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Vidas paralelas/Cimón

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Peripoltas el adivino, acompañando desde la Tesalia a la Beocia al rey Ofeltas, y a los pueblos a quien éste mandaba, dejó una descendencia que fue por largo tiempo tenida en estimación, y lo principal de ella se estableció en Queronea, que fue la primera ciudad que ocuparon, lanzando de ella a los bárbaros. Los más de este linaje, valientes y belicosos por naturaleza, perecieron en los encuentros con los Medos y en los combates con los Galos, por arriesgar demasiado sus personas. De éstos quedó un mocito, huérfano de padres, llamado Damón, y de apellido Peripoltas, muy aventajado en belleza de cuerpo y disposición de ánimo sobre todos los jóvenes de su edad, aunque, por otra parte, indócil y duro de condición. Prendóse de él, cuando acababa de salir de la puericia, un romano, jefe de una cohorte que invernaba en Queronea, y como no hubiese podido atraerle con persuasiones ni con dádivas, se tenía por cierto que no se abstendría de la violencia, mayormente hallándose abatida la ciudad y reducida a pequeñez y pobreza. Temiendo esto Damón, e incomodado ya con las solicitudes, trató de armarle una celada, para lo que se concertó con algunos de losde su edad, aunque no en grande número, para que no se descubriese; de modo que eran al todo diez y seis. Tiznáronse los rostros con hollín, y habiendo bebido largamente, al mismo amanecer acometieron al Romano, que estaba haciendo un sacrificio junto a la plaza; dieron muerte a él y a cuantos con él se hallaban, y se salieron de la ciudad. Movióse grande alboroto, y congregándose el Senado de los Queronenses, los condenó a muerte, lo que era una excusa de la ciudad para con los Romanos. Juntáronse por la tarde a cenar los magistrados, como es de costumbre, y, arrojándose Damón y sus camaradas sobre el consistorio, les dieron también muerte, y luego volvieron a marcharse huyendo de la ciudad. Quiso la casualidad que por aquellos días viniese Lucio Luculo a ciertos negocios, trayendo tropas consigo; y deteniendo la marcha, hizo averiguación de estos hechos, que estaban recientes, y halló que de nada había tenido la culpa la ciudad, y antes ella misma había sido ofendida; por lo que, recogiendo la tropa, marchó con ella. Damón, en tanto, infestaba la comarca con latrocinios y correrías, amenazando a la ciudad, y los ciudadanos procuraban con mensajes y decretos ambiguos atraerle a la población. Vuelto a ella, le hicieron prefecto del Gimnasio; y luego, estándose ungiendo, acabaron con él en la estufa. Después de mucho tiempo se aparecían en aquel sitio diferentes fantasmas, y se oían gemidos, como nos lo refieren nuestros padres, y se tapió la puerta de la estufa; mas aun ahora les parece a los vecinos que discurren por allí visiones y voces que causan miedo. A los de su linaje, que todavía se conservan algunos, especialmente junto a Estiris de la Fócide, en dialecto eólico les llaman asbolómenos, por haberse tiznado Damón con hollín cuando salió a su mal hecho.

Eran vecinos los Orcomenios, y como estuviesen enemistados con los Queronenses, ganaron por precio a un calumniador romano, para que, como si fuera contra uno solo, intentara contra la ciudad causa capital sobre las muertes que Damón había ejecutado. Conocíase de la causa ante el pretor de la Macedonia, porque todavía los Romanos no enviaban entonces pretores a la Grecia; los defensores de la ciudad imploraban el testimonio de Luculo. Escribióle, pues, el pretor, y aquel declaró la verdad, siendo de esta manera absuelta la ciudad de una causa por la que se la había puesto en el mayor riesgo. Los ciudadanos que entonces se salvaron pusieron en la plaza una estatua de piedra de Luculo al lado de la de Baco; y nosotros, aunque posteriores en algunas edades, creemos que el agradecimiento debe extenderse también a los que ahora vivimos; y entendiendo al mismo tiempo que al retrato, que sólo imita el cuerpo y el semblante, es preferible el que representa las costumbres y el tenor de vida en esta escritura de las Vidas comparadas, tomamos a nuestro cargo referir los hechos de este ilustre varón, ateniéndonos a la verdad. Porque basta demos pruebas de que conservamos una memoria agradecida por un testimonio verdadero, ni a él le agradaría recibir en premio una narración mentirosa y amañada; pues así como deseamos que los pintores que hacen con gracia y belleza los retratos, si hay en el rostro alguna imperfección, ni la dejen del todo, ni la saquen exacta, porque esto lo haría feo, y aquello desemejante a la vista, de la misma manera, siendo difícil, o, por mejor decir, imposible, escribir una Vida del todo irreprensible y pura, en los hechos laudables se ha de dar exacta la verdad, como quien dice la semejanza; pero los defectos y como fatalidades que acompañan a las acciones, y proceden o de algún afecto o de inevitable precisión, teniéndolos más bien por remisiones de alguna virtud que por efectos de maldad, no los hemos de grabar en la historia con empeño, y con detención, sino como dando a entender nos compadecemos de la humana naturaleza, que no da nada absolutamente hermoso, ni costumbres decididas siempre y en todo por la virtud.

Parécenos, cuando bien lo examinamos, que Luculo puede ser comparado a Cimón, porque ambos fueron guerreros e insignes contra los bárbaros, suaves en su gobierno, y que dieron respectivamente a su patria alguna respiración de las convulsiones civiles: uno y otro erigieron trofeos y alcanzaron señaladas victorias; pues ninguno entre los Griegos llevó a países tan lejanos la guerra antes de Cimón, ni entre los Romanos antes de Luculo, si ponemos fuera de esta cuenta a Heracles y Baco, y lo que como cierto y digno de fe haya podido llegar desde aquellos tiempos a nuestra memoria, de Perseo contra los Etíopes o Medos y los Armenios, o de las hazañas de Jasón. También pueden reputarse parecidos en haber dejado incompletas sus acciones guerreras, pues uno y otro debilitaron y quebrantaron a su antagonista, mas no acabaron con él. Sobre todo, lo que más los asemeja y acerca uno a otro es aquella festividad y magnificencia para los convites y agasajos y la jovialidad y esplendidez en todo su porte. Acaso omitiremos algunos otros puntos de semejanza, pero no será difícil recogerlos de la misma narración.

