſa muy acertada, por entender que era el cura tan buen criſtiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra coſa por todas las del mundo. Y abriendo otro libro, vió que era Palmerín de Oliva, y junto a él eſtaba otro que ſe llamaba Palmerín de Inglaterra, lo cual, viſto por el licenciado, dijo: eſa oliva ſe haga luego rajas y ſe queme, que aun no queden de ella las cenizas, y eſa palma de Inglaterra ſe guarde y ſe conſerve como coſa única, y ſe haga para ella otra caja como la que halló Alejandro en los deſpojos de Darío, que la diputó para guardar en ellas las obras del poeta Homero. Eſte libro, ſeñor compadre, tiene autoridad por dos coſas: la una porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuſo un diſcreto rey de Portugal. Todas las aventuras del caſtillo de Miraguarda ſon boníſimas y de grande artificyo, las razones corteſanas y claras que guardan y miran el decoro del que habla, con mucha propiedad y entendimiento. Digo, pues, ſalvo vueſtro buen parecer, ſeñor maeſe Nicolás, que eſte y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, ſin hacer más cala y cata, perezcan. No, ſeñor compadre, replicó el Barbero, que eſte que aquí tengo es el afamado Don Belianís. Pues eſe, replicó el cura, con la ſegunda y tercera y cuarta parte, tienen neceſidad de un poco de ruibarbo para purgar la demaſiada cólera ſuya, y es meneſter quitarles todo aquello del caſtillo de la fama, y otras impertinencias de más importancia, para lo cual ſe les da término ultramarino, y como ſe enmendaren, así ſe uſará con ellos de miſericordia o de juſticya; y en tanto tenedlos vos, compadre, en vueſtra caſa; mas no lo dejéis leer a ninguno. Que me place, reſpondió el barbero, y ſin querer canſarſe más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomaſe todos los grandes, y dieſe con ellos en el corral. No lo dijo a tonta ni a ſorda, ſin o a quien tenía más gana de quemarlos que de echar una tela por grande y delgada que fuera; y aſiendo caſi ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos ſe le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vió que decía: Hiſtoria del famoſo caballero Tirante el Blanco. Válame Dios dijo el cura, dando una gran voz; ¡que aquí eſté Tirante Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un teſoro de contento y una mina de paſatiempos. Aquí eſtá don Kirieleiſon de Montalván, valeroſo caballero, y ſu hermano Tomás de Montalván y el caballero Fonſeca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con Alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embuſtes de la viuda Repoſada, y la ſeñora emperatriz enamorada de Hipólito ſu eſcudero. Dígoos verdad, ſeñor compadre, que por ſu eſtilo es eſte el mejor libro del mundo; aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en ſus camas, y hacen teſtamento antes de ſu muerte, con otras coſas de que todos los demás libros de eſte género carecen. Con todo eſo, os digo que merecía el que lo compuſo, pues no hizo tantas necedades de induſtria, que le echaran a galeras por todos los días de ſu vida. Llevadle a caſa y leedle, y veréis que es verdad cuanto de él os he dicho. Así ſerá, reſpondió el barbero; pero ¿qué haremos de eſtos pequeños libros que quedan? Eſtos, dijo el cura, no deben de ſer de caballerías, ſino de poesía; y abriendo uno, vió que era la Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo (creyendo que todos los demás eran del miſmo género: ) eſtos no merecen ſer quemados como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que ſon libros de entretenimiento, ſin perjuicyo de tercero. ¡Ay, ſeñor!, dijo la ſobrina. Bien los puede vueſtra merced mandar quemar como a los demás, porque no ſería mucho que habiendo ſanado mi ſeñor tío de la enfermedad caballereſca, leyendo eſtos ſe le antojaſe de hacerſe paſtor, y andarſe por los boſques y prados cantando y tañendo, y lo que ſería peor, hacerſe poeta, que, ſegún dicen, es enfermedad incurable y pegadiza. Verdad dice eſta doncella, dijo el cura, y ſerá bien, quitarle a nueſtro amigo eſte tropiezo y ocaſión de delante. Y pues comenzamos por la Diana de Montemayor, ſoy de parecer que no ſe queme, ſino que ſe le quite todo aquello que trata de la ſabia Felicya y de la agua encantada, y caſi todos los verſos mayores, y quédeſele en hora buena la proſa y la honra de ſer primero en ſemejantes libros. Eſte que ſe ſigue, dijo el barbero, es la Diana llamada Segunda del Salmantino; y eſte otro, que tiene el miſmo nombre, cuyo autor es Gil Polo. Pues la del Salmantino, reſpondió el cura, acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo ſe guarde como ſi fuera del miſmo Apolo; y paſe adelante, ſeñor compadre, y démonos prieſa, que ſe va haciendo tarde. Eſte libro es, dijo el barbero abriendo otro, los diez libros de Fortuna de Amor, compueſto por Antonio de Lofraſo, poeta ſardo. Por las órdenes que recibí, dijo el cura, que deſde que Apolo fue Apolo, y las muſas muſas, y los poetas poetas, tan gracioſo ni tan diſparatado libro como eſe no ſe ha compueſto, y que por ſu camino es el mejor y el más único de cuantos de eſte género han ſalido a la luz del mundo; y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás coſa de guſto. Dádmele acá, compadre, que precio más de haberle hallado, que ſi me dieran una ſotana de raja de Florencia. Púſole aparte con grandíſimo guſto, y el Barbero proſiguió dicyendo: Eſtos que ſiguen ſon el Paſtor de Iberia, Ninfas de Henares y Deſengaño de Zelos. Pues no hay más que hacer, dijo el cura, ſino entregárſelos al brazo ſeglar del ama, y no ſe me pregunte el porqué, que ſería nunca acabar. Eſte que viene es el Paſtor de Filida. No es eſe paſtor, dijo el cura, ſino muy diſcreto corteſano; guárdeſe como joya precioſa. Eſte grande que aquí viene ſe intitula, dijo el barbero, Teſoro de varias poesías. Como ellas no fueran tantas, dijo el cura, fueran más eſtimadas; meneſter es que eſte libro ſe eſcarde y limpie de algunas bajezas que entre ſus grandezas tiene; guárdeſe, porque ſu autor es amigo mío, y por reſpeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha eſcrito. Eſte es, ſiguió el barbero, el Cancionero de López Maldonado. También el autor de eſe libro, replicó el cura, es grande amigo mío, y ſus verſos en ſu boca admiran a quien los oye, y tal es la ſuavidad de la voz con que los canta, que encanta; algo largo es en las églogas, pero nunca lo bueno fue mucho, guárdeſe con los eſcogidos. Pero ¿qué libro es eſe que eſtá junto a él? La Galatea de Miguel de Cervantes, dijo el barbero. Muchos años ha que es grande amigo mío eſe Cervantes, y ſé que es más verſado en deſdichas que en verſos. Su libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. Es meneſter eſperar la ſegunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la miſericordia que ahora ſe le niega; y entre tanto que eſto ſe vé, tenedle recluſo en vueſtra poſada, ſeñor compadre. Que me place, reſpondió el barbero; y aquí vienen tres todos juntos: la Araucana de don Alonſo de Ercilla; la Auſtríada de don Juan Rufo, jurado de Córdoba y el Montſerrat de Criſtóbal de Virues, poeta valenciano. Todos eſtos tres libros, dijo el cura, ſon los mejores que en verſo heroico, en lengua caſtellana eſtán eſcritos, y pueden competir con los más famoſos de Italia: guárdenſe como las más ricas prendas de poesía que tiene Eſpaña. Cansóſe el cura de ver más libros, y así a carga cerrada, quiſo que todos los demás ſe quemaſen; pero ya tenía abierto uno el barbero que ſe llamaba Las lágrimas de Angélica. Lloráralas yo, dijo el cura en oyendo el nombre, ſi tal libro hubiera mandado quemar, porque ſu autor fue uno de los famoſos poetas del mundo, no sólo de Eſpaña, y fue felicíſimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio.

Capítulo ſéptimo

De la ſegunda ſalida de nueſtro buen caballero D. Quijote de la Mancha

Eſtando en eſto, comenzó a dar voces Don Quijote, dicyendo: aquí, aquí, valeroſos caballeros, aquí es meneſter moſtrar la fuerza de vueſtros valeroſos brazos, que los corteſanos llevan lo mejor del torneo. Por acudir a eſte ruido y eſtruendo no ſe pasó adelante con el eſcrutinio de los demás libros que quedaban, y así ſe cree que fueron al fuego ſin ſer viſtos ni oídos, la Carolea y León de Eſpaña, con los Hechos del emperador, compueſtos por don Luis de Avila, que ſin duda debían de eſtar entre los que quedaban, y quizá, ſi el cura los viera, no paſaran por tan riguroſa ſentencia. Cuando llegaron a Don Quijote, ya él eſtaba levantado de la cama, y proſeguía en ſus voces y en ſus deſatinos, dando cuchilladas y reveſes a todas partes, eſtando tan deſpierto como ſi nunca hubiera dormido. Abrazáronſe con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y deſpuez que hubo ſoſegado un poco, volviéndoſe a hablar con el cura, le dijo: por cierto, ſeñor Arzobiſpo Turpin, que es gran mengua de los que nos llamamos doce Pares dejar tan ſin más ni más llevar la victoria de eſte torneo a los caballeros corteſanos, habiendo noſotros los aventureros ganado el prez, en los tres días antecedentes. Calle vueſtra merced, ſeñor compadre, dijo el cura, que Dios ſerá ſervido que la ſuerte ſe mude, y que lo que hoy ſe pierde ſe gane mañaa; y atienda vueſtra merced a ſu ſalud por ahora, que me parece que debe de eſtar demaſiadamente canſado, ſi ya no es que eſtá mal ferido. Ferido no, dijo Don Quijote; pero molido y quebrantado no hay duda en ello, porque aquel aſtardo de don Roldán me ha molido a palos con el tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve que yo ſolo ſoy el opueſto de ſus valentías; mas no me llamaría yo Reinaldos de Montalbán, ſi en levantándome de eſte lecho no me lo pagare, a peſar de todos ſus encantamientos; y por ahora tráigame de yantar, que ſé que es lo que más me hará al caſo, y quédeſe lo del vengarme a mi cargo. Hicyéronlo así, diéronle de comer, y quedóſe otra vez dormido, y ellos admirados de ſu locura.

Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la caſa, y tales debieron de arder, que merecían guardarſe en perpetuos archivos; mas no lo permitió ſu ſuerte y la pereza del eſcrutinador, y así ſe cumplió el refrán en ellos, de que pagan a veces juſtos por pecadores. Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron por entonces para el mal de ſu amigo, fue que le muraſen y tapiaſen el apoſento de los libros, porque cuando ſe levantaſe no los hallaſe (quizá quitando la cauſa ceſaría el efecto), y que dijeſen que uun encantador ſe los había llevado, y el apoſento y todo. Y así fue hecho con mucha preſteza. De allí a dos días ſe levantó Don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver ſus libros; y como no hallaba el apoſento donde le había dejado, andaba de una a otra parte buſcándole. Llegaba adonde ſolía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos ſin decir palabra; pero al cabo de una buena pieza, preguntó a ſu ama que hacía qué parte eſtaba el apoſento de ſus libros. El ama, que ya eſtaba bien advertida de lo que había de reſponder, le dijo: ¿qué apoſento, o qué anda buſcando vueſtra merced? Ya no hay apoſento ni libros en eſta caſa porque todo ſe lo llevó el miſmo diablo. No era el diablo, replicó la ſobrina, ſino un encantador que vino ſobre una nube una noche deſpuez del día que vueſtra merced de aquí ſe partió, y apeándoſe de una ſierpe en que venía caballero, entró en el apoſento; y no ſé lo que hizo dentro, que a cabo de poca pieza ſalió volando por el tejado, y dejó la caſa llena de humo; y cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libros ni apoſento alguno; sólo ſe nos acuerda muy bien a mí y al ama, que al tiempo de partirſe aquel mal viejo, dijo en altas voces, que por enemiſtad ſecreta que tenía al dueño de aquellos libros y apoſento, dejaba hecho el daño en aquella caſa que deſpuez ſe vería; dijo también qeu ſe llamaba el ſabio Muñatón. Friſtón diría, dijo Don Quijote. No ſé, reſpondió el ama, ſi ſe llamaba Freſtón o Fritón; sólo ſé que acabó en ton ſu nombre. Así es, dijo Don Quijote, que eſe es un ſabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza porque ſabe, por ſus artes y letras, que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en ſingular batalla con un caballero a quien él favorece, y le tengo de vencer ſin que él lo pueda eſtorbar, y por eſto procura hacerme todos los ſinſabores que puede; y mándole yo, qué mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo eſtá ordenado. ¿Quién duda de eſo? dijo la ſobrina. Pero ¿quién le mete a vueſtra merced, ſeñor tío, en eſas pendencias? ¿No ſerá mejor eſtarſe pacífico en ſu caſa, y no irſe por el mundo a buſcar pan de traſtrigo, ſin conſiderar que muchos van por lana y vuelven traſquilados? ¡Oh, ſobrina mía, reſpondió Don Quijote, y cuán mal que eſtás en la cuenta! Primero que a mí me traſquilen, tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un ſolo cabello. No quiſieron las dos replicarle más, porque vieron que ſe le encendía la cólera. Es, pues, el caſo que él eſtuvo quince días en caſa muy ſoſegado, ſin dar mueſtras de querer ſecundar ſus primeros devaneos, en los cuales días pasó graciosíſimos cuentos con ſus dos compadres el cura y el barbero, ſobre que él decía que la coſa de que más neceſidad tenía el mundo era de caballeros andantes, y de que en él ſe reſucitaſe la caballería andanteſca. El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque ſi no guardaba eſte artificyo, no había poder averiguarſe con él. En eſte tiempo ſolicytó Don Quijote a un labrador vecino ſuyo, hombre de bien (ſi es que eſe título ſe puede dar al que es pobre), pero de muy poca ſal en la mollera. En reſolución, tanto le dijo, tanto le perſuadió y prometió, que el pobre villano ſe determinó de ſalir con él y ſervirle de eſcudero. Decíale entre otras coſas Don Quijote, que ſe diſpuſieſe a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía ſuceder aventura que ganaſe en quítame allá eſas pajas, alguna ínſula, y le dejaſe a él por gobernador de ella. Con eſtas promeſas y otras tales, Sancho Panza (que así ſe llamaba el labrador) dejó ſu mujer e hijos, y aſentó por eſcudero de ſu vecino. Dió luego Don Quijote orden en buſcar dineros; y vendiendo una coſa, y empeñando otra, y malbaratándolas todas, allegó una razonable cantidad. Acomodóſe aſimiſmo de una rodela que pidió preſtada a un ſu amigo, y pertrechando a ſu rota celada lo mejor que pudo, avisó a ſu eſcudero Sancho del día y la hora que penſaba ponerſe en camino, para que él ſe acomodaſe de lo que vieſe que más le era meneſter; ſobre todo, le encargó que llevaſe alforjas. El dijo que sí llevaría, y que aſimiſmo penſaba llevar un aſno que tenía muy bueno, porque él no eſtaba ducho a andar mucho a pie. En lo del aſno reparó un poco Don Quijote, imaginando ſi ſe le acordaba ſi algún caballero andante había traido eſcudero caballero aſnalmente; pero nunca le vino alguno a la memoria; mas con todo eſto, determinó que le llevaſe, con preſupueſto de acomodarle de más honrada caballería en habiendo ocaſión para ello, quitándole el caballo al primer deſcortez caballero que topaſe. Proveyóſe de camiſas y de las demás coſas que él pudo, conforme al conſejo que el ventero le había dado.

Todo lo cual hecho y cumplido, ſin deſpedirſe Panza de ſus hijos y mujer, ni Don Quijote de ſu ama y ſobrina, una noche ſe ſalieron del lugar ſin que perſona los vieſe, en la cual caminaron tanto, que al amanecer ſe tuvieron por ſeguros de que no los hallarían aunque les buſcaſen. Iba Sancho Panza ſobre ſu jumento como un patriarca, con ſus alforjas y ſu bota, y con mucho deſeo de verſe ya gobernador de la ínſula que ſu amo le había prometido. Acertó Don Quijote a tomar la miſma derrota y camino que el que él había antes tomado en ſu primer viaje, que fue por el Campo de Montiel, por el cual caminaba con menos peſadumbre que la vez paſada, porque por ſer la hora de lamañana y herirles a ſoſlayo los rayos del ſol, no les fatigaban. Dijo en eſto Sancho Panza a ſu amo: mire vueſtra merced, ſeñor caballero andante, que no ſe le olvide lo que de la ínſula me tiene prometido, que yo la ſabré gobernar por grande que ſea. A lo cual le reſpondió Don Quijote: has de ſaber, amigo Sancho Panza, que fue coſtumbre muy uſada de los caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a ſus eſcuderos de las ínſulas o reinos que ganaban; y yo tengo determinado de que por mí no falte tan agradecida uſanza; antes pienſo aventajarme en ella, porque ellos algunas veces, y quizá las más, eſperaban a que ſus eſcuderos fueſen viejos, y ya deſpuez de hartos de ſervir, y de llevar malos días y peores noches, les daban algún título de conde; o por lo menos de marquez de algún valle o provincia de poco más o menos; pero ſi tú vives y yo vivo, bien podría ſer que antes de ſeis días ganaſe yo tal reino, que tuvieſe otros a él adherentes, que vinieſen de molde para coronarte por rey de uno de ellos. Y no lo tengas a mucho, que coſas y caſos acontecen a los tales caballeros, por modos tan nunca viſtos ni penſados, que con facilidad te podría dar aún más de lo que te prometo. De eſa manera, reſpondió Sancho Panza, ſi yo fueſe rey por algún milagro de los que vueſtra merced dice, por lo menos Juana Gutiérrez, mi oiſlo, vendría a ſer reina y mis hijos infantes. ¿Pues quién lo duda? reſpondión Don Quijote. Yo lo dudo, reſpondió Sancho Panza, porque tengo para mí que aunque llovieſe Dios reinos ſobre la tierra, ninguno aſentaría bien ſobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, ſeñor, que no vale dos maravedís para reina; condeſa le caerá mejor, y aún Dios y ayuda. Encomiéndalo tú a Dios, Sancho, reſpondió Don Quijote, que él le dará lo que más le conventa; pero no apoques tu ánimo tanto que te vengas a contentar con menos que con ſer adelantado. No haré, ſeñor mío, reſpondió Sancho, y más teniendo tan principal amo en vueſtra merced, que me ſabrá dar todo aquello que me eſté bien y yo pueda llevar. Capítulo octavo

Del buen ſuceſo que el valeroſo Don Quijote tuvo en la eſpantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros ſuceſos dignos de felice recordación

En eſto deſcubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como Don Quijote los vió, dijo a ſu eſcudero: la ventura va guiando nueſtras coſas mejor de lo que acertáramos a deſear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde ſe deſcubren treinta o poco más deſaforados gigantes con quien pienſo hacer batalla, y quitarles a todos las vidas, con cuyos deſpojos comenzaremos a enriquecer: que eſta es buena guerra, y es gran ſervicyo de Dios quitar tan mala ſimiente de ſobre la faz de la tierra. ¿Qué gigantes? dijo Sancho Panza.

Aquellos que allí ves, reſpondió ſu amo, de los brazos largos, que los ſuelen tener algunos de caſi dos leguas. Mire vueſtra merced, reſpondió Sancho, que aquellos que allí ſe parecen no ſon gigantes, ſino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos ſon las aſpas, que volteadas del viento hacen andar la piedra del molino. Bien parece, reſpondió Don Quijote, que no eſtás curſado en eſto de las aventuras; ellos ſon gigantes, y ſi tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el eſpacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y deſigual batalla. Y dicyendo eſto, dio de eſpuelas a ſu caballo Rocinante, ſin atender a las voces que ſu eſcudero Sancho le daba, advirtiéndole que ſin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan pueſto en que eran gigantes, que ni oía las voces de ſu eſcudero Sancho, ni echaba de ver, aunque eſtaba ya bien cerca, lo que eran; antes iba dicyendo en voces altas: non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un ſolo caballero es el que os acomete. Levantóſe en eſto un poco de viento y las grandes aſpas comenzaron a moverſe, lo cual viſto por Don Quijote, dijo: pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.

Y en dicyendo eſto, y encomendándoſe de todo corazón a ſu ſeñora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le ſocorrieſe, bien cubierto de ſu rodela, con la lanza en riſtre, arremetió a todo el galope de Rocinante, y embiſtió con el primer molino que eſtaba delante; y dándole una lanzada en el aſpa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándoſe tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a ſocorrerle a todo el correr de ſu aſno, y cuando llegó, halló que no ſe podía menear, tal fue el golpe que dio con él Rocinante. ¡Válame Dios! dijo Sancho; ¿no le dije yo a vueſtra merced que miraſe bien lo que hacía, que no eran ſino molinos de viento, y no los podía ignorar ſino quien llevaſe otros tales en la cabeza? Calla, amigo Sancho, reſpondió Don Quijote, que las coſas de la guerra, más que otras, eſtán ſujetas a continua mudanza, cuanto más que yo pienſo, y es así verdad, que aquel ſabio Freſtón, que me robó el apoſento y los libros, ha vuelto eſtos gigantes en molinos por quitarme la gloria de ſu vencimiento: tal es la enemiſtad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco ſus malas artes contra la voluntad de mi eſpada. Dios lo haga como puede, reſpondió Sancho Panza. Y ayudándole a levantar, tornó a ſubir ſobre Rocinante, que medio deſpaldado eſtaba; y hablando en la paſada aventura, ſiguieron el camino del puerto Lápice, porque allí decía Don Quijote que no era poſible dejar de hallarſe muchas y diverſas aventuras, por ſer lugar muy paſajero; ſino que iba muy peſaroſo por haberle faltado la lanza y dicyéndoſelo a ſu eſcudero, dijo: yo me acuerdo haber leído que un caballero eſpañol, llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndoſele en una batalla roto la eſpada, deſgajó de una encina un peſado ramo o tronco, y con él hizo tales coſas aquel día, y machacó tantos moros, que le quedó por ſobrenombre Machuca, y así él, como ſus deſcendientes, ſe llamaron deſde aquel día en adelante Vargas y Machuca. Hete dicho eſto, porque de la primera encina o roble que ſe me depare, pienſo deſgajar otro tronco tal y bueno como aquel, que me imagino y pienſo hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a verlas, y aſer teſtigo de coſas que apenas podrán ſer creídas. A la mano de Dios, dijo Sancho, yo lo creo todo así como vueſtra merced lo dice; pero enderéceſe un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ſer del molimiento de la caída. Así es la verdad, reſpondió Don Quijote; y ſi no me quejo del dolor, es porque no es dado a los caballeros andantes quejarſe de herida alguna, aunque ſe le ſalgan las tripas por ella. Si eſo es así, no tengo yo que replicar, reſpondió Sancho; pero ſabe Dios ſi yo me holgara que vueſtra merced ſe quejara cuando alguna coſa le doliera. De mí ſé decir, que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, ſi ya no ſe entiende también con los eſcuderos de los caballeros andantes eſo del no quejarſe.

No ſe dejó de reír Don Quijote de la ſimplicydad de ſu eſcudero; y así le declaró que podía muy bien quejarſe, como y cuando quiſieſe, ſin gana o con ella, que haſta entonces no había leído coſa en contrario en la orden de caballería. Díjole Sancho que miraſe que era hora de comer. Reſpondióle ſu amo que por entonces no le hacía meneſter; que comieſe él cuando ſe le antojaſe. Con eſta licencia ſe acomodó Sancho lo mejor que pudo ſobre ſu jumento, y ſacando de las alforjas lo que en ellas había pueſto, iba caminando y comiendo detrás de ſu amo muy deſpacio, y de cuando en cuando empinaba la bota con tanto guſto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. Y en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no ſe le acordaba de ninguna promeſa que ſu amo le hubieſe hecho, ni tenía por ningún trabajo, ſino por mucho deſcanſo, andar buſcando las aventuras por peligroſas que fueſen. En reſolución, aquella noche la paſaron entre unos árboles, y del uno de ellos deſgajó Don Quijote un ramo ſeco, que caſi le podía ſervir de lanza, y puſo en él el hierro que quitó de la que ſe le había quebrado. Toda aquella noche no durmió Don Quijote, penſando en ſu ſeñora Dulcinea, por acomodarſe a lo que había leído en ſus libros, cuando los caballeros paſaban ſin dormir muchas noches en las floreſtas y deſpoblados, entretenidos en las memorias de ſus ſeñoras.

No la pasó así Sancho Panza, que como tenía el eſtómago lleno, y no de agua de chicoria, de un ſueño ſe la llevó toda, y no fueran parte para deſpertarle, ſi ſu amo no le llamara, los rayos del ſol que le daban en el roſtro, ni el canto de las aves, que muchas y muy regocijadamente la venida del nuevo día ſaludaban. Al levantarſe dio un tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que la noche antes, y afligióſele el corazón por parecerle que no llevaban camino de remediar tan preſto ſu falta. No quiſo deſayunarſe Don Quijote porque como eſtá dicho, dio en ſuſtentarſe de ſabroſas memorias.

Tornaron a ſu comenzado camino del puerto Lápice, y a hora de las tres del día le deſcubrieron. Aquí, dijo en viéndole Don Quijote, podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos haſta los codos en eſto que llaman aventuras, mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu eſpada para defenderme, ſi ya no vieres que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caſo bien puedes ayudarme; pero ſi fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, haſta que ſeas armado caballero. Por cierto, ſeñor, reſpondió Sancho, que vueſtra merced ſerá muy bien obedecido en eſto, y más que yo de mío me ſoy pacífico y enemigo de meterme en ruidos y pendencias; bien es verdad que en lo que tocare a defender mi perſona no tendré mucha cuenta con eſas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno ſe defienda de quien quiſiere agraviarle. No digo yo menos, reſpondió Don Quijote; pero en eſto de ayudarme contra caballeros, has de tener a raya tus naturales ímpetus. Digo que sí lo haré, reſpondió Sancho, y que guardaré eſe precepto tan bien como el día del domingo. Eſtando en eſtas razones, aſomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros ſobre dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían ſus anteojos de camino y ſus quitaſoles. Detrás de ellos venía un coche con cuatro o cinco de a caballo que les acompañaban, y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como deſpuez ſe ſupo, una ſeñora vizcaína que ia a Sevilla, donde eſtaba ſu marido que paſaba a las Indias con muy honroſo cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el miſmo camino; mas apenas los divisó Don Quijote, cuando dijo a ſu eſcudero: o yo me engaño, o eſta ha de ſer la más famoſa aventura que ſe haya viſto, porque aquellos bultos negros que allí parecen, deben ſer, y ſon ſin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princeſa en aquel coche, y es meneſter deſhacer eſte tuerto a todo mi poderío. Peor ſerá eſto que los molinos de viento, dijo Sancho. Mire ſeñor, que aquellos ſon frailes de San Benito, y el coche debe de ſer de alguna gente paſajera: mire que digo que mire bien lo que hace, no ſea el diablo que le engañe. Ya te he dicho, Sancho, reſpondió Don Quijote, que ſabes poco de achaques de aventuras: lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás. Y dicyendo eſto ſe adelantó, y ſe puſo en la mitad del camino por donde los frailes venían, y en llegando tan cerca que a él le pareció que le podían oír lo que dijeſe, en alta voz dijo: gente endiablada y deſcomunal, dejad luego al punto las altas princeſas que en eſe coche lleváis forzadas, ſi no, aparejáos a recibir preſta muerte por juſto caſtigo de vueſtras malas obras.

Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura de Don Quijote, como de ſus razones; a las cuales reſpondieron: ſeñor caballero, noſotros no ſomos endiablados ni deſcomunales, ſino dos religioſos de San Benito, que vamos a nueſtro camino, y no ſabemos ſi en eſte coche vienen o no ningunas forzadas princeſas. Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla, dijo Don Quijote. Y ſin eſperar más reſpueſta, picó a Rocinante, y la lanza baja arremetió contra el primer fraile con tanta furia y denuedo, que ſi el fraile no ſe dejara caer de la mula, él le hicyera venir al ſuelo mal de ſu grado, y aun mal ferido ſi no cayera muerto. El ſegundo religioſo, que vio del modo que trataban a ſu compañero, puſo piernas al caſtillo de ſu buena mula, y comenzó a correr por aquella campaña más ligero que el miſmo viento. Sancho Panza que vio en el ſuelo al fraile, apeándoſe ligeramente de ſu aſno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en eſto dos mozos de los frailes, y preguntáronle que por qué le deſnudaba. Reſpondióles Sancho que aquello le tocaba a él legítimamente, como deſpojos de la batalla que ſu ſeñor Don Quijote había ganado. Los mozos, que no ſabían de burla, ni entendían aquello de deſpojos ni batallas, viendo que ya Don Quijote eſtaba deſviado de allí, hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho, y dieron con él en el ſuelo; y ſin dejarle pelo en las barbas le molieron a coces y le dejaron tendido en el ſuelo ſin aliento ni ſentido: y ſin detenerſe un punto, tornó a ſubir el fraile, todo temeroſo y acobardado y ſin color en el roſtro y cuando ſe vio a caballo picó tras ſu compañero, que un buen eſpacio de allí le eſtaba aguardando, y eſperando en qué paraba aquel ſobreſalto; y ſin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado ſuceſo, ſiguieron ſu camino haciéndoſe más cruces que ſi llevaran el diablo a las eſpaldas. Don Quijote eſtaba, como ſe ha dicho, hablando con la ſeñora del coche, dicyéndole: la vueſtra fermoſura, ſeñora mía, puede facer de ſu perſona lo que más le viniera en talante, porque ya la ſoberbia de vueſtros robadores yace por el ſuelo derribada por eſte mi fuerte brazo; y porque no penéis por ſaber el nombre de vueſtro libertador, ſabed que yo me llamo Don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la ſin par y hermoſa doña Dulcinea del Toboſo; y en pago del beneficyo que de mí habéis recibido o quiero otra coſa ſino que volváis al Toboſo, y que de mi parte os preſentéis ante eſta ſeñora, y le digáis lo que por vueſtra libertad he fecho. Todo eſto que Don Quijote decía, eſcuchaba un eſcudero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar paſar el coche adelante, ſino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboſo, ſe fue para Don Quijote, y aſiéndole de la lanza le dijo en mala lengua caſtellana, y peor vizcaína, de eſta manera: anda, caballero, que mal andes; por el Dios que crióme, que ſi no dejas coche, así te matas como eſtás ahí vizcaíno. Entendióle muy bien Don Quijote, y con mucho ſoſiego le reſpondió: ſi fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera caſtigado tu ſandez y atrevimiento, cautiva criatura. A lo cual replicó el vizcaíno: ¿yo no caballero? juro a Dios tan mientes como criſtiano; ſi lanza arrojas y eſpada ſacas, el agua cuán preſto verás que el gato llevas; vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y mientes, que mira ſi otra dices coſa. Ahora lo veredes, dijo Agraves, reſpondió Don Quijote; y arrojando la lanza en el ſuelo, ſacó ſu eſpada y embrazó ſu rodela, y arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida.

