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Vidas paralelas/Gayo Mario

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No podemos decir cuál fue el tercer nombre de Gayo Mario, al modo que no se sabe tampoco el de Quinto Sertorio, que mandó en España, ni el de Lucio Mumio, que tomó a Corinto, porque el de Acaico fue sobrenombre que le vino de sus hechos, como el de Africano a Escipión y el de Macedonio a Metelo. Por esta razón principalmente parece que reprende Posidonio a los que creen que el tercer nombre era el propio de cada, uno de los Romanos, como Camilo, Marcelo y Catón, porque quedarían sin nombre- decía- los que sólo llevasen dos. Mas no advierte que con este modo de discurrir deja sin nombre a las mujeres, pues a ninguna se le pone el primero de los nombres, que es el que Posidonio tiene por nombre propio para los Romanos. De los otros, uno era común por el linaje, como los Pompeyos, los Manlios, los Cornelios, al modo que si uno de nosotros dijera los Heraclidas y los Pelópidas, y otro era sobrenombre de un adjetivo que indicaba la índole, los hechos, la figura del cuerpo o sus defectos, como Macrino, Torcuato y Sila, a la manera que entre nosotros Mnemón, Gripo y Calinico. En esta materia, pues, la anomalía de la costumbre da ocasión a muchas disputas.

Del semblante de Mario hemos visto un retrato en piedra, que se conserva en Ravena de la Galia, y dice muy bien con la aspereza y desabrimiento de carácter que se le atribuye. Porque siendo por índole valeroso y guerrero, y habiéndose instruido más en la ciencia militar que en la política, en sus mandos se abandonó siempre a una iracundia que no podía contener. Dícese que ni siquiera aprendió las letras griegas, ni usó nunca de la lengua griega en cosas de algún cuidado, teniendo por ridículo aprender unas letras cuyos maestros eran esclavos de los demás, y que después del segundo triunfo, habiendo dado espectáculos a la griega con motivo de la dedicación de un templo, no hizo más que entrar y sentarse en el teatro, saliéndose al punto. Al modo, pues, que Platón solía muchas veces decir al filósofo Jenócrates, que parece era también de costumbres ásperas, “¡oh Jenócrates! sacrifica a las Gracias” si alguno de la misma manera hubiera persuadido a Mario que sacrificase a las Musas griegas y a las Gracias, no hubiera éste coronado tan feamente sus decorosos mandos y gobiernos, pasando por una iracundia y ambición indecente, y por una avaricia insaciable a una vejez cruel y feroz; lo que bien pronto aparecerá de sus hechos.

Nacido de padres enteramente oscuros, pobres y jornaleros, de los cuales el padre tenía su mismo nombre, y la madre se llamaba Fulcinia, tardó en venir a la ciudad y en gustar de las ocupaciones de ella, habiendo tenido su residencia por todo el tiempo anterior en Cerneto, aldea de la región arpina, donde su tenor de vida fue grosero, comparado con el civil y culto de la ciudad, pero moderado y sobrio, y muy conforme con aquel en que antiguamente se criaban los Romanos. Habiendo hecho sus primeras armas contra los Celtíberos, cuando Escipión Africano sitió a Numancia no se le ocultó a este general que en valor se aventajaba a los demás jóvenes y que se prestaba sin dificultad a la mudanza que tuvo que introducir en la disciplina, a causa de haber encontrado el ejército estragado y perdido por el lujo y los placeres. Dícese que peleando con un enemigo le quitó la vida a presencia del general, por lo que, además de otros honores que éste le dispensó, moviéndose en cierta ocasión plática entre cena acerca de los generales, como preguntase uno de los presentes, bien fuera porque realmente dudase, o porque hiciera por gusto aquella pregunta a Escipión, cuál sería el general y primer caudillo que después de él tendría el pueblo romano, hallándose Mario sentado a su lado, le pasó suavemente la mano por la espalda y respondió: “Quizás éste”. ¡Tal era la disposición que desde pequeño presentaba el uno para llegar a ser grande, y tal también la del otro para del principio conjeturar el fin!

Dícese que Mario, inflamado en sus esperanzas con esta expresión como con un fausto agüero, aspiró a tomar parte en el gobierno, y que le cupo en suerte el tribunado de la plebe, siendo su solicitador Cecilio Metelo, de cuya casa era cliente desde el principio, por sí y por su padre. En su tribunado escribió sobre el modo de votar una ley, que parece quitaba a los poderosos su grande influjo en los juicios, a la cual se opuso el cónsul Cota, logrando persuadir al Senado que contradijese la ley y que se hiciese comparecer a Mario a dar razón de su propuesta. Escribíase este decreto, y, entrando Mario, no se portó como un hombre nuevo a quien ninguno de algún lustre había precedido, sino que, tomando de sí mismo el mostrarse tal cual le acreditaron después sus hechos, amenazó a Cota con que lo llevaría ala cárcel si no abrogaba su resolución. Volviéndose éste entonces a Metelo, le preguntó cuál era su dictamen, y, levantándose Metelo, apoyado al cónsul; pero Mario, llamando al lictor, que estaba fuera, le dio orden, de que llevara a la cárcel al mismo Metelo. Imploraba éste el auxilio de los demás tribunos, y como ninguno se le presentase, cedió el Senado, y desistió de su decreto. Saliendo entonces ufano Mario adonde estaba la muchedumbre, hizo sancionar la ley, ganando opinión de ser intrépido contra el miedo, imperturbable por rubor y fuerte para oponerse al Senado en obsequio de la plebe. Mas de allí a poco hizo que se cambiara esta opinión con motivo de otro acto de gobierno, porque, habiéndose propuesto ley para hacer una distribución de trigo, se opuso obstinadamente a los ciudadanos, y saliendo con su intento, adquirió igual concepto entre ambos partidos de que nunca por obsequio cedería en lo que no fuera conveniente ni a los unos ni a los otros.