El padre de Cimón fue Milcíades, y la madre, Hegesípila, tracia de origen e hija del rey Óloro, como se dice en los poemas de Arquelao y Melantio, compuestos en alabanza del mismo Cimón. Así, Tucídides el historiador, que por linaje era deudo de Cimón, tuvo por padre a otro Óloro, que representaba a su ascendiente en el nombre y poseyó en la Tracia unas minas de oro, diciéndose que murió en Escaptehila, territorio de la Tracia, donde fue asesinado. Su sepulcro, habiéndose traído sus restos al Ática, se muestra entre los de los Cimones, al lado del de Elpinice, hermana de Cimón; mas Tucídides, por razón de su curia, fue Halimusio, y los de la familia de Milcíades eran Lacíadas. Milcíades, como debiese al Erario la multa de cincuenta talentos, para el pago fue puesto en la cárcel, y en ella murió. Quedó Cimón todavía muy niño con su hermana, mocita también y por casar, y al principio no tuvo en la ciudad el mejor concepto, sino que era notado de disipado y bebedor, siendo en su carácter parecido a su abuelo del propio nombre, al que, por ser demasiado bondadoso, se le dio el apellido de Coálemo. Estesímbroto Tasio, que poco más o menos fue contemporáneo de Cimón, dice que no aprendió ni la música ni ninguna otra de las artes liberales comunes entre los Griegos, ni participó tampoco de la elocuencia y sal ática; de manera que, atendida su franqueza y sencillez, parece que su alma tenía más un temple peloponés, siendo Inculto, franco, y en lo grande, grande. como el Heracles de Eurípides, porque esto es lo que puede añadirse a lo que Estesímbroto nos dejó escrito. De joven todavía, fue infamado de tener trato con su hermana; de Elpinice, por otra parte, no se dice que fuese muy contenida, sino que anduvo extraviada con el pintor Polignoto, y que, por lo mismo, cuando éste pintó las “Troyanas” en el pórtico que antes se llamaba el Plesianiaccio, y ahora el Pécilo, delineó el rostro de Laódica por la imagen de Elpinice. Polignoto no era un menestral ni pintó el pórtico para ganar la vida, sino gratuitamente y para adquirir nombre en la ciudad, como lo refieren los historiadores de aquel tiempo, y lo dice el poeta Melantio con estas palabras: De los Dioses los templos, generoso, ornó a su costa, y la Cecropia plaza, de los héroes pintando los retratos. Algunos dicen que no fue a escondidas, sino a vista del público, el trato de Elpinice con Cimón, como casada con él, a causa de no encontrar, por su pobreza, un esposo proporcionado, y que después, cuando Callas, uno de los ricos de Atenas, se mostró enamorado y tomó de su cuenta el pagar al erario la condena del padre, convino ella misma, y Cimón también la entregó por mujer a Callas. Cimón parece que también estuvo de sobra sujeto a la pasión amorosa, pues el poeta Melantio, chanceándose con él en sus elegías, hace mención de Asteria, natural de Salamina, y de una tal Mnestra, como que las visitaba y obsequiaba. Además, es cosa averiguada que de Isódica, hija de Euriptólemo, el hijo de Megacles, aunque unida con él en legítimos lazos, estuvo apasionadamente enamorado, y que sintió amargamente su muerte, si pueden servir de argumento las elegías que se le dirigieron para consuelo en su llanto; de las cuales dice el filósofo Panecio haber sido autor Arquelao el físico, conjeturándolo muy bien por el tiempo.

En todo lo demás, las costumbres de Cimón eran generosas y dignas de aprecio, porque ni en el valor era inferior a Milcíades, ni el seso y prudencia a Temístocles, siendo notoriamente más justo que entrambos; y no cediendo a éstos en nada en las virtudes militares, es indecible cuánto los aventajaba en las políticas ya desde joven, y cuando todavía no se había ejercitado en la guerra. Porque cuando en la irrupción de los Medos persuadió Temístocles al pueblo que abandonando la ciudad y desamparando el país combatieran en las naves delante de Salamina y pelearan en el mar, como los demás se asombrasen de tan atrevida resolución, Cimón fue el primero a quien se vio subir alegre por el Cerámico al alcázar juntamente con sus amigos, llevando en la mano un freno de caballo para ofrecerlo a Minerva; dando a entender que la patria entonces no necesitaba de fuertes caballos, sino de buenos marineros. Habiendo, pues, consagrado el freno, tomó uno de los escudos suspendidos en el templo, y habiendo hecho oración a la Diosa bajó al mar, inspirando a no pocos aliento y confianza. Tampoco era despreciable su figura, como dice el poeta Ion, sino que era de buena talla, teniendo poblada la cabeza de espesa y ensortijada cabellera. Habiéndose mostrado en el combate denodado y valiente, al punto se ganó la opinión y amor de sus conciudadanos, reuniéndose muchos alrededor de él y exhortándole a pensar y ejecutar cosas dignas de Maratón. Cuando ya aspiró al gobierno, el pueblo lo admitió con placer, y, estando hastiado de Temístocles, lo adelantó a los primeros honores y magistraturas de la ciudad, viéndole afable y amado de todos por su mansedumbre y sencillez. Contribuyó también a sus adelantamientos Aristides, hijo de Lisímaco, ya por ver la apacibilidad de sus costumbres y ya también por hacerle rival de la sagacidad e intrepidez de Temístocles.

