Veinte días en Génova: 16
- XVI -
[editar]- Menos americanos en Génova que en Roma, Londres o París. -¿Por qué las capitales nos atraen? -Inconvenientes que esto ofrece al estudio de nuestros jóvenes. -Ventajas de las ciudades de segundo orden. -Su analogía con nuestras capitales. -Otro tanto respecto de las naciones: importancia de nuestros viajes en Italia y España. Influjo de estos países sobre América: el Mediodía de Europa preferible al Norte como objeto de nuestro estudio. -Verdaderos fines de nuestros viajes de instrucción y aprendizaje en Europa. -España, el más importante objeto de nuestro estudio y examen. -Preocupación popularizada entre nosotros a este respecto. -Hospitalidad agradecida de los genoveses.
Un americano del Sud podrá no encontrar compatriotas en Italia; muy especialmente si los busca en Génova, u otra de las ciudades capitales de la península que no sea Roma, donde quizás sería menos difícil hallarlos. Nos sucede a los de estos países de Italia, lo que en Francia e Inglaterra; en cuanto llegamos a ellos buscamos las capitales. Efectivamente el aspecto de una de esas grandes metrópolis del mundo tiene un efecto maravilloso para nosotros los hijos del desierto. Pero comúnmente son más capaces de producir vértigo y abombamiento en el espíritu de nuestro jóvenes viajeros, que no la madurez y razonamiento que van a buscar en Europa. Se observa allí misma, que de las grandes capitales se envían jóvenes a los colegios acreditados de la provincia; en el colegio de Chambery, en Saboya, he visto muchos jóvenes de familias respetables de Paris. Las grandes capitales inclinan y engendran aficiones por lo que es frívolo y meramente de vanidad. En más de un punto de importancia pública es confesada la superioridad de las inteligencias provinciales, sobre las de la capital; y es un hecho casi universal que el buen sentido a toda prueba, la gruesa sensatez se cultivan y forman en el silencio de la provincia. Guizot, Thiers y los más notables hombres de Estado, que hoy figuran en Francia, se han formado en ciudades de segundo orden. Una observación análoga ha hecho notar a M. Cormenin que los mejores libros de administración y ciencia legal, franceses, se publican a menudo en las provincias. Por otra parte las capitales de provincia en Europa tienen mucha más analogía, en su sistema económico y administrativo, con nuestras principales ciudades, que no esos monstruos de pueblos, que como Londres y París, no tienen un solo término de comparación con los mayores de entre los nuestros. No son las teorías sagaces y nuevas de la Sorbona o del Colegio de Francia lo que importa que nuestros jóvenes traigan a su país indigente y pobre en adelantos; sino ejemplos prácticos, de instituciones capaces, por su escala y alcance, de realizarse entre nosotros. Cuando el deseo sincero de adquirir sólida instrucción haya reemplazado a la vanidad, en el móvil de nuestros viajes a Europa, ciertamente que no serán París y Londres, los pueblos que más frecuente nuestra juventud. Y lo que digo de las ciudades lo aplico también a las naciones; la Italia y la España serán dos países que se visitarán más y más a medida que se comprenda mejor el motivo de nuestros viajes de investigación en Europa. La América por su clima y antecedentes, guardará la misma división de razas y pueblos que el Norte y Mediodía de la Europa. Descendientes nosotros de la raíz grecolatina, nunca podrán servir para nuestro tipo de instrucción social, los pueblos de origen céltico o germánico. La Europa Meridional es y será nuestra escuela inmediata y natural. Allí es donde debemos buscar la forma y carácter de los progresos que el tiempo ha debido dar al genio originario del nuestro; pues una eterna analogía ligará nuestra sociabilidad en su dirección y carácter con la del Mediodía de la Europa. La Italia ofrece un campo fértil de instrucción para el viajero estudioso de América, no por sus antigüedades y recuerdos, con los que nada tiene que ver este mundo sin tradiciones y cuya existencia entera está en el presente y porvenir. La arqueología, la erudición y ciencias todas del anticuario, son y serán siempre plantas exóticas y de imposible aclimatación en América. Los misterios del pasado, sólo son accesibles al que habita sus despojos. Tampoco debe llevamos a Italia el interés y admiración por las bellas artes. Lo que digo de la historia y de la erudición, lo aplico con más razón a la m música, a la pintura, a la escultura: la América no es ni será por largos siglos el país del arte. Como pueblos jóvenes y ardientes, los nuestros tienen amor a sus producciones y son sensibles a sus bellezas. Pero el cultivo del arte, en alto grado, supone algo más que entusiasmo y pasión; supone progresos de civilización material y cultura inteligente en un grado y extensión a que la América Meridional está muy lejos de aproximarse: la Italia debe frecuentarse, por nuestros viajeros, como un país donde a pesar de las declamaciones de los amigos de la libertad contra su actual postración política, hallarán un inagotable manantial de conocimientos prácticos, de instituciones de orden material, de trabajos, obras y construcciones trasplantables a nuestros países con más facilidad y provechos que las de cualquier otro país. Nos equivocamos grandemente cuando a este respecto parangonamos la Italia con la España; estas dos naciones han podido igualarse antes de ahora en lo desgraciado de su situación política; pero en cosas de orden administrativo, trabajos públicos, rutas, legislación civil, policía de seguridad, es tan superior la primera a la última, como lo es la Francia respecto de nosotros.
