Vida del pícaro Guzmán de Alfarache/IV
IV
Confuso y pensativo estaba, recostado en el suelo sobre el brazo, cuando acertó a pasar un arriero que llevaba la recua de vacío a cargarla de vino en la villa de Cazalla de la Sierra. Viéndome de aquella manera, muchacho, solo, afligido, mi persona bien tratada, comenzó -a lo que entonces dél creí- a condolerse de mi trabajo, y preguntándome qué tenía, le dije lo que me había pasado en la venta.
Apenas lo acabé de contar, cuando le dio tan estraña gana de reír, que me dejó casi corrido, y el rostro, que antes tenía de color difunto, se me encendió con ira en contra dél. Mas como no estaba en mi muladar y me hallé desarmado en un desierto, reportéme, por no poder cantar como quisiera; que es discreción saber disimular lo que no se puede remediar, haciendo el regaño risa, y los fines dudosos de conseguir en los principios se han de reparar, que son las opiniones varias y las honras vidriosas. Y si allí me descomidiera, quizá se me atrevieran, y, sin aventurar a ganar, iba en riesgo y aun cierto de perder. Que las competencias hanse de huir; y si forzoso las ha de haber, sea con iguales; y si con mayores, no a lo menos menores que tú ni tan aventajados a ti que te tropellen. En todo hay vicio y tiene su cuenta. Mas aunque me abstuve, no pude menos que con viva cólera decirle:
-¿Vos, hermano, veisme alguna coroza, o de qué os reís?
Él, sin dejar la risa -que pareció tenerla por destajo, según se daba la priesa, que, abierta la boca, dejaba caer a un lado la cabeza, poniéndose las manos en el vientre-, sin poderse ya tener en el asno, parecía querer dar consigo en el suelo. Por tres o cuatro veces probó a responder y no pudo; siempre volvía de nuevo a principiarlo, porque le estaba hirviendo en el cuerpo.
Dios y enhorabuena, buen rato después de sosegadas algo aquellas avenidas -que no suelen ser mayores las de Tajo-, a remiendos, como pudo, medio tropezando, dijo:
-Mancebo, no me río de vuestro mal suceso ni vuestras desdichas me alegran; ríome de lo que a esa mujer le aconteció de menos de dos horas a esta parte. ¿Encontrastes por ventura dos mozos juntos, al parecer soldados, el uno vestido de una mezclilla verdosa y el otro de vellorín, un jubón blanco muy acuchillado?
-Los dos de esas señas -le respondí-, si mal no me acuerdo, cuando salí de la venta quedaban en ella, que entonces llegaron y pidieron de comer.
-Ésos, pues -dijo el arriero-, son los que os han vengado, y de la burla que han hecho a la ventera es de lo que me río. Si va este viaje, subí en un jumento desos, diréos por el camino lo que pasa.
Yo se lo agradecí, según le había menester a tal tiempo, rindiéndole las palabras que me parecieron bastar por suficiente paga, que a buenas obras pagan buenas palabras, cuando no hay otra moneda y el deudor está necesitado. Con esto, aunque mal jinete de albarda, me pareció aquello silla de manos, litera o carroza de cuatro caballos; porque el socorro en la necesidad, aunque sea poco, ayuda mucho, y una niñería suple infinito. Es como pequeña piedra que, arrojada en agua clara, hace cercos muchos y grandes, y entonces es más de estimar, cuando viene a buena ocasión; aunque siempre llega bien y no tarda si viene. Vi el cielo abierto. Él me pareció un ángel: tal se me representó su cara como la del deseado médico al enfermo. Digo deseado, porque, como habrás oído decir, tiene tres caras el médico: de hombre, cuando lo vemos y no lo habemos menester; de ángel, cuando dél tienen necesidad; y de diablo, cuando se acaban a un tiempo la enfermedad y la bolsa y él por su interés persevera en visitar. Como sucedió a un caballero en Madrid que, habiendo llamado a uno para cierta enfermedad, le daba un escudo a cada visita. El humor se acabó y él no de despedirse. Viéndose sano el caballero y que porfiaba en visitarle, se levantó una mañana y fuese a la iglesia. Como el médico lo viniese a visitar y no lo hallase en casa, preguntó adónde había ido. No faltó un criado tonto -que para el daño siempre sobran y para el provecho todos faltan- que le dijo dónde estaba en misa. El señor doctor, espoleando apriesa su mula, llegó allá y andando en su busca, hallólo y díjole: «¿Pues cómo ha hecho Vuesa Merced tan gran exceso, salir de casa sin mi licencia?» El caballero, que entendió lo que buscaba y viendo que ya no le había menester, echando mano a la bolsa, sacó un escudo y dijo: «Tome, señor doctor, que a fe de quien soy, que para con Vuesa Merced no me ha de valer sagrado». Ved adónde llega la codicia de un médico necio y la fuerza de un pecho hidalgo y noble.