Cuando después de haberse retirado los Medos de la Grecia se le nombró general de la armada, a tiempo que los Atenienses no tenían todavía el imperio, sino que seguían aún la voz de Pausanias y de los Lacedemonios, lo primero de que cuidó en sus expediciones fue de hacer observar a sus ciudadanos una admirable disciplina y de que en el denuedo se aventajaran a los demás. Después, cuando Pausanias concertó aquella traición con los bárbaros, escribiendo cartas al rey y a los aliados, empezó a tratarlos con aspereza y altanería, mortificándolos en muchas ocasiones con su modo insolente de mandar y con su necio orgullo. Cimón hablaba con dulzura a los que hablan sido ofendidos, mostrábaseles afable, y sin que se echara de ver, iba ganando el imperio de la Grecia, no con las armas, sino con su genio y sus palabras. Así es que los más de los aliados se arrimaron a él y a Aristides, no pudiendo sufrir la aspereza y soberbia de Pausanias. Estos, no sólo los admitieron benignamente, sino que escribieron a los Éforos para que retiraran a Pausanias, por cuanto afrentaba a Esparta e inquietaba toda la Grecia. Dícese que, habiendo dado Pausanias orden, con torpe propósito de que le trajesen a una doncella de Bizancio, hija de padres nobles, llamada Cleonice, los padres, por el miedo y la necesidad, la dejaron ir; y como ella hubiese pedido que se quitase la luz de delante del dormitorio, entre las tinieblas y el silencio, al encaminarse al lecho, tropezó sin querer con la lamparilla, y la volcó, y que él entonces, hallándose ya dormido, asustado con el estrépito, y echando mano a la espada, como si se viese acometido por un enemigo, hirió y derribó al suelo a la doncella. Murió ésta de la herida, y no dejaba reposar a Pausanias, sino que su sombra se le aparecía de noche entre sueños, pronunciando con furor estos versos heroicos: Ven a pagar la pena: que a los hombres no les trae la lujuria más que males; con lo que, como se hubiesen irritado también los aliados juntamente con Cimón, le pusieron cerco. Huyóse, sin embargo, de Bizancio, y, espantado de aquel espectro, se dirigió, según se dice, al oráculo mortuorio de Heraclea, y evocando el alma de Cleonice, le pidió que se aplacara en su enojo. Compareció ella al conjuro, y le dijo que se libertaría pronto de sus males luego que estuviese en Esparta; significándole, a lo que parece, por este medio la muerte que había de tener; así se halla escrito por diferentes historiadores.

Cimón, hechos ya del partido de Atenas los aliados, marchó por mar de general a la Tracia, por tener noticia de que algunos Persas distinguidos y del linaje del rey, ocupando a Eiona, ciudad situada a las orillas del río Estrimón, causaban vejaciones a los Griegos por allí establecidos. Ante todo, pues, venció en batalla a estos Persas y los encerró dentro de la ciudad; y después, sublevando a los Tracios del Estrimón, de donde les iban los víveres, y guardando con gran diligencia todo el país, redujo a los sitiados a tal penuria, que Butes, general del rey, traído a la última desesperación, dio fuego a la ciudad y se abrasó en ella con sus amigos y sus riquezas. De este modo la tomó, sin haber sacado otra ventaja alguna, por haberse quemado casi cuanto aquel traía con los bárbaros; pero el territorio, que era muy fértil y muy delicioso, lo distribuyó a los Atenienses, para establecer una colonia. Permitióle el pueblo que pusiera Hermes de piedra, en el primero de los cuales grabó esta inscripción: Harto eran de esforzados corazones los que del Estrimón en la corriente y en Eiona a los hijos de los Medos con hambre y cruda guerra molestaron, siendo en sufrir trabajos los primeros. En el segundo: Los Atenienses este premio dieron a sus caudillos: justa recompensa de sus servicios y sus altos hechos. De la posteridad el que tal viere, en pro común se afanará celoso, sin esquivar las peligrosas lides. Y en el tercero: De esta insigne ciudad llevó Mnesteo con los Atridas a los frigios campos a un divino varón, loado de Homero por su destreza en ordenar las huestes de los Argivos de bronceadas armas. ¿Qué mucho, pues, que de marcial pericia, de denuedo y valor el justo lauro se dé a los hijos de la culta Atenas?

Aunque en estas inscripciones no se descubre el nombre de Cimón, pareció, sin embargo, excesivo el honor que se le tributó a los de aquella edad, porque ni Temístocles ni Milcíades alcanzaron otro tanto, y aun a éste, habiendo solicitado una corona de olivo, Sócares Decelense, levantándose en medio de la junta, le dio una respuesta no muy justa, pero agradable al pueblo, diciendo: “Cuando tú ¡oh Milcíades! peleando solo contra los bárbaros, los vencieres, entonces aspira a ser coronado tú sólo.” ¿Por qué, pues, tuvieron en tanto esta hazaña de Cimón? ¿No sería acaso porque con los otros dos caudillos sólo trataron de rechazar a los enemigos, para no ser de ellos sojuzgados, y bajo el mando de éste aun pudieron ofenderlos, y haciéndoles la guerra en su propio país adquirieron posesiones en él, estableciendo colonias en Eiona y en Anfípopis? Estableciéronse también en Esciro, tomándola Cimón con este motivo; habitaban aquella isla los Dólopes, malos labradores y dados a la piratería desde antiguo, en términos que ni siquiera usaban de hospitalidad con los navegantes que se dirigían a sus puertos; y, por último, habiendo robado a unos mercaderes tésalos que navegaban a Ctesio, los habían puesto en prisión. Pudieron éstos huir de ella, y movieron pleito a la ciudad ante los Anfictiones. La muchedumbre se rehusaba a reintegrarlos del caudal robado, diciendo que lo devolvieran los que lo habían tomado y se lo habían repartido; mas con todo, intimidados, escribieron a Cimón, exhortándole a que viniera con sus naves a ocupar la ciudad, porque ellos se la entregarían. Así fue como Cimón tomó la isla, de la que arrojó a los Dólopes, y dejó libre el mar Egeo. Sabedor de que el antiguo Teseo, hijo de Egeo, huyendo de Atenas había sido muerto allí alevosamente por el rey Licomedes, hizo diligencias para descubrir su sepulcro, porque tenían los Atenienses un oráculo que mandaba se trajeran a la ciudad los restos de Teseo y lo veneraran debidamente como a un héroe; pero ignoraban dónde yacía, porque los Escirenses ni lo manifestaban ni permitían que se averiguase. Encontrando, pues, entonces el hoyo, en fuerza de la más exquisita diligencia, puso Cimón los huesos en su nave, y adornándolos con esmero los condujo a la ciudad, al cabo de unos ochocientos años, con lo que todavía se le aficionó más el pueblo. En memoria de este suceso se celebró una contienda de trágicos que se hizo célebre, porque habiendo presentado Sófocles, que aún era joven, su primer ensayo, como el arconte Apsefión, a causa de haberse movido disputa y altercado entre los espectadores, no hubiese sorteado los jueces del combate, cuando Cimón se presentó con sus colegas en el teatro para hacer al Dios las libaciones prescritas por la ley, no los dejó salir, sino que, tomándoles juramento, los precisó a sentarse y a juzgar, siendo diez en número, uno por cada tribu; así, esta contienda se hizo mucho más importante por la misma dignidad de los jueces. Quedó vencedor Sófocles, y se dice que Esquilo lo sintió tanto y lo llevó con tan poco sufrimiento, que ya no fue mucho el tiempo que vivió en Atenas, habiéndose trasladado por aquel disgusto a Sicilia, donde murió, y fue enterrado en las inmediaciones de Gela.