Después del tribunado se presentó a pedir la Edilidad mayor, porque hay dos órdenes de ediles: el uno, que toma el nombre de las sillas, con pies corvos, en que estos magistrados se sientan para despachar, y el otro, inferior, que se llama plebeyo. Nómbranse primero los de mayor dignidad, y después se pasa a votar los otros. Todo daba a entender que Mario quedaría para este segundo; pero él, presentándose sin dilación en medio, pidió el otro; mas acreditándose por lo mismo de osado y orgulloso, fue desatendido, y con haber sufrido dos desaires en un mismo día, cosa nunca sucedida a otro alguno, no por eso bajó nada de su arrogancia; antes, de allí a poco volvió a pedir la Pretura, y casi nada faltó para que llevara también repulsa; mas fue, por fin, elegido el último, y se le formó causa de cohecho. Dio el principal motivo para sospechar un esclavo de Casio Sabacón, por habérsele visto dentro de los canceles mezclado con los que iban a votar y ser Sabacón uno de los mayores amigos de Mario. Preguntado aquel por los jueces sobre este particular, respondió que, teniendo mucha sed, a cansa del calor, pidió agua fría, y como aquel su esclavo tuviese un vaso de ella, había entrado a alargárselo, marchándose inmediatamente después que bebía. Ello es que Sabacón fue, por los censores que entraron en ejercicio después de este suceso, removido del Senado, pareciendo a todos que no dejaba de merecerlo, bien fuese por el falso testimonio, o bien por su mala conducta. Fue citado también como testigo contra Mario Gayo Herenio, y contestó no ser conforme a las costumbres patrias que atestiguase contra un cliente, sino que antes las leyes eximían de esta obligación a los patronos- que es el nombre que dan los Romanos a los defensores y abogados-, y que de la casa de los Herenios habían sido clientes de anti- guo los progenitores de Mario, y aun Mario mismo. Admitían los jueces la excusa, pero el mismo Mario hizo oposición a Herenio, diciendo que luego que entró en las magistraturas se libertó de la calidad de cliente, lo que no era enteramente cierto, pues no toda magistratura exime a los clientes y a su posteridad de la obligación de alimentar al patrono, sino solamente aquella a la que la ley concede silla curul. En los primeros días del juicio, la suerte no se presentaba favorable a Mario, ni estaban de su parte los jueces; pero en el último salió, no sin maravilla, absuelto, por haberse empatado los votos.

Nada hizo en la Pretura digno de particular alabanza; pero habiéndole cabido en suerte después de ella la España ulterior, se dice que limpió de salteadores la provincia, áspera todavía y feroz en sus costumbres, por no haber dejado los Españoles de tener el robar por una hazaña. Constituido en el gobierno, no le asistían ni la riqueza ni la elocuencia, que eran los medios con que los principales manejaban en aquella época al pueblo; sin embargo, dando los ciudadanos cierto valor a la entereza de su carácter, a su tolerancia del trabajo y a su porte, en todo popular, logró ir adelantando en honores y poder, tanto, que hizo un matrimonio ventajoso con Julia, de la familia ilustre de los Césares, de la cual era sobrino César, el que más adelante vino a ser el mayor de los Romanos, proponiéndose en alguna manera por modelo a éste su deudo, como en su vida lo hemos escrito. Conceden todos ti Mario la templanza y la paciencia, habiendo dado de ésta un grande ejemplo con el motivo de cierta operación de cirugía. Tenía entrambas piernas muy varicosas, causándole esta especie de hinchazón una deformidad que le disgustaba, por lo que resolvió ponerse en manos del cirujano. Presentóle, pues, la una pierna, y sin que se la ligasen sufrió los violentos dolores de las incisiones sin moverse y sin lanzar un suspiro, en silencio y con inalterable rostro; pero pasando a la otra el cirujano, ya no quiso alargarla, diciendo: “No veo que la curación de este defecto sea digna de un dolor semejante”.

Cuando el cónsul Cecilio Metelo fue enviado de general al África para la guerra contra Yugurta, nombró por legado a Mario, el cual, aprovechando aquella ocasión de hechos señalados e ilustres, dejó a un lado el cuidar de los aumentos de Metelo y el ponerlo todo a su cuenta, como solían hacerlo los demás. No teniendo, pues, en tanto el haber sido nombrado legado por Metelo como el que la fortuna le ofreciese tan favorable oportunidad y le introdujese en tan magnífico teatro, se esforzó a dar pruebas de toda virtud; y llevando consigo la guerra mil incomodidades, ni rehusó ningún trabajo, por grande que fuese, ni desdeñó tampoco los pequeños. Con esto, con aventajarse a sus iguales en el consejo y la previsión de lo que convenía, y con igualarse a los soldados en la sobriedad y el sufrimiento, se ganó enteramente su amor y benevolencia; porque, en general, parece que le da consuelo al que tiene que trabajar que haya quien voluntariamente trabaje con él, pues con esto parece como que a él también se le quita la necesidad. Era, además, espectáculo muy agradable al soldado romano un general que no se desdeñaba de comer públicamente, el mismo pan, de tomar el mismo sueño sobre cualquiera mullido y de echar mano a la obra cuando había que abrir fosos o que establecer los reales, pues no tanto admiran a los que distribuyen los honores y los bienes como a los que toman parte en los peligros y en la fatiga, y en más que a los que les consienten el ocio tienen a los que quieren acompañarlos en los trabajos. Conduciéndose, pues, Mario en todo de esta manera, y haciéndose popular por este término con los soldados, en breve llenó el África y en breve a la misma Roma de su fama y de su nombre, por medio de los que desde el ejército escribían a los suyos que no se le vería término y fin a aquella guerra mientras no eligiesen cónsul a Mario.

