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Vergara/VI

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VI

Del mismo a la misma


Vitoria, Diciembre.

Madre querida: Si en mis tres últimas vengo transmitiendo a usted esperanzas con gradación muy lenta, en esta, que es la cuarta de Diciembre, creo poder darlas con menos miedo de equivocarme. Me dice el médico que cree sorteado el gran peligro, y que el enfermo entra en un período de reparación, si bien es tal su debilidad, que aquella no puede ser rápida. Ya su estómago admite alimento, y estas noches últimas ha dormido con sosiego algunos ratos. El grave riesgo de la reabsorción parece conjurado totalmente. No obstante, me abstengo de entregarme aún a la alegría del triunfo, pues este es dudoso. Aprovechando los momentos en que le tenemos despejado, le he leído algunos trozos de las últimas cartas de Madrid, y aquel en que me expresaba usted su anhelo de vernos juntos los tres festejando el restablecimiento de nuestro capellán le afectó de tal modo, que hube de suspender la lectura porque el llanto le ahogaba.

Por cierto que no sé cómo hemos de pagar a este Sr. de Socobio y a su familia abnegación tan extremada. Llevamos aquí cuarenta días, con las increíbles molestias que ocasiona un enfermo grave, y ni un instante he visto desmentida la bondadosa paciencia de estos señores, ni en ninguna cara muestras de contrariedad o cansancio. ¿Proceden así por efusión caritativa, o por un exceso de sociabilidad, en la cual prevalece el culto de los cumplimientos? Creo que de todo hay en un grado superior.

Mucho me complace que ya esté en Villarcayo nuestro ínclito D. Beltrán. Aguardo impaciente su primera carta. Ojalá sea histórica, y que siga el hombre con la vena de comunicarte los sucesos políticos y militares con su gracioso pesimismo. La última que me escribió de Madrid con la reseña biográfica del nuevo Ministerio es deliciosa. ¡Cuánto más dignas de los honores de la letra de molde son esas donosas pinturas que las infinitas insulseces que fatigan las prensas uno y otro día, y que sólo servirán, como dice Bretón, para envolver los dátiles y el queso! Y ya que hablamos de notas biográficas, algo tengo que decir a usted de las mías, pues mi pobre historia, aunque parece dormida, no lo está, y cuando menos lo pienso se remueve, causándome tristezas y zozobra. Cuando esté más tranquilo y vea libre de todo peligro a mi caro capellán, le contaré a usted... Pero no, no: se lo contaré ahora mismo, para que no caiga en cavilaciones, que la mortificaran más de lo justo.

Vamos a ello, que tengo toda la noche por mía para darle a la pluma. Hillo duerme y yo velo, platicando con mi adorada madre, que se me figura está detrás de mí, mirando por encima de mi hombro lo que escribo. Esta mañana, hallándose el enfermo muy animado, y, según decía, con ganas de vivir, hablome así: «Fernando, se librará mi alma de un gran peso si te revelo un secretico». Total: que Zoilo Arratia se presentó en Villarcayo preguntando por mí el día siguiente al de nuestra salida. No es esto sólo. En Miranda, a donde se cree que fue en mi seguimiento, acompañado de otros dos individuos que Hillo desconoce, me libré de tan enojosa visita por la circunstancia de haber sido presos los tres caminantes a poco de su llegada, ingresando en la cárcel. ¡Qué raro es todo esto!, ¿verdad, madre mía? Entiende D. Pedro, por algo que oyó en Miranda, que les detuvieron por espías y desertores. Casi estoy por salir a la defensa de Zoilo Arratia, no creyéndole capaz de tan feos delitos, si bien por otras infames violaciones de la ley moral le juzgue merecedor de condenación eterna. Bueno: sigamos, que aún falta lo mejor del secretico. En su calabozo escribiome el bilbaíno una carta, que recibió D. Pedro mientras estaba yo en la calle despidiéndome de mis amigos. Naturalmente, por no disgustarme, se abstuvo de dármela, y la guardó en la cartera donde lleva sus testimoniales y otros papeles de importancia. «Busca, hijo, busca ese documento y descífralo si puedes, que para mí el que tales desatinos ha escrito, más que en el calabozo de una cárcel, debiera ser aposentado en la jaula de una casa de locos». No tardé en encontrar la carta, y a la vista la tengo. Escrita con excelente letra española de pendolista, lleva en torcidos garabatos la firma del esposo de Aura. Extracto en forma breve sus conceptos delirantes y su nervioso estilo: «Estoy preso. Juro a usted que soy inocente. Bien puede creerme esto, como creerá que le odio con todo mi corazón. He venido en busca del señor D. Fernando para que celebremos pacto de amistad, matándonos como dos hombres bravos... Sálveme, señor... Usted me aborrece, yo le aborrezco... Decidamos noblemente cuál debe vivir. Si usted estuviera preso, yo le salvaría. Yo carezco de libertad: démela usted; sálveme, que bien puede hacerlo con sus influencias. Seamos uno y otro libres, y al punto se verá cuál de los dos debe vivir y cuál no...».

