Veinte mil leguas de viaje submarino: Primera parte: Capítulo XXI
Me impresionó vivamente tocar tierra.
Ned Land pisaba el suelo como en un acto de posesión. No hacía más de dos meses, sin embargo, que éramos, según la expresión del capitán Nemo, los «pasajeros del Nautilus», es decir, en realidad, los prisioneros de su comandante.
En pocos minutos estuvimos a tiro de fusil de la costa. El suelo era casi enteramente madrepórico, pero algunos lechos de torrentes desecados, sembrados de restos granfticos, demostraban que la isla era debida a una formación primordial.
Una cortina de hermosos bosques ocultaba el horizonte. Árboles enormes, algunos de los cuales alcanzaban doscientos pies de altura, se unían entre ellos por guirnaldas de lianas, verdaderas hamacas naturales a las que mecía la brisa. Mimosas, ficus, casuarinas, teks, hibiscos, pandanes y palmeras se mezclaban con profusión, y al abrigo de sus bóvedas verdes, al pie de sus tallos, crecían orquídeas, leguminosas y helechos.
Sin reparar en tan bellas muestras de la flora papuasiana, el canadiense abandonó lo agradable orlío útil, alver un cocotero. Abatió rápidamente algunos e sus frutos, los abrió y entonces bebimos su leche y comim s su almendra con una satisfacción que parecía expresar una protesta contra la dieta del Nautilus.
-¡Excelente! -decia Ned Land.
-¡Exquisito! -respondía Conseil.
-Espero -dijo el canadiense -que el capitán Nemo no se oponga a que introduzcamos a bordo una carga de cocos.
-No lo creo -respondí-, pero dudo que quiera probarlos.
-Peor para él -dijo Conseil.
-Y tanto mejor para nosotros -añadió Ned Land-, así tocaremos a más.
-Ned -dije al arponero, que se disponía a vaciar otro cocotero-, los cocos están muy buenos, pero antes de llenar el bote, me parece que sería prudente ver si la isla produce algo no menos útil. Creo que la despensa del Nautilus acogería con agrado legumbres frescas.
-Tiene razón el señor -dijo Conseil-, y yo propongo que reservemos en la canoa tres espacios: uno para los frutos, otro para las legumbres y el tercero para la caza, de la que no he visto todavía ni la más pequeña muestra.
-Conseil, no hay que desesperar -respondió el canadiense.
-Continuemos, pues, nuestra excursión -dije-, pero con el ojo al acecho. Aunque parezca deshabitada, bien podría albergar la isla algunos individuos menos escrupulosos que nosotros sobre la naturaleza de la caza.
-¡Eh! ¡Eh! -exclamó Ned Land, haciendo un significativo movimiento de mandíbulas.
-Pero, ¡Ned! -exclamó Conseil.
-Pues, ¿sabe lo que le digo? Que comienzo a comprender los encantos de la antropofagia.
-Pero ¡qué dice, Ned! -exclamó Conseil-. ¡Usted antropófago! Ya no podré sentirme seguro a su lado, durmiendo en el mismo camarote. ¿Me despertaré un día semidevorado?
-Amigo Conseil, le quiero mucho, pero no tanto como para comérmelo sin necesidad.
-No sé, no me fío -dijo Conseil-. ¡Hala, a cazar! Es menester cobrar una pieza como sea, para satisfacer a este caníbal; si no, una de estas mañanas, el señor no hallará más que unos trozos de doméstico para servirle.
Mientras así iban bromeando, nos adentramos en la espesura del bosque, que, durante dos horas, recorrimos en todos sentidos.
