Vergara/XIX

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XIX

Muy a gusto se agregó el caballero al ejército de León, y no poco orgullo sentía de hallarse tan cerca del héroe, cuyas fabulosas hazañas parecíanle dignas de un Romancero. El creciente influjo político del de Luchana impuso el nombramiento de Alaix para Ministro de la Guerra, no obstante su reciente descalabro; y vacante el virreinato de Navarra, fue designado León para este puesto, que tan bien ganado tenía. Siguiole Fernando a Pamplona, donde hizo nuevas amistades, muy gratas: Manuel de la Concha, ya coronel, hermano de Pepe, y que si en la gallarda figura se le asemejaba, no así en el carácter, que era vivísimo, tirando a violento, poseído de la pasión militar en sumo grado, y del anhelo de saber mucho y de practicar lo que aprendía; Domingo Dulce, distinguidísimo oficial de caballería, muy intrépido; Federico Roncali y otros. Con ellos pasó buenos ratos en los ocios de Pamplona, que no fueron largos, porque León, nunca harto de combatir ni saciado de gloria, salió en busca del enemigo con ansias dementes. Era un hombre febril, hercúleo, que empezaba en un inmenso corazón y acababa en una lanza. Se le podrían aplicar los cuatro enérgicos calificativos de Aquiles: impiger, iracundus, inexorabilis, acer.

Encaminose el héroe a Tafalla, buscando camorra a los carlistas. No era de estos que aguardan las ocasiones más favorables para trabar batalla. Según él todas las ocasiones eran buenas. Provisto de víveres para tres días, se lanzó por aquellos campos, como andante caballero, en busca de lo que saliere, y en Obanos, Legarda y Muruzábal encontró carne enemiga en que cebar las picas poderosas de sus terribles lanceros. Admiraba Calpena su gallardía, su varonil rostro, en que relampagueaban los grandes ojos calenturientos. Los bigotes rizosos del General eran los mayores y más bellos que en aquel tiempo se conocían. El chacó, con cimera de plumas ondeando al viento, agrandaba su figura y hacíala fantástica; su apostura sobre el caballo no tenía semejante. Fascinaba a la tropa, comunicando a todos, hombres y caballos, su ardor y fiereza. No le vio Calpena manejar la lanza. La primera hazaña de Belascoaín había sido algunos meses antes; la segunda, que debía ilustrar su nombre, fue meses después, en Abril del 39. Cuando se dieron las reñidas acciones de Sesma y los Arcos en Diciembre del 38, ya D. Fernando no estaba en el ejército de León, pues un día de Octubre, hallándose meditabundo en Artajona, rumiando su impaciencia y amargado por las añoranzas, presentose Martín Echaide y pronunció el conjuro sibilítico: «D. Fernando, vámonos».

Como asimismo le dijese que uno de sus hombres marchaba a Logroño con dos acémilas de vacío, no quiso desperdiciar Calpena tan buena ocasión de escribir a su madre, y lo hizo despacio y amorosamente, enviando a Doña Jacinta la carta, con súplica de que por el conducto más rápido la remitiese.

Ya en marcha, en una aldea próxima a Mendigorría, emplearon gran parte de la noche en la operación de vestirse de máscara D. Fernando y Urrea, con las ropas que Echaide traía para el caso, agregando a ellas la posible alteración de los rostros, en lo que pusieron todo su esmero y exquisitos primores de arte. Ya D. Fernando había descuidado sus barbas y cabellos, y en estos aplicó tales refregones de tierra, que pronto quedaron incultos y enmarañados a usanza salvaje. Lavándose ambos la cara, si así puede decirse, con polvo del camino, obtuvieron el tono y pátina de una epidermis horriblemente áspera. Cortose Fernando el bigote, igualándolo con las barbas, para que todo el rostro quedase como no afeitado en dos semanas. Cuidaron asimismo de las manos y uñas, procurando en aquellas la endurecida costra de suciedad, en estas el luto riguroso, y con un poco de hollín, diestramente aplicado a las orejas, sienes y carrillos, quedó Calpena hecho un mostrenco tan zafio y bestial, que no había más que pedir. En Urrea no fue tan necesaria la transformación, porque su aspecto proceroso y su cara vulgar le asemejaban a lo que quería ser. Había hecho D. Fernando estudios de lenguaje, asimilándose un castellano burgalés de los más rudos con dejos de baturrismo. Bastábale a Urrea con su sonsonete éuskaro, en lo que poco o nada tenía que fingir. Quedaron, por añadidura, convenidos los nombres que habían de sustituir a los verdaderos, llamándose D. Fernando Aquilino Orcha, y más brevemente Quilino, natural de Briviesca, y el otro, Francisco Muno, de la parte de Aramayona. Suponíase, por lo que pudiera suceder, que Muno había servido cuatro años en la partida de Lucus, y Quilino otros tantos en la de Merino, retirándose del servicio por la derrengadura que se le produjo al caer del techo de una ermita en el ataque de Lodosa. Habíale quedado un impedimento del costado derecho, y la natural torpeza para mover los remos de aquel lado. Fingía muy bien el caballero la imperfecta andadura, con ligerísima cojera en que no podía verse la menor afectación.