Claro es que por lo mismo había de estar incomodado con él Metelo; pero lo que más le indispuso fue lo ocurrido con Turpilio. Era éste huésped de Metelo, ya de tiempo de su padre, y entonces tenía en aquella guerra la dirección de los trabajos. Habíasele encargado la guardia de Baga, ciudad populosa; y él, confiado en no causar ninguna vejación a los habitantes, sino más bien tratarlos benigna y humanamente, no atendía a precaverse de caer en manos de los enemigos. Mas éstos dieron entrada a Yugurta, aunque a Turpilio en nada le ofendieron, y antes se interesaron para que se le dejara ir salvo. Formósele, pues, causa de traición, y siendo Mario uno de los del consejo de guerra, no sólo se mostró por sí inexorable, sino que acaloró a la mayor parte, de tal manera, que Metelo se vio precisado muy contra su voluntad a tener que condenarle a muerte. Descubrióse a poco la falsedad de la acusación, y todos los demás daban muestras de pesar a Metelo, que estaba inconsolable; pero Mario se mantenía alegre y se jactaba de ser autor de lo ejecutado, sin avergonzarse de decir entre sus amigos que él era quien había hecho que a Metelo le persiguiese la vengadora sombra de su huésped. Con este motivo era todavía más manifiesta la enemistad, y aun se refiere que en cierta ocasión le dijo Metelo, como reconviniéndole: “¡Cómo! ¿y piensas tú, hombre singular, marchar ahora a Roma a pedir el Consulado? ¿Pues no te estaría muy bien el ser cónsul con este hijo mío?” Es de notar que tenía consigo Metelo un hijo todavía en la infancia. En tanto Mario instaba para que se le diera licencia; pero se le dilató con varios pretextos, y por fin se le concedió cuando no faltaban más que doce días para la designación de los cónsules. Mario anduvo el largo camino que había del campamento a Utica sobre el mar en dos días y una noche, y antes de embarcarse hizo un sacrificio. Dícese haberle anunciado el agorero que los Dioses le pronosticaban hechos y sucesos muy superiores a toda esperanza, con lo que partió sumamente engreído. Hizo en cuatro días la travesía con viento en popa, y apareciéndose de súbito ante el pueblo, que le recibió con deseo, presentado por uno de los tribunos en la junta, hizo diferentes recriminaciones a Metelo y se mostró pretendiente del Consulado, con promesa de que muerto o vivo había de tener en su poder a Yugurta.

Habiendo sido nombrado con grande aceptación, se dedicó al punto a reclutar ejército, admitiendo en él, con desprecio de las leyes y costumbres, una multitud indigente y esclava; siendo así que los generales antiguos no les daban a éstos entrada, sino que, mirando como un honor el ejercicio de las armas, sólo las ponían en manos beneméritas, teniendo como por fianza la hacienda de cada uno. Con todo no fue esto lo que más desacreditó a Mario, sino sus expresiones arrogantes, que ofendían a los principales por el ajamiento e injuria que contenían: gritando continuamente aquel que su Consulado era un despojo tomado a la molicie de los nobles y de los ricos, y que él se recomendaba al pueblo con sus heridas propias, no con memorias de muertos ni con imágenes ajenas. Muchas veces nombrando a los generales que habían peleado desgraciadamente en el África, como Bestia y Albino, varones ilustres en linaje, pero pocos guerreros, y por su impericia se perdieron, solía preguntar a los que se hallaban presentes, si no creían que los antepasados de éstos habrían querido más dejar descendientes que fuesen a él semejantes, puesto que ellos mismos no se habían hecho célebres por su noble origen sino por su virtud y sus hazañas. Y esto no lo decía precisamente por vanidad y jactancia, ni sólo porque quisiese indisponerse con los poderosos, sino porque el pueblo, complaciéndose en la mortificación del Senado, solía medir la grandeza de ánimo por la arrogancia de las expresiones, y así él era quien le impelía a humillar a los ciudadanos más sobresalientes para complacer a la muchedumbre.

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Luego que pasó al África, no pudiendo Metelo soportar la envidia, e incomodado sobremanera de que tenien- do ya concluida la guerra, sin restar otra cosa que la materialidad de apoderarse de la persona de Yugurta, viniese Mario a recoger la corona y el triunfo, debiendo estos adelantamientos a sola su ingratitud, no aguardó a que llegara donde él estaba, sino que partió del ejército y fue Rutilio quien hizo la entrega de él a Mario, hallándose de legado de Metelo. Pero persiguió también a Mario un mal hado en la conclusión de este negocio: porque le arrebató Sila la gloria del vencimiento, como él la había arrebatado a Metelo. El modo como esto sucedió lo referiré muy por encima, por cuanto la narración circunstanciada de estos sucesos pertenece más a la Vida de Sila. Boco, rey de los Númidas superiores, era yerno de Yugurta, y mientras duró la guerra, no pareció tomar gran parte en ella, recelando de su perfidia y temiendo que aumentase su poder; mas después que reducido a la fuga y andando errante había puesto en Boco su última esperanza, y marchaba en su busca, recibiéndose éste en tal situación de desvalido más por vergüenza que por afecto, cuando le tuvo a su disposición, a las claras y en público intercedía por él con Mario, escribiéndole que de ningún modo lo entregaría; pero en secreto meditaba hacerle traición, enviando a llamar a Lucio Sila, cuestor de Mario, que había hecho favores a Boco durante aquella expedición. Luego que Sila pasó a verse con él, ya hubo alguna mudanza y arrepentimiento en aquel bárbaro, de manera que estuvo bastantes días sin resolverse entre si entregaría a Yugurta o retendría a Sila. Prevaleció por fin la primera traición, y puso a Yugurta vivo en manos de Sila, siendo ésta la primera semilla de aquella disensión cruel e irreconciliable, que estuvo en muy poco perdiese a Roma. Porque muchos, por aversión a Mario, daban por cierto que aquello había sido obra de Sila; y este mismo, habiendo labrado un sello, puso en él un grabado en que estaba la imagen de Boco en actitud de entregarle a Yugurta, sello que usaba siempre, irritando con esto a Mario, hombre ambicioso, obstinado y enemigo de repartir su gloria con nadie; a lo que contribuían también en gran manera los enemigos de éste, atribuyendo a Metelo el buen principio y progreso de aquella guerra, y su conclusión a Sila, con la mira de hacer que el pueblo dejara de admirar y apreciar a Mario sobre todos.

