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Venta de solares

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Los milagros de la Argentina
Venta de solares

de Godofredo Daireaux


Don Jerónimo estaba desconsolado. Después de muchos años de trabajo como mayordomo de estancia, había empleado en 1876, sus economías, $ 3.200 oro, en comprar ocho leguas de campo.

Poseer ocho leguas de campo está bien, aunque sean de pasto puna, y sin más animales encima que unas cuantas vacas y los bichos silvestres de la llanura; pero guardarlas ocho años sin provecho alguno, ya no le parecía hazaña.

Era, efectivamente, como para desesperar, cuando de repente supo que les iba a cruzar una vía férrea, y dando en seguida con habilísima liberalidad, a la compañía del Pacífico, catorce hectáreas en una esquina de las ocho leguas, había conseguido don Jerónimo la estación justamente anhelada por todo dueño de campo, y había mandado inmediatamente levantar alrededor de ella el plano del futuro pueblo de Rufino con el cual esperaba, no solamente hacer pesos, muchos pesos, sino también legar su nombre a la posteridad.

El plano era hermoso: en él figuraban, pintadas de verde, a cada lado de la estación, pintada de rojo, dos amplias plazas públicas, de dos hectáreas cada una, con sitios reservados para escuelas, iglesia y casa municipal. El pueblo constaba de setenta y cuatro manzanas, mitad al norte, mitad al sur de la vía, de ocho solares cada una, con un total de quinientos noventa y dos sitios ofrecidos a precios acomodados a los pobladores deseosos de vivir por poca plata, en casa propia.

Alrededor del pueblo, las quintas, de una a cuatro hectáreas, sólo costaban de cien a cuatrocientos pesos, pagaderos a plazos largos, y seguían innumerables chacras en condiciones accesibles para los más pobres.

Irresistible tentación le parecía a don Jerónimo que sería para cualquier hombre de pocos recursos el poder hacerse de una chacra, de una quinta o siquiera de un solar. Y calculaba que nada más que los solares, tasados uno con otro, en cien pesos papel, le vendrían a pagar, con sus setenta y cuatro hectáreas -pongamos cien con las calles- algo como diez veces el costo primitivo de las veinte mil hectáreas compradas, hacía ocho años, con sus precarias economías de mayordomo. ¿Y las quintas? ¿Y las chacras? ¡Y todavía quedarían seis leguas para pastoreo y agricultura! Se pasaba los días haciendo cálculos, cálculos alegres, sí, y de veras, pues en ellos amontonaba cifras hasta quedarse asombrado de tanta fortuna.

Desgraciadamente transcurrían los meses sin que nadie se presentase a comprar y quedaba el hermoso plano virgen de todo apunte de venta.

Tres veces por semana venía un tren de ida y otro de vuelta, pero sin traer pasajeros ni carga, o trayendo tan poca cosa que, de seguir así, nunca dejaría de ser la estación Rufino una de tantas.

Y dejando los cálculos a un lado, don Jerónimo se desesperaba. Era el suplicio de Tántalo: ¡tener a mano, viejo ya, y después de haber sido pobre, se puede decir, toda la vida, semejantes riquezas y no poder disfrutarlas!

Dos años habían pasado desde la aprobación del plano, sin que el pueblo existiera más que en el papel. Bien se habían interesado por algunos solares en las orillas, dos o tres gauchos, conocidos por cuatreros, pero don Jerónimo, temiendo con razón que no fuera más que para robarle sus vacas con más comodidad, no se había apurado en vendérselos, cuando un día se le presentó un negociante de la campaña pidiéndole precio para una manzana entera, la más cercana a la estación de pasajeros y con frente a la plaza. Don Jerónimo se estremeció de gusto; tuvo como un pálpito de que ese hombre iba a ser el eje de su fortuna y de ninguna manera debía dejarlo ir sin la manzana que deseaba. Asimismo, no pudo impedir que la natural codicia hiciese de las suyas y resueltamente contestó a su pregunta.

-«Mil cuatrocientos pesos, señor».

-«¡Ah! -dijo el hombre-, entonces quedaré sin ella. Pensaba poner en Rufino una casa de negocio, pero es muy caro el terreno».