El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quiſiera apearſe de la mula, que por ſer de las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra coſa ſino ſacar ſu eſpada; pero avínole bien que ſe halló junto al coche, de donde pudo tomar una almohada que le ſirvió de eſcudo, y luego fueron el uno para el otro, como ſi fueran dos mortales enemigos. La demás gente quiſiera ponerlos en paz; mas no pudo, porque decía el vizcaíno en ſus mal trabadas razones, que ſi no le dejaban acabar ſu batalla, que él miſmo había de matar a ſu ama y a toda la gente que ſe lo eſtorbaſe. La ſeñora del coche, admirada y temeroſa de lo que veía, hizo al cochero que ſe deſviaſe de allí algún poco, y deſde lejos ſe puſo a mirar la riguroſa contienda, en el diſcurſo de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a Don Quijote encima de un hombro por encima de la rodela, que a dárſela ſin defenſa, le abriera haſta la cintura. Don Quijote, que ſintió la peſadumbre de aquel deſaforado golpe, dio una gran voz, dicyendo: ¡oh ſeñora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermoſura, ſocorred a eſte vueſtro caballero, que por ſatiſfacer a la vueſtra mucha bondad, en eſte riguroſo trance ſe halla! El decir eſto, y el apretar la eſpada, y el cubrirſe bien de ſu rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo a la de un ſolo golpe. El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por ſu denuedo ſu coraje, y determinó hacer lo miſmo que Don Quijote: y así le aguardó bien cubierto de ſu almohada, ſin poder rodear la mula a una ni a otra parte, que ya de puro canſada, y no hecha a ſemejantes niñerías, no podía dar un paſo. Venía, pues, como ſe ha dicho, Don Quijote contra el cauto vizcaíno con la eſpada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba aſimiſmo, levantada la eſpada y aforrado con ſu almohada, y todos los circunſtantes eſtaban temeroſos y colgados de lo que había de ſuceder de aquellos tamaños golpes con que ſe amenazaban, y la ſeñora del coche y las demás criadas ſuyas eſtaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y caſas de devoción de Eſpaña, porque Dios libraſe a ſu eſcudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que ſe hallaban. Pero eſtá el daño de todo eſto, que en eſte punto y término deja el autor de eſta hiſtoria eſta batalla, diſculpándoſe que no halló más eſcrito deſtas hazañas de Don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el ſegundo autor de eſta obra no quiſo creer que tan curioſa hiſtoria eſtuvieſe entregada a las leyes del olvido, ni que hubieſen ſido tan poco curioſos los ingenios de la Mancha que no tuvieſen en ſus archivos o en ſus eſcritorios algunos papeles que de eſte famoſo caballero trataſen; y así, con eſta imaginación, no ſe deſeſperó de hallar el fin de eſta apacible hiſtoria, el cual, ſiéndole el cielo favorable, le halló del modo que ſe contará en el ſiguiente capítulo. Capítulo noveno

Donde ſe concluye y da fin a la eſtupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron Dejamos en el anterior capítulo al valeroſo vizcaíno y al famoſo Don Quijote con las eſpadas altas y deſnudas, en guiſa de deſcargar dos furibundos fendientes, tales que ſi en lleno ſe acertaban, por lo menos ſe dividirían y henderían de arriba abajo, y abrirían como una granada, y que en aquel punto tan dudoſo paró y quedó deſtroncada tan ſabroſa hiſtoria, ſin que nos dieſe noticya ſu autor dónde ſe podría hallar lo que de ella faltaba. Causóme eſto mucha peſadumbre, porque el guſto de haber leido tan poco, ſe volvía en diſguſtos de penſar el mal camino que ſe ofrecía para hallar lo mucho que a mi parecer faltaba de tan ſabroſo cuento. Parecióme coſa impoſible y fuera de toda buena coſtumbre, que a tan buen caballero le hubieſe faltado algún ſabio que tomara a cargo en eſcribir ſus nunca viſtas hazañas; coſa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes, de los que dicen las gentes que van a ſus aventuras: porque cada uno de ellos tenía uno o dos ſabios como de molde, que no ſolamente eſcribían ſus hechos, ſino que pintaban ſus más mínimos penſamientos y niñerías por más eſcondidas que fueſen; y no había de ſer tan deſdichado tan buen caballero, que le faltaſe a él lo que ſobró a Platir y a otros ſemejantes. Y así no podía inclinarme a creer que tan gallarda hiſtoria hubieſe quedado manca y eſtropeada, y echada la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y conſumidor de todas las coſas, el cual o la tenía oculta o conſumida. Por otra parte, me parecía que pues entre ſus libros ſe habían hallado tan modernos como Deſengaño de celos, y Ninfas y paſtores de Henares, que tambíen ſu hiſtoria debía de ſer moderna, y que ya que no eſtuvieſe eſcrita, eſtaría en la memoria de la gente de ſu aldea y de las a ellas circunvecinas. Eſta imaginación me traía confuſo y deſeoſo de ſaber real y verdaderamente toda la vida y milagros de nueſtro famoſo eſpañol Don Quijote de la Mancha, luz y eſpejo de la caballería manchega, y el primero que en nueſtra edad y en eſtos tan calamitoſos tiempos ſe puſo al trabajo y ejercicyo de las andantes armas, y el de deſfacer agravios, ſocorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con ſus azotes y palafrenes, y con toda ſu virginidad a cueſtas, de monte en monte y de valle en valle; que ſi no era que algún follón, o algún villano de hacha y capellina, o algún deſcomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los paſados tiempos que al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, ſe fue tan entera a la ſepultura como la madre que la había parido. Digo, pues, que por eſtos y otros muchos reſpetos es digno nueſtro gallardo Don Quijote de continuas y memorables alabanzas, y aun a mí no ſe me deben negar, por el trabajo y diligencia que puſe en buſcar el fin de eſta agradable hiſtoria; aunque bien ſé que ſi el cielo, el caſo y la fortuna no me ayudaran, el mundo quedara falto y ſin el paſatiempo y guſto, que bien caſi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó, pues, el hallarla en eſta manera: eſtando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un ſedero; y como ſoy aficyonado a leer, aunque ſean los papeles rotos de las calles, llevado de eſta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía; vile con caracteres que conocí ſer arábigos, y pueſto que, aunque los conocía, no los ſabía leer, anduve mirando ſi parecía por allí algún moriſco aljamiado que los leyeſe; y no fue muy dificultoſo hallar intérprete ſemejante, pues aunque le buſcara de otra mejor y más antigua lengua le hallara. En fin, la ſuerte me deparó uno, que dicyéndole mi deſeo, y poniéndole el libro en las manos le abrió por medio, y leyendo un poco en él ſe comenzó a reír: preguntéle que de qué ſe reía, y reſpondióme que de una coſa que tenía aquel libro eſcrita en la margen por anotación. Díjele que me la dijeſe, y él ſin dejar la riſa dijo: eſtá, como he dicho, aquí en el margen eſcrito eſto: eſta Dulcinea del Toboſo, tantas veces, en eſta hiſtoria referida, dicen que tuvo la mejor mano para ſalar puercos que otra mujer de toda la Mancha. Cuando yo oí decir Dulcinea del Toboſo, quedé atónito y ſuſpenſo, porque luego ſe me repreſentó que aquellos cartapacios conteían la hiſtoria de Don Quijote. con eſta imaginación le di prieſa que leyeſe el principio; y haciéndolo así, volviendo de improviſo el arábigo en caſtellano, dijo que decía: Hiſtoria de Don Quijote de la Mancha, eſcrita por Cide Hamete Benengeli, hiſtoriador arábigo.

Mucha diſcreción fue meneſter para diſimular el contento que recibí cuando llegó a mis oídos el título del libro; y ſalteándoſele al ſedero, compré al muchacho todos los papeles y cartapacios por medio real, que ſi él tuviera diſcreción, y ſupiera que yo los deſeaba, bien ſe pudiera prometer y llevar más de ſeis reales de la compra. Apartéme luego con el moriſco por el clauſtro de la igleſia mayor, y roguéle me volvieſe aquellos cartapacios, todos los que trataban de Don Quijote, en lengua caſtellana, ſin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quiſieſe. Contentóſe con dos arrobas de paſas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente, y con mucha brevedad, pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le traje a mi caſa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda del miſmo modo que aquí ſe refiere. Eſtaba en el primer cartapacio pintada muy al natural la batalla de Don Quijote con el vizcaíno, pueſtos en la miſma poſtura que la hiſtoria cuenta, levantadas las eſpadas, el uno cubierto de ſu rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que eſtaba moſtrando ſer de alquiler a tiro de balleſta. Tenía a los pies el vizcaíno un título que decía: Don Sancho de Azpeitia que ſin duda debía de ſer ſu nombre, y a los pies de Rocinante eſtaba otro, que decía: Don Quijote: eſtaba Rocinante maravilloſamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto eſpinazo, tan hético confirmado, que moſtraba bien al deſcubierto con cuánta advertencia y propiedad ſe le había pueſto el nombre de Rocinante. Junto a él eſtaba Sancho Panza, que teía del cabeſtro a ſu aſno, a los pies del cual eſtaba otro rótulo, que decía: Sancho Zancas; y debía de ſer que tenía, a lo que moſtraba la pintura, la barriga grande, el talle corto, y las zancas largas, y por eſto ſe le debió de poner nombre de Panza y Zancas, que con eſtos dos ſobrenombres ſe le llama algunas veces la hiſtoria. Otras algunas menudencias había que advertir; pero todas ſon de poca importancia y que no hacen al caſo a la verdadera relación de la hiſtoria, que ninguna es mala como ſea verdadera.

Si a eſta ſe le puede poner alguna objeción acerca de ſu verdad, no podrá ſer otra ſino haber ſido ſu autor arábigo, ſiendo muy propio de los de aquella nación ſer mentiroſos aunque por ſer tan nueſtros enemigos, antes ſe puede entender haber quedado falto en ella que demaſiado: y así me parece a mí, pues cuando pudiera y debiera extender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de induſtria las paſa en ſilencio; coſa mal hecha y peor penſada, habiendo y debiendo ſer los hiſtoriadores puntuales, verdaderos y no nada apaſionados, y que ni el interez ni el miedo, el rencor ni la aficyón, no les haga torcer del camino de la verdad, cuya madre es la hiſtoria, émula del tiempo, depóſito de las acciones, teſtigo de lo paſado, ejemplo y aviſo de lo preſente, advertencia de lo porvenir. En eſta ſé que ſe hallará todo lo que ſe acertare a deſear en la más apacible; y ſi algo bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del galgo de ſu autor, antes que por falta del ſujeto.

En fin, ſu ſegunda parte ſiguiendo la traducción, continuaba de eſta manera: pueſtas y levantadas en alto las cortadoras eſpadas de los dos valeroſos y enojados combatientes, no parecía ſino que eſtaban amenazando al cielo, a la tierra y al abiſmo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el primero que fue a deſcargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue dado con tanta fuerza y tanta furia, que a no volvérſele la eſpada en el camino, aquel ſolo golpe fuera baſtante para dar fin a ſu riguroſa contienda, y a todas las aventuras de nueſtro caballero; mas la buena ſuerte, que para mayores coſas le tenía guardado, torció la eſpada de ſu contrario, de modo que aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño qeu deſarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada con la mitad de la oreja, que todo ello con eſpantoſa ruina vino al ſuelo, dejándole muy maltrecho. ¡Válame Dios, y quién ſerá aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró en el corazón de nueſtro manchego, viéndoſe parar de aquella manera! No ſe diga más, ſino que fue de manera que ſe alzó de nuevo en los eſtribos, y apretando más la eſpada en las dos manos, con tal furia deſcargó ſobre el vizcaíno, acertándole de lleno ſobre la almohada y ſobre la cabeza, que ſin ſer parte tan buena defenſa, como ſi cayera ſobre él una montaña, comenzó a echar ſangre por las narices, y por la boca, y por los oídos, y a dar mueſtras de caer de la mula abajo, de donde cayera ſin duda, ſi no ſe abrazara con el cuello; pero con todo eſo ſacó los pies de los eſtribos, y luego ſoltó los brazos, y la mula eſpantada del terrible golpe dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con ſu dueño en tierra. Eſtábaſelo con mucho ſoſiego mirando Don Quijote, y como lo vio caer, ſaltó de ſu caballo y con mucha ligereza ſe llegó a él, y poniéndole la punta de la eſpada en los ojos, le dijo que ſe rindieſe; ſi no, que le cortaría la cabeza.

Eſtaba el vizcaíno tan turbado que no podía reſponder palabra, y él lo paſara mal, ſegún eſtaba ciego Don Quijote, ſi las ſeñoras del coche, que haſta entonces con gran deſmayo habían mirado la pendencia, no fueran adonde eſtaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hicyera tan grande merced y favor de perdonar la vida a aquel ſu eſcudero; a lo cual Don Quijote reſpondió con mucho entono y gravedad: por cierto, fermoſas ſeñoras, yo ſoy muy contento de hacer lo que me pedís; mas ha de ſer con una condicyón y concerto, y es que eſte caballero ma ha de prometer de ir al lugar del Toboſo, y preſentarſe de mi parte ante la ſin par doña Dulcinea, para que ella haga de él lo que más fuere de ſu voluntad. Las temeroſas y deſconſoladas ſeñoras, ſin entrar en cuenta de lo que Don Quijote pedía, y ſin preguntar quién Dulcinea fueſe, le prometieron que el eſcudero haría todo aquello que de ſu parte le fueſe mandado: pues en fe de eſa palabra, yo no le haré más daño, pueſto que me lo tenía bien merecido.


Parte primera: Capítulo décimo

De los gracioſos razonamientos que paſaron entre D. Quijote y Sancho Panza ſu eſcudero.


Ya en eſte tiempo ſe había levantado Sancho Panza algo maltratado de los mozos de los frailes, y había eſtado atento a la batalla de ſu ſeñor Don Quijote, y rogaba a Dios en ſu corazón fueſe ſervido de darle victoria y que en ella ganaſe alguna ínſula de donde le hicyeſe gobernador, como ſe lo había prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que ſu amo volvía a ſubir ſobre Rocinante, llegó a tenerle el eſtribo, y antes que ſubieſe ſe hincó de rodillas delante de él, y aſiéndole de la mano, ſe la besó y le dijo: ſea vueſtra merced ſervido, ſeñor Don Quijote mío, de darme el gobierno de la ínſula que en eſta riguroſa pendencia ſe ha ganado, que por grande que ſea, yo me ſiento con fuerzas de ſaberla gobernar tal y tan bien como otro que haya gobernado ínſulas en el mundo. A lo cual reſpondió Don Quijote: advertid, hermano Sancho, que eſta aventura, y las a eſtas ſemejantes, no ſon aventuras de ínſulas, ſino de encrucijadas, en las cuales no ſe gana otra coſa que ſacar rota la cabeza, o una oreja menos; tened paciencia, que aventuras ſe ofrecerán, donde no ſolamente os pueda hacer gobernador, ſino más adelante. Agradecióſelo mucho Sancho, y besándole otra vez la mano y la falda de la loriga, le ayudó a ſubir ſobre Rocinante, y él ſubió ſobre ſu aſno, y comenzó a ſeguir a ſu ſeñor, que a paſo tirado, ſin deſpedirſe ni hablar más con las del coche, ſe entró por un boſque que allí junto eſtaba.

Seguíale Sancho a todo trote de ſu jumento; pero caminaba tanto Rocinante, que, viéndoſe quedar atrás, le fue forzoſo dar voces a ſu amo, que ſe aguardaſe. Hízolo así Don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante haſta que llegaſe ſu canſado eſcudero, el cual en llegando le dijo: paréceme, ſeñor, que ſería acertado irnos a retraer a alguna igleſia, que, ſegún quedó maltrecho aquel con quien combatiſteis, no ſerá mucho que den noticya del caſo a la Santa Hermandad, y nos prendan; y a fe que ſi lo hacen, que primero que ſalgamos de la cárcel, que nos ha de ſudar el hopo. Calla, dijo Don Quijote. ¿Y dónde has viſto tú o leído jamás que caballero andante haya ſido pueſto ante la juſticya, por más homicydios que haya cometido? Yo no ſé nada de omecillos, reſpondió Sancho, ni en mi vida le caté a ninguno; sólo ſé que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en el campo, y en eſotro no me entremeto. Pues no tengas pena, amigo, reſpondió Don Quijote, que yo te ſacaré de las manos de los caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime por tu vida: ¿has tú viſto más valeroſo caballero que yo en todo lo deſcubierto de la tierra? ¿Has leído en hiſtorias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perſeverar, más deſtreza en el herir, ni más maña en el derribar? La verdad ſea, reſpondió Sancho, que yo no he leído ninguna hiſtoria jamás, porque ni ſé leer ni eſcribir; mas lo que oſaré apoſtar es que más atrevido amo que vueſtra merced yo no le he ſervido en todos los días de mi vida, y quiera Dios que eſtos atrevimientos no ſe paguen donde tengo dicho. Lo que le ruego a vueſtra merced es que ſe cure, que ſe le va mucha ſangre de eſa oreja, que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en las alforjas.

Todo eſto fuera bien eſcuſado, reſpondió Don Quijote, ſi a mí ſe me acordara de hacer una redoma del bálſamo de Fierabrás, que con sólo una gota ſe ahorraran tiempo y medicynas. ¿Qué redoma y qué bálſamo es eſe? dijo Sancho Panza. De un bálſamo, reſpondió Don Quijote, de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay que penſar morir de ferida alguna; y así, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más que hacer ſino que cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo, como muchas veces ſuele acontecer, bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el ſuelo, y con mucha ſutileza, antes que la ſangre ſe hiele, la pondrás ſobre la otra mitad que quedare en la ſilla, advirtiendo de encajallo igualmente y al juſto. Luego me darás a beber ſolos dos tragos del bálſamo que he dicho, y veráſme quedar más ſano que una manzana. Si eſo hay, dijo Panza, yo renuncio deſde aquí el gobierno de la prometida ínſula, y no quiero otra coſa en pago de mis muchos y buenos ſervicyos, ſino que vueſtra merced me djé la receta de eſe eſtremado licor, que para mí tengo que valdrá la onza donde quiera más de dos reales, y no he meneſter yo más para paſar eſta vida honrada y deſcanſadamente; pero es de ſaber ahora ſi tiene mucha coſta el hacella. Con menos de tres reales ſe pueden hacer tres azumbres, reſpondió Don Quijote. ¡Pecador de mí! replicó Sancho. ¿Pues a qué aguarda vueſtra merced a hacelle y a enſeñármele? Calla, amigo, reſpondió Don Quijote, que mayores ſecretos pienſo enſeñarte, y mayores mercedes hacerte; y por ahora curémonos, que la oreja me duele más de lo que yo quiſiera.

Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento; mas cuando Don Quijote llegó a ver rota ſu celada, pensó perder el juicyo, y pueſta la mano en la eſpada y alzando los ojos al cielo, dijo: yo hago juramento al criador de todas las coſas, y a los ſantos cuatro Evangelios, donde más largamente eſtán eſcritos, de hacer la vida que hizo el grande marquez de Mantua, cuando juró de vengar la muerte de ſu ſobrino Baldovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con ſu mujer folgar, y otras coſas, que, aunque de ellas no me acuerdo, las doy aquí por eſpreſadas, haſta tomar entera venganza del que tal deſaguiſado me fizo. Oyendo eſto Sancho, le dijo: advierta vueſtra merced, ſeñor Don Quijote, que ſi el caballero cumplió lo que ſe le dejó ordenado de irſe a preſentar ante mi ſeñora Dulcinea del Toboſo, ya habrá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena ſi no comete nuevo delito. Has hablado y apuntado muy bien, repondió Don Quijote; y así anulo el juramento en lo que toca a tomar de él nueva venganza; pero hágole y confírmole de nuevo de hacer la vida que he dicho, haſta tanto que quite por fuerza otra celada tal y tan buena como eſta a algún caballero; y no pienſes, Sancho, que así, a humo de pajas, hago eſto, que bien tengo a quien imitar en ello, que eſto miſmo pasó al pie de la letra ſobre el yelmo del Mambrino, que tan caro le coſtó a Sacripante. Que dé al diablo vueſtra merced tales juramentos, ſeñor mío, replicó Sancho, que ſon muy en daño de la ſalud y muy en perjuicyo de la conciencia. Si no, dígame ahora ſi acaſo en muchos días no topamos hombre armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Haſe de cumplir el juramento a deſpecho de tantos inconvenientes e incomodidades, como ſerá el dormir veſtido, y el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenía el juramento de aquel loco viejo del marquez de Mantua, que vueſtra merced quiere revalidar ahora? Mire vueſtra merced bien que por todos eſtos caminos no andan hombres armados ſino arrieros y carreteros, que no sólo no traen celadas, pero quizá no las han oído nombrar en todos los días de ſu vida. Engañaſte en eſo, dijo Don Quijote, porque no habremos eſtado dos horas por eſtas encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron ſobre Albraca a la conquiſta de Angélica la Bella. Alto, pues; ſea así, dijo Sancho y a Dios prazga que nos ſuceda bien, y que ſe llegue ya el tiempo de ganar eſa ínſula, que tan cara me cueſta, y muérame yo luego. Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eſo cuidado alguno, que cuando faltare ínſula, ahí eſtá el reino de Dinamarca, o el de Sobradiſa, que te vendrán como anillo al dedo, y más que, por ſer en tierra firme, te debes de alegrar. Pero dejemos eſto para ſu tiempo, y mira ſi traes algo en eſas alforjas que comamos, porque vamos luego en buſca de algún caſtillo donde alojemos eſta noche, y hagamos el bálſamo que te he dicho, porque yo te voto a Dios que me va doliendo mucho la oreja.

Aquí trayo una cebolla y un poco de queſo, y no ſé cuántos mendrugos de pan, dijo Sancho; pero no ſon manjares que pertenecen a tan valiente caballero como vueſtra merced. Que mal lo entiendes, reſpondió Don Quijote: hágote ſaber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y ya que coman, ſea de aquello que hallaren más a mano: y eſto ſe te hicyera cierto, ſi hubieras leído tantas hiſtorias como yo, que aunque han ſido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comieſen, ſi no era acaſo, y en algunos ſuntuoſos banquetes que les hacían, y los demás días ſe los paſaban en flores. Y aunque ſe deja entender que no podían paſar ſin comer y ſin hacer todos los otros meneſteres naturales, porque en efecto eran hombres como noſotros, has de entender también que, andando lo más del tiempo de ſu vida por las floreſtas y deſpoblados, y ſin cocinero, que ſu más ordinaria comida ſería de viandas rúſticas, tales como las que tú ahora me ofreces: así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a mí me da guſto, ni quieras tú hacer mundo nuevo, ni ſacar la caballería andante de ſus quicyos. Perdóneme vueſtra merced, dijo Sancho, que como yo no ſé leer ni eſcribir, como otra vez he dicho, no ſé ni he caído en las reglas de la profeſión caballereſca; y de aquí adelante yo proveeré las alforjas de todo género de fruta ſeca para vueſtra merced, que es caballero, y para mí las proveeré, pues no lo ſoy, de otras coſas volátiles y de más ſuſtancia. No digo yo, Sancho, replicó Don Quijote, que ſea forzoſo a los caballeros andantes no comer otra coſa que eſas frutas que dices; ſino que ſu más ordinario ſuſtento debía ſer de ellas, y de algunas yerbas que hallaban en los campos, que ellos conocían, y yo también conozco. Virtud es, reſpondió Sancho, conocer eſas yerbas, que ſegún yo me voy imaginando, algún día ſerá meneſter uſar de eſe conocimiento.

Y ſacando en eſto lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y compañía; pero deſeoſos de buſcar donde alojar aquella noche, acabaron con mucha brevedad ſu pobre y ſeca comida. Subieron luego a caballo, y diéronſe prieſa por llegar a poblado, antes que anochecieſe; pero faltóles el ſol y la eſperanza de alcanzar lo que deſeaban junto a unas chozas de unos cabreros, y así determinaron de paſar allí la noche que cuanto fue de peſadumbre para Sancho no llegar a poblado, fue de contento para ſu amo dormirla al cielo deſcubierto, por parecerle que cada vez que eſto le ſucedía era hacer un acto poſeſivo que facilitaba la prueba de ſu caballería. Parte primera: Capítulo undécimo

De lo que ſucedió a Don Quijote con unos cabreros


Fue recogido de los cabreros con buen ánimo, y habiendo Sancho lo mejor que pudo acomodado a Rocinante y a ſu jumento, ſe fue tras el olor que deſpedían de sí ciertos taſajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero eſtaban; y aunque él quiſiera en aquel miſmo punto ver ſi eſtaban en ſazón de traſladarlos del caldero al eſtómago, lo dejó de hacer porque los cabreros los quitaron del fuego, y tendiendo por el ſuelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha prieſa ſu rúſtica meſa, y convidaron a los dos, con mueſtras de muy buena voluntad, con lo que tenían. Sentáronſe a la redonda de las pieles ſeis de ellos, que eran los que en la majada había, habiendo primero con groſeras ceremonias rogado a Don Quijote que ſe ſentaſe ſobre un dornajo que vuelto al revez le puſieron. Sentóſe Don Quijote, y quedábaſe Sancho en pie para ſervirle la copa, que era hecha de cuerno. Viéndole en pie ſu amo, le dijo: porque veas, Sancho, el bien que en sí encierra la andante caballería, y cuán a pique eſtán los que en cualquiera miniſterio de ella ſe ejercitan, de venir brevemente a ſer honrados y eſtimados del mundo, quiero que aquí a mi lado, y en compañía de eſta buena gente, te ſientes, y que ſeas una miſma coſa conmigo que ſoy tu amo y natural ſeñor, que comas en mi plato y bebas por donde yo bebiere; porque de la caballería andante ſe puede decir lo miſmo que del amor que ſe dice, que todas las coſas iguala. ¡Gran merced! dijo Sancho; pero ſé decir a vueſtra merced, que como yo tuvieſe bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis ſolas, como ſentado a par de un emperador. Y aún ſi va a decir verdad, mucho mejor me ſabe lo que como en mi rincón ſin melindres ſin reſpetos, aunque ſea pan y cebolla, que los gallipavos de otras meſas, donde me ſea forzoſo maſcar deſpacio, beber poco, limpiarme a menudo, no eſtornudar ni toſer ſi me viene gana, ni hacer otras coſas que la ſoledad y la libertad traen conſigo. Así que, ſeñor mío, eſtas honras que vueſtra merced quiere darme, por ſer miniſtro y adherente de la caballería andante, como lo ſoy ſiendo eſcudero de vueſtra merced, conviértalas en otras coſas que me ſean de más cómodo y provecho; que eſtas, aunque las doy por bien recibidas, las renuncio para deſde aquí al fin del mundo. Con todo eſo, te has de ſentar, porque a quien ſe humilla Dios le enſalza. Y aſiéndole por el brazo, le forzó a que junto a él ſe ſentaſe. No entendían los cabreros aquella jerigonza de eſcuderos y de caballeros andantes, y no hacían otra coſa que comer y callar y mirar a ſus huéſpedes, que con mucho donaire y gana embaulaban taſajo como puño. Acabado el ſervicyo de carne, tendieron ſobre las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente puſieron un medio queſo, más duro que ſi fuera hecho de argamaſa. No eſtaba en eſto ocioſo el cuerno, porque andaba a la redonda tan a menudo, ya lleno, ya vacío, como arcaduz de noria, que con facilidad vació un zaque de dos que eſtaban de manifieſto. Deſpuez que Don Quijote hubo bien ſatiſfecho ſu eſtómago, tomó un puño de bellotas en la mano, y mirándolas atentamente, ſoltó la voz a ſemejantes razones:

¡Dichoſa edad y ſiglos dichoſos aquellos a quien los antiguos puſieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en eſta nueſtra edad de hierro tanto ſe eſtima, ſe alcanzaſe en aquella venturoſa ſin fatiga alguna, ſino porque entonces los que en ella vivían ignoraban etas dos palabras de tuyo y mío!

Eran en aquella ſanta edad todas las coſas comunes; a nadie le era neceſario, para alcanzar ſu ordinario ſuſtento, tomar otro traajo que lzar la mano, y alcanzarle de las robuſtas encinas, que liberalmente les eſtaban convidando con ſu dulce y ſazonado ruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, ſabroſas y tranſparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban ſu república las ſolícitas y diſcretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano ſin interez alguno la fértil coſecha de ſu dulcíſimo trabajo. Los valientes alcornoques deſpedían de sí, ſin otro artificyo que el de ſu cortesía, ſus anchas y livianas cortezas, con que ſe comenzaron a cubrir las caſas ſobre rúſticas eſtacas, ſuſtentadas no más que para defenſa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amiſtad, todo concordia: aún no ſe había atrevido la peſada reja del corvo arado a abrir ni viſitar las entrañas piadoſas de nueſtra primera madre, que ella ſin ſer forzada, ofrecía por todas partes de ſu fértil y eſpacioſo ſeno lo que pudieſe hartar, ſuſtentar y deleitar a los hijos que entonces la poſeían. Entonces sí que andaban las ſimples y hermoſas zagalejas de valle en valle, y de otero en otero, en trenza y en cabello, ſin más veſtidos de aquellos que eran meneſter para cubrir honeſtamente lo que la honeſtidad quiere y ha querido ſiempre que ſe cubra; y no eran ſus adornos de los que ahora ſe uſan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada ſeda encarecen, ſino de algunas hojas de verdes lampazos y hiedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pompoſas y compueſtas, como van ahora nueſtras corteſanas con las raras y peregrinas invenciones que la curioſidad ocioſa les ha moſtrado. Entonces ſe decoraban los conceptos amoroſos del alma ſimple y ſencillamente, del miſmo modo y manera que ella los concebía, ſin buſcar artificyoſo rodeo de palabras para encarecerlos. No habían la fraude, el engaño ni la malicya mezcládoſe con la verdad y la llaneza. La juſticya ſe eſtaba en ſus propios términos, ſin que la oſaſen turbar ni ofender los del favor y los del interez, que tanto ahora la menoſcaban, turban y perſiguen. La ley del encaje aún no ſe había ſentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fueſe juzgado. Las doncellas y la honeſtidad andaban, como tengo dicho, por donde quiera, ſolas y ſeñoras, ſin temor que la ajena deſenvoltura y laſcivo intento las menoſcabaſen, y ſu perdicyón nacía de ſu guſto y propia voluntad. Y ahora en eſtos nueſtros deteſtables ſiglos no eſtá ſegura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí por los reſquicyos o por el aire, con el celo de la maldita ſolicytud, ſe les entra la amoroſa peſtilencia, y les hace dar con todo ſu recogimiento al traſte. Para cuya ſeguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicya, ſe inſtituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y ſocorrer a los huérfanos y a los meneſteroſos. De eſta orden ſoy yo, hermanos cabreros, aquien agradezco el agaſajo y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi eſcudero; que aunque por ley natural eſtán todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía por ſaber que, ſin ſaber voſotros eſta obligación, me acogíſteis y regaláſteis, es razón que con la voluntad a mí poſible os agradezca la vueſtra.

Toda eſta larga arenga (que ſe pudiera muy bien excuſar) dijo nueſtro caballero, porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada, y antojóſele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros, que, ſin reſpondelle palabra, embobados y ſuſpenſos le eſtuvieron eſcuchando. Sancho aſimiſmo callaba, y comía bellotas y viſitaba muy amenudo el ſegundo zaque, que porque ſe enfriaſe el vino lo tenían colgado de un alcornoque. Más tardó en hablar Don Quijote que en acabar la cena, al fin de la cual uno de los cabreros dijo: para que con más veras pueda vueſtra merced decir, ſeñor caballero andante, que le agaſajamos con pronta y buena voluntad, queremos darle ſolaz y contento con hacer que cante un compañero nueſtro, que no tardará mucho en eſtar aquí, el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y que ſobre todo ſabe leer y eſcribir, y es múſico de un rabel, que no hay más que deſear. Apenas había el cabrero acabado de decir eſto, cuando llegó a ſus oídos el ſon del rabel y de allí a poco llegó el que le tañía, que era un mozo de haſta veintidós años, de muy buena gracia. Preguntáronle ſus compañeros ſi había cenado, y reſpondiendo que sí, el que había hecho los ofrecimientos le dijo: de eſa manera, Antonio, bien podrás hacernos placer de cantar un poco, porque vea eſte ſeñor huéſped que tenemos, que también por los montes y ſelvas hay quien ſepa de múſica. Hémoſle dicho tus buenas habilidades, y deſeamos que las mueſtres y nos ſaques verdaderos; y así te ruego por tu vida que te ſientes y cantes el romance de tus amores, que te compuſo el beneficyado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien. Que me place, dijo el mozo; y ſin hacerſe más de rogar, ſe ſentó en el tronco de una deſmochada encina, y templando ſu rabel, de allí a poco, con muy buena gracia, comenzó a cantar, dicyendo de eſta manera:

ANTONIO

Yo ſé, Olalla, que me adoras, pueſto que no me lo has dicho ni aún con los ojos ſiquiera, mudas lenguas de amoríos.