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Mas bien presto disipó esta envidia, estos odios y estas acriminaciones contra Mario el peligro que de la parte del Poniente amenazó a la Italia, reconociéndose por todos la necesidad de un gran general, y examinando cuidadosamente la ciudad quién sería el piloto de quien se valiese en semejante tormenta; así es que, no hallándose con fuerzas ninguna de las familias nobles o ricas para tal empresa, procediendo a los comicios consulares, eligieron a Mario, que se hallaba ausente. Pues apenas recibida la noticia de la prisión de Yugurta, se difundieron las voces de los Teutones y Cimbros, increíbles al principio en cuanto al número y valor de las tropas que venían, pues se halló que en verdad eran muchas menos de lo que se decía. Con todo, eran trescientos mil hombres armados los que estaban en marcha, y además venía en su seguimiento infinidad de mujeres y niños en busca de una región que alimentase tanta gente y de ciudades en que pudieran establecerse, al modo que antes de ellos sabían haber ocupado los Celtas un país excelente en Italia expeliendo a los Tirrenos; pues, por lo demás, su ninguna comunicación con otros pueblos, y la distancia del país de donde venían, eran causa de que se ignorase qué gentes eran ni de dónde habían partido para caer como una nube sobre la Galia y la Italia. Conjeturábase, sin embargo, que eran naciones germánicas de las que habitan a la parte del Océano Boreal, por la grande estatura de sus cuerpos, por tener los ojos azules, y también porque los de Germania a los ladrones los llaman Cimbros. Hay también quien diga que la gente céltica, por la grande extensión del país y su gran muchedumbre, llega desde el mar exterior y los climas septentrionales hasta el Oriente, yendo a tocar por la laguna Meotis en la Escitia Póntica, y que de allí provenía esta mezcla de naciones, las cuales no abandonaban sus asientos de una vez, ni a la continua, sino que yendo siempre hacia adelante cada año en la primavera, iban así llevando la guerra por todo el continente; y que aunque tienen diferentes denominaciones, según los países, al ejército en general le dan la de Celtoescitas. Otros refieren que la gente cimeria, conocida en lo antiguo por los Griegos, no fue más que una parte mínima, que estrechada de los Escitas, o por sedición entre sí, o por destierro de éstos, se vio precisada a pasar al Asia desde la laguna Meotis, acaudillándola Ligdamis, pero que el grueso de ellos y lo más belicoso se hallaba establecido en los últimos términos, a la parte del mar exterior. Dícese que éstos ocupaban un país sombrío, frondoso y poco alumbrado del sol, por la muchedumbre y espesura de sus bosques, que se extienden hasta dentro de la Selva Hercinia; habién- dole caído en suerte estar bajo un cielo que parece deja poco lugar para la habitación, situados cerca del zenit en la parte donde toma elevación el polo por la inclinación de los paralelos, y donde, iguales los días en lo cortos, y en lo largos con las noches, dividen el año; que fue lo que dio ocasión a Homero para su fábula del infierno. Pues de allí se dice habían partido estos bárbaros para la Italia, dichos al principio Cimerios, y Cimbros después, por alteración, no a causa de su género de vida; aunque esto más es una conjetura que cosa que pueda tenerse por asegurada y cierta. En cuanto a su número, aun hay algunos que afirman haber sido mayor que el que se deja dicho. En el ánimo y osadía eran terribles, pareciéndose al fuego en la presteza y violencia para los hechos de armas; no había quien pudiera resistir a su ímpetu, sino que, indefectiblemente, fueron presa suya todos aquellos a cuyo país llegaron; y de los generales y ejércitos romanos, cuantos se les presentaron por la parte de la Galia transalpina, todos fueron ignominiosamente desbaratados; así, con haber peleado desgraciadamente, estos mismos los atrajeron contra Roma, pues, vencedores de cuanto encontraron, y enriquecidos con opimos despojos, habían resuelto no hacer parada en ninguna parte antes de destruir a Roma y asolar la Italia.

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Oídas semejantes nuevas, como el grito común de los Romanos llamase al mando a Mario, fue nombrado segunda vez cónsul, contra la ley que no permitía elegir ausentes, y contra la que tampoco consentía que fuese alguno reelegido sin que se guardase el espacio de tiempo prefijado; no dando el pueblo oídos a los que se oponían, por cuanto juzgaba que ni era aquella la vez primera en que la ley callaba ante la utilidad pública, ni de menor valor la causa que a ello entonces obligaba, que la que hubo para nombrar cónsul a Escipión contra las mismas leyes, en ocasión en que no temían perder su propia ciudad, sino que trataban de destruir la de Cartago; así, pues, se determinó. Llegó Mario de África con su ejército en las mismas calendas de enero, que es el día en que los Romanos comienzan su año, y en él tomó posesión de Consulado, y celebró su triunfo, dando a los Romanos el increíble espectáculo de conducir cautivo a Yugurta, pues nadie esperaba que vivo él pudiera su ejército ser vencido: ¡de tal manera sabía doblarse a todas las mudanzas de fortuna, y tan diestro era en mezclar la astucia con la fortaleza! Mas llevado en la pompa perdió, según dicen, el sentido, y puesto en la cárcel después del triunfo, mientras unos le despojaban por fuerza de la túnica y otros procuraban quitarle las arracadas de oro, juntamente con ellas le arrancaron el lóbulo de la oreja. Luego que le dejaron desnudo lo arrojaron a un calabozo, donde, desesperado e inquieto: “¡Por Júpiter- exclamó-, que está muy frío vuestro baño!” Allí mismo, luchando por seis días con el hambre, y suspirando hasta la última hora por alargar la vida, pagó la pena que merecían sus impiedades. Cuéntase que se trajeron a este triunfo y fueron llevadas en él tres mil siete libras de oro, de plata no acuñada cinco mil setecientas setenta y cinco, y en dinero diez y siete mil y veintiocho dracmas. Reunió Mario el Senado después del triunfo en el Capitolio, entrando en él, o por olvido, o por hacer orgullosa ostentación de su fortuna, con las ropas triunfales; pero percibiendo al punto que el Senado no lo llevaba a bien, se levantó, y quitándose la púrpura volvió a ocupar su puesto.