Vea usted, señora madre, una verdad romántica, salida de la vida real, y rectifique lo que no hace mucho me escribía, asegurando que el romanticismo no tiene existencia mas que en los libros y en el irritado numen de los poetas. La tranquilidad espiritual que ahora goza usted le inspira estos juicios. Según vivimos, así pensamos. Las ideas audaces, las antítesis violentas son el centelleo de las Pasiones que nos agitan. La sensatez y el razonar frío nacen de la regularidad, de la satisfacción de los deseos... La intensidad dramática de un conflicto personal, de uno de esos nudos fatales que ofrece la vida, hacen de cualquier hombre vulgar un personaje de Víctor Hugo o Dumas. Andan por el mundo más Hernanis y más Antonys de lo que ordinariamente se cree... Sea usted benévola con mi pedantería, y no se inquiete por el repentino hallazgo de la carta romántica, que a mí no me ha causado el efecto que su autor, en este caso poeta sin saberlo, ha querido producir en mí. La guardo y espero. Me va muy bien con este clasicismo a que hemos llegado, después de tantas turbaciones y angustias, y no quiero salir de un estado en que gozo la inefable dicha de vivir en comunidad de ideas y sentimientos con mi querida madre. Pongo fin a estas cosillas con un aforismo que acabo de descubrir, y del cual doy a usted traslado para que se ría o nos riamos juntos: La felicidad es clásica.

Domingo.- No tuve prisa en terminar mi carta, porque el furioso temporal de nieve nos priva de correo, según dicen, en dos o tres días. El de Villarcayo me trajo ayer carta de Valvanera, con la noticia de estar Pepita afectada de calenturas, aunque leves, alarmantes por la deplorable propensión de esas criaturas a los males de pecho. Afortunadamente había remitido la fiebre, y esperaban una pronta mejoría. Trájome también una donosa epístola de D. Beltrán, de letra de Nicolasita, pues la menguada vista del ilustre señor difícilmente le permite ya, ni aun con cristales de gran fuerza, largas tareas de escritura. Pero su inteligencia y gracia no merman al compás de la vista. Había de leer usted, para gozar de ella como yo, la pintura de las fatigas que está pasando el pobre conde de Ofalia en la Presidencia de Ministros. Según D. Beltrán, las napolitanas han llevado al Ministerio al noble prócer y diplomático D. Narciso de Heredia, porque en él ven al único arreglador de la intervención extranjera que nos libre de la guerra civil. Créese que esta vez, como las anteriores, Luis Felipe, a pesar de su amistad personal con Ofalia y de lo mucho que le considera, dirá como el pastor: «Con tu pan hago las migas, que con el viento no se oye». En cambio, el bondadoso Conde anda como atontado entre el barullo de las Cortes, elegidas antes de su nombramiento, compuestas de oradores fogosos que a todo trance quieren ministrar, aunque sea sólo por un par de semanas, para repartir docena y media de destinitos entre los hambrones de la familia. Las disensiones del General en jefe con el Gobierno le traen loco; el militarismo crece y todo lo avasalla. ¿Dónde está el hombre de Estado por quien la nación suspira? El festivo historiador Urdaneta cree que el Mesías político que esperamos no es otro que su nieto el marqués de Sariñán, hace días electo diputado por Tudela, y ya camino de la Corte, apretándole a ello la falta que hace en España su presencia, según los agravios que piensa desfacer y tuertos que enderezar. Con estas burlas de su propia estirpe mezcla D. Beltrán gallardamente juicios muy acertados sobre las diversas cuestiones pendientes, como esa zaragata que ahora se traen por restablecer los diezmos en el ser y estado que tenían antes del corte que les dio Mendizábal. La lucha entre el progreso y el retroceso como ahora dicen, se parece a la controversia que entablaron los conejos acerca de si era pachón o podenco el can que les perseguía. Confía D. Beltrán que Higinio y Alejandro, los héroes de la Granja, habrían de encontrar arbitrios de gobierno más eficaces que los de estos señores, si les pusieran en las poltronas, y les dejaran proceder conforme a su elemental criterio, sin nada de lo mal aprendido en libros o peor cursado en las aulas parlamentarias. No le oculto a usted que el donaire de nuestro anciano me hace dichoso, y que no puedo menos de ver en el fondo de él una observación sagaz y un sentido justo. Es el siglo pasado, filósofo y analizador, que se ríe del barullo en que nos hemos metido los del presente, queriendo cambiar de mogollón ideas, formas y costumbres. Si digo un disparate, no me haga usted caso.