Escribe Ion que, siendo él todavía mocito, comió con Cimón, en ocasión de haberse venido a Atenas desde Quio con Laomedonte, y que, rogado aquel que cantase, como no lo hubiese ejecutado sin gracia, los presentes lo alabaron de más urbano que Temístocles, por haber éste respondido en igual caso que no había aprendido a cantar y tañer y lo que él sabía era hacer una ciudad grande y rica. De aquí, como era natural, recayó la conversación sobre las hazañas de Cimón, y, como se hiciese memoria de las más señaladas, dijo que se les había pasado referir la más bien entendida de sus estratagemas; porque habiendo tomado los aliados muchos cautivos de los bárbaros en Sesto y en Bizancio, encargaron al mismo Cimón el repartimiento; y él había puesto a un lado los cautivos, y a otro los presos y adornos que tenían, de lo que los aliados se habían quejado, teniendo por desigual aquella división. Díjoles entonces que de las dos partes eligieran la que gustasen, porque los Atenienses con la que dejaran se darían por contentos. Aconsejándoles, pues, Herófito de Samos que eligieran antes los arreos de los Persas que los Persas mismos, tomaron los adornos de éstos, dejándoles a los Atenienses los cautivos; y por entonces se rieron de Cimón como de un mal repartidor, por cuanto los aliados cargaron con cadenas, collares y manillas de oro, y con vestidos y ropas ricas de púrpura, no quedándoles a los Atenienses más que los cuerpos malamente cubiertos para destinarlos al trabajo; pero al cabo de poco bajaron de la Frigia y la Lidia los amigos y deudos de los cautivos, y redimían a cada uno de éstos por mucho dinero; de manera que Cimón proveyó de víveres las naves para cuatro meses, y aun les quedó de los rescates mucho dinero que llevar a Atenas.

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Rico ya Cimón, los viáticos de la guerra, que se los hizo pagar muy bien de los enemigos, los gastaba mejor con sus conciudadanos, porque quitó las cercas de sus posesiones para que los forasteros y los ciudadanos necesitados pudieran tomar libremente de los frutos lo que gustasen. En su casa había mesa, frugal, sí, pero que podía bastar para muchos cada día; y de los pobres podía entrar a ella el que quisiese, encontrando comida sin tener que ganarla con su trabajo, para atender solamente a los negocios públicos. Mas Aristóteles dice que la mesa no era franca para todos los Atenienses, sino sólo para el que quisiera de sus compatriotas los Lacíadas. Acompañabanle algunos jóvenes bien vestidos, cada uno de los cuales, si se llegaba a Cimón algún Ateniense anciano con pobres ropas, cambiaba con él las suyas; hecho que se tenía por muy fino y delicado. Ellos mismos llevaban igualmente dinero en abundancia, y acercándose en la plaza a los pobres menos mal portados, les introducían secretamente alguna moneda en la mano. A estos rasgos parece que alude Cratino el cómico en Los Arquílocos cuando dice: Yo, Metrobio, el gramático, pedía con instancia a los Dioses me otorgaran pasar unido con Cimón mis días, senectud asegurando regalona con este hombre divino, el más bondoso y más obsequiador entre los Griegos; pero dejóme y se ausentó primero. Gorgias Leontino dice, además, que Cimón adquirió riqueza para usar de ella, y que usaba de ella para ser honrado. Critias, que fue uno de los treinta tiranos, pide a los Dioses en sus elegías Oro elle los Escopas; mano franca la de Cimón, y triunfos y victorias los del lacedemonio Agesilao. Y en verdad que el espartano Licas no es tan celebrado entre los Griegos sino porque en la concurrencia a los juegos gímnicos daba de comer a los forasteros; pero el uso que de su opulencia hacía Cimón excedía a la antigua hospitalidad y humanidad de los Atenienses: porque aquellos con quienes justamente se muestra ufana esta ciudad dieron a los Griegos las semillas de los alimentos, y les enseñaron el uso del agua de las fuentes y el modo de encender el fuego para el servicio de los hombres, y éste, erigiendo su casa en un pritaneo común para los ciudadanos, y poniendo francas las primicias de los frutos ya sazonados, y todo cuanto bueno llevan las estaciones en el país, para que los forasteros lo tomaran y disfrutaran, reprodujo en cierta manera aquella fabulosa comunión de bienes del tiempo de Crono. Los que califican estos hechos de lisonja y adulación a la muchedumbre encuentran el desengaño en todo el tenor del gobierno de Cimón, que siempre se inclinó a la aristocracia, como que con Aristides repugnó e hizo frente a Temístocles, que daba a la muchedumbre más alientos de lo que convenía; y después se opuso a Efialtes, que para ganarse el pueblo quería debilitar el Senado del Areópago. En un tiempo en que se veía que todos los demás, a excepción de Aristides y Efialtes, estaban implicados en corrupciones y sobornos, él se conservó puro e intacto, hasta el fin de la tacha de recibir regalos, haciéndolo y diciéndolo todo gratuitamente y con limpieza. Dícese que vino a Atenas, con grandes caudales, un bárbaro llamado Resaces, que se había rebelado al rey, el cual, mortificado de calumniadores, acudió a Cimón y le presentó en el recibimiento dos picheles, lleno uno de daricos de plata y el otro de oro, y que Cimón al verlo se echó a reír, y le preguntó qué era lo que prefería: que Cimón fuese su asalariado, o su amigo; y como respondiese que amigo: “Pues bien- le repuso-; vete y llévate contigo esta riqueza, porque me servirá, si la hubiese menester, siendo tu amigo”.