El azar se mostró propicio a nuestra búsqueda de vegetales comestibles. Uno de los más útiles productos de las zonas tropicales nos proveyó de un alimento precioso, del que carecíamos a bordo. Habló del árbol del pan, muy abundante en la isla de Gueboroar, que ofrecía esa variedad desprovista de semillas que se conoce en malayo con el nombre de rima. Se distinguía este árbol de los otros por su tronco recto, de una altura de unos cuarenta pies. Su cima, graciosamente redondeada y formada de grandes hojas multilobuladas, denunciaba claramente a los ojos de un naturalista ese artocarpo que tan felizmente se ha aclimatado en las islas Mascareñas. Entre su masa de verdor destacaban los gruesos frutos globulosos, de un decímetro de anchura, con unas rugosidades exteriores que tomaban una disposición hexagonal. Útil vegetal este con que la naturaleza ha gratificado a regiones que carecen de trigo, y que, sin exigir ningún cultivo, da sus frutos durante ocho meses al año.
Ned Land conocía bien ese fruto, por haberlo comido durante sus numerosos viajes, y sabía preparar su sustancia comestible. La vista del mismo excitó su apetito, y sin poder contenerse dijo:
-Señor, si no pruebo esta pasta del árbol del pan, me muero.
-Pues adelante, Ned, a su gusto. Est os aquí para hacer experimentos. Hagámoslos.
-No llevará mucho tiempo -respondió el canadiense.
Y, provisto de una lupa, encendió un fuego con ramas secas que chisporrotearon alegremente. Mientras tanto, Conseil y yo escogíamos los mejores frutos del artocarpo. Algunos no habían alcanzado aún un grado suficiente de madurez y su piel espesa recubría una pulpa blanca pero poco fibrosa. Otros, en muy gran número, amarillos y gelatinosos estaban pidiendo ser ya cogidos.
Los frutos no contenían hueso. Conseil llevó una docena de ellos a Ned Land, quien los colocó sobre las ascuas tras haberlos cortado en gruesas rodajas.
-Verá usted, señor, lo bueno que es este pan -decía.
-Sobre todo, cuando se ha estado privado durante tanto tiempo -dijo Conseil.
-Es más que pan -añadió el canadiense-, es obra de respostería, y delicada. ¿No la ha comido usted nunca?
-No, Ned.
-Pues prepárese a probar una cosa suculenta. Si no es así, dejo yo de ser el rey de los arponeros.
Al cabo de algunos minutos, la parte de los frutos expuesta al fuego quedó completamente tostada. Por dentro apareció una pasta blanca, como una tierna miga, cuyo sabor recordaba el de la alcachofa. Hay que reconocerlo, era un pan excelente y lo comí con gran placer.
-Desgraciadamente -dije- esta pasta no puede conservarse fresca. Es inútil, por tanto, que llevemos una provisión a bordo.
-¡Ah, no! -exclamó Ned Land-. Habla usted como un naturalista, pero yo voy a actuar como un panadero. Conseil, haga usted una buena recolección de frutos, que cogeremos a la vuelta.
-¿Cómo va a prepararlo, entonces? -le pregunté.
-Haciendo con su pulpa una pasta fermentada que se conservará indefinidamente sin pudrirse. Cuando quiera emplearla, la coceré en la cocina y verá usted cómo a pesar de su sabor un poco ácido estará muy rica.
-Así, Ned, veo que no le falta nada a este pan...
-Sí, señor profesor, le faltan algunas frutas o al menos algunas legumbres.
-Pues busquemos frutas y legumbres.
Una vez acabada nuestra recolección, nos pusimos en marcha para completar nuestro «almuerzo» terrestre.
No resultó baldía nuestra búsqueda; a mediodía habíamos hecho ya una buena recolección de plátanos. Estos deliciosos productos de la zona tórrida maduran durante todo el año. Los malayos, que les dan el nombre de pisang, los comen crudos. Además de los plátanos recogimos unas jacas enormes, fruta de sabor muy fuerte, mangos también muy sabrosos y piñas tropicales de un tamaño extraordinario.
Estas tareas nos llevaron mucho tiempo, aunque a la vista de su resultado no cabía lamentarlo.
