Vergara/XXIII

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XXIII

«Ya voy entendiéndole, señor -dijo Pertusa, cuya grande agudeza sorprendía los pensamientos del caballero-. Lo que usted quiere saber ahora es si podremos hacer un reconocimiento del interior de la casa, de sus entradas y salidas, de los espacios y rincones de la huerta delantera y del corral; todo ello desde alguna de las casas próximas. Si tal es su deseo, le diré que, dejando pasar la noche, podremos observar cuanto nos diere la gana por esta parte de acá... Véngase... deme la mano... saltemos este pedazo de pared destruido... por esta otra parte hay una casita, que también tiene huerta. ¿La ve? Un tejado con abolladuras, y bajo el alero un balcón jorobado y un ventanico tuerto. Pues aquí se albergan dos señoras petisecas que hace treinta años eran poderosas y ahora viven de la caridad... Son amigas mías, furibundas apostólicas, que adoran a D. Carlos y le ponen velas... ¿Pero esto qué importa? Mañana vendremos, y mediante una limosna nos franquearán su vivienda para hacer de ella la garita o atalaya más cómoda que se pudiera imaginar... Y ahora, vámonos, Sr. D. Fernando, que el rondar es peligroso en estos tiempos y en estos barrios extraviados. Los espías hormiguean. Todo el suelo que pisamos dentro y fuera de Durango, mejor dicho, todo el territorio de Vizcaya y Guipúzcoa, está minado... hablo figuradamente... y las minas cargadas, no con pólvora, sino con ideas y sentimientos, reventarán pronto. Ya no es fácil encontrar dos carlistas que piensen del mismo modo en las innúmeras cuestiones que agitan la Causa. Quizás, quizás exista la unanimidad en la idea de que Isidro no sirve para el caso. Las ilusiones de esta buena gente caen por el suelo. Vámonos de aquí poquito a poco, y por el camino seguiremos hablando, ya digo, con cautela, que ahora no hay palabra segura, ni sílaba que no comprometa».

Como se había dejado llevar, dejose traer Calpena, sin oponer réplica ni comentario a los dichos de su compañero. Andando, miraba a las estrellas, lo que no dejó de ocasionarle algún tropezón, cuyas consecuencias evitaba cuidadosamente el Epístola echándole una mano. Llegados al centro, rompió el silencio D. Fernando con estas palabras: «Quedemos, amigo Pertusa, en reunirnos mañana temprano, y fijemos para el caso la hora y sitio más convenientes».

-¿Sitio? El pórtico de Santa María. ¿Hora? La que usted quiera, pues para mí todas son iguales... Ya que entre los dos se establece la confianza, le diré que desde esta tarde ha empezado a faltarme la seguridad que aquí disfrutaba yo, que si antes no inspiraba sospechas, ahora me tienen entre ojos, no por descuido mío, sino por soplos indecentes... Me ha entrado un grandísimo miedo de estos infames polizontes, y no me encuentro con ánimos para volver esta noche a mi casa. Antes de salir en busca de usted di fuego a todos los papeles cuya conservación no creía de importancia, y los que no debo destruir los he dado a guardar a un amigo de toda confianza, veterinario, el cual se avino a prestarme este favor, a condición de que albergaría mis papeles, mas no mi persona... en fin, que no puedo contar con que me deje pasar la noche en su casa. Seamos claros como buenos amigos, y confiémonos el uno al otro sin reparo alguno. Yo pensaba que usted, a cambio del precioso servicio de ojearle a Doña Aura, me concedería el amparo de admitirme en la cuadrilla de arrieros, al menos hasta salir a cuatro leguas de Durango por una parte u otra, mejor por la parte de Elorrio, Mondragón y Vergara... ¿Qué dice?... ¿Es atrevimiento lo que pido?

No dio contestación D. Fernando a la propuesta del Epístola, porque al punto de oírla vio los gravísimos inconvenientes de acceder a ella. Sin duda Echaide no permitiría que semejante pájaro se les agregara, ni el caballero tampoco habría de consentirlo. Detestable compañía era la de D. Eustaquio, pues si por nada del mundo se le debía dar conocimiento del contrabando que los arrieros llevaban, tampoco a estos convenía correr la suerte del conspirador fuerista, ni exponerse a participar de los palos y encierros con que le amenazaba la Superintendencia. Visto así por D. Fernando con toda claridad, se apresuró a cortarle los vuelos, sin meterse en explicaciones, que verdaderas serían indiscretas, y mentirosas le repugnaban. «Con nosotros no puede usted venir, amigo Pertusa -le dijo-, ni en la posada donde estamos, y cuyo dueño es furibundo apostólico, debo yo albergarle. Lo más prudente es que nos separemos esta noche. Yo me voy a mi casa, y usted se guarecerá donde pueda hasta el amanecer... ¿Qué dice? ¿Por qué suspira? ¿Es que no halla sitio seguro donde pasar la noche? ¿Tiene usted miedo?...».