Porque ſé que eres ſabida, en que me quieres me afirmo, que nunca fue deſdichado amor que fue conocido.

Bien es verdad que tal vez, Olalla, me has dado indicyo que tienes de bronce el alma, y el blanco pecho de riſco.

Más allá, entre ſus reproches y honeſtíſimos deſvíos tal vez la eſperanza mueſtra la orilla de ſu veſtido. Abalánzaſe al ſeñuelo mi fe que nunca ha podido ni menguar por no llamado ni crecer por eſcogido.

Si el amor es cortesía, de la que tienes colijo que al fin de mis eſperanzas ha de ſer cual imagino.

Y ſi ſon ſervicyos parte de hacer un pecho benigno, algunos de los que he hecho fortalecen mi partido.

Porque, ſi has mirado en ello, más de una vez habrás viſto que me he veſtido en los lunes lo que me honraba el domingo.

Como el amor y la gala andan un miſmo camino, en todo tiempo a tus ojos quiſe moſtrarme polido.

Dejo el bailar por tu cauſa, ni las múſicas te pinto, que has eſcuchado a deſhoras y al canto del gallo primo.

No cuento las alabanzas que de tu belleza he dicho, que, aunque verdaderas, hacen ſer yo de algunas mal quiſto.

Tereſa del Berrocal, yo alabándote, me dijo: Tal pienſa que adora un ángel, y viene a adorar a un jimio.

Merced a los mucho dijes y a los cabellos poſtizos, y a hipócritas hermoſuras que engañan al amor miſmo.

Deſmentíla, y enojóſe, volvió por ella ſu primo, deſafióme, y ya ſabes, lo que yo hice y él hizo.

No te quiero yo a montón, ni te pretendo y te ſirvo por lo de barraganía, que más bueno es mi deſignio.

Coyundas tiene la igleſia, que ſon lazadas de ſirgo, pon tu cuello en la gamella, verás cómo pongo yo el mío.

Donde no, deſde aquí juro por el ſanto más bendito, de no ſalir deſtas tierras ſino para capuchino.

Con eſto dio el cabrero fin a ſu canto, y aunque Don Quijote le rogó que algo más cantaſe, no lo conſintió Sancho Panza, porque eſtaba más para dormir que para oír canciones. Y así dijo a ſu amo: bien puede vueſtra merced acomodarſe deſde luego a donde ha de paſar eſta noche, que el trabajo de eſtos buenos hombres tienen todo el día no permite que paſen las noches cantando. Ya te entiendo, Sancho, reſpondió Don Quijote, que bien ſe me traſluce que las viſitas del zaque piden más recompenſa de ſueño que de múſica. A todos nos ſabe bien, bendito ſea Dios, reſpondió Sancho. No lo lo niego, replicó Don Quijote; pero acomódate tú donde quiſieres, que los de mi profeſión mejor parecen velando que durmiendo; pero con todo eſo ſería bien, Sancho, que me vuelvas a curar eſta oreja, que me va doliendo más de lo que es meneſter. Hizo Sancho lo que ſe le mandaba; y viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuvieſe pena, que él pondría remedio con que fácilmente ſe ſanaſe; y tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí había, las maſcó y las mezcló con un poco de ſal, y aplicándoſelas a la oreja, ſe las vendó muy bien, aſegurándole que no había meneſter otra medicyna. Y así fue la verdad. Parte primera: Capítulo duodécimo

De lo que contó un cabrero a los que eſtaban con Don Quijote

Eſtando en eſto llegó otro mozo de los que les traían de la aldea el baſtimento, y dijo: ¿ſabéis lo que paſa en el lugar, compañeros? ¿cómo lo podemos ſaber? reſpondió uno de ellos. Pues ſabed, proſiguió el mozo, que murió eſta mañana aquel famoſo paſtor eſtudiante llamado Grisóſtomo, y ſe murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de la aldea, la hija de Guillermo el rico, aquella que ſe anda en hábito de paſtora por eſos andurriales. Por Marcela dirás, dijo uno. Por eſa digo, reſpondió el cabrero; y es lo bueno, que mandó en ſu teſtamento que le enterraſen en el campo como ſi fuera moro, y que ſea al pie de la peña donde eſtá la fuente del alcornoque, porque ſegún es fama (y él dicen que lo dijo) aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y también mandó otras coſas tales, que los abades del pueblo dicen que no ſe han de cumplir ni es bien que ſe cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual reſponde aquel gran ſu amigo Ambroſio el eſtudiante, que también ſe viſtió de paſtor con él, que ſe ha de cumplir todo ſin faltar nada como lo dejó mandado Grisóſtomo, y ſobre eſto anda el pueblo alborotado, mas a lo que ſe dice, en fin ſe hará lo que Ambroſio y todos los paſtores ſus amigos quieren, y mañana le vienen a enterrar con gran pompa adonde tengo dicho; y tengo para mí que ha de ſer coſa muy de ver, a lo menos yo no dejaré de ir a verla, ſi ſupieſe no volver mañana al lugar. Todos haremos lo miſmo, reſpondieron los cabreros, y echaremos ſuertes a quien ha de quedar a guardar las cabras de todos. Bien dices Pedro, dijo uno de ellos, aunque no ſerá meneſter uſar de eſa diligencia, que yo me quedaré por todos; y no lo atribuyas a virtud y a poca curioſidad mía, ſino a que no me deja andar el garrancho que el otro día me pasó eſte pie. Con todo eſto, te lo agradecemos, reſpondió Pedro.

Y Don Quijote rogó a Pedro le dijeſe qué muerto era aquel y qué paſtora aquella. A lo cual Pedro reſpondió, que lo que ſabía era que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un lugar que eſtaba en aquellas ſierras, el cual había ſido eſtudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto a ſu lugar con opinión de muy ſabio y muy leído. Principalmente decían que ſabía la ciencia de las eſtrellas, y de lo que paſaban allá en el cielo el ſol y la luna, porque puntualmente nos decía el cris del ſol y de la luna. Eclipſe ſe llama, amigo, que no cris, el eſcurecerſe eſos dos luminares mayores, dijo Don Quijote. Mas Pedro, no reparando en niñerías, proſiguió ſu cuento, dicyendo: aſimeſmo adivinaba cuando había de ſer el año abundante o eſtil. Eſtéril queréis decir, amigo, dijo Don Quijote. Eſtéril, o eſtil, reſpondió Pedro, todo ſe ſale allá. Y digo que, con eſto que decía, ſe hicyeron ſu padre y ſus amigos que le daban crédito muy ricos, porque hacían lo que él les aconſejaba, dicyéndoles: ſembrad eſte año cebada, no trigo; en eſte podéis ſembrar garbanzos, y no cebada; el que viene ſerá de guilla de aceite; los tres ſiguientes no ſe cogerá gota. Eſa ciencia ſe llama Aſtrología, dijo Don Quijote. No ſé yo cómo ſe llama, replicó Pedro, mas ſé que todo eſto ſabía y aún más. Finalmente no paſaron muchos meſes deſpuez que vino de Salamanca, cuando un día remaneció veſtido de paſtor con ſu cayado y pellico, habiéndoſe quitado los hábitos largos que como eſcolar traía, y juntamente ſe viſtió con él de paſtor otro ſu grande amigo llamado Ambroſio, que había ſido ſu compañero en los eſtudios. Olvidábaſeme decir cómo Grisóſtomo el difunto fue grande hombre de componer coplas, tanto que él hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos para el día de Dios, que los repreſentaban los mozos de nueſtro pueblo, y todos decían que eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de improviſo veſtidos de paſtores a los dos eſcolares, quedaron admirados y no podían adivinar la cauſa que les había movido a hacer tan extraña mudanza. Ya en eſte tiempo era muerto el padre de nueſtro Grisóſtomo, y él quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí en muebles como en raíces, y en no pequeña cantidad de ganado mayor y menor, y en gran cantidad de dineros: de todo lo cual quedó el mozo ſeñor deſoluto; y en verdad que todo lo merecía, que era muy buen compañero y caritativo y amigo de los buenos, y tenía una cara como una bendicyón. Deſpuez ſe vino a entender que el haberſe mudado de traje no había ſido por otra coſa que por andarſe por eſtos deſpoblados en pos de aquella paſtora Marcela que nueſtro zagal nombró denantes, de la cual ſe había enamorado el difunto de Grisóſtomo. Y quiéroos decir ahora, porque es bien que lo ſepáis, quén es eſta rapaza; quizá y aun ſin quizá no habréis oído ſemejante coſa en todos los días de vueſtra vida, aunque viváis más años que ſarna. Decid Sarra, replicó Don Quijote, no pudiendo ſufrir el trocar de los vocablos del cabrero. Harto vive la ſarna, reſpondió Pedro; y ſi es, ſeñor, que me habéis de andar zaheriendo a cada paſo los vocablos, no acabaremos en un año. Perdonad, amigo, dijo Don Quijote, que por haber tanta diferencia de ſarna a Sarra os lo dije; pero vos reſpondíſteis muy bien, porque vive más ſarna que Sarra, y proſeguid vueſtra hiſtoria, que no os replicaré más en nada.

Digo, pues, ſeñor de mi alma, dijo el cabrero, que en nueſtra aldea hubo un labrador aún más rico que el padre de Grisóſtomo, el cual ſe llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las muchas y grandes riquezas, una hija, de cuyo parto murió ſu madre, que fue la más honrada mujer que hubo en todos eſtos contornos; no parece ſino que ahora la veo con aquella cara, que del un cabo tenía el ſol y del otro la luna, y ſobre todo hacendoſa y amiga de los pobres, por lo que creo que debe de eſtar ſu ánima a la hora de hora gozando de Dios en el otro mundo. De peſar de la muerte de tan buena mujer murió ſu marido Guillermo, dejando a ſu hija Marcela muchacha y rica en poder de un tío ſuyo, ſacerdote, y beneficyado en nueſtro lugar. Creció la niña con tanta belleza, que nos hacía acordar de la de ſu madre, que la tuvo muy grande, y con todo eſto ſe juzgaba que le había de paſar la de la hija; y así fue, que cuando llegó a edad de catorce a quince años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que tan hermoſa la había criado, y los más quedaban enamorados y perdidos por ella. Guardábala ſu tío con mucho recato y con mucho encerramiento, pero con todo eſto, la fama de ſu mucha hermoſura ſe extendió de manera, que así por ella, como por ſus muchas riquezas, no ſolamente de los de nueſtro pueblo, ſino de los de muchas leguas a la redonda, y de los mejores de ellos, era rogado, ſolicytado e importunado ſu tío ſe la dieſe por mujer. Mas él, que a las derechas es buen criſtiano, aunque quiſiera caſarla luego, así como la vía de edad, no quiſo hacerlo ſin ſu conſentimiento, ſin tener ojo a la ganancia y granjería que le ofrecía el tener la hacienda de la moza, dilatando ſu caſamiento. Y a fe que ſe dijo eſto en más de un corrillo en el pueblo en alabanza del buen ſacerdote. Que quiero que ſepa, ſeñor andante, que en eſtos lugares cortos de todo ſe trata y de todo ſe murmura; y tened para vos, como yo tengo para mí, que debe de ſer demaſiadamente bueno el clérigo que obliga a ſus feligreſes a que digan bien dél, eſpecialmente en las aldeas.

Así es la verdad, dijo Don Quijote, y proſeguid adelante, que el cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con mucha gracia.

La del Señor no me falte, que es la que hace al caſo. Y en lo demás, ſabréis que aunque el tío proponía a la ſobrina, y le decía las calidades de cada uno, en particular de los muchos que por mujer la pedían, rogándole que ſe caſaſe y eſcogieſe a ſu guſto, jamás ella reſpondió otra coſa ſino que por entonces no quería caſarſe, y que por ſer tan muchacha no ſe ſentía hábil para poder llevar la carga del matrimonio. Con eſtas que daba al parecer juſtas excuſas, dejaba el tío de importunarla, y eſperaba que entraſe algo más en edad y ella ſupieſe eſcoger compañía a ſu guſto. Porque decía él, y decía muy bien, que no habían de dar los padres a ſus hijos eſtado contra ſu voluntad. Pero hételo aquí, cuando no me cato, que remanece un día la melindroſa Marcela hecha paſtora; y ſin ſer parte ſu tío ni todos los del pueblo que ſe lo deſaconſejaban, dio en irſe al campo con las demás zagalas del lugar, y dio en guardar ſu meſmo ganado. Y así como ella ſalió en público, y ſu hermoſura ſe vio al deſcubierto, no os ſabré buenamente decir cuántos ricos mancebos, hidalgos y labradores han tomado el traje de Grisóſtomo, y la andan requebrando por eſtos campos. Uno de los cuales, como ya eſtá dicho, fue nueſtro difunto, del cual decían que la dejaba de querer y la adoraba. Y no ſe pienſe que porque Marcela ſe puſo en aquella libertad y vida tan ſuelta, y de tan poco o de ningún recogimiento, que por eſo ha dado indicyo, ni por ſemejas, que venga en menoſcabo de ſu honeſtidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia con que mira por ſu honra, que de cuantos la ſirven y ſolicytan ninguno ſe ha alabado, ni con verdad ſe podrá alabar, que le haya dado alguna pequeña eſperanza de alcanzar ſu deſeo. Que pueſto que no huye ni es eſquiva de la compañía y converſación de los paſtores, y los trata cortez y amigablemente, en llegando a deſcubrirle ſu intención cualquiera dellos, aunque ſea tan juſta y ſanta como la del matrimonio, los arroja de sí como con un trabuco. Y con eſta manera de condicyón hace más daño en eſta tierra que por ſi ella entrara la peſtilencia, porque ſu afabilidad y hermoſura atraen los corazones de los que la tratan a ſervirla y a amarla; pero ſu deſdén y deſengaño los conduce a términos de deſeſperarſe, y así no ſaben qué decirle ſino llamarla a voces cruel y deſagradecida, con otros títulos a eſte ſemejantes, que bien la calidad de ſu condicyón manifieſtan; y ſi aquí eſtuviéredes, ſeñores, algún día, veríades reſonar eſtas ſierras y eſtos valles con los lamentos de los deſengañados que la ſiguen. No eſtá muy lejos de aquí un ſitio donde hay caſi dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna que en ſu liſa corteza no tenga grabado y eſcrito el nombre de Marcela, y encima de alguna una corona grabada en el meſmo árbol, como ſi más claramente dijera ſu amante que Marcela la lleva y la merece de toda la hermoſura humana. Aquí ſuſpira un paſtor, allí ſe queja otro, acullá ſe oyen amoroſas canciones, acá deſeſperadas endechas. Cual hay que paſa todas las horas de la noche ſentado al pie de alguna encina o peñaſco, y allí, ſin plegar los lloroſos ojos, embebecido y traſportado en ſus penſamientos, le halla el ſol a la mañana; y cual hay que ſin dar vado ni tregua a ſus ſuſpiros, en mitad del ardor de la más enfadoſa ſieſta del verano tendido ſobre la ardiente arena, envía ſus quejas al piadoſo cielo; y deſte y de aquel, y de aquellos y deſtos, libre y deſenfadadamente triunfa la hermoſa Marcela. Y todos los que la conocemos eſtamos eſperando en qué ha de parar ſu altivez, y quién ha de ſer el dichoſo que ha de venir a domeñar condicyón tan terrible, y gozar de hermoſura tan extremada. Por ſer todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a entender que también lo es la que nueſtro zagal dijo que ſe decía de la cauſa de la muerte de Grisóſtomo. Y así os aconſejo, ſeñor, que no dejéis de hallaros mañana a ſu entierro, que ſerá muy de ver, porque Grisóſtomo tiene muchos amigos, y no eſtá deſte lugar a aquel donde manda enterrarſe media legua.

En cuidado me lo tengo, dijo Don Quijote, y agradézcoos el guſto que me habéis dado con la narración de tan ſabroſo cuento. ¡Oh! replicó el cabero. Aun no ſé yo la mitad de los caſos ſucedidos a los amantes de Marcela; mas podría ſer que mañana topáſemos en el camino algún paſtor que nos lo dijeſe; y por ahora bien ſerá que os vais a dormir debajo de techado, porque el ſereno os podría dañar la herida, pueſto que es tal la medicyna que ſe os ha pueſto, que no hay que temer de contrario accidente.

Sancho Panza que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, ſolicytó por ſu parte que ſu amo ſe entraſe a dormir en la choza de Pedro. Hízolo así y todo lo más de la noche ſe la pasó en memorias de ſu ſeñora Dulcinea, a imitación de los amantes de Marcela. Sancho Panza ſe acomodó entre Rocinante y ſu jumento, y durmió, no como enamorado deſfavorecido, ſino como hombre molido a coces.

Parte primera: Capítulo décimotercero

Donde ſe da fin al cuento de la paſtora Marcela, con otros ſuceſos


Mas apenas comenzó a deſcubrirſe el día por los balcones del Oriente, cuando los cinco de los ſeis cabreros ſe levantaron y fueron a deſpertar a Don Quijote, y a decille ſi eſtaba todavía con propóſito de ir a ver el famoſo entierro de Grisóſtomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote, que otra coſa no deſeaba, ſe levantó y mandó a Sancho que enſillaſe y enalbardaſe al momento, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la miſma ſe puſieron luego todos en camino.

Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando al cruzar de una ſenda vieron venir hacia ellos haſta ſeis paſtores veſtidos con pellicos negros, y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprez y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueſo baſtón de acebo en la mano; venían con ellos aſimiſmo dos gentiles hombres de a caballo tan bien aderezados de camino, con otros tres mozos de a pie que los acompañaban.

En llegándoſe a juntar ſe ſaludaron cortéſmente, y preguntándoſe los unos a los otros dónde iban, ſupieron que todos ſe encaminaban al lugar del entierro, y así comenzaron a caminar todos juntos. Uno de los de a caballo, hablando con ſu compañero le dijo:—Paréceme, ſeñor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza que hicyéremos en ver eſte famoſo entierro que no podrá dejar de ſer famoſo, ſegún eſtos paſtores nos han contado extrañezas, así del muerto paſtor como de la paſtora homicyda. Así me lo parece a mí, reſpondió Vivaldo, y no digo yo hacer tardanza de un día, pero de cuatro la hicyera a trueco de verle. Preguntóles Don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y de Grisóſtomo. El caminante dijo que aquella madrugada habían encontrado con aquellos paſtores, y que por haberles viſto en aquel tan triſte traje les habían preguntado la ocaſión por que iban de aquella manera; que uno dellos ſe lo contó, contando las eztrañezas y hermoſura de una paſtora llamada Marcela, y los amores de muchos que la recueſtaban, con la muerte de aquel Grisóſtomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó lo que Pedro a Don Quijote había contado.

Cesó eſta plática y comenzóſe otra, preguntando el que ſe llamaba Vivaldo a Don Quijote, qué era la ocaſión que le movía a andar armado de aquella manera por tierra tan pacífica. A lo cual reſpondió Don Quijote:—La profeſión de mi ejercicyo no conſiente ni permite que yo ande de otra manera; el buen paſo, el regalo y el repoſo allá ſe inventaron para los blandos corteſanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo ſe inventaron e hicyeron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, ſoy el menor de todos. Apenas oyeron eſto, cuando todos le tuvieron por loco, y por averiguarlo más y ver qué género de locura era el ſuyo, le tornó a preguntar Vivaldo qué quería decir caballeros andantes.—¿No han vueſtras mercedes leído, reſpondió Don Quijote, los anales e hiſtorias de Inglaterra, donde ſe tratan las famoſas fazañas del rey Arturo, que continuamente en nueſtro romance caſtellano llamamos el rey Artús, de quien es tradicyón antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña, que eſte rey no murió, ſino que por arte de encantamiento ſe convirtió en cuervo, y que andando los tiempos ha de volver a reinar y a cobrar ſu reino y cetro; a cuya cauſa no ſe probará que deſde aquel tiempo a eſte haya ningún inglez muerto cuervo alguno? Pues en tiempo de eſte buen rey fue inſtituida aquella famoſa orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y paſaron ſin faltar un punto los amores que allí ſe cuentan de Don lanzarote del Lago con la reina Ginebra, ſiend medianera dellos y ſabidora aquella tan honrada duaña Quitañona, de donde nació aquel famoſo romance, y tan decantado en nueſtra Eſpaña de:

Nunca fuera caballero de damas tan bien ſervido, como lo fue Lanzarote cuando de Bretaña vino;

con aquel progreſo tan dulce y tan ſuave de ſus amoroſos y fuertes fechos. Pues deſde entonces, de mano en mano fue aquella orden de caballería extendiéndoſe y dilatándoſe por muchas y diverſas partes del mundo; y en ella fueron famoſos y conocidos por ſus fechos el valiente Amadís de Gaula con todos ſus hijos y nietos haſta la quinta generación, y el valeroſo Felixmarte de Hircania, y el nunca como ſe debe alabado Tirante el Blanco, y caſi que en nueſtros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroſo caballero don Belianís de Grecia. Eſto, pues, ſeñores, es ſer caballero andante, y la que he dicho es la orden de ſu caballería, en la cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profeſión, y lo miſmo que profeſaron los caballeros referidos, profeſo yo; y así me voy por eſtas ſoledades y deſpoblados buſcando las aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi perſona a la más peligroſa que la ſuerte me depare, en ayuda de los flacos y meneſteroſos.

Por eſtas razones que dijo, acabaron de enterarſe los caminantes que era Don Quijote falto de juicyo, y del género de locura que ſeñoreaba, de lo cual recibieron la miſma admiración que recibían todos aquellos qeu de nuevo venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era perſona muy diſcreta y de alegre condicyón, por paſar ſin peſadumbre el poco camino qeu decían que les faltaba a llegar a la ſierra del entierro, quiſo darle ocaſión a que paſaſe más adelante con ſus diſparates. Y así le dijo: paréceme, ſeñor caballero andante, que vueſtra merced ha profeſado una de las más eſtrechas profeſiones que hay en la tierra, y tengo para mí que aún la de los frailes cartujos no es tan eſtrecha. Tan eſtrecha bien podía ſer, reſpondió nueſtro Don Quijote; pero tan neceſaria en el mundo, no eſtoy en dos dedos de ponello en duda. Porque ſi va a decir verdad, no hace menos el ſoldado que pone en ejecución lo que ſu capitán le manda, que el miſmo capitán que ſe lo ordena. Quiero decir, que los religioſos con toda paz y ſoſiego piden al cielo el bien de la tierra; pero los ſoldados y cablleros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nueſtros brazos y filos de nueſtras eſpadas; no debajo de cubierta, ſino al cielo abierto, pueſto por blanco de los inſufribles rayos del ſol en el verano, y de los erizados hielos del invierno. Así que ſomos miniſtros de Dios en la tierra, y brazos por quien ſe ejecuta en ello ſu juſticya. Y como las coſas de la guerra, y las a ellas tocantes y concernientes no ſe pueden poner en ejecución ſino ſudando, afanando y trabajando exceſivamente, sígueſe que aquellos que la profeſan tienen ſin duda mayor trabajo que aquellos que en ſoſegada paz y repoſo eſtán rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me paſa por penſamiento, que es tan buen eſtado el de caballero andante como el de encerrado religioſo; sólo quiero inferir, por lo que yo padezco, que ſin duda es más trabajoſo y aporreado, y más hambriento y ſediento, miſerable, roto y piojoſo, porque no hay duda ſino que los caballeros andantes paſados paſaron mucha mala ventura en el diſcurſo de ſu vida. Y ſi algunos ſubieron a ſer emperadores por el valor de ſu brazo, a fe que les coſtó buen porqué de ſu ſangre y de ſu ſudor; y que así a los que tal grado ſubieron les faltaran encantadores y ſabios que los ayudaran, que ellos quedarán bien defraudados de ſus deſeos y bien engañados de ſus eſperanzas.

De eſe parecer eſtoy yo, replicó el caminante; pero una coſa entre otras muchas, me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que cuando ſe ven en ocaſión de acometer una grande y peligroſa aventura, en que ſe ve manifieſto peligro de perder la vida, nunca en aquel inſtante de acometella ſe acuerdan de encomendarſe a Dios, como cada criſtiano eſtá obligado a hacer en peligros ſemejantes; antes ſe encomiendan a ſus damas con tanta gana y devoción, como ſi ellas fueran ſu Dio: coſa que me parece que huele algo a gentilidad.

Señor, reſpondió Don Quijote, eſo no puede ſer menos en ninguna manera, y caería en mal caſo el caballero andante que otra coſa hicyeſe; que ya eſtá en uſo y coſtumbre en la caballería andanteſca que el caballero andante, que al acometer algún gran fecho de armas tuviſe ſu ſeñora delante, vuelva a ella los ojos blanda y amoroſamente, como que le pide con ellos le favorezca y ampare en el dudoſo trance que acomete; y aun ſi nadie le oye, eſtá obligado a decir algunas palabras entre dientes, en que de todo corazón ſe le encomiende, y deſto tenemos innumerables ejemplos en las hiſtorias. Y no ſe ha de entender por eſto que han de dejar de encomendarſe a Dios, que tiempo y lugar les queda para hacello en el diſcurſo de la obra. Con todo eſo, replicó el caminante, me queda un eſcrúpulo, y es que muchas veces he leído que ſe traban palabras entre dos andantes caballeros, y de una en otra ſe les viene a encender la cólera, y a volver los caballos, y a tomar una buena pieza del campo, y luego ſin más ni más, a todo el correr dellos ſe vuelven a encontrar, y en mitad de la corrida ſe encomiendan a ſus damas; y lo que ſuele ſuceder del encuentro es que el uno cae por las ancas del caballo paſado con lalanza del contrario de parte a parte, y al otro le aviene también que a no tenerſe a las crines del ſuyo no pudiera dejar de venir al ſuelo; y no ſé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarſe a Dios en el diſcurſo de eſta tan celebrada obra; mejor fuera que las palabras que en la carrera gaſtó encomendándoſe a ſu dama, las gaſtara en lo que debía, y eſtaba obligado como criſtiano; cuanto más que yo tengo para mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien encomendarſe, porque no todos ſon enamorados.

Eſo no puede ſer, reſpondió Don Quijote: digo que no puede ſer que haya caballero andante ſin dama, porque tan propio y tan natural les es a los tales ſer enamorados como al cielo tener eſtrellas, y a buen ſeguro que no ſe haya viſto hiſtoria donde ſe halle caballero andante ſin amores, y por el miſmo caſo que eſtuvieſe ſin ellos, no ſería tenido por legítimo caballero, ſino por baſtardo, y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta, ſino por las bardas, como ſalteador y ladrón. Como todo eſo dijo el caminante, me parece, ſi mal no me acuerdo, haber leído que don Galaor, hermano del valeroſo Amadís de Gaula, nunca tuvo dama ſeñalada a quien pudieſe encomendarſe, y con todo eſto no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y famoſo caballero. A lo cual reſpondió nueſtro Don Quijote: Señor, una golondrina ſola no hace verano; cuanto más que yo ſé que de ſecreto eſtaba eſe caballero muy bien enamorado; fuera de aquello de querer a todas bien, cuantas bien le parecían, era condicyón natural a quien no podía ir a la mano. Pero en reſolución, averiguado eſtá muy bien que él tenía una ſola a quien le había hecho ſeñora de ſu voluntad; a la cual ſe encomendabaq muy a menudo y muy ſecretamente, porque ſe preció de ſecreto caballero.

Luego ſi es de eſencia que todo caballero andante haya de ſer enamorado, dijo el caminante, bien ſe puede creer que vueſtra merced lo es, pues de la profeſión, y ſi es que vueſtra merced no ſe precia de ſer tan ſecreto como Don Galaor, con las veras que puedo, le ſuplico, en nombre de toda eſta compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermoſura de ſu dama, que ella ſe tendrá por dichoſa de que todo el mundo ſepa que es querida y ſervida de un tal caballero como vueſtra merced parece. Aquí dio un gran ſuſpiro Don Quijote y dijo: yo no podré afirmar ſi la dulce mi enemiga guſta o no de que el mundo ſepa que yo la ſirvo; sólo ſé decir, reſpondiendo a lo que con tanto comedimiento ſe me pide, que ſu nombre es Dulcinea, ſu patria el Toboſo, un lugar de la Mancha; ſu calidad por lo menos ha de ſer princeſa, pues es reina y ſeñora mía; ſu hermoſura ſobrehumana, pues en ella ſe vienen a hacer verdaderos todos los impoſibles y quiméricos atributos de belleza qeu los poetas dan a ſus damas; que ſus cabellos ſon oro, ſu frente campos elíſeos, ſus cejas arcos del cielo, ſus ojos ſoles, ſus mejillas roſas, ſus labios corales, perlas ſus dientes, alabaſtro ſu cuello, mármol ſu pecho, marfil ſus manos, ſu blacura nieve; y las partes que a la viſta humana encubrió la honeſtidad ſon tales, ſegún yo pienſo y entiendo, que ſola la diſcreta conſideración puede encarecerlas y no compararlas. El linaje, proſapia y alcurnia querríamos ſaber, replicó Vivaldo. A lo cual reſpondión Don Quijote: no es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los modernos Colonas y Urſinos, ni de los Moncadas y Requeſens de Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villenovas de Valencia, y Palafoxes Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón; Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Caſtilla; Alencaſtros, Pallas y Meneſes de Portugal; pero es de los del Toboſo de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal que puede dar generoſo principio a las más iluſtres familias de los venideros ſiglos; y no ſe me replique en eſto, ſi no fuere con las condicyones que puſo Cerbino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que decía:

Nadie las mueva que eſtar no pueda con Roldán a prueba.

Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo, reſpondió el caminante, no le oſaré yo poner con el del Toboſo de la Mancha pueſto que, para decir verdad, ſemejante apellido haſta ahora no ha llegado a mis oídos. Como eſe no habrá llegado, replicó Don Quijote.

Con gran atención iban eſcuchando todos los demás la plática de los dos, y aun haſta los miſmos cabreros y paſtores conocieron la demaſiada falta de juicyo de nueſtro Don Quijote. Sancho Panza penſaba que cuanto ſu amo decía era verdad, ſabiendo él quién era, habiéndole conocido deſde ſu nacimiento; y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda Dulcinea del Toboſo, porque nunca tal nombre ni tal princeſa había llegado jamás a ſu noticya, aunque vivía tan cerca del Toboſo.