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En la marcha hacía de camino trabajar a la tropa, ejercitándola en toda especie de correrías y en jornadas largas, y precisando a los soldados a llevar y preparar por sí mismos lo que diariamente había de servirles: de donde dicen proviene el que desde entonces a los aficionados al trabajo, y a los que con presteza ejecutan lo que se les manda, se les llame mulos marianos, aunque otros dan a esta expresión diferente origen. Porque queriendo Escipión, cuando sitiaba a Numancia, pasar revista, no sólo de armas y caballos, sino también de acémilas y carros, para ver en qué estado tenía cada uno estas cosas, se dice que Mario presentó un caballo perfectamente cuidado y mantenido por él mismo, y además un mulo, sobresaliendo entre todos en gordura, en mansedumbre y en fuerza; por lo que no solamente se mostró contento Escipión con esta especie de cuidado de Mario, sino que hacía frecuentemente mención de ella, y de aquí nació el que los que querían por vejamen alabar a alguno de puntual, de sufrido y de trabajador, le llamaban mulo de Mario.

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Púsose en esta ocasión la fortuna de parte de Mario; pues los bárbaros, como si quisieran tomar carrera para la irrupción que meditaban, pasaron primero a España, dándole tiempo para ejercitar el cuerpo del soldado, para infundir en su ánimo aliento y confianza, y lo que es más importante todavía, para hacer que conociese bien el carácter de su general. Porque su dureza en el mando y su inflexibilidad en los castigos parecían calidades justas y saludables a los que tenían ya el hábito de no delinquir ni faltar; y su vehemencia en la ira, lo penetrante de la voz y lo adusto del semblante, acostumbrados así poco a poco, no tanto les era a ellos terrible como creían había de serlo a los enemigos. Sobre todo era muy del gusto de los soldados su rectitud en los juicios, de la que refiere este ejemplo. Gayo Lucio, sobrino suyo, que tenía empleo de comandante en el ejército, era hombre en todo lo demás no reprensible, pero en el amor de los jóvenes no podía irse a la mano. Amaba a un joven que militaba bajo sus órdenes, llamado Trebonio; y aunque muchas veces lo había solicitado, nunca había sido bien oído; mas, en fin, una noche envió por medio de un esclavo a llamar a Trebonio; vino éste, porque no era lícito no acudir al llamamiento; pero como habiendo entrado en su tienda quisiese hacerle violencia, desenvainando la espada le quitó la vida. Acaeció esto a tiempo que Mario estaba ausente; pero a su vuelta puso inmediatamente en juicio a Trebonio, y como fuesen muchos los que le acusaban, sin que ninguno tomase su defensa, compareciendo él mismo refirió resueltamente el suceso, y tuvo testigos de que muchas veces se resistió a Lucio y que, con hacerle grandes ofertas, jamás condescendió por nada a sus deseos. Maravillado Mario y complacido al mismo tiempo, mandó que le trajesen la corona con que por costumbre patria se recompensaban los ilustres hechos, y, tomándola en la mano, él mismo coronó a Trebonio por haber dado un excelente ejemplo en tiempo en que tanta necesidad había de ellos. Llegó la noticia a Roma, y no fue la que menos contribuyó para que se le confiriera el tercer Consulado, a lo que se agregaba que, acercándose la primavera, miraban como próxima la llegada de los bárbaros, y no querían que ningún otro general hiciese aquella guerra. Mas no llegaron tan pronto como se creía, y también se le pasó a Mario el tiempo de este Consulado. Acercábanse las elecciones, y como hubiese muerto el colega, dejando Mario encargado del ejército a Manio Aquilio, partió para Roma. Eran muchos y muy principales los que pedían el Consulado; Lucio Saturnino, que era, de los tribunos el que más influía sobre la muchedumbre, obsequiado por Mario, hablaba al pueblo y le movía a que le nombrase cónsul. Hacia Mario el desdeñoso, rehusando aquella magistratura y diciendo que no le convenía, sobre lo que Saturnino le acusaba de traidor a la patria por rehusar el mando en medio de tan gran peligro. Estaba bien claro que hacía este papel por servir a Mario; pero los más, en vista de su pericia y de su fortuna, le decretaron el cuarto Consulado, dándole por colega a Lutacio Cátulo, varón muy respetado de los primeros personajes y no desafecto a la muchedumbre.

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Instruido Mario de que los enemigos se hallaban cerca, pasó apresuradamente los Alpes, y fortificando su campamento sobre el río Ródano, condujo a él abundantes provisiones, para no ser nunca precisado a pelear mientras no le pareciese poderlo ejecutar con ventaja, por falta de las cosas precisas. La conducción por mar de lo que el ejército había menester, que antes era larga y costosa, la hizo fácil y breve. Porque tomando las bocas del Ródano con el oleaje del mar gran copia de tierra y mucha arena mezclada con cieno, la navegación era trabajosa y tardía para los abastecedores. Empleando, pues, en aquel punto el ejército, mientras no tenía otra ocupación, abrió un dilatado canal, y haciendo pasar a él gran parte del río, lo condujo por una ribera cómoda con bastante caudal para sostener buques grandes y con una entrada al mar fácil y no expuesta a cegarse; este canal todavía conserva el nombre que de él tomó. Hicieron los bárbaros dos divisiones de sus tropas, tocándoles a los Cimbros marchar contra Catulo por las alturas de los Alpes Nórdicos para vencer aquel paso, y a los Teutones y Ambrones el dirigirse contra Mario, por la Liguria y la costa del mar. Fueles preciso a los Cimbros prepararse y detenerse más; pero los Teutones y Ambrones, partiendo aceleradamente y atravesando el país que mediaba, se presentaron inmensos en número, feroces en los semblantes y en la gritería y alboroto no parecidos a ningunos otros. Ocuparon gran parte de la llanura, y, acampándose, provocaron a Mario a la batalla.