Conseil no le quitaba ojo a Ned, que abría la marcha e iba recogiendo al paso, con mano segura, magníficas frutas para completar nuestras provisiones.
-¿No le falta nada, Ned? -preguntó Conseil.
-¡Hum! -gruñó el canadiense.
-¿Cómo? ¿De qué se queja?
-De que todos estos vegetales no nos ofrecen una comida. Son el postre. Pero ¿y la sopa?, ¿y el asado?
-Es cierto -dije-. Ned nos había prometido unas chuletas, que empiezan a parecerme muy problemáticas.
-Oiga -me dijo el canadiense-, no sólo no ha terminado la cacería, sino que todavía no ha comenzado. Tengamos paciencia, que acabaremos encontrando algún animal de pluma o de pelo, y si no es por aquí, será en otro sitio.
-Y si no es hoy, será mañana -añadió Conseil-, pues no hay que alejarse demasiado. Es más, creo que deberíamos volver a la canoa.
-¿Tan pronto? -dijo Ned.
-Debemos estar de regreso antes de la noche -dije.
-Pero ¿qué hora es? -preguntó el canadiense.
-Por lo menos son las dos -respondió Conseil.
-¡Cómo pasa el tiempo en tierra firme! -exclamó Ned Land, con un suspiro de pesar.
-En marcha entonces -dijo Conseil.
Volvimos sobre nuestros pasos y durante el camino fuimos completando nuestra recolección con nueces de palma, para lo que hubimos de subir a la cima de los árboles, así como con ese género de pequeñas habichuelas que los malayos denominan abrou, y con batatas de magnífica calidad.
Así, llegamos muy sobrecargados a la canoa. Pero Ned Land no se hallaba todavía satisfecho con las provisiones. Le favoreció la suerte entonces, ya que en el momento en que iba a embarcar vio varios árboles, de unos veinticinco a treinta pies de altura, pertenecientes a la familia de las palmas. Estos árboles, tan preciosos como el artocarpo, son considerados justamente como uno de los más útiles productos de Malasia. Eran sagús, vegetales silvestres que se reproducen, como los morales, por sus retoños y sus semillas.
Ned Land conocía la manera de utilizar esos árboles. Manejando el hacha con gran vigor, derribó dos o tres sagús, cuya madurez denunciaba el polvillo blanco que recubría sus palmas.
Yo le observaba más con los ojos del naturalista que con los de un hombre hambriento. Nad Land arrancaba de cada tronco una capa de corteza de una pulgada de espesor, dejando así al descubierto una red de fibras alargadas que formaban inextricables nudos amazacotados por una especie de harina gomosa. Esta fécula era el sagú, que constituye uno de los alimentos básicos de las poblaciones de la Melanesia.
Ned Land se limitó de momento a cortar los troncos como si de leíía se tratara, dejando para más tarde la extracción de la fécula, que habría de ser separada de sus ligamentos fibrosos, expuesta al sol para evaporar su humedad y, finalmente, depositada en moldes para endurecerse.
Eran las cinco de la tarde cuando abandonamos las orillas de la isla, cargados con nuestras riquezas. Media hora más tarde, llegábamos al Nautilus. Nadie presenció nuestra llegada. El enorme cilindro de acero parecía deshabitado. Embarcadas nuestras provisiones, fui a mi camarote, en el que hallé la cena servida. Después de comer, me dormí.
Al día siguiente, 6 de enero, sin novedad a bordo. Ni un ruido, ni un signo de vida, La canoa se hallaba en el mismo lugar en que la habíamos dejado. Resolvimos volver a la isla Gueboroar. Ned Land esperaba tener más fortuna que en la víspera, como cazador, y deseaba visitar otra parte de la selva.
A la salida del sol, ya estábamos en marcha. Alcanzamos la isla en pocos instantes. Desembarcamos, y, pensando que lo mejor era fiarse del instinto del canadiense, seguimos a Ned Land, cuyas largas piernas amenazaban distanciarnos excesivamente.