En eſtas pláticas iban cuando vieron que por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban haſta veinte paſtores, todos con pellicos de negra lana veſtidos, y coronados con guirnaldas que, a lo que deſpuez pareció, eran cual de tejo y cual de ciprez. Entre ſeis dellos traían unas andas, cubiertas de mucha diverſidad de flores y de ramos. Lo cual, viſto por uno de los cabreros, dijo: aquellos que allí vienen ſon los que traen el cuerpo de Grisóſtomo, y el pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterraſen. Por eſo ſe dieron prieſa a llegar, y fue a tiempo que ya los que venían habían pueſto las andas en el ſuelo, y cuatro dellos con agudos picos, eſtaban cavando la ſepultura a un lado de una dura peña. Recibiéronſe los unos y los otros cortéſmente, y luego, Don Quijote, y los que con él venían, ſe puſieron a mirar las andas, y en ellas vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, y veſtido como paſtor, de edad al parecer de treinta años; y aunque muerto, moſtraba que vivo había ſido de roſtro hermoſo y de diſpoſicyón gallarda. Alrededor dél tenía en las miſmas andas algunos libros y muchos papeles abiertos y cerrados; y así los que eſtos miraban como los que abrían la ſepultura, y todos los demás que allí había, guardaban un maravilloſo ſilencio, haſta que uno de los que al muerto trujeron dijo a otro: mirad bien, Ambroſio, ſi es eſte el lugar que Grisóſtomo dijo, ya que queréis que tan puntualmente ſe cumpla lo que dejó mandado en ſu teſtamento. Eſto es, repondió Ambroſio, que muchas veces en él me contó mi deſdichado amigo la hiſtoria de ſu deſventura. Allí me dijo él que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue también donde la primera vez le declaró ſu penſamiento tan honeſto como enamorado, y allí fue la última vez donde Marcela le acabó de deſengañar y deſdeñar; de ſuerte que puſo fin a la tragedia de ſu miſerable vida y aquí, en memoria de tantas deſdichas, quiſo él que le depoſitaſen en las entrañas del eterno olvido. Y volviéndoſe a Don Quijote y a los caminantes, proſiguió dicyendo: eſe cuerpo, ſeñores, que con piadoſos ojos eſtáis mirando, fue depoſitario de un alma en quien el cielo puſo infinita parte de ſus riquezas. Eſe es el cuerpo de Grisóſtomo, que fue único en el ingenio, sólo en la cortesía, extremo en la gentileza, fénix en la amiſtad, magnífico ſin taſa, grave ſin preſunción, alegre ſin bajeza, y finalmente, primero en todo lo que es ſer bueno, y ſin ſegundo en todo lo que fue ſr deſdichado. Quiſo bien, fue aborrecido; adoró, fue deſdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la ſoledad, ſirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ſer deſpojo de la muerte en la mitad de la carrera de ſu vida, a la cual dio fin una paſtora, a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo pudieran moſtrar bien eſtos papeles que eſtáis mirando, ſi él no me hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado ſu cuerpo a la tierra. De mayor rigor y crueldad uſaréis vos con ellos, dijo Vivaldo, que ſu miſmo dueño, pues no es juſto ni acertado que ſe cumpla la voluntad de quien lo ordena y afuera de todo razonable diſcurſo; y no le tuviera bueno Auguſto Céſar, ſi conſintiera que ſe puſiera en ejecución lo que el divino Mantuano dejó en ſu teſtamento mandado. Así que, ſeñor Ambroſio, ya que deis el cuerpo de vueſtro amigo a la tierra, no queráis dar ſus eſcritos al olvido; que ſi él ordenó como agraviado, no es bien que vos cumpláis como indiſcreto, antes haced, dando la vida a eſtos papeles, que la tenga ſiempre la crueldad de Marcela, para que ſirva de ejemplo en los tiempos que eſtán por venir a los vivientes, para que ſe aparten y huyan de caer en ſemejantes deſpeñaderos; que ya ſé yo y los que aquí venimos la hiſtoria deſte vueſtro enamorado y deſeſperado amigo, y ſabemos la amiſtad vueſtra y la ocaſión de ſu muerte, y lo que dejó mandado al acabar de la vida: de la cual lamentable hiſtoria ſe puede ſacar cuanta haya ſido la crueldad de Marcela, el amor de Grisóſtomo, la fe de la amiſtad vueſtra, con el paradero que tienen los que a rienda ſuelta corren por la ſenda que el deſvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche ſupimos la muerte de Grisóſtomo, y que en eſte lugar había de ſer enterrado, y así de curioſidad y de láſtima dejamos nueſtro derecho viaje, y acordamos de venir a ver con los ojos lo que tanto nos había laſtimado en oíllo; y en pago deſta láſtima y del deſeo que en noſotros nació de remedialla ſi pudiéramos, os rogamos, oh diſcreto Ambroſio, a lo menos yo os lo ſuplico de mi parte, que dejando de abraſar eſtos papeles, me dejéis llevar algunos dellos. Y ſin aguardar que el paſtor reſpondieſe, alargó la mano y tomó algunos de los que más cerca eſtaban. Viendo lo cual Ambroſio, dijo: por cortesía conſentiré que os quedéis, ſeñor, con los que ya habéis tomado; pero penſar que dejaré de quemar los que quedan es penſamiento vano. Vivaldo, que deſeaba ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno dellos, y vio que tenía por título: Canción deſeſperada. Oyólo Ambroſio y dijo: eſe es el último papel que eſcribió el deſdichado y porque veáis, ſeñor, en el término que le tenían ſus deſventuras, leedle de modo que ſeáis oído, ue bien os dará lugar a ello el que ſe tardare en abrir la ſepultura. Eſo haré yo de muy buena gana, dijo Vivaldo. Y como todos los circunſtantes tenían el miſmo deſeo, ſe puſieron a la redonda, y él, leyendo en voz clara, vio que así decía: no al concertado ſon, ſino al ruido que de lo hondo de mi amargo pecho, llevado de un forzoſo deſvarío, por guſto mío ſale y tu deſpecho.

El rugir del león, del lobo fiero el temeroſo aullido, el ſilbo horrendo de eſcamoſa ſerpiente, el eſpantable

Bbaladro de algún monſtruo, el agorero graznar de la corneja, y el eſtruendo del viento contraſtado en mar ineſtable:

Del ya vencido toro el implacable bramido, y de la viuda tortolilla el ſenſible arrullar, el triſte canto del enviudado buho, con el llanto de toda la infernal negra cuadrilla,

Salgan con la doliente ánima fuera, mezclados en un ſon de tal manera que ſe confundan los ſentidos todos, pues la pena cruel que en mí ſe halla para contarla pide nuevos modos.

De tanta confuſión, no las arenas del padre Tajo oirán los triſtes ecos, ni del famoſo Betis las olivas: que allí ſe eſparcirán mis duras penas en altos riſcos y en profundos huecos, con muerta lengua y con palabras vivas;

O ya en oſcuros valles o en eſquivas playas deſnudas de contrato humano, o adonde el ſol jamás moſtró ſu lumbre, o entre la venenoſa muchedumbre, de fieras que alimenta el Niſlo llano:

Que pueſtos en los páramos deſiertos los ecos roncos de mi mal inciertos ſuenen con tu rigor tan ſin ſegundo, por privilegio de mis cortos hados ſerán llevados por el ancho mundo.

Mata un deſdén, aterrada paciencia o verdadera o falſa una ſoſpecha; mata los celos con rigor tan fuerte;

Deſconcierta la vida larga auſencia; contra un temor de olvido no aprovecha firme eſperanza de dichoſa ſuerte.

En todo hay cierta, inevitable muerte; mas yo, ¡milagro nunca viſto! vivo celoſo, auſente, deſdeñado y cierto de las ſoſpechas que me tienen muerto: y en el olvido en quien mi fuego avivo.

Y entre tantos tormentos, nunca alcanza mi viſta a ver en ſombra a la eſperanza; ni yo deſeſperado la procuro, antes por extremarme en mi querella, eſtar ſin ella eternamente juro. ¿Puédeſe por ventura en un inſtante eſperar y temer, o es bien hacello, ſiendo las cauſas del temor más ciertas? ¿Tengo, ſi el duro celo eſtá delante, de cerrar eſtos ojos, ſi he de vello por mil heridas en el alma abiertas? ¿Quién no abrirá de par en par las puertas a la deſconfianza, cuando mira deſcubierto el deſdén, y las ſoſpechas ¡Oh amarga converſión! verdades hechas, y la limpia verdad vuelta en mentira?

¡Oh en el reino de amor fieros tiranos celos! ponedme un hierro en eſtas manos. Dam, deſdén, una torcida ſoga. ¡Mas ay de mí! que con cruel victoria vueſtra memoria el ſufrimiento ahoga.

Yo muero, en fin, y porque nunca eſpere, buen ſuceſo en la muerte ni en la vida, pertinaz eſtaré en mi fantasía:

Diré que va acertado el que bien quiere y que es más libre el alma más rendida a la de amor antigua tiranía.

Diré que la enemiga ſiempre mía, hermoſa el alma como el cuerpo tiene, y que ſu olvido de mi culpa nace, y que en fe de los males que nos hace amor ſu imperio en juſta paz mantiene.

Y con eſta opinión y un duro lazo, acelerando el miſerable plazo a que me han conducido ſus deſdenes, ofreceré a los vientos cuerpo y alma ſin lauro o palma de futuros bienes.

Tú, que con tantas ſinrazones mueſtras la razón que me fuerza a que la haga a la canſada vida que aborrezco; pues ya ves que te da notorias mueſtras eſta del corazón profunda llaga, de cómo alegre a tu rigor me ofrezco;

Si por dicha conoces que merezco que el cielo claro de tus bellos ojos en mi muerte ſe turbe, no lo hagas, que no quiero que en nada ſatiſfagas al darte de mi alma los deſpojos.

Antes con riſa en la ocaſión funeſta deſcubre que el fin mío fue tu fieſta. Mas gran ſimpleza es aviſarte deſto, pues ſé que eſtá tu gloria conocida en que mi vida llegue al fin tan preſto.

Venga, es tiempo ya, del hondo abiſmo tántalo con ſu ſed, Síſifo venga con el peſo terrible de ſu canto.

Ticyo traiga un buitre, y aſimiſmo con ſu rueda Egión no ſe detenga, ni las hermanas que trabajan tanto.

Y todos juntos ſu mortal quebranto traſlaen en mi pecho, y en voz baja (ſi y a un deſeſperado ſon debidas) canten obſequias triſtes, doloridas, al cuerpo a quien ſe niegue aun la mortaja.

Y el portero infernal de los tres roſtros, con otras mil quimeras y mil moſtruos lleven en doloroſo contrapunto, que otra pompa mejor no me parece que la merece un amador difunto.

Canción deſeſperada, no te quejes cuando mi triſte compañía dejes; antes, pues, que la cauſa do naciſte con mi deſdicha aumenta ſu ventura, aun en la ſepultura no eſtez triſte.

Bien les pareció a los que eſcuchado habían la canción de Grisóſtomo, pueſto, que el que la leyó dijo que no le parecía que conformaba con la relación que él había oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella ſe quejaba Grisóſtomo de celos, ſoſpechas y de auſencia, todo en perjuicyo del buen créditto y buena fama de Marcela, a lo cual reſpondió Ambroſio, como aquel que ſabía bien los más eſcondidos penſamientos de ſu amigo; para que, ſeñor, os ſatiſfagáis deſa duda, es bien que ſepáis que cuando eſte deſdichado eſcribió eſta canción eſtaba auſente de Marcela, de quien ſe había auſentado por ſu voluntad, por ver ſi uſaba con él la auſencia de ſus ordinarios fueros; y como al enamorado auſente no hay coſa que no lo fatigue, ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóſtomo los celos imaginados y las ſoſpechas temidas como ſi fueran verdaderas; y con eſto queda en ſu punto la verdad que la fama pregona de la bondad de Marcela; la cual fuera de ſer cruel y un poco arrogante, y un mucho deſdeñoſa, la miſma envidia ni debe ni puede ponerle falta alguna. Así es la verdad, reſpondió Vivaldo; y queriendo leer otro papel de loos que había reſervado del fuego, lo eſtorbó una maravilloſa viſión (que tal parecía ella) que improviſamente ſe les ofreció a los ojos, y fue que, por cima de la peña donde ſe cavaba la ſepultura, pareció la paſtora Marcela tan hermoſa, que paſaba a ſu fama en hermoſura. Los que haſta entonces no la habían viſto la miraban con admiración y ſilencio, y los que ya eſtaban acoſtumbrados a verla no quedaron menos ſuſpenſos que los que nunca la habían viſto. Mas apenas la hubo viſto Ambroſio, cuando con mueſtras de ánimo indignado, le dijo: ¿vienes a ver por ventura, oh fiero baſiliſco deſtas montañas, ſi con tu preſencia vierten ſangre las heridas deſte miſerable a quien tu crueldad quitó la vida; o vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condicyón, o a ver deſde eſa altura, como otro deſpiadado Nero, el incendio de ſu abraſada Roma, o a piſar arrogante eſte deſdichado cadáver, como la ingrata hija al de ſu padre Tarquino? Dinos preſto a lo que vienes, o qué es aquello de que más guſtas, que por ſaber yo que los penſamientos de Grisóſtomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan los de todos aquellos que ſe llamaron ſus amigos.

No vengo, oh Ambroſio, a ninguna coſa de las que has dicho, reſpondió Marcela, ſino a volver por mí miſma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de ſus penas y de la muerte de Grisóſtomo me culpan. Y así ruego a todos los que aquí eſtáis me eſtéis atentos, que no ſerá meneſter mucho tiempo ni gaſtar muchas palabras para perſuadir una verdad a los diſcretos. Hízome el cielo, ſegún voſotros decís, hermoſa, y de tal manera, que ſin ſer poderoſos a otra coſa, a que me améis os mueve mi hermoſura, y por el amor que me moſtráis decís y aun queréis que eſté yo obligada a amaros. Yo conozco con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoſo es amable; mas no alcanzo que por razón de eſer amado, eſté obligado lo que es amado por hermoſo a amar a quien le ama; y más que podría acontecer que el amador de lo hermoſo fueſe feo, y ſiendo lo feo digno de ſer aborrecido, cae muy mal el decir quiérote por hermoſa, hazme de amar aunque ſea feo. Pero pueſto caſo que corran igualmente las hermoſuras, no por eſo han de correr iguales los deſeos, que no todas las hermoſuras enamoran, que algunas alegran la viſta y no rinden la voluntad; que ſi todas las bellezas enamoraſen y rindieſen, ſería un andar las voluntades confuſas y deſcaminadas ſin ſaber en cuál habían de parar, porque ſiendo infinitos los ſujetos hermoſos, infinitos habían de ſer los deſeos; y ſegún yo he oído decir, el verdadero amor no ſe divide, y ha de ſer voluntario y no forzoſo. Siendo eſto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Sino, decidme: ſi como el cielo me hizo hermoſa me hicyera fea, ¿fuera juſto que me quejara de voſotros porque no me amábades? Cuanto más que habéis de conſiderar que yo no eſcogí la hermoſura que tengo, que tal cual es, el cielo me la dio de gracia ſin yo pedirla ni eſcogella; y así como la víbora no merece ſer culpada por la ponzoña que tiene, pueſto que con ella mata, por habérſela dado naturaleza, tampoco yo merrezco ſer reprendida por ſer hermoſa; que la hermoſura en la mujer honeſta es como el fuego apartado, o como la eſpada aguda, que ni él quema, ni ella corta a quien a ellos no ſe acerca. La honra y las virtudes ſon adornos del alma, ſin las cuales el cuerpo, aunque lo ſea, no debe parecer hermoſo; pues ſi la honeſtidad es una de las virtudes que al cuerpo y alma más adornan y hermoſean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermoſa, por correſponder a la intención de aquél que por ſolo ſu guſto con todas ſus fuerzas e induſtrias procura que la pierda? Yo nací libre, y para poder libre eſcogí la ſoledad de los campos; los árboles deſtas montañas ſon mi compañía, las claras aguas deſtos arroyos mis eſpejos; con los árboles y con las aguas comunico mis penſamientos y hermoſura. Fuego ſoy apartado, y eſpada pueſta lejos. A los que he enamorado con la viſta he deſengañado con las palabras; y ſi los deſeos ſe ſuſtentan con eſperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóſtomo, ni a otro alguno, el fin de ninguno dellos, bien ſe puede decir que no es obra mía que antes le mató ſu porfía que mi crueldad; y ſi me hace cargo que eran honeſtos ſus penſamientos, y que por eſto eſtaba obligada a correſponder a ellos, digo que cuando en eſe miſmo lugar donde ahora ſe cava ſu ſepultura me deſcubrió la bondad de ſu intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua ſoledad, y de que ſola la tierra gozaſe el fruto de mi recogimiento y los deſpojos de mi hermoſura; y ſi él con todo eſte deſengaño quiſo porfiar contra la eſperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que ſe anegaſe en la mitad del golfo de ſu deſatino? Si yo le entretuviera, fuera falſa; ſi le contentara, hicyera contra mi mejor intención y proſupueſto. Porfió deſengañado, deſeſperó ſin ſer aborrecido: mirad ahora ſi ſerá razón que de ſu pena ſe me dé a mí la culpa. Quéjeſe el engañado, deſeſpéreſe aquél a quien le faltaron las prometidas eſperanzas, confieſe el qeu yo llamare, ufáneſe el qeu yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicyda aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo, ni admito. El cielo aun haſta ahora no ha querido que yo llame por deſtino, y el penſar que tengo que amar por elección es excuſado. Eſte general deſengaño ſirva a cada uno de los que me ſolicytan de ſu particular provecho, y entiéndaſe de aquí adelante, que ſi alguno por mí muriere, no muere de celoſo ni deſdichado, porque a quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos, que los deſengaños no ſe han de tomar en cuenta de deſdenes. El que me llama fiera y baſiliſco, déjeme como coſa perjudicyal y mala: el que me llama ingrata, no me ſirva; el que deſconocida, no me conozca; quien cruel, no me ſiga; que eſta fiera, eſte baſiliſco, eſta ingrata, eſta cruel y eſta deſconocida, ni los buſcará, ſervirá, conocerá, ni ſeguirá, en ninguna manera. Que ſi a Grisóſtomo mató ſu impaciencia y arrojado deſeo, ¿por qué ſe ha de culpar mi honeſto proceder y recato? Si yo conſervo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda, el que quiera que la tenga, con los hombres¿ Yo, como ſabéis, tengo riquezas propias, y no codicyo las ajenas: tengo libre condicyón, y no guſto de ſujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a eſte, ni ſolicyto a aquel, ni me burlo con uno, ni me entretengo con el otro. La converſación honeſta de las zagalas deſtas aldeas, y el cuidado de mis cabras me entretiene; tienen mis deſeos por término eſtas montañas, y ſi de aquí ſalen, es a contemplar la hermoſura del cielo, paſos con que camina el alma, a ſu morada primera.

Y en dicyendo eſto, ſin querer oír reſpueſta alguna, volvió las eſpaldas y ſe entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca eſtaba, dejando admirados, tanto de ſu diſcreción como de ſu hermoſura, a todos los que allí eſtaban.

Y algunos dieron mueſtras (de aquellos que de la poderoſa flecha de los rayos de ſus bellos ojos eſtaban heridos) de quererla ſeguir, ſin aprovecharſe del manifieſto deſengaño que habían oído. Lo cual viſto por Don Quijote, pareciéndole qeu allí venía bien uſar de ſu caballería ſocorriendo a las doncellas meneſteroſas, pueſta la mano en el puño de ſu eſpada, en altas e inteligibles voces, dijo: ninguna perſona, de cualquier eſtado y condicyón que ſea, ſe atreva a ſeguir a la hermoſa Marcela, ſo pena de caer en la furioſa indignación mía. Ella ha moſtrado con claras razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóſtomo, y cuán ajena vive de condeſcender con los deſeos de ninguno de ſus amantes, a cuya cauſa es juſto qeu en lugar de ſer ſeguida y perſeguida, ſea honrada y eſtimada de todos los buenos del mundo, pues mueſtra que en él ella es ſola la que con tan honeſta intención vive. O ya que fueſe por las amenazas de Don Quijote, o porque Ambroſio les dijo que concluyeſen con lo que a ſu buen amigo debían, ninguno de los paſtores ſe movió ni apartó de allí, haſta que, acabada la ſepultura, y abraſados los papeles de Grisóſtomo, puſieron ſu cuerpo en ella, no ſin muchas lágrimas de los circunſtantes. Cerraron la ſepultura con una grueſa peña, en tanto que ſe acababa una loſa que, ſegún Ambroſio dijo, penſaba mandar hacer un epitafio, que había de decir de eſta manera:

Yace aquí de un amador el míſero cuerpo helado, que fue paſtor de ganado, perdido por deſamor. Murió a manos del rigor de una eſquiva hermoſa ingrata, con quien ſu imperio dilata la tiranía de amor.

Luego eſparcieron por encima de la ſepultura muchas flores y ramos, y dando todos el péſame a ſu amigo Ambroſio ſe deſpidieron dél. Lo miſmo hicyeron Vivaldo y ſu compañero, y Don Quijote ſe deſpidió de ſus huéſpedes y de los caminantes, los cuales le rogaron ſe vinieſe con ellos a Sevilla, por ſer lugar tan acomodado a hallar aventuras que en cada calle y tras cada eſquina ſe ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el aviſo y el ánimo que moſtraban de hacerle merced, y dijo que por entonces no quería ni debía ir a ſevilla, haſta que hubieſe deſpojado todas aquellas ſierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas eſtaban llenas. Viendo ſu buena determinación, no quiſieron los caminantes importunarles más, ſino tornándoſe a deſpedir de nuevo, le dejaron y proſiguieron ſu camino, en el cual no les faltó de qué tratar, así de la hiſtoria de Marcela y Grisóſtomo, como de las locuras de Don Quijote; el cual determinó de ir a buſcar a la paſtora Marcela, y ofrecerle todo lo que él podía en ſu ſervicyo. Mas no le avino como él penſaba, ſegún ſe cuenta en el diſcurſo deſta verdadera hiſtoria.

Parte primera: Capítulo decimoquinto

Donde ſe cuenta la deſgraciada aventura que ſe topó Don Quijote en topar con unos deſalmados yangüeſes

Cuanta el ſabio Cide Hamete Benengeli, que así como Don Quijote ſe deſpidió de ſus huéſpedes y de todos los que ſe hallaron al entierro del paſtor Grisóſtomo, él y ſu eſcudero ſe entraron por el miſmo boſque donde vieron que ſe había entrado la paſtora Marcela, y habiendo andado más de dos horas por él, buſcándola por todas partes ſin poder hallarla, vinieron a parar a un prado lleno de freſca yerba, junto del cual corría un arroyo apacible y freſco, tanto que convidó y forzó a paſar allí las horas de la ſieſta, que riguroſamente comenzaba ya a entrar. Apeáronſe Don Quijote y Sancho, y dejando al jumento y a Rocinante a ſus anchuras pacer de la mucha yerba que allí había, dieron ſaco a las alforjas, y ſin ceremonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo comieron lo que en ellas hallaron. No ſe había curado Sancho de echar ſueltas a Rocinante, ſeguro de que le conocía por tan manſo y tan poco rijoſo que todas las yeguas de la deheſa de Córdoba no le hicyeran tomar mal ſinieſtro. Ordenó, pues, la ſuerte y el diablo, que no todas veces duerme, que andaban por aquel valle paciendo una manada de jacas galicyanas de unos arrieros yangüeſes, de los cuales es coſtumbre ſeſtear con ſu recua en lugares y ſitios de yerba y agua; y aquel donde acertó a hallarſe Don Quijote era muy a propóſito de los yangüeſes.

Sucedió, pues, que a Rocinante le vino en deſeo de refocilarſe con las ſeñoras jacas, y ſaliendo, así como las olió, de ſu natural paſo y coſtumbre, ſin pedir licencia a ſu dueño, tomó un trotillo algo pacadillo, y ſe fue a comunicar ſu neceſidad con ellas; mas ellas, que a lo que pareció, debían de tener más gana de pacer que de él, recibiéronle con las herraduras y con los dientes, de tal manera que a poco eſpacio ſe le rompieron las cinchas, y quedó ſin ſilla en pelota; pero lo que él debió más de ſentir fue que viendo los arrieros la fuerza que a ſus yeguas ſe les hacía, acudieron con eſtacas, y tantos palos le dieron, que le derribaron mal parado en el ſuelo. Ya en eſto Don Quijote y Sancho, que la paliza de Rocinante habían viſto, llegaban hijadeando, y dijo Don Quijote a Sancho: A lo que veo, amigo Sancho, eſtos no ſon caballeros, ſino gente ſoez y de baja ralea; dígolo, porque bien me puedes ayudar a tomar la debida venganza del agravio que delante de nueſtros ojos ſe le ha hecho a Rocinante. ¿Qué diablos de venganza hemos de tomar, reſpondió Sancho, ſi eſtos ſon más de veinte, y noſotros no más de dos, y aun quizá no ſomos ſino uno y medio? Yo valgo por ciento, reſpondió Don Quijote. Y ſin hacer más diſcurſos, echó mano a ſu eſpada y arremetió a los yangüeſes, y lo miſmo hizo Sancho Panza, incitado y movido del ejemplo de ſu amo; y a las primeras dio Don Quijote una cuchillada a uno que le abrió un ſayo de cuero de que venía veſtido con gran parte de la eſpalda. Los yangüeſes que ſe vieron maltratar de aquellos dos hombres ſolos, ſiendo ellos tantos, acudieron a ſus eſtacas; y cogiendo a los dos en medio, comenzaron a menudear ſobre ellos con grande ahínco y vehemencia; verdad es que el ſegundo toque dieron con Sancho en el ſuelo, y lo miſmo le avino a Don Quijote, ſin que le valieſe ſu deſtreza y buen ánimo; quiſo ſu ventura que vinieſe a caer a los pies de Rocinante, que aún no ſe había levantado: donde ſe echa de ver la furia con que machacan eſtacas pueſtas en manos rúſticas y enojadas.

Viendo, pues, los yangüeſes el mal recado que habían hecho, con la mayor preſteza que pudieron cargaron ſu recua y ſiguieron ſu camino, dejando a los dos aventureros de mala traza y de peor talante. El primero que ſe reſintió fue Sancho Panza, y hallándoſe junto a ſu ſeñor, con voz enferma y laſtimada dijo: Señor Don Quijote, ¡ah, Señor Don Quijote! ¿Qué quieres, Sancho hermano? reſpondió Don Quijote con el miſmo tono afeminado y doliente que Sancho. Querría, ſi fueſe poſible, reſpondió Sancho Panza, que vueſtra merced me dieſe dos tragos de aquella bebida del feo Blas, ſi es que la tiene vueſtra merced ahí a mano; quizá ſerá de provecho para los quebrantamientos de hueſos, como lo es para las feridas. Pues a tenerla yo aquí, deſgraciado yo, ¿qué nos faltaba? reſpondió Don Quijote. Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante, que antes que paſaſen dos días, ſi la fortuna no ordena otra coſa, la tengo de tener en mi poder, o mal me han de andar las manos. ¿Pues en cuántos le parece a vueſtra merced que podremos mover los pies? replicó Sancho Panza. De mí ſé decir, dijo el molido caballero Don Quijote, que no ſabré poner término a eſos días; mas yo no tengo la culpa de todo, que no había de poner mano a la eſpada contra hombres que no fueſen armados caballeros como yo; y así creo que en pena de haber paſado las leyes de la caallería ha permitido el dios de las batallas que ſe me dieſe eſte caſtigo; por lo cual, hermano Sancho, conviene que eſtez advertido en eſto que ahora te diré, porque importa mucho a la ſalud de entrambos; y es que, cuando veas que ſemejante canalla nos hace algún agravio, no aguardes a que yo ponga mano a la eſpada para ellos, porque no lo haré en ninguna manera, ſino pon tú mano a tu eſpada y caſtígalos muy a tu ſabor, que ſi en ſu ayuda y defenſa acudieren caballeros, yo te ſabré defender y ofendellos con todo mi poder, que ya habrás viſto por mil ſeñales y experiencias haſta dónde ſe extiende el valor de eſte mi fuerte brazo. Tal quedó de arrogante el pobre ſeñor con el vencimiento del valiente vizcaíno. Mas no le pareció tan bien a Sancho Panza el aviſo de ſu amo, que dejaſe de reſponder, dicyendo: Señor, yo ſoy hombre pacífico, manſo, ſoſegado, y ſé diſimular cualquiera injuria, porque tengo mujer e hijos que ſuſtentar y criar; así que ſéale a vueſtra merced también de aviſo, pues no puede ſer mandato, que en ninguna manera pondré mano a la eſpada, ni contra villano, ni contra caballero, y que deſde aquí para delante de Dedios perdono cuantos agravios me han hecho y han de hacer, ora me los haya hecho o haga, o haya de hacer perſona alta o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, ſin exceptuar eſtado ni condicyón alguna.

Lo cual oído por ſu amo, le reſpondió: Quiſiera tener aliento para poder hablar un poco deſcanſado, y que el dolor que tengo en eſta coſtilla ſe apacara tanto cuanto, para darte a entender, Panza, en el error en que eſtás. Ven acá, pecador: ſi el viento de la fortuna, haſta ahora tan contrario, en nueſtro favor ſe vuelve, llenándonos las velas del deſeo para que ſeguramente y ſin contraſte alguno tomemos puerto en alguna de las ínſulas que te tengo prometida, ¿qué ſería de ti ſi, ganándola yo, te hicyeſe ſeñor della? Pues lo vendrás a impoſibilitar por no ſer caballero, ni quererlo ſer, ni tener valor ni intención de vengar tus injurias y defender tu ſeñoría; porque has de ſaber que en los reinos y provincias nuevamente conquiſtados, nunca eſtán tan quietos los ánimos de ſus naturales, ni tan de parte del nuevo ſeñor, que no ſe tenga temor de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo las coſas y volver como dicen, a probar ventura; y así es meneſter que el nuevo poſeſor tenga entendimiento para ſaber gobernar, y valor para ofender y defenderſe en cualquier acontecimiento. En eſte que ahora nos ha acontecido, reſpondió Sancho, quiſiera yo tener eſte entendimiento y eſe valor que vueſtra merced dice; mas yo le juro a fe de pobre hombre, que más eſtoy para bizma que para pláticas. Mire vueſtra merced ſi ſe puede levantar y ayudaremos a Rocinante, aunque no lo merece, porque él fue la cauſa principal de todo eſte molimiento; jamás tal creí de Rocinante, que le tenía por perſona caſta y tan pacífica como yo. En fin, bien dicen que es meneſter mucho tiempo para venir a conocer las perſonas, y que no hay coſa ſegura en eſta vida. ¿Quién dijera que tras de aquellas tan grandes cuchilladas como vueſtra merced dio a aquel deſdichado andante, había de venir por la poſta y en ſeguimiento ſuyo eſta tan grande tempeſtad de palos que ha deſcargado ſobre nueſtras eſpaldas? Aun las tuyas, Sancho, replicó Don Quijote, deben de eſtar hechas a ſemejantes nublados; pero las mías, criadas entre ſinabafas y holandas, claro eſtá que ſentirán más el dolor de eſta deſgracia; y ſi no fueſe porque imagino, qué digo imagino; ſé muy cierto que todas eſtas incomodidades ſon muy anejas al ejercicyo de las armas, aquí me dejaría morir de puro enojo. A eſto replicó el eſcudero: Señor, ya que eſtas deſgracias ſon de la coſecha de la caballería, dígame vueſtra merced ſi ſuceden muy a menudo, o ſi tienen ſus tiempos limitados en que acaecen; porque me parece a mí que a dos coſechas quedaremos inútiles para la tercera, ſi Dios por ſu infinita miſericordia no nos ſocorre. Sábete, amigo Sancho, reſpondió Don Quijote, que la vida de los caballeros andantes eſtá ſujeta a mil peligros y deſventuras, y ni más ni menos eſtá en potencia propincua de ſer los caballeros andantes reyes y emperadores, como lo ha moſtrado la experiencia en muchos y diverſos caballeros de cuyas hiſtorias yo tengo entera noticya. Y pudiérate contar ahora, ſi el dolor me diera lugar, de algunos que sólo por el valor de ſu brazo han ſubido a los altos grados que he contado, y eſtos miſmos ſe vieron antes y deſpuez en diverſas calamidades y miſerias, porque el valeroſo Amadís de Gaula ſe vió en poder de ſu mortal enemigo Arcaláus el encantador, de quien ſe tiene por averiguado que le dio, teniéndole preſo, más de doſcientos azotes con las riendas de ſu caballo, atado a una columna de un patio; y aun hay un autor ſecreto y de no poco crédito que dice, que habiendo cogido al caballero del Febo con una cierta trampa que ſe le hundió debajo de los pies en un cierto caſtillo, al caer ſe halló en una honda ſima debajo de la tierra, atado de pies y manos, y allí le echaron una deſtas que llaman melecinas de agua de nieve y arena, de lo que llegó muy al cabo, y ſi no fuera ſocorrido en aquella gran cuita de un ſabio grande amigo ſuyo, lo paſara muy mal el pobre caballero… Parte primera: Capítulo decimoſexto

De lo que le ſucedió al ingenioſo hidalgo en la venta que él imaginaba ſer caſtillo.