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No hacía Mario cuenta de estas baladronadas, sino que contenía a los soldados dentro de los reales, castigando ásperamente a los atrevidos y llamando traidores a la patria a los que se presentaban con ánimo de pelear por no poder contener la ira; porque la contienda con aquellas gentes no era para alcanzar triunfos o para erigir trofeos, sino para apartar lejos semejante tormenta y tempestad, salvando de este modo la Italia. Así se explicaba en confianza con los otros jefes y caudillos; pero a los soldados, manteniéndose en el valladar, les hacía por trozos que miraran a los enemigos, acostumbrándolos a ver aquellos semblantes, a oír aquella voz enteramente extraña y fiera y a enterarse de sus arreos y su táctica, para que con el tiempo la vista de aquellos objetos espantosos se los hiciera llevaderos; porque creía que la novedad acrecienta un terror falso a las cosas propias de suyo para inspirar miedo, y que la costumbre quita la admiración y asombro aun de aquellos objetos naturalmente terribles. Y aquí, no sólo la vista iba quitando continuamente algo del asombro, sino que con las amenazas y la insufrible altanería de los bárbaros la ira les encendía y abrasaba los ánimos, por cuanto los enemigos, no contentos con atropellar y asolar cuanto había alrededor, acometían a veces el campamento con grande arrojo y desvergüenza, tanto, que se dio a Mario cuenta de estas voces y quejas de los soldados: “¿Por qué cobardía nuestra nos castiga Mario prohibiéndonos con llaves y porteros como a unas mujeres el venir a las manos con los enemigos? Ea, pues, echándola de hombres libres, preguntémosle si es que espera otros que vengan a pelear por la Italia, y de nosotros piensa valerse siempre como de unos criados cuando haya que abrir canales, que quitar barro y que mudar el curso de algún río, pues parece que para estas cosas nos ejercita con continuas fatigas, y que éstas son las obras consulares de que piensa hacer a su vuelta ostentación ante los ciudadanos. ¿Teme, por ventura, los desgraciados casos de Carbón y Cepión, que fueron vencidos de los enemigos por ser ellos muy infe- riores a Mario en virtud y en gloria, y por mandar un ejército que estaba muy distante de valer lo que éste? Y, en fin, hay más honor en sufrir algún descalabro, haciendo algo, que ser tranquilos espectadores de la ruina de nuestros aliados”

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Cuando Mario oyó estas cosas, sirviéronle de placer y trató de sosegar a los soldados diciéndoles que de ningún modo desconfiaba de ellos, sino que, guiado de ciertos oráculos, aguardaba el tiempo y lugar oportunos para la victoria. Porque llevaba en su compañía en litera con cierto respeto a una mujer de Siria llamada Marta, que se decía era profetisa, y de su orden hacía ciertos sacrificios. Habíala antes amenazado el Senado porque se mezclaba en estas cosas y en querer predecir lo futuro; pero después, como acogiéndose a las mujeres hubiese dado algunas pruebas, y más particularmente a la de Mario, porque puesta a sus pies había casualmente adivinado entre los gladiadores quién sería el que venciese, la mandó ésta adonde estaba Mario, que la miró con admiración, y por lo común la hacía llevar en litera. Adornábase para los sacrificios con doble púrpura, y usaba de una lanza toda en rededor ceñida de cintas y coronas. Tenía esta farsa en incertidumbre a la mayor parte de las gentes, no sabiendo si el dar así en espectáculo a aquella mujer nacía de que Mario lo creyese de veras, o de que lo fingía y aparentaba. En cuanto al maravilloso prodigio de los buitres, refiérelo Alejandro Mindio, y es que antes del vencimiento se aparecían siempre dos en derredor de la hueste, y la seguían sin desampararla, siendo conocidos por sus collares de bronce: pues los soldados lograron cogerlos, y puestos los collares, los soltaron. Desde entonces, reconociendo a los soldados, les hacían agasajos, y en viéndolos éstos en las marchas se regocijaban, esperando algún buen suceso. Mostráronse por aquel tiempo diferentes señales, las que tenían en general un carácter común; pero de Ameria y Tuderto se refirió que se veían de noche en el cielo espadas y escudos de fuego, que al principio se notaban separados, mas después chocaban unos con otros en la forma y con los movimientos que lo ejecutan los hombres que pelean, y, por fin, cediendo unos y siguiendo los otros, todos venían a caer hacia Occidente. Por el propio tiempo también de Pesinunte vino Bataces, sacerdote de la gran madre, anunciando que la Diosa le había hablado desde su tabernáculo diciendo que iban los Romanos a disfrutar de la victoria y triunfo más señalados. Diole asenso el Senado, y decretó edificar a la Diosa un templo en señal de victoria, y cuando Bataces estaba para comparecer ante el pueblo con el designio de anunciarlo, se lo estorbó el tribuno de la plebe Aulo Pompeyo, llamándole impostor y echándole a empellones de la tribuna, lo que sólo sirvió para conciliar mayor crédito a su narración; porque no bien se puso Aulo en camino para su casa, disuelta la junta, cuando se le encendió una tan fuerte calentura, que se hizo cosa muy notoria y pública entre todos haber muerto de ella dentro del séptimo día.