Yo recogí mi jumento y, dándome del pie, me puse encima.
Comenzamos a caminar, y a poco andado, allí luego no cien pasos, tras el mismo vallado, estaban dos clérigos sentados, esperando quien lo llevara caballeros la vuelta de Cazalla. Eran de allá y, habían venido a Sevilla con cierto pleito. Su compostura y rostro daban a conocer su buena vida y pobreza. Eran bien hablados, de edad el uno hasta treinta y seis años, y el otro de más de cincuenta. Detuvieron al arriero, concertáronse con él y, haciendo como yo, subieron en sendos borricos, y seguimos nuestro viaje.
Era todavía tanta la risa del bueno del hombre, que apenas podía proseguir su cuento, porque soltaba el chorro tras de cada palabra, como casas de por vida, con cada quinientos un par de gallinas, tres veces más lo reído que lo hablado.
Aquella tardanza era para mí lanzadas. Que quien desea saber una cosa, querría que las palabras unas tropellasen a otras para salir de la boca juntas y presto. Grande fue la preñez que se me hizo y el antojo que tuve por saber el suceso. Reventaba por oírlo.
Esperaba de tal máquina que había de resultar una gran cosa.
Sospeché si fuego del cielo consumió la casa y lo que en ella estaba, o si los mozos la hubieran quemado y a la ventera viva o, por lo menos y más barato, que colgada de los pies en una oliva le hubiesen dado mil azotes, dejándola por muerta -que la risa no prometió menos. Aunque, si yo fuera considerado, no debiera esperar ni presumir cosa buena de quien con tanta pujanza se reía. Porque aun la moderada en cierto modo acusa facilidad; la mucha, imprudencia, poco entendimiento y vanidad; y la descompuesta es de locos de todo punto rematados, aunque el caso la pida.
Quiso Dios y enhorabuena que los montes parieron un ratón.
Díjonos en resolución, con mil paradillas y, corcovos, que, habiéndose detenido a beber un poco de vino y a esperar un su compañero que atrás dejaba, vio que la ventera tenía en un plato una tortilla de seis huevos, los tres malos y los otros no tanto, que se los puso delante, y, yéndola a partir, les pareció que un tanto se resistía, yéndose unos tras otros pedazos. Miraron qué lo podría causar, porque luego les dio mala señal. No tardaron mucho en descubrir la verdad, porque estaba con unos altos y bajos, que si no fuera sólo a mí, a otro cualquiera desengañara en verla. Mas como niño debí de pasar por ello. Ellos eran más curiosos o curiales, espulgáronla de manera que hallaron a su parecer tres bultillos como tres mal cuajadas cabezuelas, que por estar los piquillos algo qué más tiesezuelos, deshicieron la duda, y tomando una entre los dedos, queriéndola deshacer, por su proprio pico habló, aunque muerta, y dijo cúya era llanamente. Así cubrieron el plato con otro y de secreto se hablaron.
Lo que pasó no lo entendió, aunque después fue manifiesto.