El ventero que vió a Don Quijote atraveſado en el aſno, preguntó a Sancho qué mal traía. Sancho le reſpondió que no era nada, ſino que había dado una caída de una peña abajo, y que tenía algo brumadas las coſtillas. Tenía el ventero por mujer a una, no de la condicyón que ſuelen tener las de ſemejante trato, porque naturalmente era caritativa y ſe dolía de las calamidades de ſus prójimos, y así acudió luego a curar a Don Quijote, e hizo que una hija ſuya doncella, muchacha y de muy buen parecer, la ayudaſe a curar a ſu huéſped. Servía a la venta aſimiſmo una moza aſturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta, y del otro no muy ſana: verdad es que la gallardía del cuerpo ſuplía las demás faltas; no tenía ſiete palmos de los pies a la cabeza, y las eſpaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al ſuelo más de lo que ella quiſiera. Eſta gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las dos hicyeron una muy mala cama a Don Quijote en un caramanchón, que otros tiempos daba manifieſtos indicyos que había ſervido de pajar muchos años, en el cual también alojaba un arriero que tenía ſu cama hecha un poco más allá de la de nueſtro Don Quijote, y aunque era de las enjalmas y mantas de ſus machos, hacía mucha ventaja a la de Don Quijote, que sólo contenía cuatro mal liſas tablas ſobre dos no muy iguales bancos, y un colchón que en lo ſutil parecía colcha, lleno de bodoques, que a no moſtrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento en la dureza ſemejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga, y una frazada cuyos hilos, ſi ſe quiſieran contar, no ſe perdiera uno ſolo en la cuenta. En eſta maldita cama ſe acoſtó Don Quijote; luego la ventera y ſu hija le emplaſtaron de arriba a abajo, alumbrándoles Maritornes, que así ſe llamaba la aſturiana, y como al bizmalle vieſe la ventera tan acardenalado a partes a Don Quijote, dijo que aquellos más parecían golpes que caída.

No fueron golpes, dijo Sancho, ſino que la peña tenía muchos picos y tropezones, y que que cada uno había hecho ſu cardenal. Y también le dijo: Haga vueſtra merced, ſeñora, de manera que queden algunas eſtopas, que no faltará quien las haya meneſter, que también me duelen a mí un poco los lomos. ¿De eſa manera, reſpondió la ventera, también debíſteis vos de caer? No caí, dijo Sancho Panza, ſino que de el ſobreſalto que tomé de ver caer a mi amo, de tal manera me duele a mí el cuerpo, que me parece que me han dado mil palos. Bien podría ſer eſo, dijo la doncella, que a mí me ha acontecido muchas veces ſoñar que caía de una torre abajo y que nunca acababa de llegar al ſuelo y cuando deſpertaba del ſueño hallarme tan molida y quebrantada como ſi verdaderamente hubiera caído. Ahí eſtá el toque, ſeñora, reſpondió Sancho Panza, que yo ſin ſoñar nada, ſino eſtando más deſpierto que ahora eſtoy, me hallo con pocos menos cardenales que mi ſeñor Don Quijote.

¿Cómo ſe llama eſte caballero? preguntó la aſturiana Maritornes. Don Quijote de la Mancha, reſpondió Sancho Panza, y es caballero aventurero y de los mejores y más fuertes que de luengos tiempos acá ſe han viſto en el mundo. ¿Qué es caballero aventurero? replicó la moza. ¿Tan nueva ſoys en el mundo que no lo ſabeis vos? reſpondió Sancho Panza: Pues ſabed, hermana mía, que caballero aventurero es una coſa que en dos palabras ſe ve apaleado y emperador; hoy eſtá la más deſdichada criatura del mundo y la más meneſteroſa, y mañana tendrá dos o tres coronas de reinos que dar a ſu eſcudero. Pues ¿cómo vos, ſiendo de eſte tan buen ſeñor, dijo la ventera, no tenéis a lo que parece ſiquiera algun condado? Aún es temprano, reſpondió Sancho, porque no ha ſino un mes que andamos buſcando las aventuras, y haſta ahora no hemos topado con ninguna que lo ſea, y tal vez hay que ſe buſca una coſa y ſe halla otra; verdad es que ſi mi ſeñor Don Quijote ſana de eſta herida o caída, y yo quedo contrecho della, no trocaría mis eſperanzas con el mejor título de Eſpaña.

Todas eſtas pláticas eſtaba eſcuchando muy atento Don Quijote, y ſentándoſe en el lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le dijo: Creedme, fermoſa ſeñora, que os podeis llamar venturoſa por haber alojado en eſte vueſtro caſtillo a mi perſona, que es tal, que ſi no la alabo es por lo que ſuele decirſe, que la alabanza propia envilece, pero mi eſcudero os dirá quien ſoy; sólo os digo que tendré eternamente eſcrito en mi memoria el ſervicyo que me habedes fecho para agradecéroſlo mientras la vida me duraſe; y pluguiera a los altos cielos que el amor no me tuviera tan rendido y tan ſujeto a ſus leyes, y los ojos de aquella hermoſa ingrata que digo entre mis dientes, que los de eſta fermoſa doncella fueran ſeñores de mi libertad.

Confuſas eſtaban la ventera y ſu hija, y la buena de Maritornes, oyendo las razones del andante caballero, que así las entendían como ſi hablara en griego; aunque bien alcanzaron que todas ſe encaminaban a ofrecimientos y requiebros: y como no uſadas a ſemejante lenguaje, mirábanle y admirábanſe, y parecíales otro hombre de los que ſe uſaban; y agradeciéndoles con venteriles razones ſus ofrecimientos, le dejaron, y la aſturiana Maritornes curó a Sancho, que no menos lo había meneſter que ſu amo. Había el arriero concertado con ella que aquella noche ſe refocilarían juntos, y ella le había dado ſu palabra de que en eſtando ſoſegados los huéſpedes, y durmiendo ſus amos, le iría a buſcar y ſatiſfacerle el guſto en cuanto le mandaſe. Y cuéntaſe de eſta buena moza, que jamás dió ſemejantes palabras que no las cumplieſe, aunque las dieſe en un monte y ſin teſtigo alguno, porque preſumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta eſtar en aquel ejercicyo de ſervir en la venta; porque decía ella que deſgracias y malos ſuceſos la habían traído a aquel eſtado. El duro, eſtrecho, apocado y fementido lecho de Don Quijote eſtaba primero en mitad de aquel eſtrellado eſtablo; y luego junto a él hizo el ſuyo Sancho, que sólo contenía una eſtera de enea y una manta, que antes moſtraba ſer de angeo tundido que de lana; ſucedía a eſtos dos lechos el del arriero, fabricado, como ſe ha dicho de las enjalmas y de todo el adorno de los dos mejores mulos que traía, aunque eran doce, lucios, muy gordos y famoſos, porque era uno de los ricos arrieros de Arévalo, ſegún lo dice el autor de eſta hiſtoria, que de eſte arriero hace particular mención, porque le conocía muy bien, y aún quieren decir que era algo pariente ſuyo.

Fuera de que Cide Hamete Benengeli fue hiſtoriador muy curioſo y puntual en todas coſas, y échaſe bien de ver, pues las que quedan referidas con ſer tan mínimas y tan raras, no las quiſo paſar en ſilencio, de donde podrán tomar ejemplo los hiſtoriadores graves que nos cuentan las acciones tan corta y ſucintamente, que apenas nos llegan a los labios, dejándoſe en el tintero, ya por deſcuído, por malicya o ignorancia, lo más ſuſtancial de la obra. Bien haya mil veces el autor de « Tablante », de « Ricamonte », y aquel del otro libro donde ſe cuentan los hechos del « Conde Tomillas », ¡y con qué puntualidad lo deſcriben todo! Digo, pues, que deſpuez de haber viſitado el arriero a ſu recua y dádole el ſegundo pienſo, ſe tendió en ſus enjalmas y ſe dió a eſperar a ſu puntualíſima Maritornes. Ya eſtaba Sancho bizmado y acoſtado, y aunque procuraba dormir no lo conſentía el dolor de ſus coſtillas; y Don Quijote con el dolor de las ſuyas tenía los ojos abiertos como liebre.

Toda la venta eſtaba en ſilencio, y en toda ella no había otra luz que la daba una lámpara, que colgada en medio del portal ardía. Eſta maravilloſa quietud, y los penſamientos que ſiempre nueſtro caballero traía de los ſuceſos que a cada paſo ſe cuentan en los libros, autores de ſu deſgracia, le trujo a la imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarſe pueden; y fue que el ſe imaginó haber llegado a un famoſo caſtillo (que, como ſe ha dicho, caſtillos eran a ſu parecer todas las ventas donde alojaba), y que la hija del ventero lo era del ſeñor del caſtillo, la cual, vencida de ſu gentileza, ſe había enamorado de él y prometido que aquella noche a furto de ſus padres vendría a yacer con él una buena pieza; y teniendo toda eſta quimera, que él ſe había fabricado, por firme y valedera, ſe comenzó a acuitar y a penſar en el peligroſo trance en que ſu honeſtidad ſe había de ver, y propuſo en ſu corazón de no cometer alevosía a ſu ſeñora Dulcinea del Toboſo, aunque la miſma reina Ginebra con ſu dama Quintañona ſe le puſieſen delante.

Penſando, pues, en eſtos diſparates, ſe llegó el tiempo y la hora (que para él fue menguada) de la venida de la aſturiana, la cual, en camiſa y deſcalza, cogidos los cabellos en una albanega de fuſtan, con tácitos y atentados paſos, entró en el apoſento donde los tres alojaban en buſca del arriero; pero apenas llegó a la puerta cuando Don Quijote la ſintió, y ſentándoſe en la cama a peſar de ſus bizmas, y con dolor de ſus coſtillas, tendió los brazos para recibir a ſu fermoſa doncella la aſturiana, que toda recogida y callando iba con las manos adelante buſcando a ſu querido. Topó con los brazos de Don Quijote, el cual la aſió fuertemente de una muñeca, y tirándola hacia sí, ſin que ella oſaſe hablar palabra, la hizo ſentar ſobre la cama, tentóle la camiſa y ella era de arpillera, a él le pareció ſer de finíſimo y delgado cendal. Traía en las muñecas unas cuentas de vidrio; pero a él le dieron viſlumbres de precioſas piedras orientales; los cabellos que en alguna manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidíſimo oro de Arabia, cuyo reſplandor al del miſmo ſol oſcurecía; y el aliento que, ſin duda alguna olía a enſalada fiambre y traſnochada, a él pareció que arrojaba de ſu boca un olor ſuave y aromático; y finalmente, él la pintó en ſu imaginación de la miſma traza y modo que lo había leído en ſus libros de la otra princeſa que vino a ver al mal ferido caballero vencido de ſus amores, con todos los adornos que aquí van pueſtos; y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni otras coſas que traía en sí la buena doncella, no le deſengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes le parecía que tenía en ſus brazos a la dioſa de la hermoſura; y teniéndola bien aſida, con voz amoroſa y baja le comenzó a decir: Quiſiera hallarme en términos, fermoſa y alta ſeñora, de poder pagar tamaña merced como la que con la viſta de vueſtra gran fermoſura me habedes fecho; pero ha querido la fortuna, que no ſe canſa de perſeguir a los buenos, ponerme en eſte lecho, donde yago tan molido y quebrantado, que aunque de mi voluntad quiſiera ſatiſfacer a la vueſtra, fuera impoſible; y más que ſe añade a eſta impoſibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a la ſin par Dulcinea del Toboſo, única ſeñora de mis más eſcondidos penſamientos; que ſi éſto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sándio caballero que dejara paſar en blanco la venturoſa ocaſión en que vueſtra gran bondad me ha pueſto.

Maritornes eſtaba congojadíſima y traſudando de verſe tan aſida de Don Quijote, y ſin entender, ni eſtar atenta a las razones que le decía, procuraba ſin hablar palabra deſaſirſe. El bueno del arriero, a quien tenían deſpiertos ſus malos deſeos, deſde el punto que entró ſu coima por la puerta, la ſintió, eſtuvo atentamente eſcuchando todo lo que Don Quijote decía, y celoſo de que la aſturiana le hubieſe faltado a la palabra por otro, ſe fué llegando más al lecho de Don Quijote, y eſtúvoſe quedo haſta ver en que paraban aquellas razones que él no podía entender; pero como vió que la moza forcejeaba por deſaſirſe, y Don Quijote trabajaba por tenerla, pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en alto, y deſcargó tan terrible puñada ſobre las eſtrechas quijadas del enamorado caballero, que le bañó toda la boca en ſangre, y no contento con eſto ſe le ſubió encima de las coſtillas, y con los piez más que de trote ſe las paſeó todas de cabo a cabo. El lecho, que era un poco endeble y de no firmes fundamentos, no pudiendo ſufrir la añadidura del arriero, dió conſigo en el ſuelo, a cuyo gran ruido deſpertó el ventero, y luego imaginó que debían de ſer pendencias de Maritornes, porque habiéndola llamado a voces no reſpondía. Con eſta ſoſpecha ſe levantó, y encendiendo un candil, ſe fué hacia donde había ſentido la pelea. La moza, viendo que ſu amo venía, y que era de condicyón terrible, toda medroſica y alborotada ſe acogió a la cama de Sancho Panza, que aún dormía, y allí ſe acurrucó y ſe hizo un ovillo. El ventero entró dicyendo: ¿Adónde eſtas puta? A buen ſeguro que ſon tus coſas éſtas. En eſto deſpertó Sancho, y ſintiéndo aquel bulto caſi encima de sí, pensó que tenía la peſadilla, y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y entre otras alcanzó con no ſé cuántas a Maritornes, la cual, ſentida del dolor, echando a rodar la honeſtidad, dio el retorno a Sancho con tantas, que a ſu deſpecho le quitó el ſueño; el cual, viéndoſe tratar de aquella manera y ſin ſaber de quién, alzándoſe como pudo, ſe abrazó con Maritornes, y comenzaron entre los dos la más reñida y gracioſa eſcaramuza del mundo.

Viendo, pues, el arriero a la lumbre del candil del ventero cual andaba ſu dama, dejando a Don Quijote, acudió a dalle el ſocorro neceſario. Lo miſmo hizo el ventero; pero con intención diferente, porque fue a caſtigar a la moza, creyendo ſin duda que ella ſola era la ocaſión de toda aquella armonía. Y así como ſuele decirſe, el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo, daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza y todos menudeaban con tanta prieſa, que no daban punto de repoſo; y fue lo bueno que al ventero ſe le apagó el candil, y como quedaron a oſcuras, dábanſe tan ſin compaſión todos a bulto, que a do quiera que ponían la mano no dejaban coſa ſana.

Alojaba acaſo aquella noche en la venta un cuadrillero de los que llaman de la Santa Hermandad vieja de Toledo, el cual, oyendo aſimiſmo el extraño eſtruendo de la pelea, aſió de ſu media vara y de la caja de lata de ſus títulos, y entró a oſcuras en el apoſento dicyendo: Téngaſe a la juſticya, téngaſe a la Santa Hermandad. Y el primero con quién topó fué con el apuñeado de Don Quijote, que eſtaba en ſu derribado lecho, tendido boca arriba, ſin ſentido alguno; y echándole, a tiento, mano a las barbas, no ceſaba de decir: Favor a la juſticya… Pero viendo que el que tenía aſido no ſe bullía ni ſe meneaba, ſe dió a entender que eſtaba muerto, y que los que allí dentro eſtaban eran ſus matadores, y con eſta ſoſpecha reforzó la voz, dicyendo: Ciérreſe la puerta de la venta, miren que no ſe vaya nadie, que han muerto aquí a un hombre.

Eſta voz ſobreſaltó a todos, y cada cual dejó la pendencia en el grado que le tomó la voz. Retiróſe el ventero a ſu apoſento, el arriero a ſus enjalmas, la moza a ſu rancho; sólo los deſventurados Don Quijote y Sancho no ſe pudieron mover de donde eſtaban. Soltó en eſto el cuadrillero la barba de Don Quijote, y ſalió a buſcar luz para buſcar y prender los delincuentes; mas no la halló, porque el ventero de induſtria había muerto la lámpara cuando ſe retiró a ſu eſtancia, y fuele preciſo acudir a la chimenea, donde con mucho trabajo y tiempo encendió el cuadrillero otro candil.

Parte primera: Capítulo decimoſéptimo

Donde ſe proſiguen los innumerables trabajos que el bravo Don Quijote y ſu buen eſcudero Sancho Panza paſaron en la venta, que por ſu mal pensó que era caſtillo

Había ya vuelto en eſte tiempo de ſu paraſiſmo Don Quijote, y con el miſmo tono de voz que el día antes había llamado a ſu eſcudero cuando eſtaba tendido en el val de las eſtacas, le comenzó a llamar dicyendo: ¿Sancho amigo, duermes? ¿Duermes, amigo Sancho? Qué tengo de dormir, peſia a mí, reſpondió Sancho lleno de peſadumbre y de deſpecho, que no parece ſino que todos los diablos han andado conmigo eſta noche. Puédeſlo creer así ſin duda, reſpondió Don Quijote, porque o yo ſé poco, o eſte caſtillo es encantado, porque has de ſaber… mas eſto que ahora quiero decirte, haſme de jurar que lo tendras ſecreto haſta deſpuez de mi muerte. Sí juro, reſpondió Sancho.

Dígolo, reſpondió Don Quijote, porque ſoy enemigo de que ſe quite la honra a nadie. Digo que sí juro, tornó a decir Sancho, que lo callaré haſta deſpuez de los días de vueſtra merced, y plega a Dios que lo pueda deſcubrir mañana. ¿Tan malas obras te hago, Sancho, reſpondió Don Quijote, que me querrías ver muerto con tanta brevedad? No es por eſo, reſpondió Sancho, ſino que ſoy enemigo de guardar mucho las coſas, y no querría que ſe me pudrieſen de guardadas. Sea por lo que fuere, dijo Don Quijote, que más fío de tu amor y de tu cortesía; y así has de ſaber que eſta noche me ha ſucedido una de las más extrañas aventuras que yo ſabré encarecer, y por contártela en breve, ſabrás que poco ha que a mí vino la hija del ſeñor de eſte caſtillo, que es la más apueſta y fermoſa doncella que en gran parte de la tierra ſe puede hallar. ¡Qué te podría decir del adorno de ſu perſona! ¡Qué de ſu gallardo entendimiento! ¡Qué de otras coſas ocultas, que por guardar la fe que debo a mi ſeñora Dulcinea del Toboſo, dejaré paſar intactas y en ſilencio! Sólo te quiero decir, que envidioſo el cielo de tanto bien como la ventura me había pueſto en las manos, o quizá (y eſto es lo más cierto) que, como tengo dicho, es encantado eſte caſtillo, al tiempo que yo eſtaba con ella en dulcíſimos y amoroſosímos coloquios, ſin que yo la vieſe, ni ſupieſe por dónde venía, vino una mano pegada a algún brazo de algún deſcomunal gigante, y aſentándome una puñada en las quijadas, tal que las tengo todas bañadas en ſangre, y deſpuez me molió de tal ſuerte, que eſtoy peor que ayer cuando los arrieros por demasías de Rocinante nos hicyeron el agravio que ſabes; por donde conjeturo: que el teſoro de la fermoſura de eſta doncella le debe de guardar algún encantado moro, y no debe de ſer para mí.

Ni para mí tampoco, reſpondió Sancho, porque más de cuatrocientos moros me han aporreado de manera que el molimiento de las eſtacas fue tortas y pan pintado; pero dígame, ſeñor, ¿cómo llama a eſta buena y rara aventura, habiendo quedado de ella cual quedamos? Aún vueſtra merced menos mal, pues tuvo en ſus manos aquella incomparable fermoſura que ha dicho; pero yo ¿qué tuve ſino los mayores porrazos que pienſo recibir en toda mi vida? Deſdichado de mí y de la madre que me parió, que no ſoy caballero andante ni lo pienſo ſer jamás, y de todas las malandanzas me cabe la mayor parte. ¿Luego también eſtás tú aporreado? reſpondió Don Quijote. ¿No le he dicho que sí, peſe a mi linaje? dijo Sancho. No tengas penas, amigo, dijo Don Quijote, que yo haré ahora el bálſamo precioſo, con que ſanaremos en un abrir y cerrar de ojos.

Acabó en eſto de encender el candil el cuadrillero, y entró a ver el que penſaba que era muerto, y así como le vió entrar Sancho, viéndole venir en camiſa y con ſu paño a la cabeza y candil en la mano y con una muy mala cara, preguntó a ſu amo: Señor, ¿ſi ſerá eſte a dicha el moro encantado que nos vuelve a caſtigar ſi ſe dejó algo en el tintero? No puede ſer el moro, reſpondió Don Quijote, porque los encantados no ſe dejan ver de nadie. Si no ſe dejan ver, déjanſe ſentir, dijo Sancho; ſi no díganlo mis eſpaldas. También lo podrían decir las mías, reſpondió Don Quijote; pero no es baſtante indicyo eſo para creer que éſte que ſe ve ſea el encantado moro.

Llegó el cuadrillero, y como los halló hablando en tan ſoſegada converſación quedó ſuſpenſo. Bien es verdad que Don Quijote ſe eſtaba boca arriba ſin poderſe menear de puro molido y emplaſtado. Llegóſe a él el cuadrillero y díjole: Pues ¿cómo va buen hombre? Hablara yo más bien criado, reſpondió Don Quijote, ſi fuera que vos; ¿úſaſe en eſta tierra hablar deſa ſuerte a los caballeros andantes, majadero?

El cuadrillero que ſe vio tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer, no lo pudo ſufrir, y alzando el candil con todo ſu aceite dió a Don Quijote con él en la cabeza, de ſuerte que le dejó muy bien deſcalabrado; y como todo quedó a oſcuras, ſalióſe luego, y Sancho Panza dijo: Sin duda, ſeñor, que eſte es el moro encantado, y debe de guardar el teſoro para otros, y para noſotros sólo guarda las puñadas y los candilazos. Así es, reſpondió Don Quijote, y no hay que hacer caſo deſtas coſas de encantamientos, ni para qué tomar cólera ni enojo con ellas, que como ſon inviſibles y fantáſticas, no hallaremos de quién vengarnos, aunque más lo procuremos.Levántate, Sancho, ſi puedes, y llama al alcaide deſta fortaleza, y procura que ſe me dé un poco de aceite, vino, ſal y romero, para hacer el ſalutífero bálſamo, que en verdad que creo que lo he bien meneſter ahora, porque ſe me va mucha ſangre de la herida que eſta fantaſma me ha dado.

Levantóſe Sancho con harto dolor de ſus hueſos, y fué a oſcuras donde eſtaba el ventero, y encontrándoſe con el cuadrillero, que eſtaba eſcuchando en qué paraba ſu enemigo, le dijo: Señor, quien quiera que ſeais, hacednos merced y beneficyo de darnos un poco de romero, aceite, ſal y vino, que es meneſter para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella cama mal ferido por las manos del encantado moro que eſtá en eſta venta. Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre falto de ſeſo; y porque ya comenzaba a amanecer, abrió la puerta de la venta, y llamando al ventero, le dijo lo que aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó de cuanto quiſo, y Sancho ſe lo llevó a Don Quijote, que eſtaba con las manos en la cabeza quejándoſe del dolor del candilazo, que no le había hecho más mal que levantarle dos chichones algo crecidos, y lo que él penſaba que era ſangre, no era ſino ſudor que ſudaba con la congoja de la paſada tormenta. En reſolución, él tomó ſus ſimples, de los cuales hizo un compueſto mezclándolos todos y cociéndolos un buen eſpacio haſta que le pareció que eſtaban en ſu punto. Pidió luego alguna redoma para echallo, y como no la hubo en la venta, ſe reſolvió de ponello en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de quien el ventero le hizo grata donación; y luego dijo ſobre la alcuza más de ochenta Pater Noſter y otras tantas Ave Marías, Salves y Credos, y cada palabra acompañaba una cruz a modo de bendicyón; a todo lo cual ſe hallaron preſentes Sancho, el ventero y el cuadrillero, que ya el arriero ſoſegadamente andaba entendiendo en el beneficyo de ſus machos.

Hecho eſto, quisó él miſmo hacer luego la experiencia de la virtud de aquel precioſo bálſamo que él ſe imaginaba; y así ſe bebió de lo que no pudo caber en la alcuza, y quedaba en la olla donde ſe había cocido caſi media azumbre, y apenas lo acabó de beber cuando comenzó a vomitar de manera que no le quedó coſa en el eſtómago, y con las anſias y agitación del vómito le dió un ſudor copiosíſimo, por lo cual mandó que lo arropaſen y le dejaſen ſolo. Hicyéronlo así, y quedóſe dormido más de tres horas, al cabo de las cuales deſpertó, y ſe ſintió aliviadíſimo del cuerpo, y en tal manera mejor de ſu quebrantamiento, que ſe tuvo por ſano, y verdaderamente creyó que había acertado con el bálſamo de Fierabrás, y que con aquel remedio podía acometer deſde allí adelante ſin temor alguno cualeſquiera riñas, batallas y pendencias, por peligroſas que fueſen. Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría de ſu amo, le rogó que le dieſe a él lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad. Concedióſelo Don Quijote, y él tomándola a dos manos con buena fe y mejor talante, ſe la echó a pechos, y ſe envasó bien poco menos que ſu amo. Es, pues, el caſo que el eſtómago del pobre Sancho no debía de ſer tan delicado como el de ſu amo, y así primero que vomitaſe le dieron tantas anſias y baſcas con tantos traſudores y deſmayos, que él pensó bien y verdaderamente que era llegada ſu última hora, y viéndoſe tan afligido y acongojado, maldecía el bálſamo y el ladrón que ſe lo había dado. Viéndole así Don Quijote le dijo: Yo creo, Sancho, que todo eſte mal te viene de no ſer armado caballero, porque tengo para mí que eſte licor no debe de aprovechar a los que no lo ſon. Si eſo ſabía vueſtra merced, replicó Sancho, mal haya yo y toda mi parentela, ¿para qué conſintió que lo guſtaſe?

En eſto hizo ſu operación el brevaje, y comenzó el pobre eſcudero a deſaguarſe por entrambas canales con tanta prieſa que la eſtera de enea, ſobre quien ſe había vuelto a echar, ni la manta de angeo con que ſe cubría fueron más de provecho; ſudaba y traſudaba con tales paraſiſmos y accidentes, que no ſolamente él, ſino todos penſaban que ſe le acababa la vida. Duróle eſta borraſca y mala andanza caſi dos horas, al cabo de las cuales no quedó como ſu amo, ſino tan molido y quebrantado que no ſe podía tener; pero Don Quijote, que, como ſe ha dicho, ſe ſintió aliviado y ſano, quiſo partirſe luego a buſcar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo que allí ſe tardaba era quitárſele al mundo y a los en él meneſteroſos de ſu favor y amparo, y más con la ſeguridad y confianza que llevaba en ſu bálſamo; y así forzado deſte deſeo, él miſmo enſilló a Rocinante, y enalbardó al jumento de ſu eſcudero, a quién también ayudó a veſtir y ſubir en el aſno; púſoſe luego a caballo, y llegánoſe a un rincón de la venta, y aſió de un lanzón que allí eſtaba para que le ſirvieſe de lanza.

Eſtábanle mirando todos cuanto había en la venta, que paſaban de más de veinte perſonas; mirábale también la hija del ventero; y él también no quitaba los ojos della, y de cuando en cuando arrojaba un ſuſpiro, que parecía que le arrancaba de lo profundo de ſus entrañas, y todos penſaban que debía de ſer del dolor que ſentía en las coſtillas, a lo menos pensábanlo aquellos que la noche antes le habían viſto bizmar. Ya que eſtuvieron los dos a caballo, pueſto a la puerta de la venta llamó al ventero, y con voz muy repoſada y grave le dijo: Muchas y muy grandes ſon las mercedes, ſeñor alcaide, que en eſte vueſtro caſtillo he recibido, y quedó obligadíſimo a agradecéroſlas todos los días de mi vida; ſi os las puedo pagar en haceros vengado de algún ſoberbio que os haya fecho algún agravio, ſabed que mi oficyo no es otro ſino valer a los que poco pueden, vengar a los que reciben tuertos, y caſtigar alevosías; recorred vueſtra memoria, y ſi hallais alguna coſa de eſte jaez que encomendarme, no hay ſino decilla, que yo os prometo por la orden de caballería que recibí, de faceros ſatiſfecho y pagado a toda vueſtra voluntad.

El ventero le reſpondió con el miſmo ſoſiego: Señor caballero, yo no tengo neceſidad de que vueſtra merced me vengue ningún agravio, porque yo ſé tomar la venganza que me parece cuando ſe me hacen; sólo he meneſter que vueſtra merced me pague el gaſto que ha hecho eſta noche en la venta, así de la paja y cebada de ſus dos beſtias, como de la cena y camas. ¿Luego venta es éſta? replicó Don Quijote. Y muy honrada, reſpondió el ventero. Engañado he vivido haſta aquí, reſpondió Don Quijote, que en verdad que penſé que era caſtillo, y no malo, pero, pues es así que no es caſtillo ſino venta, lo que ſe podrá hacer por ahora es que perdoneis por la paga, que yo no puedo contravenir a la orden de los caballeros andantes, de los cuales ſé cierto (ſin que haſta ahora haya leído coſa en contrario) que jamás pagaron poſada, ni otra coſa en venta donde eſtuvieſen, porque ſe les debe de fuero y de derecho cualquier buen acogimiento que ſe les hicyere, en pago del inſufrible trabajo que padecen buſcando las aventuras de noche y de día, en invierno y en verano, a pie y a caballo, con ſed y con hambre, con calor y con frío, ſujetos a todas las inclemencias del cielo, y a todos los incómodos de la tierra.

Poco tengo yo que ver con eſo, reſpondió el ventero: Págueſeme a mí lo que ſe me debe, y dejémonos de cuentos ni de caballerías, que yo no tengo cuenta con otra coſa que con cobrar mi hacienda. Vos ſoys un ſandio y mal hoſtelero, reſpondió Don Quijote. Y poniendo piernas a Rocinante, y terciando ſu lanzón, ſe ſalió de la venta ſin que nadie le detuvieſe; y él, ſin mirar ſi le ſeguía ſu eſcudero, ſe alongó un buen trecho. El ventero, que le vio ir, y que no le pagaba, acudió a cobrar de Sancho Panza, el cual dijo, que pues ſu ſeñor no había querido pagar, que tampoco él pagaría, porque ſiendo él eſcudero de caballero andante como era, la miſma regla y razón corría por él como por ſu amo en no pagar coſa alguna en los meſones y ventas. Amohinóſe mucho deſto el ventero, y amenazóle que ſi no le pagaba, lo cobraría de modo que le peſaſe. A lo cual Sancho reſpondió, que por la ley de caballería que ſu amo había recibido, no pagaría un ſolo cornado aunque le coſtaſe la vida, porque no había de perder por él la buena y antigua uſanza de los caballeros andantes, ni ſe habían de quejar de los eſcuderos de los tales que eſtaban por venir al mundo, reprochándole el quebrantamiento de tan juſto fuero.

Quiſo la mala ſuerte del deſdichado Sancho, que entre la gente que eſtaba en la venta ſe hallaſen cuatro perailes de Segovia, tres agujeros del potro de Córdoba, y dos vecinos de la heria de Sevilla, gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona; los cuales caſi como inſtigados y movidos de un miſmo eſpíritu, ſe llegaron a Sancho, y apeándole del aſno, uno dellos entró por la manta de la cama del huéſped, y echándole en ella alzaron los ojos y vieron que el techo era algo más bajo de lo que habían meneſter para ſu obra y determinaron ſalirſe al corral, que tenía por límite el cielo, y allí pueſto Sancho en mitad de la manta, comenzaron a levantarla en alto y a holgarſe con él como un perro por carnaſtolendas. Las voces que el míſero manteado daba fueron tantas, que llegaron a los oídos de ſu amo, el cual, deteniéndoſe a eſcuchar atentamente, creyó que alguna nueva aventura le venía, haſta que claramente conoció que el que gritaba era ſu eſcudero, y volviendo las riendas, con un penado golpe llegó a la venta, y hallándola cerrada, la rodeó por ver ſi hallaba por donde entrar; pero no hubo entrado a las paredes del corral, que no eran muy altas, cuando vió el mal juego que ſe le hacía a ſu eſcudero.