Componíase la cuadrilla de cuatro sujetos: Echaide, los dos noveles, y un cuarto arriero, como de sesenta años, a quien de apodo llamaban Santo Barato. Era el arriero jefe cincuentón, de mediana estatura, tan chupado de rostro, que los carrillos se le juntaban por dentro de la boca, formando al exterior dos cavernas velludas; los ojos se le metían hasta el cogote, sin que de ello resultara aspecto de fiereza, sino más bien como de anacoreta, o como las malas imágenes que representan a los benditísimos padres del yermo. Su sonrisa de beatitud convidaba a la confianza. En el cinto de cuero llevaba el rosario de cuentas negras y pringosas, y un puñal. Era el vestido de los cuatro calzón corto con peales, chaqueta parda y pañizuelo a la cabeza, las camisas del más tosco hilo campesino. En suma: a Urrea le faltaba poco para ladrar; Fernando resplandecía, si así puede decirse, de obscuro idiotismo y de tosquedad y barbarie. Llevaban cuatro bestias, dos mulos y dos borricos, mejor apañados que las personas, con sus aparejos en buena conformidad, y la carga era de pellejos de aceite, algunos garbanzos, pimentón molido, vinagre y otros artículos de menor cuantía.


Con sus cuerpos y los de sus animales llegaron a Estella al caer de una tarde de Octubre, metiéndose en una posada próxima al Castillo y al paseo de los Llanos. Gran aparato de fortificaciones observó Fernando en todo el contorno de la ciudad. En la escarpa de los picachos de Santo Domingo y en los altos de Santa Bárbara, todo era baluartes y trincheras formidables. Hacia la otra parte, en Porfía y sobre el Puy, vio también cortaduras y reductos. Las puertas de la ciudad por el camino de Puente la Reina, y en la entrada del paseo, y en las cabeceras de los puentes, donde arranca el camino de Viana, eran verdaderas fortalezas. En el centro de la ciudad vio bastante tropa, bandadas de clérigos, corrillos de oficiales en la plaza frente a San Juan, y en la calle Mayor; observó el descuido de policía como signo de bárbara guerra, los pisos desempedrados, formando charcos fétidos; cerrados los comercios, los establecimientos de pelaires, los talleres de carda de lanas, los batanes y tintes, en completa paralización y abandono. Recomendole Echaide que anduviese lo menos posible por la ciudad, manteniéndose en el parador al cuidado de las bestias, lo que le pareció muy bien, y pronto hubo de advertir la sabiduría de este consejo, pues en el parador, y en una próxima tienda de bebidas con algo de comistraje, pudo observar a sus anchas, sin despertar la menor sospecha, el estado de la opinión; sólo con poner su oído en las disputas, vio claros los dos partidos que agitaban el cotarro pretendentil.

En esta parte decían que era de necesidad fusilar a Marato; en aquella, que no había decencia si D. Carlos no se limpiaba de las alimañas que se le comían vivo, el cura Echevarría, el capuchino Lárraga, el obispo de León, Arias Teijeiro y otros tales. Pedían aquí que viniese Cabrera a enderezar el torcido altarejo de la Causa, pues era el único hombre de empuje y circunstancias, y allá que la perdición del Rey estaba en los generales de anteojo y compás, y que los propiamente facciosos que no sabían leer ni escribir le darían la victoria. En ciertos círculos del bodegón no se recataban paisanos y militares de hablar pestes de D. Carlos, que todo lo fiaba de la Virgen, y consultaba sus planes de guerra con las monjas flatulentas, hartas de bazofia. Los más devotos de Su Majestad llevaban muy a mal que cuando iban las cosas de la guerra tan torcidas, y hallándose el país esquilmado y en la miseria, saliese D. Carlos con la gaita de casarse. ¡Vaya, que tener que aguantar también Reina, sobre tantas cargas como abrumaban a los pobres pueblos! ¡Y que no vendría poco finchada la de Beira, ni traerían poca fachenda sus damas y gentiles-caballeros, todos con atrasadas ganitas de trono y de parambombas reales, en medio de los desastres y de las inseguridad de la guerra!