Ned Land siguió la costa hacia el Oeste. Luego, tras haber vadeado algunos torrentes, llegamos a un altiplano bordeado de magníficos bosques. A lo largo de los cursos de agua vimos algunos martines pescadores que no aceptaron nuestra proximidad. Su circunspección probaba que aquellos volátiles sabían a qué atenerse sobre los bípedos de nuestra especie, y de ello inferí que si la isla no estaba habitada era, por lo menos, frecuentada por seres humanos.
Tras haber atravesado una tupida pradera, llegamos al lindero de un bosquecillo animado por el canto y el vuelo de un gran número de pájaros.
-Sólo pájaros -dijo Conseil.
-Los hay también comestibles -respondió el arponero.
-No éstos, amigo Ned -replicó Conseil-, pues no veo más que loros.
-Conseil, el loro es el faisán de los que no tienen otra cosa que comer -dijo gravemente Ned.
-A lo que yo añadiré -intervine -que este pájaro, convenientemente preparado, puede valer la pena de arriesgar el tenedor.
En medio del follaje del bosque, todo un mundo de loros volaba de rama en rama, sin más separación entre sus garriduras y la lengua humana que la de una más cuidada educación. Por el momento, garrían en compañía de cotorras de todos los colores, de graves papagayos, que parecían meditar un problema filosófico, mientras loritos reales de un rojo brillante pasaban como un trozo de estambre llevado por la brisa, en medio de los cálaos de ruidoso vuelo, de los papúas, esos palmípedos que se pintan con los más finos matices del azul, y de toda una gran variedad de volátiles muy hermosos pero escasamente comestibles.
Aquella colección carecía, sin embargo, de un pájaro propio de estas tierras hasta el punto de que nunca ha salido de los límites de las islas de Arrú y de las islas de los Papúas. Pero la suerte me tenía reservada la posibilidad de admirarlo al poco tiempo. En efecto, después de atravesar un soto de escasa frondosidad nos encontramos en una llanura llena de matorrales. Fue allí donde vi levantar el vuelo a unos magníficos pájaros a los que la disposición de sus largas plumas obligaba a dirigirse contra el viento. Su vuelo ondulado, la gracia de sus aéreos giros y los reflejos tornasolados de sus colores atraían y encantaban la mirada. Pude reconocerlos sin dificultad.
-¡Aves del paraíso! -exclamé.
-Orden de los paseriformes, sección de los clistómoros -respondió Conseil.
-¿Familia de las perdices? -preguntó Ned Land.
-No lo creo, señor Land, pero cuento con su pericia para atrapar a uno de estos maravillosos productos de la naturaleza tropical.
-Lo intentaré, señor profesor, aunque estoy más acostumbrado a manejar el arpón que el fusil.
Los malayos, que hacen un activo comercio de estos pájaros con los chinos, se sirven para su captura de diversos medios que a nosotros nos estaban vedados, y que consisten ya sea en tenderles unos lazos en la copa de los elevados árboles en que estas aves suelen buscar su morada, ya sea con una liga tenaz que paraliza sus movimientos. Incluso llegan a envenenar las fuentes en las que estos pájaros van a beber. Nuestros medios quedaban limitados a la tentativa de cazarlos al vuelo, con muy pocas posibilidades de alcanzarles. Y, en efecto, en estas tentativas gastamos en vano una buena parte de nuestra munición.
Hacia las once de la mañana, alcanzadas ya las primeras estribaciones de las montañas que forman el centro de la isla, todavía no habíamos conseguido cobrar ninguna pieza. El hambre empezaba a aguijonearnos. Habíamos confiado en exceso en la caza y cometido una imprudencia. Pero, afortunadamente, y con gran sorpresa por su parte, Conseil mató dos pájaros de un tiro y aseguró el almuerzo. Eran una paloma blanca y una torcaz que, rápidamente desplumadas y ensartadas en una broqueta, fueron llevadas al fuego. Mientras se asaban, Ned preparó el pan con el fruto del artocarpo. Devoramos las palomas hasta los huesos, encontrándolas excelentes. La nuez moscada de que se alimentan perfuma su carne dándole un sabor delicioso.