Porque luego el uno dijo: «Huéspeda, ¿qué otra cosa tenéis que darnos?» Habíanle poco antes en presencia dellos vendido un sábalo. Teníalo en el suelo para escamarlo. Respondióles: «Deste, si queréis un par de ruedas, que no hay otra cosa.» Dijéronle: «Madre mía, dos nos asaréis luego, porque nos queremos ir, y, si os pareciere, ved cuánto queréis en todo de ganancia, y lo llevaremos a nuestra casa.» Ella dijo que, hechos piezas, cada rueda le había de valer un real, no menos una blanca. Ellos que no, que bastaba un real de ganancia en todo. Concertáronse en dos reales. Que el mal pagador ni cuenta lo que recibe ni recatea en lo que le fían.
A ella se le hacía de mal el darlo; aunque la ganancia, en cuatro reales dos, por sólo un momento que le faltaron de la bolsa la puso llana. Hízolo ruedas, asóles dos, con que comieron; metieron en una servilleta de la mesa lo restante y, después de hartos y malcontentos, en lugar de hacer cuenta con pago, hicieron el pago sin la cuenta; que el un mozuelo, tomando la tortilla de los huevos en la mano derecha, se fue donde la vejezuela estaba deshaciendo un vientre de oveja mortecina y con terrible fuerza le dio en la cara con ella, fregándosela por ambos ojos. Dejóselos tan ciegos y dolorosos, que, sin osarlos abrir, daba gritos como loca. Y el otro compañero, haciendo como que le reprehendía la bellaquería, le esparció por el rostro un puño de ceniza caliente. Y así se salieron por la puerta, diciendo: «Vieja bellaca, quien tal hace, que tal pague.» Ella era desdentada, boquisumida, hundidos los ojos, desgreñada y puerca. Quedó toda enharinada, como barbo para frito, con un gestillo tan gracioso de fiero, que no podía sufrir la risa cuando dello y dél se acordaba.
Con esto acabó su cuento, diciendo que tenía de qué reírse para todos los días de su vida.
-Yo de qué llorar -le respondí- para toda la mía, pues no fui para otro tanto y esperé venganza de mano ajena; pero yo juro a tal que, si vivo, ella me lo pague de manera que se le acuerde de los huevos y del muchacho.
Los clérigos abominaron el hecho, reprobando mi dicho y haberme pesado del mal que no hice. Volviéronse contra mí, y el más anciano dellos, viéndome con tanta cólera, dijo:
-La sangre nueva os mueve a decir lo que vuestra nobleza muy presto me confesará por malo, y espero en Dios habrá de frutificar en vos de manera que os pese por lo presente de lo dicho y emendéis en lo porvenir el hecho. Refiérenos el sagrado Evangelio por San Mateo, en el capítulo quinto, y San Lucas en el sexto: «Perdonad a vuestros enemigos y haced bien a los que os aborrecen». Habéis de considerar lo primero que no dice haced bien a los que os hacen mal, sino a los que os aborrecen; porque, aunque el enemigo os aborrezca, es imposible haceros mal, si vos no quisiéredes. Porque, como sea verdad infalible que tendremos por bienes verdaderos a los que han de durar para siempre, y los que mañana pueden faltar, como faltan, más propriamente pueden llamarse males, por lo mal que usamos dellos, pues en su confianza nos perdemos y los perdemos, llamaremos a los enemigos buenos amigos, y a los amigos proprios enemigos, en razón de los efectos que de los unos y otros vienen a resultar. Pues nace de los enemigos todo el verdadero bien y de los amigos el cierto mal. Bien veremos cómo el mayor provecho que podremos haber del más fiel amigo deste mundo, será que nos favorezca o con su hacienda, dándonos lo que tuviere; o con su vida, ocupándola en las cosas de nuestro gusto; o con su honra, en los casos que se atravesare la nuestra. Y esto ni esotro hay quien lo haga, o son tan pocos, que dudo si en alguno pudiésemos dar el ejemplo en este tiempo. Mas, cuando así sea y todo junto lo hayan hecho, es mucho menos que un punto geométrico, si en lo que no es puede haber más y