-«No crea -insistió don Jerónimo-; esta manzana es la mejor situada; tiene agua buena. Pero -agregó al ver que ya se iba a retirar el interesado-, ya que es para una casa de negocio, póngale usted precio».

-«Quinientos pesos» -contestó el otro.

-«Es suya» -dijo don Jerónimo, casi, casi sin vacilar.

-«Aquí tiene los quinientos pesos».

Y los entregó, recibiendo en cambio de don Jerónimo una boleta de venta provisional.

La casa de negocio no fue más que un simple rancho, de paredes de barro y techo de hierro; pero el surtido era regular, y de veinte leguas en derredor acudía la gente a surtirse, pues no había otra en la comarca. Cualquier carrera de matungos daba lugar a reuniones tan numerosas que era como si hubiese manado gente del suelo; y el hombre, al ver esto, bien comprendió que para que ahí mismo se fundara verdaderamente un pueblo, no había más que querer, y pensó que sería lindo probar el negocio.

Pero no tenía fondos disponibles. Para vender solares, era preciso primero comprarlos; por otra parte, el que los poseía no sabía que hacer con ellos, y estimando el comerciante que el ingenio también vale, se atrevió a ofrecer a don Jerónimo comprárselos... sin plata.

El primer movimiento de don Jerónimo fue de profunda sorpresa; pero el hombre era tan convincente, lo que proponía presentaba tan poco peligro y podía dar tan grandes resultados, que aceptó la combinación. Compraba firme el negociante, aunque sin dinero, la mitad del pueblo: treinta y siete manzanas, con sus doscientos noventa y seis solares, a cien pesos el solar, saltando las manzanas como si tomara él de un damero las casillas de un color y dejara al dueño las otras, pero sin que, durante dos años enteros, pudiera éste vender ningún solar de los suyos, debiendo recibir mes por mes el total de lo que el comprador cobrase de los nuevos pobladores, debiéndose, al terminar los dos años de plazo, abonar el saldo, si hubiera, en dos o tres pagos.

Negocio sencillo, ventajoso para ambos, que a uno permitía lucir, con provecho, sus aptitudes comerciales y daría al dueño, a más del producto de la venta, un gran aumento de valor en las manzanas que quedaban de su propiedad.

Empezó la propaganda con atinada distribución de planos a todos los clientes de la casa posiblemente susceptibles de gastar doscientos pesos en un solar. ¡Diez meses para pagar! ¿Quién no tiene veinte pesos?

-«Y con esto queda usted afincado, amigo; ¡propietario! como quien dice nada. Sin contar que los que elijan primero serán dueños de lotes en la misma plaza o en las calles adyacentes, todos llamados a valer, en poco tiempo, mucho más. ¡Compre, hombre! ¿Qué, son veinte pesos por mes? Y así, con un ranchito que de cualquier modo edifique, ya tiene techo seguro y propio para la familia; lo más necesario, pues carne no le ha de faltar, aunque se la regalen... o la robe, ¡qué diablos!»

Antes de que haya acabado de pagar su solar, valdrá el doble; y antes de cinco años, si es cierto lo que dicen que en Rufino van a venir a dar dos o tres, o más, ramales de -ferrocarril, tiene una fortunita.

«Esto va a ser un gran pueblo, amigo, con el tiempo; y un solar de mil doscientos cincuenta metros cuadrados, veinticinco por cincuenta, por doscientos pesos es realmente tirado. Cuando uno piensa que en Buenos Aires hay lotes así que no han costado quizás ni eso, y que, hoy, vale mil pesos el metro cuadrado! ¡Mire, el día que ofrezca a sus hijos un millón por el solar!»