-Es como si los pollos se alimentaran de trufas -dijo Conseil.
-Y ahora, Ned, ¿qué es lo que falta?
-Una pieza de cuatro patas, señor Aronnax. Estas palomas no son más que un entremés para abrir boca. No estaré contento hasta que no haya matado un animal con chuletas.
-Ni yo, Ned, si no consigo atrapar un ave del paraíso.
-Continuemos, pues, la cacería -intervino Conseil-, pero de regreso ya hacia el mar. Hemos llegaddo a las primeras pendientes de las montañas y creo que más vale volver.
Era un consejo sensato, y lo adoptamos.
Al cabo de una hora de marcha llegamos a un verdadero bosque de sagús. Algunas inofensivas serpientes huían de vez en cuando a nuestro paso. Las aves del paraíso nos huían y había perdido ya toda esperanza, cuando Conseil, que abría la marcha, se inclinó súbitamente, lanzó un grito triunfal y vino hacia mí con un magnífico ejemplar.
-¡Ah! ¡Bravo, Conseil! -exclamé, entusiasmado.
-Créame que no vale la pena de...
-¡Cómo que no! ¡Ahí es nada coger uno de estos pájaros vivos! ¡Y con la mano!
-Si el señor lo examina de cerca, podrá ver que no he tenido gran mérito.
-¿Porqué, Conseil?
-Porque este pájaro está borracho.
-¿Borracho?
-Sí, señor. Ebrio de la nuez moscada que estaba comiendo en la mirística en que lo he encontrado. Vea, amigo Ned, vea los terribles efectos de la intemperancia.
-¡Mil diantres! -replicó el canadiense-. ¡Mira que echarme en cara la ginebra que he bebido desde hace dos meses!
Al examinar al curioso pájaro vi que Conseil no se equivocaba. El ave del paraíso, embriagada por el jugo espirituoso, estaba reducida a la impotencia, incapaz de volar y apenas de andar. Pero eso no me preocupaba y le dejé dormir «la mona».
Nuestra presa pertenecía a la más hermosa de las ocho especies conocidas en Papuasia y en la islas vecinas, es decir, a la llamada «gran esmeralda» que es, además, una de las más raras. Medía unos tres decímetros de largo. Su cabeza era relativamente pequeña y los ojos, situados cerca de la abertura del pico, eran también de pequeño tamaño. Todo él era una sinfonía de colores: el amarillo del pico, el marrón de las patas y de las uñas, el siena de las alas que en sus extremidades se tornaba en púrpura, el amarillo pajizo de la cabeza y del cuello, el esmeralda de la garganta, el marrón de la pechuga y del vientre. Las plumas, largas y ligeras de la cola, de una finura admirable, realzaban la belleza de este maravilloso pájaro, poéticamente llamado por los indígenas «pájaro de sol».
Yo deseaba vivamente poder llevar a París aquel soberbio ejemplar de ave del paraíso, a fin de donarlo al Jardín de Plantas, que no posee ninguno vivo.
-¿Es, pues, tan raro? -preguntó el canadiense, con el tono del cazador poco inclinado a estimar la caza desde un punto de vista artístico.
-Muy raro, sí, y, sobre todo, muy difícil de capturarlo vivo. Y aun muertos, estos pájaros son objeto de un comercio muy activo. Por eso, los indígenas han llegado incluso a fabricarlos, como se hace con las perlas y los diamantes.
-¿Cómo? -dijo Conseil-. ¿Es posible falsificar las aves de paraíso?
-Sí, Conseil.
-¿Y conoce el señor el procedimiento de los indígenas?