Vióle bajar y ſubir por el aire con tanta gracia y preſteza, que ſi la cólera le dejara, tengo para mí que ſe riera. Probó a ſubir deſde el caballo a las bardas; pero eſtaba tan molido y quebrantado, que aún apearſe no pudo, y así deſde encima del caballo comenzó a decir tantos denueſtos y baldones a los que a Sancho manteaban, que no es poſible acertar a eſcribillos; mas no por eſto ceſaban ellos de ſu riſa y de ſu obra, ni el volador Sancho dejaba ſus quejas, mezcladas ya con amenazas, ya con ruegos; mas todo aprovechaba poco, ni aprovechó haſta que de puro canſados le dejaron. Trajéronle allí ſu aſno, y ſubiéronle encima, le arroparon con ſu gabán, y la compaſiva de Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció ſer bien ſocorrelle con un jarro de agua, y así ſe le trujo del pozo por ſer más fría. Tomóle Sancho, y llevándole a la boca, ſe paró a las voces que ſu amo le daba, dicyendo: Hijo Sancho, no bebas agua, hijo, no la bebas que te matará; ves, aquí tengo el ſantíſimo bálſamo, y enſeñábale la alcuza del brevaje, que con dos gotas que de él bebas ſanarás ſin duda.

A eſtas voces volvió Sancho los ojos como de travez, y dijo con otras mayores: ¿Por dicha háſele olvidado a vueſtra merced como yo no ſoy caballero, o quiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche? Guárdeſe ſu licor con todos los diablos, y déjeme a mí; y el acabar de decir éſto y el comenzar a beber todo fue uno; mas como al primer trago vió que era agua, no quiſo paſar adelante, y rogó a Maritornes que ſe le trujeſe de vino; y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo pagó de ſu miſmo dinero, porque en efecto ſe dice de ella que, aunque eſtaba en aquel trato, tenía unas ſombras y lejos de criſtiana. Así como bebió Sancho, dió de los carcaños a ſu aſno, y abriéndole la puerta de la venta de par en par, ſe ſalió della muy contento de no haber pagado nada, y de haber ſalido con ſu intención, aunque había ſido a coſta de ſus acoſtumbrados fiadores, que eran ſus eſpaldas. Verdad es que el ventero ſe quedó con ſus alforjas en pago de lo que ſe le debía; mas Sancho no las echo menos, ſegún ſalió turbado. Quiſo el ventero atrancar bien la puerta así como le vió fuera; mas no lo conſintieron los manteadores, que era gente que, aunque Don Quijote fuera verdaderamente de los caballeros andantes de la Tabla Redonda, no le eſtimaran en dos ardites.

Parte primera: Capítulo decimooctavo

Donde ſe cuentan las razones que pasó Sancho Panza con ſu ſeñor Don Quijote con otras aventuras dignas de ſer contadas.

Llegó Sancho a ſu amo marchito y deſmayado, tanto que no podía arrear a ſu jumento. Cuando así le vió Don Quijote, le dijo: Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel caſtillo o venta es encantado ſin duda, porque aquellos que tan atrozmente tomaron paſatiempo contigo, ¿qué podían ſer ſino fantaſmas y gente del otro mundo? Y confirmo éſto, por haber viſto que cuando eſtuve por las bardas del corral mirando los actos de tu triſte tragedia, no me fue poſible ſubir por ellas, ni menos pude apearme de Rocinante, porque me debían de tener encantado; que te juro por la fe de quien ſoy, que ſi pudiera ſubir o apearme, que yo te hubiera vengado de manera que aquellos follones y malandrines ſe acordaran de la burla para ſiempre, aunque en ello ſupiera contravenir a las leyes de caballería, que como ya muchas veces te he dicho, no conſienten que caballero ponga mano contra quien no lo ſea, ſi no fuere en defenſa de ſu propia vida y perſona en caſo de urgente y gran neceſidad.

También me vengara yo ſi pudiera, dijo Sancho, fuera o no fuera armado caballero; pero no pude, aunque tengo para mí que aquellos que ſe holgaron conmigo no eran fantaſmas ni hombres encantados, como vueſtra merced dice, ſino hombres de carne y de hueſo como noſotros y todos, ſegún los oí nombrar cuando me volteaban, tenían ſus nombres, que el uno ſe llamaba Pedro Martínez, y el otro Tenorio Hernández, y el ventero oí que ſe llamaba Juan Palomeque el Zurdo; así que, ſeñor, el no poder ſaltar las bardas del corral, ni apearſe del caballo, en él eſtuvo que en encantamientos; y lo que yo ſaco en limpio de todo éſto, es que eſtas aventuras que andamos buſcando, al cabo al cabo nos han de traer a tantas deſventuras, que no ſepamos cuál es nueſtro pie derecho; y lo que ſería mejor y más acertado, ſegún mi poco entendimiento, fuera el volvernos a nueſtro lugar, ahora que es tiempo de la ſiega, y de entender en la hacienda, dejándonos de andar de ceca en meca y de zoca en colodra como dicen.

¡Qué poco ſabes, Sancho, reſpondió Don Quijote, de achaque de caballería: calla y ten paciencia, que día vendrá donde veas por viſta de ojos cuán honroſa coſa es andar en eſte oficyo. Sino dime: ¿qué mayor contento puede haber en el mundo, o qué guſto puede igualarſe al de vencer una batalla, y al de triunfar de ſu enemigo? Ninguno, ſin duda alguna. Así debe de ſer, reſpondió Sancho, pueſto que yo no lo ſé; sólo ſé que deſpuez que ſomos caballeros andantes, o vueſtra merced lo es (que yo no hay para qué me cuenten en tan honroſo número) jamás hemos vencido batalla alguna, ſi no fue la del vizcaíno, y aún de aquella ſalió vueſtra merced con media oreja y media celada menos; que deſpuez acá todo ha ſido palos y más palos, puñadas y más puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento, y haberme ſucedido por perſonas encantadas, de quien no puedo vengarme, para ſaber haſta dónde llega el guſto del vencimiento del enemigo, como vueſtra merced dice.

Eſa es la pena que yo tengo, y la que tú debes tener, Sancho, reſpondió Don Quijote; pero de aquí en adelante yo procuraré haber a las manos alguna eſpada hecha con tal maeſtría, que al que la trujere conſigo no le puedan hacer ningún género de encantamientos; y aún podría ſer que me deparaſe la ventura aquella de Amadís, cuando ſe llamaba el « Caballero de la Ardiente Eſpada », que fue una de las mejores eſpadas que tuvo caballero en el mundo; porque, fuera de que tenía la virtud dicha, cortaba como una navaja, y no había armadura, por fuerte y encantada que fueſe, que ſe le paraſe delante. Yo ſoy tan venturoſo, dijo Sancho, que cuando eſo fueſe, y vueſtra merced vinieſe a hallar ſemejante eſpada, sólo vendría a ſervir y aprovechar a los armados caballeros como el bálſamo, y a los eſcuderos que ſe los papen duelos. No temas eſo, Sancho, dijo Don Quijote, que mejor lo hará el cielo contigo.

En eſtos coloquios iban Don Quijote y ſu eſcudero, cuando vio Don Quijote que por el camino que iban venía hacia ellos una grande y eſpeſa polvareda, y en viéndola ſe volvió a Sancho, y le dijo: Eſte es el día, oh Sancho, en el cual ſe ha de ver el bien que me tiene guardado mi ſuerte; eſte es el día, digo, en que ſe ha de moſtrar tanto como en otro alguno el valor de mi brazo, y en que tengo de hacer obras que queden eſcritas en el libro de la fama por todos los venideros ſiglos. ¿Ves aquella polvareda que allí ſe levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosíſimo ejército que de diverſas e innumerables gentes compueſto, por allí viene marchando. A eſa cuenta, dos deben de ſer, dijo Sancho, porque deſta parte contraria ſe levanta aſimeſmo otra ſemejante polvareda. Volvió a mirarla Don Quijote, y vió que así era la verdad; y alegrándoſe ſobremanera, pensó ſin duda alguna que eran dos ejércitos que venían a embeſtirſe y a encontrarſe en mitad de aquella eſpacioſa llanura, porque tenía a todas horas y momentos llena la fantasía de aquellas batallas, encantamientos, ſuceſos, deſatinos, amores, deſafíos, que en los libros de caballería ſe cuentan; y todo cuanto hablaba, penſaba o hacía, era encaminado a coſas ſemejantes, y a la polvareda que había viſto la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros, que por el miſmo camino de dos diferentes partes venían, las cuales con el polvo no ſe echaron de ver haſta que llegaron cerca; y con tanto ahínco afirmaba Don Quijote que eran ejército, que Sancho le vino a creer, y a decirle: Señor, ¿pues qué hemos de hacer noſotros? ¿Qué? dijo Don Quijote. Favorecer y ayudar a los meneſteroſos y deſvalidos; y has de ſaber, Sancho, que eſte que viene por nueſtra frente lo conduce y guía el gran emperador Alifanfaron, ſeñor de la grande iſla Trapobana; eſte otro, que a mis eſpaldas marcha, es el de ſu enemigo el rey de los Garamantas, Pentapolin del arremangado brazo, porque ſiempre entra en las batallas con el brazo derecho deſnudo.

Pues ¿por qué ſe quieren tan mal eſtos dos ſeñores? preguntó Sancho. Quiérenſe mal, reſpondió Don Quijote, porque eſte Alifanfaron es un furibundo pagano, y eſtá enamorado de la hija de Pentapolin, que es una muy hermoſa y además agraciada ſeñora, y es criſtiana, y ſu padre no ſe la quiere entregar al rey pagano ſi no deja primero la ley de ſu falſo profeta Mahoma, y ſe vuelve a la ſuya. Para mis barbas, dijo Sancho, ſi no hace muy bien Pentapolin, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere. En eſo harás lo que debes, Sancho, dijo Don Quijote, porque para entrar en batallas ſemejantes no requiere ſer armado caballero. Bien ſe me alcanza eſo, reſpondió Sancho; pero ¿dónde pondremos a eſte aſno, que eſtemos ciertos de hallarle deſpuez de paſada la refriega, porque al entrar en ella en ſemejante caballería no creo que eſtá en uſo haſta ahora? Así es verdad, dijo Don Quijote; lo que puedes hacer dél es dejarle a ſus aventuras, ahora ſe pierda o no, porque ſerán tanto los caballos que tendremos deſpuez que ſalgamos vencedores, que aún corre peligro Rocinante no le trueque por otro; pero eſtáme atento y mira, que te quiero dar cuenta de los caballeros más principales que en eſtos dos ejércitos vienen, y para que mejor los veas y los notes, retirémonos a aquel altillo que allí ſe hace, de donde ſe deben deſcubrir los dos ejércitos.

Hicyéronlo así y puſiéronſe ſobre una loma, deſde la cual ſe veían bien las dos manadas que a Don Quijote ſe le hicyeron ejército, ſi las nubes del polvo que levantaban no les turbara y cegara la viſta; pero con todo eſto, viendo en ſu imaginación lo que no veía ni había, con voz levantada comenzó a decir: Aquel caballero que allí ves de las armas jaldes, que trae en el eſcudo un león coronado rendido a los pies de una doncella, es el valeroſo Laurcalco, ſeñor de la Puente de Plata. El otro de las armas de las flores de oro, que trae en el eſcudo tres coronas de plata en campo azul, es el temido Micocolembo, gran duque de Quirocia. El otro de los miembros gigantes que eſtá a ſu derecha mano, es el nunca medroſo Brandabarbaran de Boliche, ſeñor de las tres Arabias, que viene armado de aquel cuero de ſerpiente, y tiene por eſcudo una puerta, que ſegún es fama, es una de las del templo que derribó Sanſon cuando con ſu muerte ſe vengó de ſus enemigos. Pero vuelve los ojos a eſtotra parte, y verás delante y en la frente de eſtotro ejército al ſiempre vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona, príncipe de la Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas a cuarteles azules, verdes, blancos y amarillos, y trae en el eſcudo un gato de oro en campo leonado con una letra que dice « Miau », que es el principio del nombre de ſu dama, que ſegún ſe dice es la ſin par Miaulina, hija del duque de Alfeñiquen del Algarbe. El otro, que carga y oprime los lomos de aquella poderoſa alfana, que trae las armas como nieve blancas, y el eſcudo blanco y ſin empreſa alguna, es un caballero novel, de nación francez, llamado Pierres Papin, ſeñor de las baronías de Utrique. El otro, que bate las hijadas con los herrados carcaños a aquella pintada y lijera cebra, y trae las armas de los veros azules, es el poderoſo duque de Nervia, Eſpartafilardo del Boſque, que trae por empreſa en el eſcudo una eſparraguera con una letra en caſtellano, que dice así: « Raſtrea mi ſuerte ».

Y deſta manera fué nombrando muchos caballeros del uno y del otro eſcuadrón que él ſe imaginaba, y a todos les dió ſus armas, colores, empreſas y motes de improviſo, llevado de la imaginación de ſu nunca viſta locura, y ſin parar proſiguió dicyendo: A eſte eſcuadrón frontero forman y hacen gentes de diverſas naciones; aquí eſtán los que beben las dulces aguas del famoſo Janto, los montuoſos que piſan los maſilíſcos campos, los que criban el finíſimo y menudo oro en la felice Arabia, los que gozan las famoſas y freſcas riberas del claro Termodonte, los que ſangran por muchas y diverſas vías al dorado Pactolo, los mumidas dudoſos en ſus promeſas, los perſas en arcos y flechas famoſos, los partos, los medos, que pelean huyendo, los árabes de mudables caſas, los citas tan crueles como blancos, los etíopes de horadados labios, y otras infinitas naciones cuyos roſtros conozco y veo, aunque de los nombres no me acuerdo. En eſtotro eſcuadrón vienen los que beben las corrientes criſtalinas del olivífero Betis, los que terſan y pulen con el licor del ſiempre rico y dorado Tajo, los que gozan las provechoſas aguas del divino Genil, los que piſan los tarteſios campos de paſtos abundantes, los que ſe alegran en elíſeos jerezanos prados, los manchegos ricos y coronados de rubias eſpigas, los de hierro veſtidos, reliquias antiguas de la ſangre goda, los que en Piſuerga ſe bañan, famoſo por la manſedumbre de ſu corriente, los que ſu ganado apacientan en las extendidas deheſas del tortuoſo Guadiana, celebrado por ſu eſcondido curſo, los que tiemblan con el frío del ſilboſo Pirineo y con los blancos copos del levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en sí contiene y encierrra.

¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada una con maravilloſa preſteza los atributos que le pertenecían, todo abſorto y empapado en lo que había leído en ſus libros mentiroſos! Eſtaba Sancho Panza colgado de ſus palabras ſin hablar ninguna, y de cuando en cuando volvía la cabeza a ver ſi veía los caballeros y gigantes que ſu amo nombraba, y como no deſcubría a ninguno le dijo: Señor, encomiendo al diablo, ſi hombre, ni gigante, ni caballero de cuantos vueſtra merced dice parece por todo eſto, a lo menos yo no los veo; quizá todo eſto debe ſer encantamiento como las fantaſmas de anoche.

¿Cómo dices eſo? reſpondió Don Quijote, ¿no oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los atambores? No oigo otra coſa, reſpondió Sancho, ſino balidos de ovejas y carneros, y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños. El miedo que tienes, dijo Don Quijote, te hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derechas, porque uno de los efectos del miedo es turbar los ſentidos, y hacer que las coſas no parezcan lo que ſon; y ſi es que tanto temes, retírate a una parte y déjame ſolo, que ſolo baſto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda. Y dicyendo éſto puſo las eſpuelas a Rocinante, y pueſta la lanza en el riſtre bajó de la coſtezuela como un rayo. Diole voces Sancho, dicyéndole: Vuélvaſe vueſtra merced, ſeñor Don Quijote, que voto a Dios que ſon carneros y ovejas las que va a embeſtir: vuélvaſe, deſdichado del padre que me engendró: ¡qué locura es éſta! Mire que no hay gigante ni caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni eſcudos partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es lo que hace? Pecador ſoy yo a Dios. Ni por eſas volvió Don Quijote, antes en altas voces iba dicyendo: Ea, caballeros, los que ſeguís y militais debajo de las banderas del poderoſo emperador Pentapolin del arremangado brazo, ſeguidme todos, vereis cuán facilmente le doy venganza de ſu enemigo Alifanfaron de la Trapobana.

Eſto dicyendo, ſe entró por medio del eſcuadrón de las ovejas, y comenzó de alanceallas con tanto con coraje y denuedo, como ſi de veras alanceara a ſus mortales enemigos. Los paſtores y ganaderos que con la manada venían, dábanle voces que no hicyeſe aquello; pero viendo que no aprovechaban, deſciñéronſe las ondas, y comenzaron a ſaludarle los oídos con piedras como el puño. Don Quijote no ſe curaba de las piedras; antes diſcurriendo a todas partes, decía: ¿Adónde eſtás, ſoberbio Alifanfaron? Vente a mí, que un caballero ſolo ſoy, que deſea de ſolo a ſolo probar tus fuerzas y quitarte la vida en pena de la que das al valeroſo Pentapolin Garamanta.

Llegó en éſto una peladilla de arroyo, y dándole en un lado, le ſepultó dos coſtillas en el cuerpo. Viéndoſe tan maltrecho, creyó ſin duda que eſtaba muerto o mal ferido, y acordándoſe de ſu licor, ſacó ſu alcuza, y púſoſela a la boca, y comenzó a echar licor en el eſtomago; mas antes que acabaſe de envaſar lo que a él le parecía que era baſtante llegó otra almendra, y dióle en la mano y en la alcuza tan de lleno, que ſe la hizo pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y muelas de la boca, y machucándole malamente dos dedos de la mano.

Tal fue el golpe primero, y tal el ſegundo, que le fue forzoſo al pobre caballero dar conſigo del caballo abajo. Llegáronſe a él los paſtores, y creyendo que le habían muerto, y así con mucha prieſa recogieron ſu ganado, y cargaron de las reſes muertas, que paſaban de ſiete, y ſin averiguar otra coſa ſe fueron. Eſtábaſe todo eſte tiempo Sancho ſobre la cueſta, mirando las locuras que ſu amo hacía, y arrancábaſe las barbas, maldicyendo la hora y el punto en que la fortuna ſe le había dado a conocer. Viéndole, pues, caído en el ſuelo, y que ya los paſtores ſe habían ido, bajó de la cueſta y llegóſe a él, y hallándole de muy mal arte, aunque no había perdido el ſentido, y díjole: ¿No le decía yo, ſeñor Don Quijote, que ſe volvieſe, que los que iba a acometer no eran ejércitos, ſino manadas de carneros?

Como éſo puede deſaparecer y contrahacer aquel ladrón del ſabio mi enemigo, reſpondió Don Quijote: sábete, Sancho, que es muy facil coſa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y eſte maligno que me perſigue, envidioſo de la gloria que vío que yo había de alcanzar deſta batalla, ha vuelto los eſcuadrones de enemigos en manadas de ovejas. Si no haz una coſa, Sancho, por mi vida, porque te deſengañes y veas ſer verdad lo que te digo: ſube en tu aſno y síguelos bonitamente, y verás cómo, en alejándoſe de aquí algún poco, ſe vuelven en ſu ſer primero, y dejando de ſer carneros, ſon hombres hechos y derechos, como te los pinté primero, pero no vayas ahora, que he meneſter tu favor y ayuda; llégate a mí, y mira cuántas muelas y dientes me faltan, que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca.

Llegóſe Sancho tan cerca, que caſi le metía los ojos en la boca, y fue a tiempo que ya había obrado el bálſamo en el eſtómago de Don Quijote, y al tiempo que Sancho llegó a mirarle la boca, arrojó de sí, más recio que una eſcopeta, cuanto dentro tenía, y le dió con todo ello en las barbas del compaſivo eſcudero. ¡Santa María! dijo Sancho. ¿Y qué es éſto que me ha ſucedido? Sin duda eſte pecador eſtá herido de muerte, pues vomita ſangre por la boca. Pero reparando un poco más en ello, echó de ver en la color, ſabor y olor, que no era ſangre, ſino el bálſamo de la alcuza que él le había viſto beber; y fué tanto el aſco que tomó, que revolviéndoſele el eſtómago, vomitó las tripas ſobre ſu miſmo ſeñor, y quedaron entrambos como de perlas. Acudió Sancho a ſu aſno para ſacar de las alforjas con qué limpiarſe y con qué curar a ſu amo, y como no las halló, eſtuvo a punto de perder el juicyo; maldíjoſe de nuevo; y propuſo en ſu corazón de dejar a ſu amo y volverſe a ſu tierra, aunque perdieſe el ſalario de lo ſervido y las eſperanzas del gobierno de la prometida ínſula.

Levántoſe en eſto Don Quijote, y pueſta la mano izquierda en la boca, porque no ſe le acabaſen de ſalir los dientes, aſió con la otra las riendas de Rocinante, que nunca ſe había movido de junto a ſu amo (tal era de leal y bien acondicyonado), y fueſe a donde ſu eſcudero eſtaba, de pechos ſobre ſu aſno, con la mano en la mejilla en guiſa de hombre penſativo, además, y viéndole Don Quijote de aquella manera, con mueſtras de tanta triſteza, le dijo: Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro ſi no hace más que otro: todas eſta borraſcas que nos ſuceden ſon ſeñales de que preſto ha de ſerenar el tiempo, y han de ſucedernos bien las coſas, porque no es poſible que el mal ni el bien ſean durables, y de aquí ſe ſigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien eſtá ya cerca, así que no debes congojarte por las deſgracias que a mí me ſuceden, pues a ti no te cabe parte de ellas. ¿Cómo no? reſpondió Sancho; ¿por ventura el que ayer mantearon era otro que el hijo de mi padre? ¿y las alforjas que hoy me faltan, reſpondió Sancho. ¿De eſe modo, no tenemos que comer hoy? replicó Don Quijote. Eſo fuera, reſpondió Sancho, cuando faltaran por eſtos prados las yerbas que vueſtra merced dice que conoce, con que ſuelen ſuplir ſemejantes faltas los tan mal aventurados caballeros andantes, como vueſtra merced es.

Con todo eſo, reſpondió Don Quijote, tomara yo más aina un cuartel de pan, o una hogaza y dos cabezas de ſardinas arenques, que cuantas yerbas deſcribe Dioſcórides, aunque fuera el iluſtrado doctor Laguna; mas con todo éſto, ſube en tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mi, que Dios, que es proveedor de todas las coſas, no nos ha de faltar, y más andando tan en ſu ſervicyo como andamos, pues no falta a los moſquitos del aire, ni a los guſanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua, y es tan piadoſo, que hace ſalir ſu ſol ſobre los buenos y malos, y llueve ſobre los injuſtos y juſtos. Más bueno era vueſtra merced, dijo Sancho, para predicador que para caballero andante. De todo ſabían y han de ſaber los caballeros andantes, Sancho, dijo Don Quijote, porque caballero andante hubo en los paſados ſiglos, que así ſe paraba a hacer un ſermón o plática en un camino real, como ſi fuera graduado por la univerſidad de París, de donde ſe infiere, que nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza. Ahora bien, ſea así como vueſtra merced dice, reſpondió Sancho; vamos ahora de aquí y procuremos donde alojar eſta noche, y quiera Dios que ſea en parte donde no haya mantas, ni manteadores, ni fantaſmas, ni moros encantados, que ſi los hay, daré al diablo el hato y el garabato.

Pídeſelo tú a Dios, dijo Don Quijote, guía tú por donde quiſieres, que eſta vez quiero dejar a tu elección el alojarnos; pero dame acá la mano, y atiéntame con el dedo, y mira bien cuántos dientes y muelas me faltan deſte lado derecho de la quijada alta, que allí ſiento el dolor. Metió Sancho los dedos, y eſtándole atentándo le dijo: ¿Cuántas muelas ſolía vueſtra merced tener en eſta parte? Cuatro, reſpondió Don Quijote, fuera de la cordal todas enteras y muy ſanas. Mire vueſtra merced bien lo que dice, ſeñor, reſpondió Sancho. Digo cuatro, ſi no eran cinco, reſpondió Don Quijote, porque en toda mi vida me han ſacado diente ni muela de la boca, ni ſe me ha caído, ni comido de neguijon, ni de reuma alguna. Pues en eſta parte de abajo, dijo Sancho, no tiene vueſtra merced más de dos muelas y media, ni ninguna, que toda eſtá raſa como la palma de la mano.

¡Sin ventura yo! dijo Don Quijote, oyendo las triſtes nuevas que ſu eſcudero le daba, que más quiſiera que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el de la eſpada; porque te hago ſaber, Sancho, que la boca ſin muelas es como el molino ſin piedra, y en mucho más ſe ha de eſtimar un diente que un diamante; mas a todo eſto eſtamos ſujetos los que profeſamos la eſtrecha orden de la caballería. Sube, amigo, y guía, que yo te ſeguiré al paſo que quiſieres. Hízolo así Sancho, y encaminoſe hacia donde le pareció que podía hallar acogimiento, ſin ſalir del camino real, que por allí iba muy ſeguido. Yéndoſe, pues, poco a poco, porque el dolor de las quijadas de Don Quijote no le dejaba ſoſegar, ni atender a darſe prieſa, quiſo Sancho entretenelle y divertirle dicyéndole alguna coſa, y entre otras que le dijo, fue lo que ſe dirá en el ſiguiente capítulo.

Parte primera: Capítulo decimonoveno

De las diſcretas razones que Sancho paſaba con ſu amo, y de la aventura que le ſucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famoſos.

Paréceme, ſeñor mío, que todas eſtas deſventuras que eſtos días nos han ſucedido, ſin duda alguna han ſido pena del pecado cometido por vueſtra merced contra la orden de caballería, no habiendo cumplido el juramento que hizo de no comer pan a manteles ni con la reina folgar, con todo aquello que a eſto ſe ſigue y vueſtra merced juró de cumplir, haſta quitar aquel almete de Malandrino, o como ſe llama el moro, que no me acuerdo bien. Tienes mucha razón, Sancho, dijo Don Quijote; mas para decirte verdad, ello ſe me había paſado de la memoria y también puedes tener por cierto que por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo, te ſucedió aquello de la manta; pero yo haré la enmienda, que modos hay de compoſicyón en la orden de la caballería para todo. ¿Pues juré yo algo por dicha? reſpondió Sancho. No importa que no hayas jurado, dijo Don Quijote; baſta que yo entiendo que de particypantes no eſtás muy ſeguro, y por sí o por no, no ſerá malo proveernos de remedio. Pues ſi ello es así, dijo Sancho, mire vueſtra merced, no ſe le torne a olvidar éſto como lo del juramento; quizá les volverá la gana a los fantaſmas de ſolazarſe otra vez conmigo, y aún con vueſtra merced, ſi le ven tan pertinaz.

En éſtas y otras pláticas les tomó la noche en mitad del camino, ſin tener ni deſcubrir donde aquella noche ſe recogieſen, y lo que no había de bueno en ello, era que perecían de hambre, que con la falta de las alforjas les faltó toda la deſpenſa y matalotaje; y para acabar de confirmar eſta deſgracia, les una aventura, que ſin artificyo alguno verdaderamente lo parecía, y fue que la noche cerró con alguna oſcuridad; pero con todo eſto caminaban, creyendo Sancho que, pues aquel camino era real, a una o dos leguas de buena razón hallaría en él alguna venta. Yendo, pues, deſta manera, la noche oſcura, el eſcudero hambriento, y el amo con ganas de comer, vieron que por el miſmo camino que iban venían hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían ſino eſtrellas que ſe movían.

Paſmóſe Sancho en viéndolas, y Don Quijote no las tuvo todas conſigo: tiró el uno del cabeſtro a ſu aſno, y el otro de las riendas a ſu rocino, y eſtuvieron quedos mirando atentamente lo que podía ſer aquello, y vieron que las lumbres ſe iban acercando a ellos, y mientras más ſe llegaban, mayores parecían, a cuya viſta Sancho comenzó a temblar como un azogado, y los cabellos de la cabeza ſe le erizaron a Don Quijote, el cual, animándoſe un poco, dijo: Eſta ſin duda, Sancho, debe de ſer grandíſima y peligrosíſima aventura, donde ſerá neceſario que yo mueſtre todo mi valor y eſfuerzo. ¡Deſdichado de mí! reſpondió Sancho. Si acaſo eſta aventura fueſe de fantaſmas como me lo va pareciendo, ¿adónde habrá coſtillas que la ſufran? Por más fantaſmas que ſean, dijo Don Quijote, no conſentiré yo que te toquen en el pelo de la ropa, que ſi la otra vez ſe burlaron contigo, fue porque no pude ſaltar las paredes del corral, pero ahora eſtamos en campo raſo, donde podré yo como quiſiera eſgrimir mi eſpada. Y ſi le encantan y entomecen como la otra vez lo hicyeron, dijo Sancho, ¿qué aprovechará eſtar en campo abierto o no? Con todo eſo, replicó Don Quijote, te ruego Sancho, que tengas buen ánimo, que la experiencia te dará a entender el que yo tengo. Sí tendré, ſi a Dios place, reſpondió Sancho, y apartándoſe los dos a un lado del camino, tornaron a mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban podía ſer, y de allí a muy poco deſcubrieron muchos encamiſados, cuya temeroſa viſión de todo punto remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó a dar diente con diente como quien tiene frío de cuartana; y creció más el batir y dentellear cuando diſtintamente vieron lo que era, porque deſcubrieron haſta veinte encamiſados, todos a caballo, con ſus hachas encendidas en las manos, detrás de los cuales venía una litera cubierta de luto, a la cual ſeguían otros ſeis de a caballo enlutados haſta los piez de las mulas, que bien vieron que no eran caballos en el ſoſiego con que caminaban; iban los encamiſados murmurando entre sí con una voz baja y compaſiva.

Eſta extraña viſión a tales horas y en deſpoblado bien baſtaba para poner miedo en el corazón de Sancho, y aún en el de ſu amo, y así fuera en cuanto a Don Quijote, que ya Sancho había dado al travez con todo ſu eſfuerzo: lo contrario le avino a ſu amo, al cual en aquel punto ſe le repreſentó en ſu imaginación al vivo que aquella era una de las aventuras de ſus libros; figuróſele que la litera eran andas donde debían de ir algún mal ferido o muerto caballero, cuya venganza a él ſolo eſtaba reſervada, y ſin hacer otro diſcurſo enriſtró ſu lanzón, púſoſe bien en la ſilla, y con el gentil brío y continente ſe puſo en la mitad del camino por donde los encaminados forzoſamente habían de paſar, y cuando los vio cerca, alzó la voz y dijo: Deteneos, caballeros, quien quiera que ſeais, y dadme cuenta de quién ſoys, de dónde venís, a dónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis, que, ſegún las mueſtras, o voſotros habeis fecho, o vos han fecho algún deſaguiſado, y conviene y es meneſter que yo lo ſepa, o bien para caſtigaros del mal que ficyſteis, o bien para vengaros del tuerto que vos ficyeron. Vamos de prieſa, reſpondió uno de los encamiſados, y eſtá la venta lejos y no nos podemos detener a dar tanta cuenta como pedís. Y picando la mula pasó adelante. Sintióſe deſta reſpueſta grandemente Don Quijote, y trabando a la mula del freno dijo: Deteneos y ſed más bien criado, y dadme cuenta de lo que os he preguntado; ſi no, conmigo ſoys todos en batalla.