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Intentaron los Teutones, viendo el sosiego de Mario, poner cerco al campamento; pero siendo recibidos con dardos que les disparaban desde el valladar, y perdiendo alguna gente, determinaron ir adelante, dando por supuesto que podían pasar sin recelo los Alpes. Tomando el bagaje, se pusieron al otro lado del campo de los Romanos, y entonces se vio principalmente su gran número por la tardanza y dilación del tránsito; se dice, en efecto, que gastaron seis días en pasar por el valladar de Mario andando sin parar. Iban siempre muy cerca, preguntando por mofa a los Romanos si mandaban algo para sus mujeres, porque pronto estarían a la vista de ellas. Cuando ya hubieron pasado los bárbaros y estaban a alguna distancia, levantó él también su campo, y los seguía de cerca, acampando siempre a su inmediación en puestos fuertes y ocupando los sitios más ventajosos para pernoctar con descanso. Marchando de esta manera, llegaron al lugar que se llama las Aguas Sextias, desde donde con poco que anduviesen se hallarían en los Alpes. Por lo mismo, se preparaba Mario a dar allí la batalla, escogiendo para su campamento una posición fuerte, pero que escaseaba de agua; queriendo, según decía, aguijonear con esto a los soldados; así es que, quejándose ellos mucho y haciéndole presente que tenían sed, les dijo, señalándoles con la mano un río que corría al lado del valladar de los bárbaros, que allí tenían bebida que se compraba a precio de sangre. “Pues ¿por qué- le respondieron- no nos guías ahora mismo contra ellos, mientras tenemos la sangre fresca?” Y él, con voz blanda, les contestó: “Antes tenemos que fortificar el campamento”.

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Obedecieron, aunque de mala gana, los soldados; pero la muchedumbre de los vivanderos y asistentes, no teniendo que beber para sí ni para las acémilas, bajaron en gran número al río, llevando unos azuelas, otros segures y algunos espadas y lanzas, juntamente con los cántaros, pensando que no podrían tomar agua en paz. Resistiéronlos al principio pocos de los enemigos, a causa de que la mayor parte estaban comiendo después del baño, y otros se bañaban, porque nacen allí copiosos raudales de agua caliente, y los Romanos sorprendieron a bastante número de los bárbaros, que, reunidos, celebraban con placer y admiración las delicias de aquel sitio. Acudían muchos a los gritos; pues, por una parte, le era repugnante a Mario contener a los soldados que temían por sus domésticos, y por otra, la gente más belicosa de los enemigos, por quienes antes habían sido vencidos los Romanos con Manlio y Cepión- llamábanse éstos Ambrones, y ellos solos pasaban del número de treinta mil-, excitados también con el alboroto, corrían a las armas, si pesados en los cuerpos por la hartura, ligeros en el ánimo y acalorados con el vino. Ni su correr era desordenado como el de unos furiosos, o su gritería desconcertada, sino que, manejando las armas con cierto compás, y llevando una marcha igual, todos a un tiempo repetían muchas veces el nombre con que eran conocidos, gritando los Ambrones; o para llamarse por este medio unos a otros, o para infundir terror con aquella voz a sus enemigos. De los Italianos, los primeros que bajaron contra ellos fueron los Lígures, los cuales, luego que oyeron y percibieron aquel grito, exclamaron que aquel era su nombre patrio, pues a causa de su origen se llamaban Ambrones a sí mismos los Lígures. Resonaba, pues, alternado un mismo grito antes de venir a las manos, y los caudillos de una y otra parte lo repetían con esfuerzo, yendo a porfía en quién había de levantar más la voz; con lo que aquella gritería avivó y acaloró más la ira. A los Ambrones los desunió el río, porque no se dieron priesa a pasar y formarse; y cayendo los Lígures sobre los primeros con grande ímpetu, ya estaba trabada la batalla. Como acudiesen los Romanos en auxilio de los Lígures, corriendo de la parte superior contra los bárbaros, fueron éstos forzados a ceder, y muchos impelidos hacia el río se herían en el desorden unos a otros, llenando su corriente de sangre y cadáveres. A los que lograron volver a pasar, como no se atreviesen a hacer frente, les dieron muerte los Romanos en la fuga, que continuaron hasta su propio campamento y su bagaje. Allí las mujeres, saliéndoles al encuentro con espadas y segures, y dando espantosos y animados gritos, herían indistintamente a los fugitivos y a sus perseguidores, como traidores a los primeros, y a los otros como enemigos, metiéndose entre los que peleaban, asiendo con la mano desnuda los escudos de los Romanos, cogiéndoles las espadas y sufriendo sus heridas y golpes, sin soltarlos escudos, hasta caer muertas. Así esta batalla del río, según las relaciones, más se verificó por casualidad que no por disposición del general.