Martes.- Continúa el mal tiempo, y los correos empantanados, contratiempos que tengo por insignificantes, junto a la felicidad de ver a mi querido clérigo en franca mejoría. Lo que siento es no poder transmitir a usted por los aires la expresión de mi gozo. Hoy quería D. Pedro escribir a usted un parrafito; pero no se lo he permitido, porque aún está muy débil. Ya lo hará otro día, cuando los buenos caldos de gallina que le administran estas señoras vayan dando a sus sentidos corporales la energía de que hoy carecen. Leo al enfermo lo que escribo, y con esto se entretiene y es feliz. De esta familia de Socobio contaré a usted muchas cosas: aún no es tiempo. Son todos ellos, varones y hembras, un poco arrimados al retroceso, lo cual no quita un ápice a la bondad de sus corazones y a la excelencia de su conducta social. Parientes cercanos tienen en la facción, y alguno va y viene que les trae noticias frescas de lo que en ella pasa. Me abstengo por delicadeza de hacer indagaciones sobre estos particulares, y nada les pregunto. Hoy hablaré a usted con preferencia de un conocimiento que hice anoche mismo, a poco de cenar, por mediación de nuestro bondadoso D. Vicente de Socobio. Hablome de un joven que ardientemente deseaba conocerme, y abriendo yo al instante las puertas de mi confianza al desconocido sujeto, no tardé en verle llegar a mí. En el comedor trabamos un largo coloquio, del cual vino algo parecido a la amistad, con las naturales reservas, pues el individuo de autos me ha parecido sumamente agudo, de estos que, revelando extenso saber de cosas, aún dan la impresión de que ocultan mucho más de lo que revelan. Es pájaro de cuenta, según las primeras sensaciones de mi olfato, y no rehuyo las nuevas visitas que me anuncia, pues la de hoy, para hacer boca, ha sido sustanciosa y de gran interés para mí, como verá usted por lo que voy a contarle.

D. Eustaquio de la Pertusa, que así se llama, o dice llamarse, este despabilado mozo, empezó revelándose como uno de los tres individuos presos en la cárcel de Miranda el día mismo de nuestra llegada: sus compañeros de viaje y de infortunio eran Zoilo Arratia y otro bilbaíno nombrado Iturbide. ¿Qué tal? Esto no lo esperaba usted, ni tampoco que mi visitante se declaró autor de la carta de Zoilo en su parte caligráfica y en algunos toques de su extravagante estilo. Vamos de sorpresa en sorpresa, mi querida madre, y no es la menor que el señor de la Pertusa está libre, como atestigua su presencia corporal, y los otros infelices continúan presos. ¿Por qué esta diferencia de suerte? ¿Será porque se ha demostrado que Iturbide y Arratia son criminales, y D. Eustaquio inocente? No, señora; precisamente ocurre todo lo contrario, y vea usted el giro paradójico de este singular caso, que entra de lleno en la esfera de las creaciones románticas. En un arranque de sinceridad y de confianza, que no sé si me asombra o me asusta, el Sr. de la Pertusa me ha revelado que sus compañeros se hallan tan limpios del crimen que se les imputa como los ángeles del cielo; él, mi romántico personaje, no podía decir lo mismo. Sin dar tiempo a que yo expresara las observaciones que sobre tan extraña confesión se me hacían, me agració con preciosos datos de su historia. En su agitada vida militar y política había desertado dos veces: la primera, de las filas de los urbanos de Huesca, donde defendió la causa de Isabel; la segunda, de las filas de Cabrera (división de Forcadell), donde combatió por la Causa de D. Carlos. La realidad y la experiencia persuadiéronle de que ambos ejércitos eran cuadrillas de locos, igualmente ominosas ambas banderas, funestos sus caudillos, infernales sus armas; y por estas y otras razones que no podía revelar, hase afiliado en las banderas de la paz, o sea en el salvador, en el honrado y noble partido que trabaja por la terminación de la guerra, no con pólvora y balas, sino con perdones y abrazos. Siguió a esto un ardiente encomio de los elementos de inteligencia y fuerza que constituyen el tal partido, al cual pintó como un gran cuerpo invisible dentro y debajo de las multitudes combatientes y en toda la extensión de la masa social española. Clero y milicia, nobleza y estado llano, forman la inmensa hueste de la concordia, y ha de alcanzar esta provocando lo contrario, o sea la discordia, en el seno de cada uno de los partidos guerreros. No me parecía mal este plan de campaña de los pacíficos, y al punto lo relacioné con los últimos disturbios en el ejército de la Reina y los síntomas de indisciplina en el de Don Carlos. En buen hora viniese la descomposición si con ella venía la paz; pero esta no me parecía, y así se lo dije, muy firme y sólida, fundada sobre el cimiento de las energías corruptas.