menos. Porque, cuando me dé cuanto tiene, ya es poca sustancia para librarme del infierno. Demás que no se expenden ya las haciendas con los virtuosos, antes con otros tales que les ayudan a pecar, y a esos tienen por amigos y dan su dinero. Si por mí perdiere su vida, no con ello se aumenta un minuto de tiempo en la mía; si gastare su honra y la estragare, digo que no hay honra que lo sea, más de servir a Dios, y lo que saliere fuera desto es falso y malo. De manera que todo cuanto mi amigo me diere, siendo temporal, es inútil, vano y sin sustancia. Mas mi enemigo todo es grano, todo es provechoso cuanto dél me resulta, queriendo valerme dello. Porque del quererme mal saco yo el quererle bien, y por ello Dios me quiere bien. Si le perdono una liviana injuria, a mi se me perdonan y remiten infinito número de pecados; y si me maldice, lo bendigo. Sus maldiciones no me pueden dañar y por mis bendiciones alcanzo la bendición:
«Venid, benditos de mi Padre». De manera que con los pensamientos, con las palabras, con las obras mi enemigo me las hace buenas y verdaderas. ¿Cuál, si pensáis, es la causa de tan grande maravilla y la fuerza de tan alta virtud? Yo lo diré: de que así lo manda el Señor, es voluntad y mandato expreso suyo. Y si se debe cumplir el de los príncipes del mundo, sin comparación mucho mejor del príncipe celestial, a quien se humillan todas las coronas del cielo y tierra. Y aquel decir: «Yo lo mando», es un almíbar que se pone a lo desabrido de lo que se manda. Como si ordenasen los médicos a un enfermo que comiese flor de azahar, nueces verdes, cáscaras de naranjas, cohollos de cidros, raíces de escorzonera. ¿Qué diría? «Tate, señor, no me deis tal cosa; que aun en salud un cuerpo robusto no podrá con ello.» Pues para que se pueda tragar y le sepa bien, hácenselo confitar, de manera que lo que de suyo era dificultoso de comer el azúcar lo ha hecho sabroso y dulce. Esto mismo hace el almíbar de la palabra de Dios: «Yo mando que améis a vuestros enemigos.» Esta es una golosina hecha en la misma cosa que antes nos era de mal sabor; y así aquello en que hace más fuerza nuestra carne, aquello a que más contradice por ser amargo y ahelear a nuestras concupiscencias, diga el espíritu: ya eso está almibarado, sabroso, regalado y dulce, pues Cristo, nuestro redemptor, lo manda. Y que, si me hirieren la una mejilla, ofrezca la otra, que esa es honra, guardar con puntualidad las órdenes de los mayores y no quebrantarlas. Manda un general a su capitán que se ponga en un paso fuerte por donde ha de pasar el enemigo, de donde si quisiese podría vencerlo y matarlo; mas dícele: «Mirad que importa y es mi voluntad que cuando pasare no le ofendáis, no embargante que os ponga en la ocasión y os irrite a ello.» Si, al tiempo que pasase aquél, fuese diciendo bravatas y palabras injuriosas, llamando al capitán cobarde, ¿haríale por ventura en ello alguna ofensa? No por cierto; antes debe reírse dél, pues como a vano y a quien pudiera destruir fácilmente, no lo hace por guardar la orden que se le dio. Y si la quebrantara hiciera mal y contra el deber, siendo merecedor de castigo. ¿Pues qué razón hay para no andar cuidadosos en la observancia de las órdenes de Dios? ¿Por qué se han de quebrantar? Si el capitán por su sueldo, y, cuando más aventure a ganar, por una encomienda, estará puntual, ¿por qué no lo seremos, pues por ello se nos da la encomienda celestial? En especial, que el mismo que hizo la ley la estrenó y pasó por ella, sufriendo de aquella sacrílega mano del ministro una gran bofetada en su sacratísimo rostro, sin por ello responderle mal ni con ira. Si esto padece el mismo Dios, la nada del hombre ¿qué se levanta y gallardea? Y para satisfación de una simple palabra, cargándose de duelos, espulga el duelo, buscando entre infieles, como