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Pagaban los aliados sus contribuciones, pero no daban los hombres y las naves que les correspondían, sino que, dejados ya de expediciones y de milicia, no teniendo que hacer la guerra, aspiraban sólo a cultivar sus campos y vivir en reposo, habiéndose hecho la paz con los bárbaros y no siendo de éstos molestados, que era por lo que ni tripulaban las naves ni daban hombres de guerra. Los demás generales de los Atenienses los estrechaban a cumplir con estas cargas, y usando de multas y castigos con los que estaban en descubierto hacían áspero y aborrecible su imperio. Más Cimón seguía en este punto un camino enteramente opuesto, no haciendo violencia a ninguno de los Griegos, sino que de los que a ello se acomodaban tomaba el dinero y las naves vacías y los dejaba que se acostumbrasen al reposo y a estarse quietos en casa, haciéndose labradores y negociantes pacíficos con el regalo y la inexperiencia, de belicosos que antes eran. De este modo, a los Atenienses, que todos a su vez servían en las naves y se ocupaban en las cosas de guerra, con los sueldos y a costa de los aliados, los hizo en breve tiempo señores de los que contribuían; porque, como estaban siempre navegando, manejando las armas, mantenidos y ejercitados en las continuas expediciones, se acostumbraron aquellos a temerlos y a obsequiarlos, haciéndose insensiblemente sus tributarios y sus esclavos, en lugar de compañeros.

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Por de contado, nadie abatió ni mortificó más el orgullo del gran Rey que Cimón; porque no se contentó con verle fuera de la Grecia, sino que, siguiéndole paso a paso, sin dejar respirar ni pararse a los bárbaros, ya talaba y asolaba un país, ya en otra parte sublevaba a los naturales y los traía al partido de los Griegos; de manera que desde la Jonia a la Panfilia dejó el Asia enteramente libre de armas persianas. Noticioso de que los generales del Rey, con un grande ejército y muchas naves, se proponían sorprenderle hacía la Panfilia, y queriendo que éstos por miedo no navegaran en adelante en el mar dentro de las islas Quelidonias, ni siquiera se acercasen a él, dio la vela desde Cnido y Triopio con doscientas naves. Teníanlas desde Temístocles muy bien aparejadas para la celeridad y para tomar prontamente la vuelta; pero Cimón las hizo entonces más llanas, y dio ensanche a la cubierta, para que con mayor número de hombres armados se presentaran más terribles a los enemigos. Navegando, pues, a la ciudad de Faselis, cuyos habitantes eran Griegos, pero ni admitían sus tropas ni había forma de apartarlos del partido del rey, taló su territorio, y empezó a combatir los muros. Iban en su compañía los de Quío; y siendo amigos antiguos de los Faselitas, por una parte procuraban templar a Cimón, y por otra arrojaban a las murallas ciertas esquelas clavadas en los astiles, para advertir de todo a los Faselitas. Por fin lograron se hiciera la paz con ellos, bajo las condiciones de dar diez talentos y de unirse con Cimón para la guerra contra los bárbaros. Éforo dice que era Titraustes el que mandaba la armada del Rey, y Ferendates el ejército; mas Calístenes es de opinión que Ariomandes, hijo de Gobrias, tenía el mando de todas las fuerzas, y que con las naves marchó hacía el Eurimedonte, no estando dispuesto a pelear todavía con los Griegos, porque esperaba otras ochenta naves fenicias, que habían salido de Chipre. Quiso Cimón anticiparse a su llegada, para lo que movió con sus naves, dispuesto a obligar por fuerza a los enemigos, si voluntariamente no querían combatir. Al principio éstos, para no ser precisados, se entraron río adentro, pero, siguiéndolos los Atenienses, hubieron de hacer frente, según Fanodemo, con seiscientas naves, y según Éforo, con trescientas cincuenta. Mas por mar nada hicieron digno de tan considerables fuerzas, sino que al punto se echaron a tierra; los primeros pudieron escapar huyendo al ejército que estaba cerca, pero los demás fueron detenidos y muertos, y disuelta la armada. Ahora, la prueba de que las naves de los bárbaros habían sido en excesivo número es que, con haber huido muchas, como es natural, y haber sido otras muchas destruidas, todavía apresaron doscientas los Atenienses.