La España misma, a pesar de todo, es tal vez el país de Europa que más interesa estudiar al viajero de nuestra América Meridional; allí están las raíces de nuestra lengua y de nuestra administración, el secreto de nuestra índole y carácter; allí se han escrito las leyes que nos rigen y se ha hecho la lengua que hablamos; nosotros hemos admitido y manejado todo esto sin la intervención de nuestra conciencia, como pupilos; para entender pues nuestra sociedad, para sondear las miras y espíritu de las instituciones sobre que reposan y descansan de largo tiempo sus cimientos, es necesario ir a estudiar la madre patria. Desde lo alto de la metrópoli, es de donde podremos echar una mirada general y completa a la sociedad en que vivimos. Allí está y estará por largo tiempo nuestra gran capital: no nos gobiernan ya sus reyes; tampoco el ejemplo de su actual vida pública, si se quiere; pero el yugo de su acción anterior, la influencia de su poder pasado, nos es tanto más difícil sacudir, cuanto que se hallan radicados hasta en la forma de nuestros cráneos y la sangre de nuestras venas: somos la España, en una palabra, ¿cómo emanciparnos de la España? La calma de la reflexión nos dará a conocer que la independencia de América no es más que la desmembración del poder político de la España; la división de esta nación en dos familias independientes y soberanas. Por lo demás, el tipo de su civilización, el molde de su carácter, la forma de sus ciudades, la conducta y régimen de vida, todo es idéntico y común. El hacha de la revolución ha podido trozar el gajo por donde se trasmitía la savia del tronco hasta las ramas de nuestro árbol genealógico; el vástago ha echado raíces en nuestro suelo, pero la planta exótica exige terreno y cultivo análogos a los que alentaron su progreso en el país originario. Busquemos, pues, allí el sistema de que se valían nuestros padres para dar vida y engrandecimiento a la sociedad de que fuimos vástago un tiempo, y cuya índole y propiedades conservamos hasta hoy; comienza a comprenderse que el secreto de nuestra existencia actual reside en el estudio de nuestro pasado colonial. Pronto se comprenderá que para conocer a fondo nuestra existencia colonial, es necesario descender a la historia del pueblo español europeo, cuyos elementos sirvieron para componer el pueblo español americano. Entonces nuestra historia contendrá tres grandes divisiones: lª, historia de España, en España; 2ª, historia de España en América; 3ª, historia de la España americana o independiente. Así las ideas generales y la ciencia nos traerán un día al seno de nuestra familia, que hemos desconocido y negado en el calor del pleito doméstico llamado revolución americana. Vendrá en breve el día en que no se oirá decir en español, que el español es bárbaro. Ya hemos dicho de nuestra raza todo lo malo posible; ahora es necesario ver el reverso estrellado del cuadro; dar la espalda al hogar español, y formar parada ante el mundo extraño a la familia, de los títulos que nos asisten para envanecernos de nuestro origen. Hemos alabado ya a los de 1810; tomemos ahora las cosas de más alto y alabemos a los de 1492; a los que inventaron la mitad del globo terráqueo, le despoblaron de razas bárbaras, especie de maleza humana, para poblarle de las más bella raza de la Europa, de la noble raza española; a los que fundaron un estado en el que, por espacio de tres siglos, jamás se puso el sol; y cuyas leyes, como los vientos alisios, circundaban toda la redondez del planeta que habitamos; a los que fundaron estas veinte naciones que hablan hoy su lengua, que se rigen por sus leyes, que conservan su culto, sus templos, sus poblaciones, sus rutas, sus tribunales, sus impuestos, su sistema militar, su comercio, sus ciudades y edificios monumentales. Todo esto es algo más que nuestros triunfos de los catorce años, obtenidos con armas, con luces debidos a los vencidos; pues todo esto lo desconocemos, lo detractamos, para ponderar nuestras instituciones que se lleva el viento revolucionario, ese viento no obstante que silba en vano contra los muros del grande y viejo edificio, sin poderle destruir. No combatamos a la raza española, porque somos ella misma; a su obra, porque es el mundo que habitamos, a su dominación, porque ella abraza toda nuestra existencia menos una octava parte; a sus antecedentes, porque ellos nos gobiernan todavía en su mayor parte, y no debieron ser tan malos desde que nos dieron la aptitud de emanciparnos llegada que fue la oportunidad. Estudiemos, pues, a la España para conocernos a nosotros mismos; y para conocer bien a la España, estudiémosla en España.
Entretanto, veamos lo que en Italia sucede con el americano del Sud que por allí se aparece alguna vez. Dije más arriba que no es fácil que en los Estados de la Península encuentre compatriotas, pero en desquite hallará quien haga sus veces gallardamente; y serán todos los italianos restituidos al nativo país después de haber hecho fortuna en el nuestro. No conozco muchos países extranjeros, pero creo haber viajado lo bastante para conocer que tal vez no hay emigrado europeo más agradecido que el italiano, al país en que labró su fortuna. Sería perderme en digresiones el narrar los actos de atención de que fui objeto y debí a la hospitalidad cariñosa de los señores Ferrari, Garda, Barabino, Bottaro, etc., por la sola circunstancia de ser americano, del país en que ellos residieron alguna vez.