Vergara/XXXVI

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XXXVI

Testarudo como él solo, D. Carlos no se daba ni en tales extremidades por vencido, y apenas llegó a Villafranca, jadeante, llamó a Consejo a sus adictos, los Generales que le acompañaron en la fracasada escena de Elgueta, el Padre Cirilo de Alameda, el Barón de Juras Reales, Erro y Ramírez de la Piscina, algunos de los cuales aún se llamaban Ministros. Opinaron casi unánimemente que S. M. debía situarse en punto cercano a la frontera, para poner a salvo su sagrada persona en el desecho temporal que la Causa corría. Trabajillo le costaba al buen señor determinarse a partir arrojando en las puertas de Francia su corona, y acariciaba el ensueño de reunir algunos batallones navarros y alaveses que le llevaran en procesión al Maestrazgo, donde aún tenía un ejército y un General incorrupto y valiente: Cabrera. Estimaron todos peligrosa la marcha al Centro; pero le dejaban consolarse con esta ilusión. Aferrado a su realeza, D. Carlos enderezó nueva proclama a sus míseras tropas, en la cual les hablaba de la traición más infame que habían visto los nacidos, y concluía llamándoles héroes, y dando vivas a la sacra Religión. ¡Bueno estaba el país para estos suspirillos!

En tanto, Maroto, después del triunfo de Elgueta, caía en gran postración, atormentado por su conciencia, y procurando en vano salir limpio y airoso de la charca en que se había metido. Calpena y Uhagón, que acudieron a su lado el 26, un día después de la famosa revista, se maravillaron de verle en un grado increíble de turbación y apocamiento. Poco le faltaba para llorar; sus conceptos habían quedado reducidos a una exclamación maníaca: no decía más que: «No soy traidor... Maroto no pasará a la Historia con un dictado infamante... Convencido estoy de que el absolutismo es imposible... Pero no cedo, no cedo, si no me dan los Fueros íntegros, la gloria de este país. Maroto no es traidor. Maroto es un hombre honrado, un buen español... ¡Ay del que lo ponga en duda!».

Toda la tarde y parte de la noche permanecieron a su lado los dos amigos, arguyéndole con habilidad, sin lastimar su amor propio, antes bien fundado en este todo el trabajo sugestivo con que querían llevarle a la aceptación incondicional del Convenio. ¿Qué otra solución podía soñar? ¿Qué esperaba, qué temía? Retiráronse en la creencia de que le dejaban convencido, pues esperanzas de ello daban sus expresiones conciliadoras; pero D. Fernando, que ya conocía su indecisión y el confuso laberinto a que había llegado su voluntad, no las tenía todas consigo... Repetida por la mañana la visita, le encontraron escribiendo una carta. Despidioles el General con acritud. La carta que escribía era la famosa retractación dirigida a D. Carlos, en la cual le decía: Nunca es más grande un Monarca que cuando perdona las faltas de sus vasallos... D. Eustaquio Laso presentará a Vuestra Majestad los sentimientos de mi corazón para que se digne dirigirme las órdenes que fuesen de su agrado.