-Sí señor, un miedo horroroso; no puedo ocultarlo.

-En ese caso, no es hidalgo que yo le abandone, siendo su deudor por el servicio de esta noche y por el que me prestará mañana. Pasaremos juntos las horas que faltan para la salida del sol, y tempranito buscaremos medio de introducirnos en la casa de las señoras vecinas de D. Sabino Arratia.

-Eso haremos, sí, señor... ¡Ay!, me tranquiliza el verle a usted junto a mí toda la noche. Dígame, señor: ¿lleva por casualidad armas?

-Hombre, no: en el parador dejé las pistolas.

-¿Por ventura lleva dinero?

-Eso sí... alguno llevo.

-¡Ay, qué alivio! -exclamó el Epístola recobrándose de su pavura-. Arma formidable es el dinero, y en ocasiones más eficaz para la defensiva que las piezas de a veinticuatro. Puesto que usted posee proyectiles del precioso metal, ya me vuelve el alma al cuerpo: ha de saber que entre mantenerme con miseria y atender a los gastos de mi comisión, se me han ido hace dos días los últimos maravedises. Ahora nos volvemos hacia Curuciaga, y pediremos albergue en un bodegón de las últimas casas de la villa, en el cual suelo comer algunas noches. Los dueños de él son buena gente, y tienen trato con la policía; pero los pajarracos que van por allí son de esos que venderían a Isidro por un pedazo de pan: tal es el hambre a que les tiene reducidos el titulado ministro de Hacienda. En cuanto vean ellos el in utroque felix, caen atontados. Bastará con media onza para cada uno en el caso de que se nos presenten... Vámonos por este callejón a salir al campo, que los caminos solitarios son los menos peligrosos.

Siguiole D. Fernando, y ya en descampado, franqueando cercas y cruzando prados, se le soltó más la lengua al Epístola, ya repuesto de sus angustias por la compañía de un señor benévolo y rico, aunque no lo pareciese por el artificio de su plebeya facha. «Somos felices, Sr. D. Fernando -decía, ayudándole a saltar zanjas y a romper zarzales-, y podrá usted, en todo el día de mañana, dar fin a su aventura, que entiendo es de las más bonitas que pueden presentarse a un hombre de su calidad. En la tienda de Zubiri nos recogeremos para pasar la noche, y en cuanto aclare el día nos colamos en la casa que ha de ser atalaya nuestra, vivienda de dos señoras que se alegrará usted de conocer, la una un tanto poetisa y con su poco de latín, la otra muy pagada de su finura y cháchara social, ambas sesentonas, y aún me quedo corto, muy gustosas de recordar sus tiempos de grandeza, que deben de ser los de Maricastaña. Le bastará a usted correrse con media onza, que será para ellas como si en la casa se les metiera el Espíritu Santo. No son vizcaínas, sino navarras, de la parte de Cintruénigo, huérfanas de un general de la guerra del Rosellón, y en su tiempo tuvieron aquí mucha propiedad, que perdieron por mala cabeza del marido de una de ellas, D. Gaspar de Oñabeitia. Aquí se las conoce por las niñas de Morentín, nombre que les daban el siglo pasado, y que viene perpetuándose de generación en generación. Hemos de inventar un bonito ardid para darles la media onza, pues como limosna de un desconocido no han de aceptarla, y ello será preciso fingir una carta del propio Isidro, o de Arias Teijeiro, lo que yo puedo hacer muy lindamente, porque domino la letra de casi todos los señores de la cámara y camarilla, en la cual carta se les dirá que por premio de su devoción al Soberano y de su lealtad bien probada, se les manda aquel recuerdito, que también podrá ser un pequeño óbolo de S. M. la Reina...».