Era la mula aſombradiza, y al tomarla del freno ſe eſpantó de manera que alzándoſe en ſus pies dió con ſu dueño por las ancas en el ſuelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer al encamiſado, comenzó a denoſtar a Don Quijote, el cual, ya encolerizado ſin eſperar más, enriſtrando ſu lanzón arremetió a uno de los enlutados, y mal ferido dio con él en tierra, y revolviéndoſe por los demás, era coſa de ver con la preſteza que los acometía y deſbarataba, que no parecía ſino que en aquel inſtante le habían nacido alas a Rocinante, ſegún andaba de ligero y orgulloſo. Todos los encamiſados eran gente medroſa y ſin armas, y así con facilidad en un momento dejaron la refriega, y comenzaron a correr por aquel campo con las hachas encendidas, que no parecían ſino a los de las maſcaras, que en noche de regocijo y fieſta corren. Los enlutados, aſimiſmo revueltos y envueltos en ſus faldamentas y lobas, no ſe podían mover; así que muy a ſu ſalvo Don Quijote los apaleó a todos, y les hizo dejar ſu ſitio mal de ſu grado, porque todos penſaron que aquel no era hombre, ſino diablo del infierno, que les ſalía a quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.

Todo lo miraba Sancho admirado del ardimiento de ſu ſeñor, y decía entre sí: Sin duda eſte mi amo es tan valiente y eſforzado como él dice. Eſtaba un hacha ardiendo en el ſuelo junto al primero que derribó la mula, a cuya luz le pudo ver Don Quijote, y llegándoſe a él le puſo la punta del lanzón en el roſtro, dicyéndole que ſe rindieſe, ſi no que le mataría: a lo cual reſpondió el caído: Harto rendido eſtoy, pues no me puedo mover, que tengo una pierna quebrada; ſuplico a vueſtra merced, ſi es caballero criſtiano, que no me mate, que cometerá un gran ſacrilegio, que ſoy licenciado y tengo las primeras órdenes. ¿Pues quién diablos os ha traído aquí, dijo Don Quijote, ſiendo hombre de igleſia? ¿Quién, ſeñor? replicó él caído. Mi deſventura. Pues otra mayor os amenaza, dijo Don Quijote, ſi no me ſatiſfaceis a todo cuanto primero os pregunte. Con facilidad ſerá vueſtra merced ſatiſfecho, reſpondió el licenciado; y así ſabrá vueſtra merced, que denantes dije que yo era licenciado, no ſoy ſino bachiller, y llámome Alonſo López; ſoy natural de Alcovendas, vengo de la ciudad de Baeza con otros once ſacerdotes, que ſon los que huyeron con las hachas, vamos a la ciudad de Segovia, acompañando un cuerpo muerto que va en aquella litera, que es de un caballero que murió en Baeza, donde fue depoſitado, y ahora como digo, llevábamos ſus hueſos a ſu ſepultura, que eſtá en Segovia, de donde era natural.

¿Y quién le mató? preguntó Don Quijote. Dios, por medio de unas calenturas peſtilentes que le dieron, reſpondió el bachiller. Deſa ſuerte, dijo Don Quijote, quitado me ha nueſtro Señor del trabajo que había de tomar en vengar ſu muerte, ſi otro alguno le hubiera muerto: pero habiéndole muerto quien le mató, no hay ſino callar y encoger los hombros, porque lo miſmo hicyera ſi a mí miſmo me matara; y quiero que ſepa vueſtra reverencia, que ſoy un caballero de la Mancha, llamado Don Quijote, y es mi oficyo y ejercicyo andar por el mundo enderazano tuertos y deſfaciendo agravios. No ſé cómo puede ſer eſo de enderezar tuertos, dijo el bachiller; pues a mí de derecho me habeis vuelto tuerto, dejándome una pierna quebrada, la cual no ſe verá derecha en todos los días de mi vida, y el agravio que en mí habeis deſhecho ha ſido dejarme agraviado de manera que me quedaré agraviado para ſiempre, y harta deſventura ha ſido topar con vos, que vais buſcando aventuras. No todas las coſas, reſpondió Don Quijote, ſuceden de un miſmo modo: el daño eſtuvo, ſeñor bachiller Alonſo López, en venir como veníades de noche, veſtidos con aquellas ſobrepellices, con las hachas encendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente ſemejábades coſa mala y del otro mundo, y así yo no puedo dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y os acomeitera aunque verdaderamente ſupiera que erades los miſmos Satanaſes del infierno, que para tales os juzgué y tuve ſiempre. Ya que así lo ha querido mi ſuerte, dijo el bachiller, ſuplicó a vueſtra merced, ſeñor caballero andante, que tan mala andanza me ha dado, me ayude a ſalir de debajo deſta mula, que me tiene tomada una pierna entre el eſtribo y la ſilla. Hablara yo para mañana, dijo Don Quijote; ¿y haſta cuándo aguardábades a decirme vueſtro afán? Dió luego voces a Sancho Panza que vinieſe; pero él no ſe curó de venir, porque andaba ocupado deſvalijando una acémila de repueſto que traían aquellos buenos ſeñores bien baſtecida de coſa de comer. Hizo Sancho coſtal de ſu gabán y recogiendo además todo lo que pudo y cupo en el talego de la acémila, cargo ſu jumento, y luego acudió a las voces de ſu amo y ayudó a ſacar al ſeñor bachiller de la opreſión de la mula, y poniéndole encima della, le dio el hacha, y Don Quijote le dijo que ſiguieſe la derrota de ſus compañeros, a quien de ſu parte pidieſe perdón de el agravio, que no había ſido en ſu mano dejar de haberles hecho. Dijóle también Sancho: Si acaſo quiſieren ſaber eſos ſeñores quién ha ſido el valeroſo que tales los puſo, dígales vueſtra merced que es el famoſo Don Quijote de la Mancha, que por otro nombre ſe llama el "Caballero de la Triſte Figura". Con eſto ſe fue el bachiller, y Don Quijote preguntó a Sancho, que qué le había movido a llamarle el "Caballero de la Triſte Figura", más entonces que nunca. Yo ſe lo diré, reſpondió Sancho, porque le eſtado mirando un rato a luz de aquella hacha que llevaba aquel mal andante, y verdaderamente tiene vueſtra merced la más mala figura de poco acá que jamás he viſto; y débelo de haber cauſado o ya el canſancio deſte combate, o ya la falta de muelas o dientes.

No es eſo, reſpondió Don Quijote, ſino el ſabio a cuyo cargo debe de eſtar el eſcribir la hiſtoria de mis hazañas, le habrá parecido que ſerá bien que yo tome algún nombre apelativo, como lo tomaban los caballeros paſados: cuál ſe llamaba "el de la Ardiente Eſpada «, cuál » el del Unicornio «, aquel » el de las Doncellas «, aqueſte » el del ave Fénix «, el otro » el Caballero del Grifo «, eſtotro » el de la Muerte", y por eſtos nombres e inſignias eran conocidos por la toda la redondez de la tierra; y así digo que el ſabio ya dicho te habrá pueſto en la lengua y en el penſamiento ahora que me llamaſe el "Caballero de la Triſte Figura", como pienſo llamarme deſde hoy en adelante, y para que mejor me cuadre tal nombre, determino de hacer pintar, cuando haya lugar, en mi eſcudo una muy triſte figura. No hay para qué, ſeñor, querer gaſtar tiempo y dineros en hacer eſta figura, dijo Sancho, ſino lo que ſe ha de hacer es que vueſtra merced deſcubra la ſuya, y dé roſtro a los que le miraren, que ſin más ni más, y ſin otra imagen ni eſcudo, le llamarán "el de la Triſte Figura", y créame que le digo la verdad, porque le prometo a vueſtra merced, ſeñor (y eſto ſea dicho en burlas), que le hace tan mala cara la hambre y la falta de las muelas, que, como ya tengo dicho, ſe podrá muy bien excuſar la triſte pintura. Rióſe Don Quijote del donaire de Sancho; pero con todo propuſo de llamarſe de aquel nombre en pudiendo pintar ſu eſcudo o rodela como había imaginado.

Olvidábaſeme de decir, dijo al marcharſe el bachiller a Don Quijote, que advierta a vueſtra merced que queda deſcomulgado por haber pueſto las manos violentamente en coſa ſagrada, juſta ilud: ſit quis ſuadente diabolo, etc. No entiendo eſte latín, reſpondió Don Quijote: mas yo ſé bien que no puſe las manos, ſino eſte lanzón; cuanto más, que yo no penſé que ofendía a ſacerdotes, ni a coſas de la Igleſia, a quien reſpeto y adoro como católico y fiel criſtiano que ſoy, ſino a fantaſmas y veſtiglos del otro mundo; y cuando eſo así fueſe, en la memoria tengo lo que le pasó al CId Rui Diaz cuando quebró la ſilla del embajador de aquel rey delante de ſu ſantidad el Papa, por lo cual le deſcomulgó, y anduvo aquel día el buen Rodrigo de Vivar como muy honrado y valiente caballero.

En oyendo éſto el bachiller ſe fue, como queda dicho, ſin replicarle palabra. Quiſiera Don Quijote mirar ſi el cuerpo que venía en la litera eran hueſos o no; pero no lo conſintió Sancho, dicyendole: Señor, vueſtra merced ha acabado eſta peligroſa aventura lo más a ſu ſalvo de todas las que yo he viſto; eſta gente, aunque vencida y deſbaratada, podría ſer que cayeſe en la cuenta de que los venció sólo una perſona, y corridos y avergonzados deſto volvieſen a rehacerſe y aa buſcarnos, y nos dieſen muy bien en que entender. El jumento eſtá como viene, la montaña cerca, la hambre carga, no hay que hacer ſino retirarnos con gentil compás de piez, y como dicen, váyaſe el muerto a la ſepultura y el vivo a la hogaza. Y antecogiendo a ſu aſno, rogó a ſu ſeñor que le ſiguieſe, el cual, pareciéndole que Sancho tenía razón, ſin volverle a replicar le ſiguió. Y a poco trecho que caminaban por entre dos montañuelas, ſe hallaron en un eſpacioſo y eſcondido valle, donde ſe apearon, y Sancho alivió el jumento; y tendidos ſobre la verde yerba, con la ſalſa de ſu hambre almorzaron, comieron, merendaron y cenaron a un miſmo punto, ſatiſfaciendo ſus eſtómagos con más de una fiambrera que los ſeñores clérigos del difunto (que pocas veces ſe dejan mal paſar) en la acémila de ſu repueſto traían; mas ſucedióle otra deſgracia, que Sancho tuvo por la peor de todas, y fue que no tenían vino que beber, ni agua que llegar a la boca y acoſados de la ſed dijo Sancho, viendo que el prado donde eſtaban eſtaba colmado de verde y menuda yerba, lo que ſe dirá en el ſiguiente capítulo. Parte primera: Capítulo vigéſimo

De la jamás viſta ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoſo caballero en el mundo, como la acabó el valeroſo D. Quijote de la Mancha

No es poſible, ſeñor mío, ſino que eſtas yerbas dan teſtimonio de que por aquí cerca debe de eſtar alguna fuente o arroyo que humedece, y así ſerá bien que vayamos un poco más adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar eſta terrible ſed que nos fatiga, que ſin duda cauſa mayor pena que la hambre. Parecióle bien el conſejo a Don Quijote, y tomando de la rienda a Rocinante, y Sancho del cabeſtro a ſu aſno deſpuez de haber pueſto ſobre él los relieves que de la cena quedaron, comenzaron a caminar ſobre el prado arriba a tiento, porque la oſcuridad de la noche no les dejaba ver coſa alguna; mas no hubieron andado doſcientos paſos, cuando llegó a ſus oídos un gran ruido de agua, como que de algunos grandes y levantados riſcos ſe deſpeñaba. Alegróles el ruido en gran manera, y parándoſe a eſcuchar hacia que parte ſonaba, oyeron a deſhora otro eſtruendo que les aguó el contento del agua, eſpecialmente a Sancho que naturalmente era medroſo y de poco ánimo: digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, que acompañados del furioſo eſtruendo del agua, puſieron pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de Don Quijote.

Era la noche, como ſe ha dicho, oſcura, y ellos acertaron a eſtar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroſo y manſo ruido; de manera que la ſoledad, el ſitio, la oſcuridad, el ruido de la agua con ſuſurro de las hojas, todo cauſaba horror y eſpanto, y más cuando vieron que ni los golpes ceſaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba, añadiéndoſe a todo eſto el ignorar el lugar donde ſe hallaban; pero Don Quijote, acompañado de ſu intrépido corazón, ſaltó ſobre Rocinante, y embrazando ſu rodela, terció ſu lanzón y dijo: Sancho amigo, has de ſaber que yo nací, por querer del cielo, en nueſtra edad de hierro, para reſucitar en ella la de oro o la dorada, como ſuele llamarſe; yo ſoy aquel para quien eſtán guardados los peligros, las grandes hazañas, los valeroſos hechos; yo ſoy, digo otra vez, quien ha de reſucitar los de la Tabla Redonda, los doce de Francia y los nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, los Olivante y Tirantes, Febos y Belianiſes, con toda la caterva de los famoſos caballeros andantes del paſado tiempo, haciendo en eſte en que me hallo tales grandezas, eſtrañezas y fechos de armas, que eſcurezcan las más claras que ellos ficyeron. Bien notas, eſcudero fiel y leal, las tinieblas deſta noche, ſu extraño ſilencio, el ſordo y confuſo eſtruendo deſtos árboles, el temeroſo ruido de aquella agua en cuya buſca venimos, que parece que ſe deſpeña y derrumba deſde los altos montes de la luna, y aquel inceſante golpear que nos hiere y laſtima los oídos; las cuales coſas todas juntas, y cada una por sí, ſon baſtantes a infundir miedo, temor y eſpanto en el pecho del miſmo Marte, cuanto más en aquel que no eſtá acoſtumbrado a ſemejantes acontecimientos y aventuras; pues todo eſto que yo te pinto ſon incentivos y deſpertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente en el pecho con el deſeo que tiene de acometer eſta aventura, por más dificultoſa que ſe mueſtra; así que aprieta un poco las cinchas a Rocinante y quédate a Dios, y eſpérame aquí haſta tres días no más, en los cuales, ſi no volviere, puedes tú volverte a nueſtra aldea, y deſde allí por hacerme merced y buena obra, irás al Toboſo, donde dirás a la incomparable ſeñora mía Dulcinea, que ſu cautivo caballero murió por acometer coſas que le hicyeſen digno de poder llamarſe ſuyo.

Cuando Sancho oyó las palabras de ſu amo, comenzó a llorar con la mayor ternura del mundo, y a decirle: Señor, yo no ſé porque quiere vueſtra merced acometer eſta tan tenebroſa aventura; ahora es de noche, aquí no nos ve nadie, bien podemos torcer el camino y deſviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días; y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes: cuanto más que yo he oído muchas veces predicar al cura de nueſtro lugar, que vueſtra merced muy bien conoce, que quien buſca el peligro perece en él: así que no es bien tentar a Dios acometiendo tan deſaforado hecho, donde no ſe puede eſcapar ſino por milagro; y baſta lo que ha hecho el cielo con vueſtra merced en librarle de ſer manteado como yo lo fui, y en ſacarle vencedor, libre y ſalvo entre tantos enemigos como acompañaban al difunto; y cuando todo eſto no mueva ni ablande eſe duro corazón, muévale el penſar que apenas ſe habrá vueſtra merced apartado de aquí, cuando yo de miedo dé mi ánima a quien quiſiera llevarla. Yo ſalí de mi tierra, y dejé hijos y mujer por venir a ſervir a vueſtra merced, creyendo valer más, y no menos; pero como la codicya rompe el ſaco, a mí me ha raſgado mis eſperanzas, pues cuando más vivas las tenía de alcanzar aquella negra y malhadada ínſula que tantas veces vueſtra merced me ha prometido, veo que en pago y trueco della me quiere ahora dejar en un lugar tan apartado del trato humano: por un ſolo Dios, ſeñor mío, que non ſe me faga tal deſaguiſado; y ya que del todo no quiera vueſtra merced deſiſtir de acometer eſte fecho, dilátelo a lo menos haſta la mañana, que a lo que a mí me mueſtra la ciencia que aprendí cuando era paſtor, no debe de haber deſde aquí al alba tres horas, porque la boca de la bocina eſtá encima de la cabeza, y hace la medianoche en la línea del brazo izquierdo.

¿Cómo puedes tú, Sancho, dijo Don Quijote, ver donde hace eſa línea, ni dónde eſtá eſa boca o eſe colodrillo que dices, ſi hace la noche tan oſcura que no parece en todo el cielo eſtrella alguna? Así es, dijo Sancho; pero tiene el miedo muchos ojos, y ve las coſas debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo, pueſto que por buen diſcurſo, bien ſe puede entender que hay poco de aquí al día. Falte lo que faltare, reſpondió Don Quijote, que no ſe ha de decir por mí ahora, ni en ningún tiempo, que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer lo que debía a eſtilo de caballero; y así te ruego, Sancho, que calles, que DIos que me ha pueſto en corazón de acometer ahora eſta tan no viſta y tan hermoſa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi ſalud, y de conſolar tu triſteza; lo que has de hacer es apretar bien las cinchas a Rocinante y quedarte aquí, que yo daré la vuelta preſto, o vivo o muerto.

Viendo, pues, Sancho, la última reſolución de ſu amo, y cuán poco valían con él ſus lágrimas, conſejos y ruegos, determinó de aprovecharſe de ſu induſtria, y hacerle eſperar haſta el día ſi pudieſe; y así, cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y ſin ſer ſentido, ató con el cabeſtro de ſu aſno ambos piez a Rocinante, de manera que cuando Don Quijote ſe quiſo partir no pudo, porque el caballo no ſe podía mover ſino a ſaltos. Viendo Sancho Panza el buen ſuceſo de ſu embuſte, dijo: Ea, ſeñor, que el cielo conmovido de mis lágrimas y plegarias ha ordenado que no ſe pueda mover Rocinante; y ſi vos quereis porfiar y eſpolear y dale, ſerá enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijón. Deſeſperábaſe con eſto DOn Quijote, y por más que ponía las piernas al caballo, no le podía mover; y ſin caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por bien de ſoſegarſe, y eſperar a que amanecieſe, o a que Rocinante ſe meneaſe, creyendo ſin duda que aquello venía de otra parte que de la induſtria de Sancho, y así le dijo: Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede moverſe, yo ſoy contento de eſperar a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir. No hay que llorar, reſpondió Sancho, que yo entretendré a vueſtra merced contando cuentos deſde aquí al día, ſi ya no es que ſe quiere apear, y echarſe a dormir un poco ſobre la verde yerba, a uſo de caballeros andantes, para hallarſe más deſcanſado cuando llegue el día a punto de acometer eſta tan deſemejable aventura que le eſpera.

¿A qué llamas apear, o a qué dormir? dijo Don Quijote. ¿Soy yo por ventura de aquellos caballeros que toman repoſo en los peligros? Duerme tú que naciſte para dormir, o haz lo que quiſieres, que yo haré lo que viere que más viene con mi pretenſión. No ſe enoje vueſtra merced, ſeñor mío, reſpondió Sancho, que no lo dije por tanto. Y llegándoſe a él, puſo la una mano en el arzón delantero y la otra en el otro, de modo que quedó abrazado con el muſlo izquierdo de ſu amo, ſin oſarſe apartar dél un dedo; tal era el miedo que tenía a los golpes, que todavía alternativamente ſonaban. Díjole Don Quijote qu contaſe algún cuento para entretenerle, como ſe lo había prometido, a lo que Sancho dijo que sí hicyera ſi le dejara el temor de lo que oía: Pero con todo eſo yo me eſforzaré a decir una hiſtoria, que ſi la acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de las hiſtorias, y eſtéme vueſtra merced atento, que ya comienzo.

Eraſe que ſe era, el bien que viniera para todos ſea, y el mal para quien lo fuere a buſcar; y advierta vueſtra merced, ſeñor mío, que el principio que los antiguos dieron a ſus conſejas no fue así como quiera, que fue una ſentencia de Caton Zonzorino romano, que dice: "y el mal para quien lo fuere a buſcar", que viene aquí como anillo al dedo, para que vueſtra merced ſe eſté quedo, y no vaya a buſcar el mal a ninguna parte, ſino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a que ſigamos eſte donde tantos miedos nos ſobreſaltan. Sigue tu cuento, Sancho, dijo Don Quijote, y del camino que hemos de ſeguir déjame a mí el cuidado.

Digo, pues, proſiguió Sancho, que en un lugar de Extremadura había un paſtor cabrerizo, quiero decir, que guardaba cabras, el cual paſtor o cabrerizo, como digo de mi cuento, ſe llamaba Lope Ruiz, y eſte Lope Ruiz andaba enamorado de una paſtora que ſe llamaba Torralva, la cual paſtora llamda Torralva era hija de un ganadero rico, y eſte ganadero rico… Si deſa manera cuentas tu cuento, Sancho, dijo Don Quijote, repitiendo dos veces lo que vas dicyendo, no acabarás en dos días; dílo ſeguidamente y cuéntalo como hombre de entendimiento, y ſi no, no digas nada. De la miſma manera que yo lo cuento, reſpondió Sancho, ſe cuentan en mi tierra todas las conſejas, y yo no ſé contarlo de otra, ni es bien que vueſtra merced me pida que haga uſos nuevos. Di como quiſieres, reſpondió Don Quijote, que pues la ſuerte quiere que no pueda dejar de eſcucharte, proſigue.

Así que, ſeñor mío de mi ánima, proſiguió Sancho, que como ya tengo dicho, eſte paſtor andaba enamorado de Torralva la paſtora, que era una moza rolliza, zahareña, y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos bigotes, que parece que ahora la veo. ¿Luego conocíſtela tú? dijo Don Quijote. No la conocí yo, reſpondió Sancho, pero quien me contó eſte cuento me dijo que era tan cierto y verdadero, que podía bien cuando lo contaſe a otro afirmar y jurar que lo había viſto todo:así que yendo días y viniendo días, el diablo, que no duerme y que todo lo añaſca, hizo de manera que el amor que el paſtor tenía a la paſtora ſe volvieſe en homecillo y mala voluntad; y la cauſa fue, ſegún malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que ella le dió, tales que paſaban de la raya y llegaban a lo vedado; y fue tanto lo que el paſtor la aborreció de allí adelante, que por no verla ſe quiſo auſentar de aquella tierra, e irſe donde ſus ojos no la vieſen jamás. La Torralva que ſe vio deſdeñada del Lope, luego le quiſo bien, más que nunca le había querido. Eſa es natural condicyón de mujeres, dijo Don Quijote, deſdeñar a quien las quiere, y amar a quien las aborrece: paſa adelante, Sancho.

Sucedió, dijo Sancho, que le paſtor puſo por obra ſu determinación, y antecogiendo ſus cabras, ſe encaminó por los campos de Extremadura para paſarſe a los reinos de Portugal: la Torralva, que lo ſupo, fue tras él, y ſeguíale a pie y deſcalza deſde lejos con un bordón en la mano y con unas alforjas al cuello, donde llevaba, ſegún es fama, un pedazo de eſpejo y otro de un peine, y no ſé qué botecillo de mudas para la cara; mas llevaſe lo que llevaſe, que yo no me quiero meter ahora en averiguallo, sólo diré que dicen que el paſtor llegó con ſu ganado a paſar el río Guadiana, y en aquella ſazón iba crecido y caſi fuera de madre, y por la parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le paſaſe a él ni a ſu ganado de la otra parte, de lo que ſe congojó mucho, porque veía que la Torralva venía ya muy cerca, y le había de dar mucha peſadumbre con ſus ruegos y lágrimas, mas tanto anduvo mirando, que vio un peſcador que tenía junto a sí un barco tan pequeño, que ſolamente podían caber en él una perſona y una cabra, y con todo eſto le habló y concertó con él que le paſaſe a él y a treſcientas cabras que llevaba. Entró el peſcador en el barco y pasó una cabra, volvió y pasó otra, tornó a volver y tornó a paſar otra: tenga vueſtra merced cuenta con las cabras que el peſcador va paſando, porque ſi ſe pierde una de la memoria ſe acabará el cuento, y no ſerá poſible contar más palabra dél: ſigo, pues, y digo, que el deſembarcadero de la otra parte eſtaba lleno de cieno y reſbaloſo, y tardaba el peſcador mucho tiempo en ir y volver: con todo eſto volvió por otra cabra, y otra y otra.

Haz cuenta que las pasó todas, dijo Don Quijote; no andes yendo y viniendo deſa manera, que no acabarás de paſarlas en un año. ¿Cuántas han paſado haſta ahora? dijo Sancho. ¿Yo qué diablos ſé? reſpondió Don Quijote. He ahí lo que yo dije que tuvieſe buena cuenta; pues por Dios que ſe ha acabado el cuento, que no hay paſar adelante. ¿Cómo puede ſer eſo? reſpondió Don Quijote. ¿Tan de eſencia de la hiſtoria es ſaber las cabras que han paſado por extenſo, que ſi ſe yerra una del número no puedes ſeguir adelante con la hiſtoria? No, ſeñor, en ninguna manera, reſpondió Sancho, porque así como yo pregunté a vueſtra merced que me dijeſe cuántas cabras habían paſado, y me reſpondió que no ſabía, en aquel miſmo inſtante ſe me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y contento. ¿De modo, dijo Don Quijote, que ya la hiſtoria es acabada? Tan acabada es como mi madre, dijo Sancho.

Dígote de verdad, reſpondió Don Quijote, que tú has contado una de las más nuevas conſejas, cuento o hiſtoria que nadie pudo penſar en el mundo, y que tal modo de contarla, ni dejarla, jamás ſe podrá ver ni habrá viſto en toda la vida, aunque no eſperaba yo otra coſa de tu buen diſcurſo; mas no me maravillo, pues quizá eſtos golpes, que no ceſan, te deben tener turbado el entendimiento. Todo puede ſer, reſpondió Sancho; mas yo ſé que en lo de mi cuento no hay más que decir, que allí ſe acaba do comienza el yerro de la cuenta del paſaje de las cabras. Acabe norabuena donde quiſiere, dijo Don Quijote, y veamos ſi ſe puede mover Rocinante.

Tornóle a mover las piernas, y él tornó a dar ſaltos y a eſtarſe quedo: tanto eſtaba de bien atado. En eſto parece ſer, o que el frío de la mañana que ya venía, o que Sancho hubieſe cenado algunas coſas lenitivas, o que fueſe una coſa natural (que es lo que más ſe debe creer) a él le vino en voluntad y deſeo de hacer lo que otro no podía hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en ſu corazón, que no oſaba apartarſe un negro de uña de ſu amo; pues penſar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era poſible, y así lo que hizo por bien de paz fue ſoltar la mano derecha, que tenía aſida al arzón traſero, con lo cual bonitamente y ſin rumor alguno ſe ſoltó la lazada corrediza con que los calzones ſe ſoſtenían ſin ayuda de otra alguna, y en quitándoſela dieron luego abajo, y ſe le quedaron como grillos. Tras eſto alzó la camiſa lo mejor que pudo, y echó al aire entrambas poſaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho eſto (que él pensó que era lo más que tenía que hacer para ſalir de aquel terible aprieto y anguſtia) le ſobrevino otra mayor, que fue que le pareció, que no podía mudarſe ſin hacer eſtrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero con todas eſtas diligencias fué tan deſdichado, que al cabo vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo Don Quijote, y dijo: ¿Qué rumor es éſe, Sancho? No ſé, ſeñor, reſpondió él. Alguna coſa nueva debe ſer, que las aventuras y deſventuras nunca comienzan por poco.

Tornó otra vez a probar ventura, y ſucedióle tan bien, que ſin más ruido y alboroto que el paſado, ſe halló libre de la carga que tanta peſadumbre le había dado; mas como Don Quijote tenía el ſentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho eſtaba tan junto y coſido con él, que caſi por línea recta ſubían los vapores hacia arriba, no ſe pudo excuſar de que algunos no ſe llegaſen a ſus narices, y apenas hubieron llegado, cuando él fue al ſocorro apretándolas entre los dos dedos, y con tono algo gangoſo, dijo: Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo. Sí tengo, reſpondió Sancho: ¿mas en que lo echa de ver vueſtra merced ahora más que nunca? En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar, reſpondió Don Quijote.

Bien podrá ſer, dijo Sancho; mas yo no tengo la culpa, ſino vueſtra merced, que me trae a deſhoras y por eſtos no acoſtumbrados paſos. Retírate tres o cuatro allá, amigo, dijo Don Quijote, todo eſto ſin quitarſe los dedos de las narices; y deſde aquí adelante ten más en cuenta con tu perſona, y con lo que debes a la mía, que la mucha converſación que tengo contigo ha engendrado eſte menoſprecio. Apoſtaré, replicó Sancho, que pienſa vueſtra merced que yo he hecho de mi perſona alguna coſa que no deba. Peor es meneallo, amigo Sancho, reſpondió Don Quijote.

En eſtos coloquios y otros ſemejantes paſaron la noche amo y mozo; mas viendo Sancho que a más andar ſe venía la mañana, con mucho tiento deſligó a Rocinante y ſe ató los calzones. Como Rocinante ſe vió libre, aunque él de ſuyo no era nada brioſo, parece que ſe reſintió y comenzó a dar manotadas, porque corbetas, con perdón ſuyo, no las ſabía hacer. Viendo, pues, Don Quijote que ya Rocinante ſe movía, lo tuvo a buena ſeñal, y creyó que lo era de que acometieſe aquella temeroſa aventura. Acabó en eſto de deſcubrirſe el alba, y de parecer diſtintamente las coſas, y vio Don Quijote que eſtaba entre unos árboles altos, que eran caſtaños, que hacen la ſombra muy oſcura, ſintió también que el golpear no ceſaba, pero no vio quién lo podía cauſar, y así, ſin más detenerſe, hizo ſentir las eſpuelas a Rocinante, y tornando a deſpedirſe de Sancho, le mandó que allí le aguardaſe tres días a lo más largo, como ya otra vez ſe lo había dicho, y que ſi al cabo dellos no hubieſe vuelto, tuvieſe por cierto que Dios había ſido ſervido de que en aquella peligroſa aventura ſe le acabaſen ſus días.

Tornóle a referir el recado y embajada que había de llevar de ſu parte a ſu ſeñora Dulcinea, y que en lo que tocaba a la paga de ſus ſervicyos no tuvieſe pena, porque él había dejado hecho ſu teſtamento antes de que ſaliera de ſu lugar, donde ſe hallaría gratificado de todo lo tocante a ſu ſalario, rata por cantidad del tiempo que hubieſe ſervido; pero que ſi DIos le ſacaba de aquel peligro ſano y ſalvo y ſin cautela, ſe podía tener por muy más que cierta la prometida ínſula.

De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo de nuevo las laſtimeras razones de ſu buen ſeñor, y determinó de no dejarle haſta el último trance y fin de aquel negocio. Deſtas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho Panza ſaca el autor deſta hiſtoria que debía de ſer bien nacido, y por lo menos criſtiano viejo: cuyo ſentimiento enterneció algo a ſu amo, pero no tanto que moſtraſe flaqueza alguna, antes, diſimulando lo mejor que pudo, comenzó a caminar hacia la parte por donde le pareció que el ruido del agua y del golpear venía.

Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía de coſtumbre, del cabeſtro a ſu jumento, perpetuo compañero de ſus próſperas y adverſas fortunas; y habiendo andado una buena pieza por entre aquellos caſtaños y árboles ſombríos, dieron en un pradillo que al pie de unas altas peñas ſe hacía, de las cuales ſe precipitaba un grandíſimo golpe de agua.

Al pie de las peñas eſtaban unas caſas mal hechas, que más parecían ruinas de edificyos que caſas, de entre las cuales advirtieron que ſalía el ruido y eſtruendo de aquel golpear, que aún no ceſaba.