Metían su cucharada en los coloquios Quilino y Muno, expresando las opiniones más contrarias a todo buen criterio, como seres nacidos para discurrir al tenor de los animales; y así pasaron tres días en tranquila sociedad y distracciones de bodegón, dando tiempo a que entregara o colocara Echaide la carga que llevó, y que tomase otra, consistente en piezas de paño del cuento 24, casimiros y bayetones estrechos, barriles de vino y algunos trebejos de calderería. Nada tenían ya que hacer allí. Dos días antes de la llegada de Echaide había salido Maroto para Alsasua, de donde seguiría hacia Cegama y Oñate. La misma dirección, por caminos y atajos endemoniados, tomó Echaide con su cuadrilla, escalando los desfiladeros de Andía, y en todas las ventas y encrucijadas, así como en los puntos guarnecidos, encontraba el arriero amigotes, con quienes departía del cisco que tan revueltos traía a castellanos y navarros. Ningún entorpecimiento hallaban en su marcha por aquellos vericuetos, porque la solicitud con que Echaide desempeñaba los encargos, y la forma escrupulosa que sabía dar a su neutralidad, le garantizaban contra todo recelo. Por la noche, ya le cogiera esta en alguna venta, desmantelada choza o tejavana, echaba mano a su rosario, obligando a los suyos a secundarle en sus extremadas devociones. A los clientes atendía con solicitud, cobrándoles a conciencia, y en el servicio de todos desplegaba tanta honradez como puntualidad. Jamás trajo ni llevó soplos referentes a movimientos de uno y otro ejército, y en ambos tenía protectores y amigos que apreciaban sus raras cualidades de ermitaño trajinero.

Bajando de los puestos de Aralar hacia Cegama, les cogió un temporal de nieve y ventisca, que por algunos días les tuvo prisioneros sin poder ir adelante ni atrás, defendiéndose contra el frío en unas cabañas de pastores. Hasta las soledades inhospitalarias en que se guarnecían llegaba el rumor de la ola revolucionaria que por abajo corría. También allí, viejos que parecían salvajes pedían que descuartizaran a Maroto y lo echaran a los perros, y soldados errantes que iban a unirse con sus cuerpos abogaban por que se ahorcase a Guergué con las tripas de Arias Teijeiro. Con hogueras se defendían los trajinantes del horroroso frío, que recrudeció la cojera de Quilino, obligándole a unos andares enteramente grotescos. Aprovechando una clara, avanzaron por la vertiente abajo en busca de mejor abrigo: en una casa en ruinas, donde se agazapaban media docena de soldados que venían de Ormáistegui, y unos leñadores míseros, se trabó disputa tan brava sobre quién o quiénes habían traído el reino a tanta perdición, que no se pudieron contener en la pendiente de las palabras a los hechos, y algunos palos tocaron a Calpena, que hubo de aguantarlos con cristiana mansedumbre, porque el coraje no delatara su condición, tan bien disfrazada. Entre el tumulto, y mientras se frotaba la parte dolorida, se oyó su voz protestando en esta forma: «Ridiós3, si vus digo que razón tenís más que serafines. Que afusilen a Maroto, si vedis que no cumple; pero si cumple, escabecen a los empostólicos que le suerben el seso al soberano Rey... Eso vus digo, y tamién que afusilando, afusilando, al que no ande aderecho, veredes la faición como una balsica de aceite».

-Mia tú, Patarrastrando; pues que te afusilen, que aderecho no andas.

-¡Otra!, que me arrimatis con gana. No paicis amigos, ridiós!...

-Desapártate, bruto, y no rebuznes de pulítica.

Un tanto repuestos y desentumecidos en Cegama, arrearon para la noble Oñate, y en ella dieron fondo en un día de lluvia torrencial, chapoteando en el lodo, caladitos, y con parte del cargamento averiado. Albergados en un parador de la calle Zarra, advirtieron inquietud grave en el vecindario y en la gente de tropa. La noticia de que habían sido presos y sometidos a un Consejo de guerra los generales Zaratiegui y Simón de la Torre, a paisanos y tropas les traía muy alborotados. En las cuadras del parador vieron a no pocos individuos que se recataban para leer papeles impresos repartidos por los agentes de Muñagorri, el escribano de Berástegui, que alzado había la bandera de Paz y fueros. Al siguiente día, despejado ya el cielo y seco el fango de las calles por un furioso viento, vieron escenas interesantes que revelaban el gran rebullicio de la opinión y el descontento de unos y otros. Casi a las puertas de la iglesia mayor, un grupo de soldados insultó a dos clérigos que salían de sus devociones, y a la entrada de la calle de Santa María, un grupo alborotaba con amenazas a la Intendencia, por la detestable calidad de los víveres. Corrían voces de que se habían interceptado cartas de Maroto a generales de Isabel, proponiendo condiciones para dar el pasaporte a Don Carlos; mas alguien sostenía con visos de autoridad que la tal correspondencia era falsa, obra pérfida de los fueristas de Muñagorri y de otros intrigantes que hormigueaban en la frontera, protegidos por el Gobierno de Madrid y el Comodoro inglés Lord John Hay, vulgarmente llamado Lorchón.

Y como en Oñate nada tenían que hacer, sabedor Martín de que en un punto no lejano podrían realizar el fin oculto de su viaje, partieron hacia Vergara, y a esta renombrada villa llegaron en ocasión que no se cabía en ella de tanta tropa como entraba por el camino de Durango. Era el ejército de Maroto.