Ignoraban Calpena y su amigo esta humillación increíble; mas del trastorno de Maroto tuvieron prueba clara cuando se llegó a ellos un ayudante con el recado conminatorio de que si los caballeros y el llamado Epístola no se largaban pronto del Cuartel General, se les mandaría fusilar. No eran cobardes: no perdieron la serenidad con esta brutal amenaza; mas la prudencia les aconsejaba ponerse en salvo, y a ello se disponían, cuando llegó D. Simón de la Torre, que, informado de los desvaríos de Maroto, les tranquilizó con respecto a sus vidas. Conferenciaron los dos jefes, y por la noche salieron con sus fuerzas reunidas en dirección de Azpeitia. Los tres paisanos ignoraban a qué razón militar o política obedecía tal movimiento, y no se ocuparon más que de seguir a las tropas, acogidos a la caballerosidad e hidalguía del simpático La Torre. En Azpeitia se les dijo que Espartero avanzaba triunfalmente por el interior de Guipúzcoa; que había entrado en Vergara, donde te acogieron con ardientes demostraciones en favor suyo y de la paz. De Vergara pasó a Oñate, y la vieja Corte le recibió con palmas. Dirigiose Maroto a Villarreal, donde como llovido se le presentó al conde de Negri con una orden del Rey para que le entregase el mando. Al recibir D. Carlos la carta palinodia, habíala estimado como la mayor prueba de traición y perfidia. Los de la camarilla vieron en aquel paso un ardid diabólico para aproximarse al vencido Monarca, apoderarse de su persona y entregarla en trofeo a los constitucionales para un sacrificio que fuera digno epílogo de guerra tan sangrienta. Rompió el Soberano la carta del vasallo infiel, y mandó a Negri a desposeerle del mando, determinación ridícula en situación tan extremada. Como era natural, tanto Maroto como La Torre acogieron al conde de Negri con escarnio de su persona y de quien tal comisión le daba. Salió de estampía el buen Conde, que al volver al lado de su triste Rey, le dio con la respuesta de los que fueron sus Generales franco pasaporte para Francia.

Ante la irresistible presión de este suceso, Maroto confió decididamente, al parecer, a sus compañeros La Torre y Urbistondo la misión de llevar a Oñate su conformidad con el Convenio, tal como se le había presentado en Abadiano. ¡Alleluia! La paz era un hecho. Al despedirse para tan grato mensaje, Don Simón reconcilió a sus amigos con el jefe, que sin acordarse ya de que había pensado fusilarles, les convidó a comer muy afectuoso. Durante el día, observáronle más sereno y en vías de recobrar su equilibrio; mas por la noche advirtieron de nuevo en él cierta intranquilidad, y una insistencia monomaníaca en hablar de fueros netos, intangibles. Temerosos de un nuevo cambiazo del veleidoso General, trataron de explorar su pensamiento. «Por mi parte -les dijo-, a todo estoy dispuesto, y cuando me traigan de Oñate el Convenio cuyas bases he admitido, lo firmaré... Pero dudo que algunos cuerpos de mi ejército, principalmente los guipuzcoanos, lo acepten... De modo que no hemos hecho nada, y la guerra continuará». A esto arguyó Calpena que antes de proceder a la solemne ratificación de lo tratado, debía el General conferenciar con los jefes y oficiales, uno por uno, y darles cuenta de las condiciones de paz a que todos debían someterse.

«Háganlo ustedes» -dijo Maroto, revelando en su tono y en su actitud una indolencia que llenó de asombro a los dos amigos.

-Pero, General -le contestaron-, ¿qué autoridad tenemos nosotros para convencer a las tropas vizcaínas y guipuzcoanas de que, ante el bien inmenso de la paz, deben contentarse con la fórmula vaga del reconocimiento de Fueros?

-No es tan vaga. Se estipula que Espartero propondrá a las Cortes...

-Pero eso, sea poco, sea mucho, es lo que el Duque les concede, y deben saberlo. Usted, su Jefe, que ha de firmar por todos el pacto, está en el caso de instruirles...

-Mi cansancio es tal, amigos míos, que ya no sé cómo valerme, ni halla mi pensamiento voces con que producirse... Hay momentos en que me creo sin vida...

-Pero el trabajo restante, para llegar a un fin glorioso, es breve y fácil, mi General.

-Fácil no, ¡porra!

¡Cualquiera le convencía! Llegaron de Oñate los comisionados La Torre, y Urbistondo con Zabala y Linaje, portadores del Convenio, que Maroto firmó sin ninguna dificultad. Al propio tiempo traían la comisión de proponerle que al día siguiente, 30 de Agosto, se reunirían en Vergara los dos ejércitos, con sus caudillos a la cabeza, para dar forma solemne a la grande obra de la reconciliación. A todo asintió D. Rafael, que aliviado parecía de un peso abrumador.