si fuese uno dellos, lugar donde combatirse, que mejor diríamos abatirse a las manos del demonio, su enemigo, huyendo de las de su Criador; del cual sabemos que, estando de partida, cerrando el testamento, clavado en la cruz, el cuerpo despedazado, rotas las carnes, doloroso y sangriento desde la planta del pie hasta el pelo de la cabeza, que tenía enfurtido en su preciosa sangre, cuajada y dura como un fieltro, con las crueles heridas de la corona de espinas, queriendo despedirse de su Madre y dicípulo, entre las últimas palabras, como por última demanda la más encargada, y en el agonía más fuerte de arrancarse el alma de su divino cuerpo, pide a su eterno Padre perdón para los que allí lo pusieron. Imitólo San Cristóbal que, dándole un gran bofetón, acordándose del que recibió su maestro, dijo: «Si yo no fuera cristiano, me vengara.» Luego la venganza miembro es apartado de los hijos de la Iglesia, nuestra madre. Otro dieron a San Bernardo en presencia de sus frailes y, queriéndolo ellos vengar, los corrigió, diciendo: «Mal parece querer vengar injurias ajenas el que cada día pide perdón de las propias.» San Esteban, estándolo apedreando, no hace sentimiento de los golpes fieros que le quitan la vida, sino de ver que los crueles ministros perdían las almas, y, dolido dellas, pide a Dios, entre las bascas de la muerte, perdón para sus enemigos, especialmente para Saulo, que, engañado y celoso de su ley, creía merecer en guardar las capas y vestidos a los verdugos, para que desembarazados le hiriesen con más fuerza. Y tanta tuvo su oración, que trajo a la fee al glorioso apóstol San Pablo; el cual, como sabio doctor esperimentado en esta dotrina, viendo ser importantísimo y forzoso a nuestra salvación, dice: «Olvidad las iras y nunca os anochezca con ellas. Bendecid a vuestros perseguidores y no los maldigáis; dadles de comer si tuvieren hambre, y de beber cuando estén con sed; que, si no lo hiciéredes, con la misma medida seréis medidos y, como perdonáredes, perdonados». El apóstol Santiago dice: «Sin misericordia y con rigor de justicia serán juzgados los que no tuvieren misericordia». Bien temeroso estaba y resuelto en guardar este divino precepto Constantino Magno, que, viniéndole a decir cómo sus enemigos, por afrentarlo, en vituperio y escarnio suyo, le habían apedreado su retrato, hiriéndole con piedras en la cabeza y rostro, fue tanta su modestia que, despreciando la injuria, se tentó con las manos por todas las partes de su cuerpo, diciendo: «¿Qué es de los golpes? ¿Qué es de las heridas? Yo no siento ni me duele cuanto habéis dicho que me han hecho.»
Dando a entender que no hay deshonra que lo sea, sino al que la tiene por tal. Demás que no por esto habéis de entender que quien os injuria se sale con ello, aunque vos no lo venguéis y aunque se lo perdonéis de vuestra parte: que el agravio que os hizo a vos, también lo hizo a Dios, cuyo sois y él es. Dueño tiene esta hacienda; que si en el palacio de un príncipe o en su corte a uno se hiciere afrenta, se hará juntamente al señor della. Y no bastará el perdón del afrentado para ser perdonado absolutamente, porque con aquella sinrazón o agravio también estarán injuriadas las leyes de ese príncipe, y su casa o su tierra vituperada. Y así dice Dios: «A mi cargo está y a su tiempo lo castigaré; mía es la venganza, yo la haré por mi mano». Pues, desdichado del amenazado, si las manos de Dios lo han de castigar, más le valiera no ser nacido. Así que nunca deis mal por mal, si no quisiéredes que os venga mal. Demás que mereceréis en ello y os pagaréis de vuestra mano, que imitando al que os lo manda, os vendréis a simbolizar con él. Dad, pues, lugar a las iras de vuestros perseguidores, para poder merecer. Volvedles gracias por los agravios y sacaréis dello glorias y descansos.