Oyendo al exaltado joven, que se me iba representando como un pez muy largo y de muchísima trastienda, me asaltó una idea, después otra... Pensé primero en la monstruosidad inconcebible de que siendo culpable D. Eustaquio e inocentes sus compañeros, hubiera recobrado el malo la libertad y los buenos no. Interrogado por mí con vehemencia acerca de este punto, díjome calmoso, clavando en mí sus ojos penetrantes: «Ellos están presos porque no tienen quien les ampare. Yo estoy libre porque cuento con relaciones, y por muy hondo que caiga, no me falta nunca un clavo sólido a que agarrarme. Escribí a un amigo, este habló con un personaje que no puedo nombrar, y héteme en la calle, sin que se nos dijera por qué salía yo y mis compañeros se quedaban». Tanta iniquidad, injusticia tan cínica y desvergonzada, me sublevaron. ¿Pero España es así y ha de ser siempre así? ¿Es en ella mentira la verdad, farsa la justicia, y únicos resortes el favor o el cohecho? ¿Y sobre ese terreno, más bien charca cenagosa, se quiere fundar cosa tan grande como la paz?

Voy a la otra idea, que sin atormentarme como esta, también embargaba mi espíritu. «¿Por qué viene D. Eustaquio a contarme a mí todas estas cosas? -me decía yo, observándole sin dejar de oírle-. ¿Qué ha visto en mí que pueda inducirle a tales confidencias? ¿Es un conspirador, un temible espía, o un farsante insustancial? Si su oficio es el espionaje, ¿por cuenta de quién lo practica?». De pronto surgió rápidamente de estas ideas otra, y sin preparación alguna se la solté en esta forma ruda: «Sr. de la Pertusa, usted es agente de D. Eugenio Aviraneta. No le pregunto por qué o por quién conspira, ni me importa saberlo. Sólo le digo que pierde usted el tiempo si ha intentado tantearme para que le ayude en sus maquinaciones». Y él replicó al instante, gozoso, estrechándome la mano: «Sr. D. Fernando, no puedo revelar a usted quién es mi jefe inmediato. Sólo le digo que soy soldado de la paz, algo más que soldado, aunque no es bien que declare por ahora mi graduación. Por la paz trabajo, por la paz sufro persecuciones. He querido conocer y tratar a usted, porque el señor Socobio, a quien reverencio como a uno de los más calificados de la Causa pacífica, le designó entre los que creen que para terminar la guerra debemos meter cizaña en ambos ejércitos, desacreditar a sus caudillos, fomentar el cansancio de la tropa, el hastío de los pueblos». Yo no había sostenido que esto se hiciera y trabajara como se amasa y cuece un pan, sino que era un hecho, un caso real, engendrado por hechos y casos precedentes. Pertusa, que, como todos los conspiradores, declaraba obra suya los fenómenos históricos, producto de la vida colectiva, afirmó que lo que yo llamaba hechos era resultado de la campaña de los pacíficos. Despedile al fin, fatigado de tan larga conferencia; pero él me anunció nueva monserga para el siguiente día, ansioso de comunicarme cosas que a su parecer me interesaban, y a cambio de este servicio me pediría mi cooperación en una forma que no había de comprometerme. Más que mi recelo ha podido mi curiosidad, y aquí me tiene usted con más deseo que temor de que vuelva.

He vacilado, querida madre, en expresar aquí una idea que me asaltó; pero dejando pasar la noche sobre ella, mi voluntad se ha decidido a manifestar a usted todo lo que pienso. He dormido mal, atormentado por esta idea, más bien propósito, que va usted a conocer ahora mismo. La injusticia me irrita, me subleva. No sea el favor instrumento del mal; séalo alguna vez del bien. Tengo amistades valiosas; dispongo de algún favor. No soy digno de mí si no voy a Miranda y pongo en libertad a los dos inocentes Zoilo Arratia y José Iturbide.