Replicó a esto D. Fernando que pues las señoras niñas eran naturales de Cintruénigo, y en esta villa navarra tendrían lejana parentela y quizás relaciones, no era preciso que D. Eustaquio se molestara en fingir cartas del Rey ni de sus adláteres: más eficaz sería, para el objeto de cohonestar la limosna, un artificio que al caballero le pasaba por las mientes. En ello se convino, y llegados al lugar donde debían pasar la noche, llamó Pertusa, les abrió una mujer gorda, soñolienta, y entraron a ocupar dos camastros en la trastienda, entre pellejos de aceite y de vino, sacos de maíz y haces de hierba. Descansaron sin que nadie les molestase, y por allí no recaló ningún polizonte ni persona alguna que intimidarles pudiera. Durmió Pertusa, veló el caballero, recalentándose el pensamiento con ideas resucitadas que se peleaban con las novísimas, y al amanecer, el Epístola, después de platicar en la tienda con el patrón, fuese a D. Fernando y le dijo gozoso: «Por milagro de Dios nos hemos librado de la canalla, señor mío, y para mayor seguridad, si hemos de pasar el día en estos arrabales, no será malo que demos al bueno de Zubiri una de las medias onzas que destinábamos a los podencos del absolutismo. Untándole así los hocicos a este buen hombre, que, entre paréntesis, me estima, le tendremos a nuestra devoción para negar que hemos pasado aquí la noche, si preciso fuere, y despistar y confundir a la maldita Superintendencia».

A todo se prestó Calpena, pues aunque comprendía que las sutilezas de D. Eustaquio no tenían más objeto que tomarle por proveedor de sus necesidades y alivio de sus deudas, quería recompensarle con favores positivos su ayuda en aquella campaña. Además, los ingeniosos arbitrios del aragonés le hacían mucha gracia; daba con gusto la media onza, y bastante más, por verle desplegar tanto donaire y travesura. Acertados anduvieron los que de él habían hecho un instrumento de conspiración, que otro más cortado para el caso no se encontrara en toda la redondez de la tierra. Serían las ocho de la mañana cuando, previos los informes y advertencias que Pertusa creyó útiles para entenderse fácilmente con las niñas de Morentín, a la casa de estas fueron en derechura, tramando por el camino la fingida historia que debía justificar el soborno y darle apariencias delicadas. Llamó D. Eustaquio al portalón, y abierto este por la niña mayor, viéronse en un corral poblado de hermosas gallinas. Ambas niñas se ocupaban en aquel menester, y mientras la una reconocía con hábil dedo a las aves que debían poner aquel día, la otra les daba la pitanza de berzas cocidas con salvado, y les renovaba el agua, y les arreglaba los nidos.

Eran muy parecidas las dos damas: pequeñas, vivarachas, limpias, con sus pañuelos a la cabeza a estilo bilbaíno, dejando ver sobre las orejas mechones de purísimas canas; vestidas humildemente, chapoteando en el fango del corral, con almadreñas, que hacían un clo-clo muy campesino, eco celtíbero sin duda que nos trae los rumores de antaño al través de cientos de siglos. Doña Marta y Doña Rita acogieron a los dos mozos con recelo, sobre todo a Calpena, cuya traza no era en verdad muy tranquilizadora. Mandáronles subir, y soltando las almadreñas fueron ellas por delante, venciendo con ligereza impropia de su edad los gastados peldaños de una escalera que marcaba los pasos con gemidos. Lo primero que vio Don Fernando al entrar en la estancia principal, que bien merecía el nombre de sala, fue un primoroso altar con multitud de imágenes vestidas y angelitos desnudos, estampas varias, todo ello resguardado de las moscas por tules verdosos, y profusión de flores de trapo con infantil arte dispuestas, y papeles que imitaban el brillo de la plata y el oro, y rizadas velas sin encender. En el centro de la mesa, cubierta de blanco paño con encaje había un gran vaso lleno de agua en sus dos tercios inferiores, lo demás de aceite. En este flotaba una cruz de lata con puntas de corcho, y en el centro de la cruz ardía una lucecita modesta, familiar, diminuta, que difundía en torno de sí, con su débil claridad, cierta confianza dulce y plácida, como un ángel doméstico representado en la forma más humilde.

En cuanto abocó en la estancia, dándose de hocicos con el altarito, cayó de hinojos D. Eustaquio, y sus expresivas demostraciones de piedad maravillaron y entontecieron a las dos señoras. Calpena, con menos prisa y devoción no tan ferviente, se arrodilló también, y mientras rezaba entre dientes, observó que en lo más bajo del altar, cubriendo la peana que sostenía la imagen de Cristo, campaba el retrato de Carlos V, mediana estampa de colorines. La graciosa lucecita iluminaba el rostro antipático del Rey (que si algo expresaba era lo contrario de la inteligencia) y su busto exornado de cruces y bandas. Rezaron también las dos niñas, y una de ellas no quitaba los ojos de D. Fernando, como si las facciones de este no le fueran desconocidas, o si algo quisiese deletrear en ellas. Y al verle persignarse y ponerse en pie, se apresuró a decir: «Si no me engaño, el señor es de Cintruénigo».