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Bajaba el ejército hacía el mar, y le pareció a Cimón obra muy ardua contenerle en su marcha y hacer que los Griegos acometieran a unos hombres que venían de refresco y eran en gran número; con todo, viendo a éstos muy alentados y resueltos con el ardor y engreimiento que da la victoria a arrojarse en unión sobre los bárbaros, a la infantería, que todavía estaba caliente del combate naval, la hizo que cargase con ímpetu y algazara; y resistiendo y defendiéndose por su parte los Persas, no sin bizarría, se trabó una muy reñida batalla. De los Atenienses cayeron los hombres de mayor valor y de mayor opinión, pero al fin hicieron huir a los bárbaros, con gran matanza de ellos, y después tomaron prisioneros a otros, y les ocuparon las tiendas llenas de toda especie de preciosidades. Cimón, que como diestro atleta en un día había salido vencedor en dos combates, no obstante haber excedido con la batalla campal al triunfo de Salamina y con la naval al de Platea, aún a añadió otro trofeo a estas victorias; pues sabiendo que las ochenta galeras fenicias, que no tuvieron parte en el combate, habían aportado a Hidro, se dirigió allá sin detención; y como sus comandantes no tuviesen noticia positiva de las principales fuerzas, sino que estuviesen en la duda y en la incertidumbre, siendo por lo mismo mayor su sorpresa, perdieron todas las naves, y la mayor parte de los soldados perecieron. De tal modo abatieron estos sucesos el ánimo del rey, que ajustó aquella paz tan afamada de no acercarse jamás al mar de Grecia a la distancia de una carrera de caballo y de no navegar dentro de las islas Cianeas y Quelidonias con nave grande y de proa bronceada, aunque Calístenes sostiene que el bárbaro no hizo tal tratado; mas en las obras guardó lo que se ha dicho, de miedo de aquella derrota, teniéndose a tanta distancia de la Grecia, que Pericles, con cincuenta galeras, y Efialtes con solas treinta, navegaron por aquella parte de las Quelidonias, sin que de los bárbaros se les ofreciera a la vista ni siquiera un barco. Pero Crátero, en su colección de decretos, insertó el tratado como hecho realmente, y aun se dice que los Atenienses erigieron con este motivo el ara de la paz, y que a Calias, que había sido el embajador, le colmaron de distinciones. Vendidos los despojos que entonces se tomaron, tuvo el pueblo fondos para otras muchas cosas, y edificó el muro de la ciudadela que mira al mediodía, habiéndose hecho rico con estas expediciones. Añádase que las largas murallas llamadas piernas, aunque se acabaron después, se empezaron entonces, y que el cimiento, como se hubiese dado con un terreno pantanoso y muelle, fue afirmado con toda seguridad por Cimón, que hizo desecar los pantanos con mucha arcilla y piedras muy pesadas, dando y aprontando para ello el caudal necesario. Fue el primero en hermosear la ciudad con aquellos lugares de recreo y entretenimiento, por los que hubo tanta pasión después, porque plantó de plátanos la plaza, y a la Academia, que antes carecía de agua y era un lugar enteramente seco, le dio riego, convirtiéndola en un bosque, y la adornó con corredores espaciosos y desembarazados, y con paseos en que se gozaba de sombra.

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Como algunos Persas no quisiesen abandonar el Quersoneso, y aun llamasen de más arriba a los Tracios, con desprecio de Cimón, partió éste de Atenas con poquísimas naves, en busca de ellos, y con solas cuatro naves les tomó trece. Lanzando, pues, a los Persas y derrotando a los Tracios, puso bajo la obediencia de Atenas todo el Quersoneso. Después, venciendo por mar a los Tasios, que se habían rebelado a los Atenienses, les tomó treinta y tres naves, se apoderó, por sitio, de su ciudad, adquirió para Atenas las minas de oro que estaban al otro lado y ocupó todo el terreno sobre que dominaban los Tasios. De allí, pudiendo pasar a la Macedonia y ganar mucha parte de ella, como pareciese que lo había dejado por no querer, se le atribuyó que por el rey Alejandro había sido sobornado con presentes, sobre lo que tuvo que defenderse, persiguiéndole con encarnizamiento sus enemigos En su apología, ante los jueces, dijo que no había tenido hospedaje como otros entre los Jonios o los Tésalos, que son ricos, para recibir honores y agasajos, sino entre los Lacedemonios, cuya moderación y sobriedad había procurado imitar y aplaudir, no teniendo en nada la riqueza y si preciándose de haber enriquecido su ciudad con la opulencia de los enemigos. Haciendo Estesímbroto mención de este juicio, refiere que Elpinice, rogada por Cimón, fue a llamar a la puerta de Pericles, porque éste era el más violento de los acusadores, y que él, echándose a reír: “Vieja estás- le dijo-, vieja estás, Elpinice, para manejar tan arduos negocios”; mas que con todo, en la vista de la causa se mostró muy benigno con Cimón, no habiéndose levantado durante la acusación más que una sola vez, como para cumplir.

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Salió, pues, absuelto de esta causa, y en las cosas de gobierno, mientras estuvo presente, dominó y contuvo al pueblo, que acosaba a los principales ciudadanos y procuraba atraer a sí toda la autoridad y el poder; pero cuando volvió a marchar a la armada, alborotándose los más y trastornando el orden existente de gobierno y las instituciones patrias en que antes habían vivido, poniéndose al frente Efialtes, quitaron al Senado del Areópago el conocimiento de todos los juicios, a excepción de muy pocos, y erigiéndose en árbitros de los tribunales introdujeron una democracia absoluta, teniendo ya entonces Pericles bastante influjo y habiéndose puesto de parte de los muchos. Por esta causa, como Cimón, a su vuelta, se hubiese indignado porque habían oscurecido la majestad del Consejo y hubiese intentado volver a llevar a él los juicios y restablecer la aristocracia de Clístenes, se juntaron muchos a gritar y a irritar al pueblo, recordándole lo de la hermana y acusándole de laconismo, acerca de lo cual son bien conocidos aquellos versos de Éupolis contra Cimón: No era hombre malo; un poco dado al vino, descuidado, y que a veces en Esparta noche solía hacer, aquí dejando sola y sin compañía a su Elpinice. Pues si falto de atención y tomado del vino conquistó tantas ciudades y alcanzó tantas victorias, es claro que, a haber estado cuerdo y atento, ninguno de los Griegos, ni antes ni después de él, hubiera igualado sus hechos.