-Sí. Durante el monzón del Este, las aves del paraíso pierden las magníficas plumas que rodean su cola, esas plumas que los naturalistas han llamado subalares. Los falsificadores recogen esas plumas y las adaptan con mucha destreza a una pobre cotorra previamente mutilada. Luego tiñen las suturas, barnizan al pájaro y lo venden para su expedición a los museos y a los aficionados de Europa. Es una singular industria ésta.
-Bueno -dijo Ned Land-, si el pájaro no es auténtico sí lo son sus plumas, y como no está destinado a ser comido no lo veo mal.
Si mis deseos estaban colmados con la posesión del pájaro del paraíso, no acontecía lo mismo con los del cazador canadiense. Pero, afortunadamente, hacia las dos, Ned Land pudo cobrarse un magnífico cerdo salvaje, un barí outang como lo llaman los naturales. Muy oportunamente había hecho su aparición aquel puerco que iba a procurarnos auténtica carne de cuadrúpedo, y fue bien recibido. Ned Land se mostró muy orgulloso de su disparo. El cerdo, alcanzado por la bala eléctrica, había caído fulminado.
El canadiense lo despojó y vació limpiamente de sus entrañas y extrajo media docena de chuletas destinadas a asegurarnos una buena parrillada para la cena. Luego, continuamos la cacería en la que Ned y Conseil renovarían sus proezas.
En efecto, los dos amigos se entregaron a una batida por los matorrales de los que levantaron un grupo de canguros que salieron dando saltos sobre sus patas elásticas. Pero su huida no fue tan rápida como para evitar que las balas eléctricas no detuvieran a algunos en su carrera.
-¡Ah, señor profesor! -exclamó Ned Land, a quien exaltaba el ardor de la caza-, ¡qué carne tan excelente, sobre todo estofada! ¡Qué despensa para el Nautilusi ¡Dos... tres.... cinco... ! ¡Y cuando pienso que nos comeremos toda esta carne, y que esos imbéciles de a bordo no van a probarla!
Creo que si no hubiera hablado tanto, en su agitación, el canadiense los habría exterminado a todos. Pero se limitó a derribar una docena de estos curiosos marsupiales que forman el primer orden de los mamíferos aplacentarios, como nos diría Conseil.
Eran de pequeña talla, una especie de los «canguros conejo», que se alojan habitualmente en los troncos huecos de los árboles, y que están dotados de una gran rapidez de desplazamiento. Pero si eran pequeños, su carne era muy estimable.
Estábamos muy satisfechos del resultado de la caza. El alegre Ned se proponía regresar al día siguiente a esta isla encantada, a la que quería despoblar de todos sus cuadrúpedos comestibles. Pero esto era no contar con lo que iba a sobrevenir.
A las seis de la tarde nos hallábamos de regreso en la playa. Nuestra canoa estaba varada en su lugar habitual. El Nautilus emergía de las olas, como un largo escollo, a dos millas de la costa.
Sin más tardanza, Ned Land se ocupó de la cena, con su acreditada pericia. Las chuletas de bari outang, puestas sobre las ascuas, perfumaron deliciosamente el aire...
Pero me doy cuenta de que estoy pareciéndome al canadiense. ¡Heme aquí en éxtasis ante una parrillada de cerdo fresco! Espero que se me perdone como yo se lo he perdonado a Ned Land, y por los mismos motivos.
La cena fue excelente. Dos palomas torcaces completaron la extraordinaria minuta. La fécula de sagú, el pan del artocarpo, unos cuantos mangos, media docena de ananás y un poco de licor fermentado de nueces de coco nos alegraron el ánimo, hasta el punto de que las ideas de mis companeros, así me lo pareció, llegaron a perder algo de su solidez habitual.
-¿Y si no regresáramos esta noche al Nautilus? -dijo Conseil.
-¿Y si no volviéramos nunca más? -añadió Ned Land.
Apenas había acabado de formular su proposición el arponero cuando cayó una piedra a nuestros pies.