Mucho quisiera tener en la memoria la buena dotrina que a este propósito me dijo, para poder aquí repetirla, porque toda era del cielo, finísima Escritura Sagrada. Desde entonces propuse aprovecharme della con muchas veras. Y si bien se considera, dijo muy bien. ¿Cuál hay mayor venganza que poder haberse vengado? ¿Qué cosa más torpe hay que la venganza, pues es pasión de injusticia, ni más fea delante de los ojos de Dios y de los hombres, porque sólo es dado a las bestias fieras? Venganza es cobardía y acto femenil, perdón es gloriosa vitoria. El vengativo se hace reo, pudiendo ser actor perdonando. ¿Qué mayor atrevimiento puede haber, que quiera una criatura usurpar el oficio a su Criador, haciendo caudal de hacienda que no es suya, levantándose con ella como propria? Si tú no eres tuyo ni tienes cosa tuya en ti, ¿qué te quita el que dices que te ofende? Las acciones competen a tu dueño, que es Dios: déjale la venganza, el Señor la tomará de los malos tarde o temprano. Y no puede ser tarde lo que tiene fin. Quitársela de las manos es delito, desacato y desvergüenza. Y cuando te tocara la satisfación, dime: ¿qué cosa es más noble que hacer bien? Pues ¿cuál mayor bien hay que no hacer mal? Uno solo, el cual es hacer bien al que no te le hace y te persigue, como nos está mandado y tenemos obligación. Que dar mal por mal es oficio de Satanás; hacer bien a quien te hace bien es deuda natural de los hombres. Aun las bestias lo reconocen y no se enfurecen contra el que no las persigue.
Procurar y obrar bien a quien te hace mal es obra sobrenatural, divina escalera que alcanza gloriosa eternidad, llave de cruz que abre el cielo, sabroso descanso del alma y paz del cuerpo.
Son las venganzas vida sin sosiego, unas llaman a otras y todas a la muerte. ¿No es loco el que, si el sayo le aprieta, se mete un puñal por el cuerpo? ¿Qué otra cosa es la venganza, sino hacernos mal por hacer mal, quebrarnos dos ojos por cegar uno, escupir al cielo y caernos en la cara? Admirablemente lo sintió Séneca que, como en la plaza le diese una coz un enemigo suyo, todos le incitaban a que del se querellase a la justicia, y, riéndose, les dijo:
«¿No veis que sería locura llamar un jumento a juicio?». Como si dijera: con aquella coz vengó como bestia su saña, y yo la menosprecio como hombre.
¿Hay bestialidad mayor que hacer mal, ni grandeza que iguale a despreciarlo? Siendo el duque de Orliens injuriado de otro, después que fue rey de Francia le dijeron que se vengase -pues podía- de la injuria recebida, y, volviéndose contra el que se lo aconsejaba, dijo: «No conviene al rey de Francia vengar las injurias del duque de Orliens». Si vencerse uno a sí mismo lo cuentan por tan gran vitoria, ¿por qué, venciendo nuestros apetitos, iras y, rencores, no ganamos esta palma, pues demás de lo por ello prometido, aun en lo de acá escusaremos muchos males que quitan la vida, menguan la vana honra y consumen la hacienda?
¡Oh, buen Dios! ¡Cómo, si yo fuera bueno, lo que de aquel buen hombre oí debía bastarme! Pasóse con la mocedad, perdióse aquel tesoro, fue trigo que cayó en el camino.
Su buena conversación y dotrina nos entretuvo hasta Cantillana, donde llegamos casi al sol puesto, yo con buenas ganas de cenar y mi compañero de esperar el suyo; mas nunca vino. Los clérigos hicieron rancho aparte, yéndose a casa de un su amigo y nosotros a nuestra posada.