Uhagón y Calpena pasaron el día recorriendo los cuerpos, en que tenían no pocos amigos, y hablando con unos y otros campechanamente. Si en todos reconocían la satisfacción y júbilo por ver terminada la odiosa discordia, causoles no poca inquietud el observar que los soldados y oficialidad carlistas descansaban en el engaño de que el pacto reconocía los Fueros en toda su integridad, y que así se declaraba de una manera explícita. Maroto les tenía en esta persuasión, pues nada en contrario les había dicho desde la ineficaz entrevista de Abadiano. Era, pues, indudable que surgirían en el momento que se creía final nuevas complicaciones, quizás un gravísimo conflicto, por la indolencia del General, por su falta de carácter y de resolución para presentar los hechos como realmente eran. ¡Torpeza insigne, abandono de autoridad!

Sobresaltado, temeroso de ver perdido en un instante el ímprobo trabajo de tantos meses, creyó D. Fernando que debía prevenir a Espartero de lo que ocurría, evitándole un triste desengaño al llegar a Vergara, donde contaba con la presencia y conformidad del ejército carlista. Pensado y hecho: de madrugada montó a caballo, y seguido de Urrea y Pertusa se fue al encuentro de su General, a quien halló a media hora de Vergara. No daba crédito D. Baldomero a la triste realidad que le comunicó su amigo, y ante la insistencia de este, más de un cuarto de hora estuvo echando ternos, y maldiciendo la hora en que entabló negociaciones con hombre tan inseguro y tornadizo. En efecto: poco antes de entrar el Duque en Vergara, llegó Maroto, sin más compañía que la del General La Torre y algunos oficiales de su Estado Mayor. Y los 21 batallones y los tres escuadrones que debían figurar como convenidos, ¿dónde estaban? Sin pérdida de tiempo avistose Espartero con su antagonista, el cual hubo de contestar a la anterior pregunta, con turbado acento, que las tropas se negaban al cumplimiento de lo pactado mientras no se reconociesen los Fueros provincianos en toda su integridad. Según esto, Maroto declaraba a su ejército en rebeldía, y se presentaba él solo, con cuatro gatos; y él solo reconocía los derechos de Isabel, dejando en el aire la obra de la paz, y a las tropas apartadas de toda reconciliación.

«A este hombre hay que dejarle -dijo D. Baldomero, luego que Maroto, afectado de gran postración, se retiró a descansar-. Imposible hacer carrera de él... ¡Qué hombre, santo Dios! Verdad que su situación y los contratiempos que ha sufrido son para trastornar la cabeza más firme». En esto, La Torre se apresuró a manifestar a Espartero con gallardo arranque que él se comprometía, en el término de veinticuatro horas, a convencer a los vizcaínos o morir en la demanda. No descansó Maroto, pues su conciencia y sus embrollados pensamientos no se lo permitían, y llamando a Calpena, como se llama a un confesor en la última hora, le dijo: «Hágame el favor de comunicar al coronel Wilde que, no creyéndome seguro aliado de Espartero por haber venido aquí sin tropas, me acojo al pabellón inglés». A esto respondió el caballero que no necesitaba añadir a sus errores la mengua de ampararse a una nación extranjera; bien seguro estaba en el Cuartel General del Duque de la Victoria, toda vez que reconocía la legalidad por este representada. En tanto, los bravos generales carlistas La Torre, Urbistondo y el Brigadier Iturbe, con riesgo de sus vidas, tratarían de reducir a las tropas a la aceptación de lo tratado, después de darles conocimiento del artículo 1.º del Convenio...

«¿Y cómo queda redactado al fin? -dijo Maroto vivamente- Ya no me acuerdo».

-Poco más o menos dice: Artículo 1.º El General Espartero recomendará con interés al Gobierno el cumplimiento de su oferta de comprometerse formalmente a proponer a las Cortes la concesión o modificación de los fueros.

-¿Y las Cortes...? Claro, las Cortes... Me parece bien... Buenos tontos serán esos pobres muchachos si no aceptan, si no fían resueltamente en la promesa del Duque, de cuya caballerosidad nadie puede dudar... Por mi parte, no escatimaré ningún sacrificio. Hágame el favor de llamar a mi ayudante, D. Enrique O'Donnell, para dictarle algunas órdenes. Aún soy General en Jefe de mi ejército, del ejército Real, desde hoy incorporado al de la Nación.