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Fue, en efecto, desde el principio partidario de Lacedemonia, y de dos hijos gemelos que tuvo de Clitoria, según dice Estesímbroto, al uno le puso por nombre Lacedemonio, y al otro, Eleo, por lo que Pericles muchas veces les dio en cara con su origen materno; pero Diodoro Periegetes dice que así éstos como Tésalo, hijo tercero de Cimón, fueron tenidos en Isódica, hija de Euriptólemo y sobrina de Megacles. Contribuyeron mucho a sus adelantamientos los Lacedemonios, que ya entonces estaban en contradicción con Pericles y querían que fuese este joven el que tuviese el mayor poder y autoridad en Atenas. Esto lo vieron al principio con gusto los Atenienses, no sacando poco partido de la benevolencia de los Lacedemonios hacía él; porque en el principio de su incremento, y cuando empezaban a tomar parte en los asuntos de los otros pueblos, aliados de unos y otros, no les venían mal los honores y los obsequios hechos a Cimón, puesto que entre los Griegos todo se manejaba a su arbitrio, siendo afable con los aliados y muy acepto a los Lacedemonios. Mas después, cuando ya se hicieron los más poderosos, vieron con malos ojos que Cimón permaneciese todavía no ligeramente apasionado de los Lacedemonios, porque él mismo también, celebrando para todo a los Lacedemonios ante los Atenienses, especialmente cuando tenía que reprender a éstos o que excitarlos a alguna cosa, había tomado la costumbre, según refiere Estesimbroto, de decirles: “¡Qué poco son así los Lacedemonios!” Con lo que se granjeó cierta envidia y displicencia de parte de sus conciudadanos. Pero de todas, la calumnia más poderosa contra él tuvo este origen: en el año cuarto del reinado de Arquidamo, hijo de Zeuxidamo, en Esparta, por un terremoto mayor que todos aquellos de que antes había memoria, en todo el territorio de los Lacedemonios se abrieron muchas simas, y estremecido el Taígeto, algunas de sus cumbres se aplanaron. La ciudad misma tembló toda, y fuera de cinco casas, todas las demás las derribó el terremoto. En el pórtico, en ocasión de estar lleno, ejercitándose en él a un tiempo los mozos y los muchachos, se dice que poco antes del temblor se apareció una liebre, y que los muchachos, ungidos como estaban, por una muchachada se pusieron a correr tras ella y perseguirla, y en tanto cayó el gimnasio sobre los mozos que se habían quedado, muriendo allí todos; y a su sepulcro aún se le da el día de hoy el nombre de Sismacia, tomado del terremoto. Previó al punto Arquidamo por lo presente lo que iba a suceder, y viendo que los ciudadanos se dedicaban a recoger en sus casas lo más precioso cada uno, mandó que la trompeta hiciera señal de que venían enemigos, para que a toda priesa acudieran armados a su presencia; esto solo fue lo que entonces salvó a Esparta, porque de todos los campos sobrevinieron corriendo los Hilotas para acabar con los que se hubieran salvado de los Espartanos; pero hallándolos en orden de batalla se retiraron a sus poblaciones, siendo, sin embargo, bien claro que iban a hacerles la guerra, por haber atraído a no pocos de los circunvecinos y venir ya también sobre Esparta los Mesenios. Envían, pues, los Lacedemonios a Atenas de embajador, para pedir auxilio, a Periclidas, de quien dice en una comedia suya Aristófanes que “sentado ante los altares, todo pálido, con una ropa de púrpura, pedía por compasión un ejército”. Oponíase Efialtes, y con el mayor empeño rogaba que se negase el socorro y no se restableciera una ciudad rival de Atenas, sino que se la dejase en el suelo, para ser pisado su orgullo; pero dice Critias que Cimón, anteponiendo el bien de los Lacedemonios al incremento de su patria, convenció al pueblo y salió a auxiliarlos con mucha infantería. Ion nos da cuenta de la principal razón con que movió a los Atenienses, que fue exhortarlos a que no dejaran coja la Grecia ni dieran lugar a que su ciudad quedara sin pareja.

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Auxiliado que hubo a los Lacedemonios, volvía con su ejército por Corinto, y Lacarto le reconvino por haber entrado con sus tropas sin anuencia de aquellos ciudadanos, diciendo que aun los que llaman en puerta ajena no entran sin que el dueño les mande pasar adelante: a lo que Cimón le replicó: “Pues vosotros ¡oh Lacarto! no llamáis a las puertas de los Cleoneos y Megarenses, sino que, quebrantándolas, os introducís con las armas, creyendo que todo debe estar abierto a los que más pueden”. ¡Con esta arrogancia habló en tan oportuna ocasión! y pasó con su ejército. Volvieron los Lacedemonios a llamar en su socorro a los Atenienses contra los Mesenios e Hilotas, que se hallaban en Itome, y cuando ya los tuvieron a su disposición, temiendo su denuedo y aire marcial, los despidieron a ellos solos de todos los aliados, bajo el pretexto de que intentaban novedades. Retiráronse con grande enojo, y además de exasperarse muy a las claras contra los que laconizaban, condenaron a Cimón, valiéndose de un leve pretexto, al ostracismo por diez años: porque éste era el tiempo prefinido a todos los que sufrían esta pena. En esto, hallándose los Lacedemonios acampados en Tanagra, de vuelta de libertar a los de Delfos de los Focenses, les salieron los Atenienses al encuentro para darles batalla; y Cimón fue a colocarse con sus armas entre los de su tribu Enide, dispuesto a batirse contra los Lacedemonios en compañía de sus conciudadanos; pero el Consejo de los Quinientos, sabedor de ello y temiéndole, intimó a los generales a instigación de sus enemigos, que le imputaban ser su ánimo desordenar el ejército e introducir los Lacedemonios en la ciudad, que de ningún modo lo admitiesen. Retiróse, pues, rogando encarecidamente a Eutipo Anaflistio, y a los demás amigos que estaban más tildados de laconizar o ser adictos a los Lacedemonios, que pelearan esforzadamente, a fin de lavar con las obras, ante sus ciudadanos, aquella infundada nota. Estos, pues, tomando la armadura de Cimón, y colocándola en su puesto, se juntaron todos en uno, los ciento que eran, y corrieron a la muerte con el mayor arrojo, obligando a los Atenienses a que sintiesen su pérdida y a que se arrepintiesen de sus injustas sospechas. De aquí es que tampoco les duró mucho el enojo contra Cimón, ya porque trajeron a la memoria, como era debido, sus importantes servicios, y ya también porque así lo exigieron las circunstancias; porque vencidos en Tanagra en una reñida batalla, y esperando tener sobre sí para el verano un ejército de los del Peloponeso, llamaron de su destierro a Cimón, y tornó a su llamamiento, habiendo sido Pericles quien escribió el decreto: ¡tan subordinadas eran entonces al orden político las rencillas, tan templados los enojos y tan prontos a ceder a la común debilidad, y hasta tal punto la ambición, que sobresale entre todas las demás pasiones, sabia acomodarse a las necesidades de la patria!