Alborotóſe Rocinante con el eſtruendo del agua y de los golpes, y ſoſegándole Don Quijote, ſe fue llegándole poco a poco a las caſas; encomendóſe de todo corazón a ſu ſeñora, ſuplicándole que en aquella temeroſa jornada y empreſa le favorecieſe, y de camino ſe encomendaba también a Dios que no le olvidaſe. No ſe le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba cuanto podía el cuello y la viſta por entre las piernas de Rocinante, por ver ſi vería ya lo que tan ſuſpenſo y medroſo le tenía.

Otros cien paſos ſerían los que anduvieron, cuando al doblar de una punta pareció deſcubierta y patente la miſma cauſa, ſin que pudieſe ſer otra, de aquel horríſono y para ellos eſpantable ruido, que tan ſuſpenſos y medroſos toda la noche les había tenido; y eran (ſi no lo has, ¡oh lector! por peſadumbre y enojo) ſeis mazos de batán que con ſus alternativos golpes aquel eſtruendo formaban.

Cuando Don Quijote vió lo que era, enmudeció y paſmóſe de arriba abajo. Miróle Sancho, y vió que tenía la cabeza inclinada ſobre el pecho con mueſtras de eſtar corrido. Miró también Don Quijote a Sancho, y vióle que tenía los carrillos hinchados, y la boca llena de riſa, con evidentes ſeñales de querer reventar con ella, y no pudo ſu melancolía tanto con él, que a la viſta de Sancho pudieſe dejar de reirſe, y como vió Sancho que ſu amo había comenzado, ſoltó la preſa de manera que tuvo neceſidad de apretarſe las hijadas con los puños por no reventar riendo. Cuatro veces ſoſegó, y otras tantas volvió a ſu riſa con el miſmo ímpetu que primero, de lo cual ya ſe daba al diablo Don Quijote, y más cuando le oyó decir como por modo de fiſga: Has de ſaber, ¡oh Sancho amigo! que yo no nací por querer del cielo en eſta nueſtra edad del hierro para reſucitar en ella la dorada o de oro; yo ſoy aquel para quien eſtán guardados los peligros, las hazañas grandes, los valeroſos fechos. Y por aquí fue repitiendo todas o las más razones que Don Quijote dijo la vez primera que oyeron los temeroſos golpes.

Viendo, pues, Don Quijote que Sancho hacía burla dél, ſe corrió y enojo en tanta manera, que alzó el lanzón y le aſentó dos palos, tales que ſi como los recibió en las eſpaldas los recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle el ſalario, ſi no fuera a ſus herederos.

Viendo Sancho que ſacaba tan malas veras de ſus burlas, con temor de que ſu amo no paſaſe adelante en ellas, con mucha humildad le dijo: Soſiégueſe vueſtra merced, que por Dios que me burlo. Pues ¿por qué os burlais? No me burlo yo, reſpondió Don Quijote. Venid acá ſeñor alegre: ¿paréceos a vos que como ſi eſtos fueron mazos de batán fueran otra peligroſa aventura, no había yo moſtrado el ánimo que convenía para emprendella y acaballa? ¿Eſtoy yo obligado a dicha, ſiendo como ſoy caballero, a conocer y diſtinguir los ſones, y ſaber cuales ſon los de los batanes o no? Y más que podría ſer, como es verdad, que no los he viſto en mi vida, como vos los habréis viſto, como villano ruin que ſoys, criado y nacido entre ellos; ſi no, haced vos que eſtos ſeis mazos ſe vuelvan en ſeis jayanes, y echádmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y cuando yo no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que quiſiéredes.

No haya más, ſeñor mío, replicó Sancho, que yo confieſo que he andado algo riſueño en demasía; pero dígame vueſtra merced, ahora que eſtamos en paz, así Dios le ſaque de todas las aventuras que le ſucedieren tan ſano y ſalvo como le ha ſacado deſta: ¿no ha ſido coſa de reír, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido? A lo menos el que yo tuve, que de vueſtra merced ya yo ſé que no lo conoce, ni ſabe que es temor ni eſpanto.

No niego yo, reſpondió Don Quijote, que lo que nos ha ſucedido no ſea coſa digna de riſa; pero no es digna de contarſe, que no ſon todas las perſonas tan diſcretas que ſepan poner en ſu punto las coſas.

A lo menos, reſpondió Sancho, ſupo vueſtra merced poner en ſu punto el lanzón, apuntándome a la cabeza y dándome en las eſpaldas: gracias a Dios y a la diligencia que puſe en ladearme; pero vaya que todo ſaldrá en la colada, que yo he oído decir: eſe te quiere bien, que te hace llorar; y más, que ſuelen los principales ſeñores tras una mala palabra que dicen a un criado darle luego las calzas, aunque no ſé lo que ſuelen dar tras haberle dado de palos, ſi ya no es que los caballeros andantes dan tras palos ínſulas o reinos en tierra firme.

Tal podría correr el dado, dijo Don Quijote, que todo lo que dices vinieſe a ſer verdad, y perdona lo paſado, pues eres diſcreto y ſabes que los primeros movimientos no ſon en manos del hombre, y eſtá advertido de aquí en adelante en una coſa, para que te abſtengas y reportes en el hablar demaſiado conmigo, que en cuantos libros de caballerías he leído, que ſon infinitos, jamás he hallado que ningún eſcudero hablaſe tanto con ſu ſeñor como tú con el tuyo, y en verdad que lo tengo a gran falta tuya y mía: tuya, en que me eſtimas en poco; mía, en que no me dejo eſtimar en más: sí que Galadin, eſcudero de Amadís de Gaula, conde, fue de la Inſula firme, y ſe le dél que ſiempre hablaba a ſu ſeñor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo more turqueſco. Pues ¿qué diremos de Gaſabal, eſcudero de don Galaor, que fue tan callado, que para declararnos la excelencia de ſu maravilloſo ſilencio, sólo una vez ſe nombra ſu nombre en toda aquella tan grande como maravilloſa hiſtoria? De todo lo que he dicho has de inferir, Sancho, que es meneſter hacer diferencia de amo a mozo, de ſeñor a criado, y de caballero a eſcudero; así que deſde hoy en adelante nos hemos de tratar con más reſpeto, ſin darnos cordelejo, porque de cualquiera manera que yo me enoje con vos ha de ſer mal para el cántaro. Las mercedes y beneficyos que yo os he prometido llegarán a ſu tiempo, y ſi no llegaren, el ſalario a lo menos no ſe ha de perder, como ya os he dicho. Eſta bien cuanto vueſtra merced dice, dijo Sancho; pero yo querría ſaber (por ſi acaſo no llegaſe el tiempo de las mercedes, y fueſe neceſario acudir al de los ſalarios) cuánto ganaba un eſcudero de un caballero andante en aquellos tiempos, y ſi ſe concertaba por meſes o por días, como peones de albañil.

No creo yo, reſpondió Don Quijote, que jamás los tales eſcuderos eſtuvieron a ſalario, ſino a merced; y ſi yo ahora te le he ſeñalado a ti en el teſtamento cerrado que dejé en mi caſa, fue por lo que podía ſuceder, que aún no ſé cómo prueba en eſtos tan calamitoſos tiempos nueſtros de la caballería, y no querría que por pocas coſas penaſe mi ánima en el otro mundo; porque quiero que ſepas, Sancho, que en él no hay eſtado más peligroſo que el de los aventureros. Así es verdad, dijo Sancho, pues sólo el ruido de los mazos de un batán pudo alborotar y deſaſoſegar el corazón de un tan valeroſo andante aventurero como es vueſtra merced; mas bien puede eſtar ſeguro que de aquí adelante no deſpliegue mis labios para hacer donaire de las coſas de vueſtra merced, ſi no fuere para honrarle como a mi amo y ſeñor natural.

Deſa manera, replicó Don Quijote, vivirás ſobre la haz de la tierra, porque deſpuez de a los padres, a los amos ſe ha de reſpetar como ſi lo fueſen.

Parte primera: Capítulo vigéſimoprimero

Que trata de la alta aventura y rica ganacia del yelmo de Mambrino, con otras coſas ſucedidas a nueſtro invencible caballero

En eſto comenzó a llover un poco, y quiſiera Sancho que entraran en el molino de los batanes; mas habíales cobrado tal aborrecimiento Don Quijote por la paſada burla, que en ninguna manera quiſo entrar dentro, y así, torciendo el camino a la derecha mano, dieron en otro como el que habían llevado el día antes.

De allí a poco deſcubrió Don Quijote un hombre a caballo, que traía en la cabeza una coſa que relumbraba como ſi fuera de oro, y aun él apenas le hubo viſto, cuando ſe volvió a Sancho y le dijo: Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no ſea verdadero, porque todos ſon ſentencias ſacadas de la miſma experiencia, madre de las ciencias todas, eſpecialmente aquel que dice: donde una puerta ſe cierra otra ſe abre: dígolo, porque ſi anoche nos cerró la ventura la puerta de la que buſcábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra para otra mejor y más cierta aventura, que ſi yo no acertare a entrar por ella, mía ſerá la culpa, ſin que la pueda dar a la poca noticya de batanes, ni a la oſcuridad de la noche: digo eſto, porque ſi no me engaño, hacia noſotros viene uno que trae en ſu cabeza pueſto el yelmo de Mambrino, ſobre que yo hice el juramento que ſabes.

Mire vueſtra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace, dijo Sancho, que no querría que fueſen otros batanes que nos acabaſen de batanar y aporrear el ſentido. Válate el diablo por hombre, replicó Don Quijote. ¿Qué va de yelmo a batanes? No ſé nada, reſpondió Sancho; mas a fe que ſi yo pudiera hablar tanto como ſolía, que quizá diera tales razones que vueſtra merced viera que ſe engañaba en lo que dice. ¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor eſcrupuloſo? dijo Don Quijote. Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia noſotros viene ſobre un caballo rucio rodado, que trae pueſto en la cabeza un yelmo de oro? Lo que veo y columbro, reſpondió Sancho, no es ſino un hombre ſobre un aſno pardo como el mío, que trae ſobre la cabeza una coſa que relumbra. Pues eſe es el yelmo de Mambrino, dijo Don Quijote: apártate a una parte y déjame con él a ſolas, verás cuán ſin hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo eſta aventura, y queda por mío el yelmo que tanto he deſeado. Yo me tengo en cuidado en cuidado el apartarme, replicó Sancho; mas quiera Dios, tornó a decir, que orégano ſea, y no batanes. Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis ni por pienſo más eſo de los batanes, dijo Don Quijote, que voto… y no digo más, que os batanée el alma. Calló Sancho con temor que ſu amo no cumplieſe el voto que le había echado redondo como una bola.

Es pues, el caſo, que el yelmo, y el caballo y caballero que Don Quijote veía, era eſto que en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño que no tenía ni botica ni barbero, y el otro, que eſtaba junto a él, sí, y así el barbero del mayor ſervía al menor, en el cual tuvo neceſidad un enfermo de ſangrarſe, y otro de hacerſe la barba, para lo cual venía el barbero, y traía una bacía de azofar; y quiſo la ſuerte que al tiempo que venía comenzó a llover, y por que no ſe le manchaſe el ſombrero, que debía de ſer nuevo, ſe puſo la bacía ſobre la cabeza, y como eſtaba limpia, deſde media legua relumbraba. Venía ſobre un aſno pardo, como Sancho dijo, eſta fue la ocaſión que a Don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero, y yelmo de oro; que todas las coſas que veía con mucha facilidad las acomodaba a ſus deſvariadas caballerías y mal andantes penſamientos: y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, ſin ponerſe con él en razones, a todo correr de Rocinante, le enriſtró con el lanzón bajo llevando intención de paſarle de parte a parte; mas cuando a él llegaba, ſin detener la furia de ſu carrera, le dijo: Defiéndete, cautiva criatura, o entrégame de tu voluntad lo que con tanta razón ſe me debe.

El barbero, que tan ſin penſarlo ni temerlo vio venir aquella fantaſma ſobre sí, no tuvo otro remedio para poder guardarſe del golpe de la lanza, ſino fue el dejarſe caer del aſno abajo, y no hubo tocado el ſuelo cuando ſe levantó más ligero que un gamo, y comenzó a correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento. Dejóſe la bacía en el ſuelo, con la cual ſe contentó Don Quijote, y dijo que el pagano había andado diſcreto, y que había imitado al caſtor, el cual, viéndoſe acoſado de los cazadores, ſe taraza y corta con los dientes aquello por lo que él por inſtinto natural ſabe que es perſeguido. Mandó a Sancho que alzaſe el yelmo, el cual, tomándole en las manos, dijo: Por Dios que la bacía es buena, y que vale un real de a ocho como un maravedí, y dándoſela a ſu amo, ſe la puſo luego en la cabeza, rodeándola a una parte y a otra, buſcándole el encaje, y como no ſe hallaba dijo: Sin duda que el pagano, a cuya medida ſe forjó primero eſta famoſa celada, debía de tener grandíſima cabeza, y lo peor dello es que le falta la mitad. Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada no pudo tener la riſa; mas vínoſele a las mientes la cólera de ſu amo, y calló en la mitad della. ¿De qué te ríes, Sancho? dijo Don Quijote. Ríome, reſpondió él, de conſiderar la gran cabeza que tenía el pagano, dueño de eſte almete, que ſemeja ſino una bacía de barbero pintiparada. ¿Sabes qué imagino, Sancho? Que eſta famoſa pieza deſte encantado yelmo, por algún extraño accidente de venir a manos de quien no ſupo conocer ni eſtimar ſu valor, y ſin ſaber lo que hacía, viéndola de oro puríſimo, debía de fundir la otra mitad para aprovecharſe del precio, y de la otra mitad hizo eſta, que parece bacía de barbero, como tú dices; pero ſea lo que fuere, que para mí que la conozco no hace al caſo ſu traſmutación, que yo la aderezaré en el primer lugar que haya herrero, y de ſuerte que no le haga ventaja ni aún le llegue la que hizo y forjó el dios de las herrerías para el dios de las batallas. Y en eſte entre tanto la traeré como pudiere, que más vale elgo que no nada, cuanto más que bien ſerá baſtante para defenderme de alguna pedrada.

Eſo ſerá, dijo Sancho, ſi no ſe tira con honda, como ſe tiraron en la pelea de los dos ejércitos, cuando le ſantiguaron a vueſtra merced las muelas y le rompieron el alcuza donde venía aquel benditíſimo brebaje que me hizo vomitar las aſaduras. No me da mucha pena el haberle perdido, que ya ſabes tú, Sancho, dijo Don Quijote, que yo tengo la receta en la memoria. También la tengo yo, reſpondió Sancho; pero ſi yo le hicyere ni le probare más en la vida, aquí ſea mi hora; cuanto más que no pienſo ponerme en ocaſión de haberle meneſter, porque pienſo guardarme con todos mis cinco ſentidos de ſer ferido, ni de ferir a nadie. De lo de ſer otra vez manteado, no digo nada, que ſemejantes deſgracias mal ſe pueden prevenir, y ſi vienen, no hay que hacer otra coſa ſino encoger los hombros, detener el aliento, cerrar los ojos y dejarſe ir por donde la ſuerte y la manta nos llevare.

Mal criſtiano eres, Sancho, dijo oyendo eſto Don Quijote, porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues sábete que es de pechos nobles y generoſos no hacer caſo de niñerías. ¿Qué pie ſacaſte cojo? ¿Qué coſtilla quebrada? ¿Qué cabeza rota, para que no ſe te olvide aquella burla?… Que bien apurada la coſa, burla fue y paſatiempo, que a no entenderlo yo así, ya yo hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza más daño que el que hicyeron los griegos por la robada Elena: la cual, ſi fuera en eſte tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquel, pudiera eſtar ſegura que no tuviera tanta fama de hermoſa como tiene. Y aquí dio un ſuſpiro y le puſo en las nubes, y dijo Sancho: Paſe por burlas, pues la venganza no puede paſar en veras; pero yo ſé de que calidad fueron las veras y las burlas, y ſé también que no ſe me caerán de la memoria, como nunca ſe me quitarán de las eſpaldas.

Pero dejando eſto aparte, dígame vueſtra merced que haremos de eſte caballo rucio rodado, que parece aſno rodado que dejó aquí deſamparado aquel Martino que vueſtra merced derribó, que ſegún él puſo los pies en polvoroſa y cogió las de Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás, y para mis barbas ſi no es bueno el rucio. Nunca yo acoſtumbro, dijo Don Quijote, deſpojar a los que venzo, ni es uſo de caballería quitarles los caballos y dejarles a pie; ſi ya no fueſe que el vencedor hubieſe perdido en la pendencia el ſuyo, que en tal caſo lícito es tomar el del vencido, como ganado en gguerra lícita. Así que, Sancho, deja eſe caballo o aſno, o lo que tú quiſieres que ſea, que como ſu dueño nos vea alongados de aquí volverá por él. Dios ſabe ſi quiſiera llevarle, replicó Sancho, o por lo menos trocalle con eſte mío que no me parece tan bueno. Verdaderamente que ſon eſtrechas las leyes de caballería, pues no ſe extienden a dejar trocar un aſno por otro y querría ſaber ſi podría trocar los aparejos ſiquiera. En eſo no eſtoy muy cierto, reſpondió Don Quijote, y en caſo de duda, haſta eſtar mejor informado, digo que los trueques, ſi es que tienes dellos neceſidad extrema. Tan extrema es, reſpondió Sancho, que ſi fueran para mi miſma perſona no los hubiera meneſter más. Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio capparum, y puſo ſu jumento a las mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto.

Hecho eſto, almorzaron de las ſobras del real que del acémila deſpojaron, bebieron del agua del arroyo de los batanes, ſin volver la cara a mirallos; tal era el aborrecimiento que les tenían por el miedo en que les habían pueſto, y cortada la cólera, y aún la melancolía, ſubieron a caballo, y ſin tomar determinado camino (por ſer de muy caballeros andantes el no tomar ninguno cierto) ſe puſieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante quiſo, que ſe llevaba tras sí la de ſu amo, y aún la del aſno, que ſiempre le ſeguía por donde quiera que guiaba en buen amor y compañía. Con todo eſto volvieron al camino real, y ſiguieron por él a la ventura ſin otro deſignio alguno.

Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a ſu amo: Señor, ¿quiere vueſtra merced darme licencia que departa un poco con él? Que deſpuez que me puſo aquel áſpero mandamiento del ſilencio, ſe me han podrido más de cuatro coſas en el eſtómago, y una ſola que ahora tengo en el pico de la lengua no querría que ſe malograſe. Dila, dijo Don Quijote, y ſé breve en tus razonamientos, que ninguno hay guſtoſo ſi es largo. Digo, pues, ſeñor, reſpondió Sancho, que de algunos días a eſta parte he conſiderado cuán poco ſe gana y granjea de andar buſcando eſtas aventuras que vueſtra merced buſca por eſtos deſiertos y encrucijadas de caminos, donde ya que ſe venzan y acaben las más peligroſas, no hay quien las vea y ſepa, y así ſe han de quedar en perpetuo ſilencio, y en perjuicyo de la intención de vueſtra merced, y de lo que ellas merecen; y así me parece que ſería mejor (ſalvo el mejor parecer de vueſtra merced) que nos fuéſemos a ſervir a algún emperador, o a otro príncipe grande que tenga alguna guerra, en cuyo ſervicyo vueſtra merced mueſtre el valor de ſu perſona, ſus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que viſto eſto del ſeñor a quien ſerviremos, por fuerza nos ha de remunerar a cada cual ſegún ſus méritos; y allí no faltara quien ponga en eſcrito las hazañas de vueſtra merced para perpetua memoria: de las mías no digo nada, pues no han de ſalir de los límites eſcuderiles, aunque ſé decir que ſi ſe uſa en la caballería eſcribir hazañas de eſcuderos, que no pienſo que ſe han de quedar las mías entre renglones. No dices mal, Sancho, reſpondió Don Quijote; mas antes que ſe llegue a eſte término es meneſter andar por el mundo, como en aprobación, buſcando las aventuras, para que acabando algunas ſe cobre nombre y fama tal, que cuando ſe fuere a la corte de algún gran monarca, ya ſea el caballero conocido por ſus obras, y que apenas le hayan viſto entrar los muchachos por la puerta de la ciudad, cuando todos le ſigan y rodeen dando voces, dicyendo: eſte es el caballero del Sol, o de la Serpiente, o de otra inſignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas: eſte es, dirán, el que venció en ſingular batalla al gigantazo Brocabruno de la gran fuerza, el que deſencantó el gran Mameluco de Perſia del largo encantamiento en que había eſtado caſi novecientos años: así que de mano en mano irán pregonando ſus hechos, y luego, al alboroto de los muchachos y de la demás gente, aparecerá a las feneſtras de ſu real palacio el rey de aquel reino; y así como vea al caballero, conociéndole por las armas o por la empreſa del eſcudo, forzoſamente ha de decir: "Ea, ſus, ſalgan mis caballeros, cuantos en mi corte eſtán, a recibir a la flor de la caballería que allí viene".

A cuyo mandamiento ſaldrán todos, y él llegará haſta la mitad de la eſcalera, y le abrazará eſtrechíſimamente, y le dará paz besándole en el roſtro, y luego le llevará por la mano al apoſento de la ſeñora reina, adonde el caballero la hallará con la infanta ſu hija, que ha de ſer una de las más hermoſas y acabadas doncellas que en gran parte de lo deſcubierto de la tierra a duras penas ſe pueden hallar:ſucederá tras eſto luego en continente que ella ponga los ojos en el caballero, y él en los della, y cada uno parezca al otro coſa más divina que humana; y ſin ſaber cómo ni cómo no, han de quedar preſos y enlazados en la intrincada red amoroſa, y con gran cuita en ſus coraqzones por no ſaber cómo ſe han de fablar para deſcubrir ſus anſias y ſentimientos. Deſde allí le llevarán ſin duda a algún cuarto del palacio ricamente aderezado, donde habiéndole quitado las armas, le traerán un rico mantón de eſcarlata con que ſe cubra, y ſi bien pareció armado, tan bien y mejor ha de parecer en farceto: venida la noche, cenará con el rey, reina, e infanta, donde nunca quitará los ojos della, mirándola a furto de los circunſtantes, y ella hará lo meſmo con la meſma ſagacidad, porque, como tengo dicho, es muy diſcreta doncella.

Levantarſe han las tablas, y entrará a deſhora por la puerta de la ſala un feo y pequeño enano con una fermoſa dueña, que entre dos gigantes detrás del enano vienen con cierta aventura hecha por un antiquíſimo ſabio, que el que la acabare ſerá tenido por el mejor caballero del mundo: mandará luego el rey que todos los que eſtán preſentes la prueben, y ninguno le dará fin y cima ſino el caballero huéſped, en mucho pro de ſu fama, de lo cual quedará contentíſima la infanta, y ſe tendrá por contenta y pagada además, por haber pueſto y colocado ſus penſamientos en tan alta parte: y lo bueno es, que eſte rey o príncipe, o lo que es, tiene una muy reñida guerra con otro tan poderoſo como él, y el caballero huéſped le pide (al cabo de algunos días que ha eſtado en ſu corte) licencia para ir a ſervirle en aquella guerra dicha.

Daráſela el rey de muy buen talante, y el caballero le beſará cortéſmente las manos por la merced que le face: y aquella noche ſe deſpedirá de ſu ſeñora la infanta por las rejas de un jardín en que cae el apoſento donde ella duerme, por las cuales otras muchas veces la habrá fablado, ſiendo medianera y ſabidora de todo una doncella de quien la infanta mucho ſe fía. Suſpirará él, deſmayaráſe ella, traerá agua la doncella, acuitaráſe mucho, porque viene la mañana y no querría que fueſen deſcubiertos por la honra de ſu ſeñora; finalmente la infanta volverá en sí y dará ſus blancas manos por la reja al caballero, el cual ſe las beſará mil y mil veces, y ſe las bañará en lágrimas: quedará concertado entre los dos del modo que ſe han de hacer ſaber ſus buenos o malos ſuceſos, y rogarále la princeſa que ſe detenga lo menos que pudiere. Prometérſelo ha él con mucho juramentos; tórnale a beſar las manos, y deſpídeſe con tanto ſentimiento, que eſtará poco para acabar la vida; vaſe deſde allí a ſu apoſento, échaſe ſobre ſu lecho, no puede dormir del dolor de la partida; madruga muy de mañana, vaſe a deſpedir del rey, y de la reina, y de la infanta, dicyéndole (habiéndoſe deſpedido de los dos) que la ſeñora infanta eſtá mal diſpueſta, y que no puede recibir viſita. Pienſa el caballero, que es de pena de ſu partida, traſpáſaſele el corazón, y falta poco de no dar indicyo manifieſto de ſu pena: eſtá la doncella medianera delante, halo de notar todo, váſelo a decir a ſu ſeñora, la cual la recibe con lágrimas, y le dice que una de las mayores penas que tiene es no ſaber quién ſea ſu caballero, y ſi es de linaje de reyes o no: aſegura la doncella que no puede caber tanta cortesía, gentileza y valentía como la de ſu caballero ſino en ſujeto real y grave.

Conſuélaſe con eſto la cuitada, y procura conſolarſe por no dar mal indicyo de sí a ſus padres, y al cabo de dos días ſale en público: ya ſe es ido el caballero: pelea en la guerra, vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas. Vuelve a la corte, ve a ſu ſeñora por donde ſuele, conciértaſe que la pida a ſu padre por mujer en pago de ſus ſervicyos, no ſe la quiere dar el rey, porque no ſabe quién es; pero con todo eſto, o robada, o de otra cualquier ſuerte que ſea, la infanta viene a ſer ſu eſpoſa, y ſu padre lo viene a tener a gran ventura, porque ſe vino a averiguar que el tal caballero es hijo de un valeroſo rey de no ſé qué reino, porque creo que no debe eſtar en el mapa. Muéreſe el padre, hareda la infanta, queda rey el caballero en dos palabras. Aquí entra luego el hacer mercedes a ſu eſcudero y a todos aquellos que le ayudaron a ſubir a tan alto eſtado. Caſa a ſu eſcudero con una doncella de la infanta, que ſerá ſin duda la que fue tercera en ſus amores, que es hija de un duque muy principal.

Eſo pido, y barras derechas, dijo Sancho; a eſo me atengo, porque todo al pie de la letra ha de ſuceder por vueſtra merced, llamándoſe « el caballero de la Triſte Figura ». No lo dudes, Sancho, replicó Don Quijote, del miſmo modo y por los miſmos paſos que eſto he contado ſuben y han ſubido los caballeros andantes a ſer reyes y emperadores. Sólo falta ahora mirar qué rey de los criſtianos o los paganos tenga guerra, y tenga hija hermoſa; pero tiempo habrá para penſar eſto, pues como te tengo dicho, primero ſe ha de cobrar fama por otras partes que ſe acuda a la corte.

También me falta otra coſa, que pueſto caſo que ſe halle rey con guerra y con hija hermoſa, y que yo haya cobrado fama increíble por todo el univerſo, no ſé yo como ſe podrá hallar que yo ſea de linaje de reyes, o por lo menos primo ſegundo de emperador; porque no me querrá el rey dar a ſu hija por mujer, ſi no eſtá primero muy enterado en eſto, aunque más lo merezcan mis famoſos hechos: así que por eſta falta temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido: bien es verdad que ſoy hijodalgo de ſolar conocido, de poſeſión y propiedad, y de devengar quinientos ſueldos: y podría ſer que el ſabio que eſcribieſe mi hiſtoria deſlindaſe de tal manera mi parentela y deſcendencia, que me hallaſe quinto o ſexto nieto de rey: porque te hago ſaber, Sancho, que hay dos maneras de linaje en el mundo: unos que traen y derivan ſu deſcendencia de príncipes y monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha deſecho, y han acabado en punta como pirámides, y otros que tuvieron principio de gente baja, y van ſubiendo de grado en grado, haſta llegar a ſer grandes ſeñores; de manera que eſtá la diferencia en que unos fueron que ya no ſon, y otros ſon que ya no fueron, y podría ſer yo deſtos, que de deſpuez de averiguado hubieſe ſido mi principio grande y famoſo, con lo cual ſe debera de contentar el rey mi ſuegro que hubiere de ſer: y cuando no la infanta me ha de querer de manera, que a peſar de ſu padre, aunque claramente ſepa que ſoy hijo de azacan, me ha de admitir por ſeñor y por eſpoſo: y ſi no, aquí entra el roballa y llevarla donde más guſto me diere, que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de ſus padres.

Ahí entra también, dijo Sancho, lo que algunos deſalmados dicen: no pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza, aunque mejor cuadra decir: más vale ſalto de mata que ruego de hombres buenos. Dígolo, porque ſi el ſeñor rey, ſuegro de vueſtra merced, no ſe quiſiere domeñar a entregarle a mi ſeñora la infanta, no hay ſino, como vueſtra merced dice, roballa y traſponella; pero eſtá el daño que en tanto que ſe hagan las paces y ſe goce pacíficamente del reino, el pobre eſcudero ſe podrá eſtar a diente en eſto de las mercedes, ſi ya no es que la doncella tercera, que ha de ſer ſu mujer, ſe ſale con la infanta, y él paſa con ella ſu mala ventura haſta que el cielo ordene otra coſa; porque bien podrá, creo yo, deſde luego dárſela ſu ſeñor por legítima eſpoſa. Eſo no hay quien lo quite, dijo Don Quijote, como yo deſeo, y tú, has meneſter, y ruin ſea quien por ruin ſe tiene.

Sea por DIos, dijo Sancho, que yo criſtiano viejo ſoy, y para ſer conde eſto me baſta. Y aún te ſobra, dijo Don Quijote, y cuando no lo fueras, no hacía nada al caſo, porque ſiendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza ſin que la compres ni me ſirvas con nada, poruqe en haciéndote conde, cátate ahí caballero, y digan lo que dijeren, que a buena fe que te han de llamar ſeñoría, mal que les peſe. Y montas, que no ſabría yo autorizar el litado, dijo Sancho. Dictado has de decir que no litado, dijo ſu amo. Sea así, reſpondió Sancho Panza. Digo que le ſabría bien acomodar, porque por vida mía, que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que aſentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía preſencia para ſer prioſte de la meſma cofradía. Pues ¿qué ſerá cuando me ponga un ropón ducal a cueſtas, o me viſta de oro y de perlas a uſo de conde extranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver de cien leguas. Bien parecerás, dijo Don Quijote; pero ſerá meneſter que te rapes las barbas a menudo, que ſegún las tienes de eſpeſas, aborraſcadas y mal pueſtas, ſi no te las rapas a navaja cada dosíapor lo menos, a tiro de eſcopeta ſe echará de ver lo que eres.

¿Qué hay más, dijo Sancho, ſino tomar un barbero, y tenerle aſalariado en caſa? Y aún ſi fuera meneſter, le haré que ande tras mí como caballerizo de grande. Pues ¿cómo ſabes tú, preguntó Don Quijote, que los grandes llevan detrás de sí a ſus caballerizos? Yo ſe lo diré, reſpondió Sancho. Los años paſados eſtuve un mes en la corte, y allí vi que paſeándoſe un ſeñor muy pequeño, que decían que era muy grande, un hombre le ſeguía a caballo a todas las vueltas que daba, que no parecía ſino que era ſu rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no ſe juntaba con el otro hombre, ſino que ſiempre andaba tras dél. Reſpondiéronme que era ſu caballerizo, y era uſo de grandes llevar tras sí a los tales. deſde entonces lo ſé tan bien, que nunca ſe me ha olvidado. Digo que tienes razón, dijo Don Quijote, y que así puedes tú llevar a tú barbero; que los uſos no vinieron todos juntos ni ſe inventaron a una, y puedes tú ſer el primer conde que lleve tras sí a ſu barbero; y aún es de más confianza el hacer la barba que enſillar un caballo. Quédeſe eſo del barbero a mi cargo, dijo SAncho, y al de vueſtra merced ſe quede el procurar venir a ſer rey y el hacerme conde. Así ſerá, reſpondió Don Quijote.

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