Y muchos ojos, al runrún de esa conversación embriagadora, se abrían tamaños, soñadores, como divisando un porvenir de paraíso, lejano, pero posible, al fin. Y dos napolitanos de la cuadrilla encontraron medio de economizar en el pan y la cebolla con que se mantenían, lo suficiente para comprar entre ambos un sitio, pagadero en veinte meses, en vez de diez; el jefe de la estación, el proveedor de las cuadrillas, el telegrafista, el cambista, compraron, para especular uno, para poner un almacén el otro, para ver si se hacía gente aquel, para albergar a su familia el último. Un peón de estancia que había entrado en la casa de negocio para tomar la copa y jugar al truco, salía todo admirado de sí mismo, un boleto de compra en el tirador, y no podía casi contener la risa al pensar que ya no lo trataría de vago su china, pues iba a dejar de tomar para pagar las mensualidades y comprar un alambre y chapas de hierro para una choza. Y acababa por reírse del todo al acordarse que era todo un propietario, ¡él! Y lo mismo que él, se sentían otros hombres, muchos de los que sin haber pensado nunca antes sino en salir del día, se habían lanzado a comprar solares. Algunos, por supuesto, tenían la inquietud de no poder cumplir con las condiciones del boleto y de no tener siempre con qué pagar las mensualidades con exactitud.

-« ¿Y si me quitan el solar, y si pierdo lo abonado?»

-«No tenga cuidado, hombre, que no lo voy a comer vivo; no porque me deba una mensualidad atrasada le voy a quitar nada. Mi interés es que se pueble».

Y efectivamente, muchos de estos pobres no alcanzaban siempre a cumplir; pero nunca se les aplicaban las condiciones por demás leoninas del dorso del boleto. Para asustarlos, no más, un poco, las había puesto el vendedor, y también para obligar, en un caso, a los compradores de mala voluntad, o a los que hubiesen querido especular a sus costillas.

Y la confianza una vez asentada, empezaron a volar los solares a los mismos precios siempre, pero ¡apurarse los que querían elegirlos en buena situación! pues se iban, y se iban, no más. El pueblo ya se formaba; las calles se delineaban con los mismos edificios que de todos lados surgían, modestos todos, muy pobres algunos, y de barro, pero con promesa tácita de mejorar pronto, a medida que tomase incremento la población.

Cuatro hornos de ladrillos se habían instalado y no daban abasto; dos carniceros se disputaban las pocas vacas gordas que mantenía don Jerónimo en su estancia; los herreros y los carpinteros se enriquecían; los boliches se multiplicaban; venía gente de todas partes, a poblar, a poner algún negocio, atraída por la prosperidad creciente del ya nombrado pueblo.

El ferrocarril al Pacífico hacía estudiar varios ramales que todos vendrían a dar en Rufino, y diez pedidos de concesiones de líneas férreas a todos rumbos, con Rufino por cabeza de línea, se tramitaban ante el Congreso.

Don Jerónimo, cada mes, recibía con regularidad un montoncito de pesos: mil, dos mil, hasta cuatro mil, una vez, pagados a cuenta de sus solares por los compradores y veía con placer cuán acertada había sido la combinación del hombre y se felicitaba, bajo todo concepto, de haberla aceptado.

A los dos años, había recibido los veintinueve mil seiscientos pesos del trato: primer resultado; se había, por los menos duplicado el valor de la mitad del pueblo, que le quedaba por vender: otro resultado, rico, y podía decirse ya con visos de razón, fundador del pueblo, aunque hubiera sido de otro el trabajo.

El iniciador tampoco, por su lado, quedaba del todo malparado; tenía ciento cuarenta solares de su propiedad que, sin haberle costado un peso, representaban un valor no solamente regular, sino también de curiosa peculiaridad elástica; pues, cada vez que, a los precios ya más altos que estaba en derecho de pedir, por el crecimiento de la población, vendía uno de ellos, aumentaba por eso mismo el valor de todos los linderos, tan bien que menos solares le quedaban, más plata representaban.

Sin contar que la famosa manzana de una hectárea de la cual se había hecho dueño por quinientos pesos, iba en tren, con los años y por su situación excepcional, de valer cincuenta mil, y de producirle por mes el doble de lo que le había costado de compra hacía unos cuantos años.

Pero lo más lindo no era el resultado material conseguido por don Jerónimo y por su hábil colaborador, por inesperado que pudiese parecer y por incalculable que prometiese hacerse en un porvenir cercano, sino la suma de dichosa quietud que habían proporcionado con la feliz realización de su bien pensada combinación, a centenares de familias pobres, a quienes, enriqueciéndose ellos mismos, legítimamente, habían sugerido la salvadora idea y ofrecido un medio fácil de fundar sus hogares en tierra propia, con un pequeñísimo esfuerzo de labor y de economía.



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