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Luego que volvió Cimón, al punto puso fin a la guerra y reconcilió las ciudades; pero como hecha la paz viese que los Atenienses no podían permanecer en reposo, sino que deseaban estar en acción y aumentar su poder por medio de expediciones, para que no incomodaran a los demás Griegos, ni dirigiéndose con muchas naves hacía las islas y el Peloponeso diesen ocasión a guerras civiles u origen a quejas de parte de los aliados contra la ciudad, tripuló doscientos trirremes, con muestras de marchar otra vez contra el Egipto y Chipre; llevando en esto la idea, por una parte, de que los Atenienses no se descuidaran nunca de la guerra contra los bárbaros, y por otra, de que granjearan justamente riquezas, trasladando a la Grecia la opulencia de sus naturales enemigos. Cuando todo estaba dispuesto y las tropas ya embarcadas, tuvo Cimón un sueño. Parecióle que una perra muy furiosa le ladraba, y que del ladrido salía una mezcla de voz humana que le decía: Ve, que has de ser amigo mío y de estos mis tiernos cachorrillos. Siendo tan difícil y oscura esta visión, Astífilo Posidionata, que era adivino y muy conocido de Cimón, dijo que aquello significaba su muerte, explicándolo de esta manera: el perro es el enemigo de aquel a quien ladra, y de un enemigo nunca se hace uno mejor amigo que a la muerte; y la mezcla de la voz designa un enemigo medo, porque el ejército de los Medos se compone de Griegos y bárbaros. Después de este ensueño, estando él mismo sacrificando a Baco, dividió el sacerdote la víctima, y la sangre ya cuajada la fueron llevando poco a poco unas hormigas, y poniéndola pegada en el dedo grande del pie de Cimón, sin que esto se advirtiese por algún tiempo; pero, cabalmente al mismo echarlo de ver, vino el sacerdote mostrándole el hígado sin cabeza. Con todo, no pudiendo desentenderse de la expedición, siguió adelante, y enviando sesenta naves al Egipto navegó con todas las demás. Venció la armada del rey, compuesta de naves de la Cilicia y la Fenicia, ganó todas las ciudades de Chipre, amagando a las de Egipto, siendo su ánimo nada menos que de destruir todo el imperio del rey, mayormente después de haber entendido que era grande el poder y autoridad de Temístocles entre los bárbaros, y que había ofrecido al rey, al mover guerra a los Griegos, que él iría de general. Pero se dice que Temístocles, como desconfiase de poder salir bien en las cosas de los Griegos, y más todavía, de superar la dicha y esfuerzo y destreza de Cimón, se quitó a si mismo la vida. Preparados así por Cimón los principios de grandes combates, y manteniéndose con su escuadra a la inmediación de Chipre, envió mensajeros al templo de Amón, a inquirir del Dios cierto oráculo oscuro; pues nadie sabe determinadamente a qué fueron enviados. Ni tampoco el dios les dio oráculo alguno, sino que, al tiempo mismo de acercarse, mandó que regresaran los de la consulta, porque él tenía ya consigo a Cimón. Oyendo esto los mensajeros, bajaron al mar, y cuando llegaron al campo de los Griegos, que ya estaba en el Egipto, supieron que Cimón había muerto, y, computando los días que pasaron cerca del oráculo, reconocieron habérseles dado a entender la muerte del caudillo con decírseles que ya estaba con los dioses.

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Murió teniendo sitiado a Cicio, de enfermedad, según los más, aunque algunos dicen que fue de una herida que recibió combatiendo con los bárbaros. Al morir, encargó a sus subalternos que al punto volvieran a la patria, ocultando su fallecimiento; así sucedió que, no habiéndolo sabido ni los enemigos ni los aliados, hicieron con seguridad su regreso, acaudillados, como dice Fanodemo, por Cimón, que hacía treinta días estaba muerto. Después que él falleció, ya nada de entidad se hizo contra los bárbaros por ninguno de los capitanes griegos, sino que, armados unos contra otros, por las instigaciones de los demagogos y de los fomentadores de discordias, sin que nadie se pusiera de por medio para contener sus manos, se despedazaron con guerras intestinas, dando respiración al rey en sus negocios y causando una indecible ruina en el poder de los Griegos. Ya más tarde, Agesilao, llevando sus armas al Asia, dio algún paso en la guerra contra los generales del rey, pero sin haber hecho nada grande o de importancia. Llamado otra vez, por disensiones y disturbios de los Griegos, que de nuevo sobrevinieron, se retiró, dejando a los exactores persas de los tributos en medio de las ciudades confederadas y amigas; cuando no se había visto que ni un mal correo ni un caballo se acercara a aquel mar ni a cuatrocientos estadios durante el mando de Cimón. Haber sido sus despojos traídos al Ática lo atestiguan los sepulcros que aún hoy se llaman Cimóneos. También los Cicienses honran un sepulcro de Cimón, por haberles encargado el Dios en cierta hambre y esterilidad, según el orador Nausícrates, que no se olvidaran de Cimón, sino que le dieran culto y lo veneraran como un ser supremo. Tal fue el general griego.