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Después que los Romanos hubieron dado muerte de esta manera a un número crecido de los Ambrones, sobreviniendo la noche se retiraron; pero a esta retirada no se siguieron los cantos de victoria que a tan señalados triunfos acompañan, ni convites en las tiendas, ni regocijos en los banquetes, ni tampoco lo que es más dulce a los soldados después de haber peleado con suerte próspera, un sueño sosegado y plácido, sino que aquella noche la pasaron en la mayor inquietud y sobresalto, porque tenían el campamento sin valladar y sin fortificación alguna, quedando de los bárbaros muchos millares de hombres todavía intactos, y de los Ambrones cuantos se habían salvado se habían reunido con éstos; así, por la noche se sentía un bullicio en nada parecido a los lamentos o a los sollozos, sino que más bien un aullido feroz y un crujir de dientes, mezclado con amenazas y lloros, enviado por tan inmensas gentes, resonaba por todos los montes de alrededor y por las concavidades del río. Apoderóse, pues, de todo el contorno un eco espantoso; de los Romanos el miedo, y aun del mismo Mario cierta inquietud y asombro, por temer todo el desorden y la confusión de una batalla nocturna. Con todo, ni acometieron en aquella noche ni en el día siguiente, sino que pasaron el tiempo en ordenarse y prevenirse. En tanto, Mario, como hubiese sobre el campo de los bárbaros algunos valles angostos y algunos barrancos poblados de encinas, mandó allá a Claudio Marcelo con tres mil infantes, dándole orden de que se pusiese en celada y sobrecogiese a los enemigos por la espalda. A los demás, después de haber tomado el alimento y sueño conveniente, los formó al mismo amanecer, colocándolos delante del campamento y enviando la caballería a recorrer el terreno. Luego que los Teutones los vieron, no tuvieron paciencia para aguardar a que, bajando los Romanos, pudieran pelear en terreno igual, sino que, armados apriesa en el furor de la ira, se arrojaron al collado. Mario, enviando sus ayudas de campo por una y otra ala, les prevenía que se mantuvieran firmes e inmóviles, y que cuando ya estuvieran al alcance les arrojaran dardos y después usaran de las espadas, impeliendo con los escudos a los que viniesen de frente, porque siendo para ellos el terreno poco seguro, ni sus golpes tendrían fuerza, ni podrían protegerse con sus broqueles, puesto que la desigualdad del suelo les quitaría toda firmeza y consistencia. Cuando así exhortaba, él era el primero en obrar, porque ninguno tenía un cuerpo más ejercitado, y a todos hacía gran ventaja en el valor.

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Cuando ya los Romanos se decidieron a hacerles frente, y, cargando sobre ellos, los rechazaron en el acto de subir, desordenados algún tanto, se dirigían a lo llano, y los primeros empezaban a tomar formación en él; pero a este tiempo sobrevino gritería y desorden en los últimos, porque Marcelo estuvo atento a aprovechar la oportunidad, y luego que el rumor se sintió en las alturas, inflamando a los que tenía a sus órdenes, cargó por la espalda, causando en los últimos gran destrozo; éstos, impeliendo a los que tenían delante, en breve llenaron de turbación todo el ejército; ni sufrieron tampoco por mucho tiempo el ser heridos por dos partes, sino que dieron a huir en completo desorden. Siguiéronles los Romanos el alcance, y a doscientos mil de ellos o los cautivaron o les dieron muerte, y apoderándose de tiendas, de carros y de otros despojos, cuanto no fue saqueado decretaron quedase en beneficio de Mario, y con haberle cedido un presente tan rico, no se creyó que se había dado una cosa correspondiente a su mérito en aquel mando, por lo extraordinario del peligro. Algunos hay que no convienen en la cesión del botín ni en la muchedumbre de los que perecieron. De los de Marsella se cuenta que con los huesos cercaron sus viñas, y que la tierra, con los cadáveres que allí cayeron y con las copiosas lluvias del invierno, se abonó en tales términos, penetrando hasta muy adentro la podredumbre, que rindió una pingüe cosecha, haciendo cierto el dicho de Arquíloco de que con tal abono se fertilizan los campos. No sin causa, a las grandes batallas se siguen, en opinión de algunos, abundantes lluvias, ya sea porque algún Genio tome por su cuenta lavar y purificar la tierra con agua limpia del cielo, o ya porque la mortandad y la podredumbre levanten vapores húmedos y pesados que alteren el aire, fácil a recibir grandes mutaciones de pequeños principios.

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Después de la batalla eligió Mario, entre las armas y despojos de los bárbaros de cada especie, lo más elegante y que pudiera presentar más brillante aspecto en el triunfo, y amontonando todo lo demás sobre una hoguera se preparó a hacer un magnífico sacrificio. Estaba todo el ejército coronado y puesto sobre las armas; el cónsul, ceñido como es de costumbre, se adornó de púrpura, tomó una antorcha encendida, y levantándola con entrambas manos al cielo iba a aplicarla a la hoguera. Mas a este tiempo se vio repentinamente que unos amigos venían a caballo corriendo hacia él, lo que produjo en todos gran silencio y expectación. Cuando ya estuvieron a su lado, echaron pie a tierra, y tomando a Mario la diestra le anunciaron con parabienes el quinto Consulado, entregándole cartas en esta razón. Acrecentóse con esto el regocijo de los cánticos de victoria, y, aclamando el ejército lleno de gozo con cierto ruido compasado de las armas, volvieron los jefes a poner sobre la frente de Mario una corona de laurel, y éste encendió la hoguera y perfeccionó el sacrificio.

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Mas, o la fortuna, o el genio del mal, o la naturaleza misma de las cosas, que no consiente que, aun en las mayores prosperidades, haya un gozo puro y sin mezcla, sino que parece complacerse en traer agitada la vida de los hombres con la continua alternativa de bienes y de males, afligió a pocos días a Mario con malas nuevas de su colega Cátulo, las que, como nube que sobrecoge en medio de la serenidad y bonanza, hacían correr a Roma nuevos peligros y tormentas. Contrapuesto Cátulo a los Cimbros, desconfió de poder guardar las alturas de los Alpes, porque tendría que debilitarse, habiendo de desmembrar su tropa en muchas divisiones. Bajando, pues, sin detenerse hacia la Italia, y poniendo ante sí al río Átesis, lo fortificó con fuertes trincheras por una y otra orilla, echando puente en medio para dar auxilio a los de la otra parte, si los bárbaros, venciendo las gargantas, los obligaban a encerrarse en sus fortificaciones Pero a éstos los animaba tal altanería y arrojo contra sus enemigos, que por sólo dar muestras de su pujanza y atrevimiento, más bien que porque condujese a nada, cuando nevaba se presentaban desnudos, y por los hielos y los balagueros profundos de nieve trepaban a las cumbres, desde donde, poniendo el cuerpo sobre unos escudos llanos, se deslizaban por entre peñascos que tenían inmensos vacíos y profundidades. Como luego que acamparon cerca y exami- naron el paso del río se propusiesen cegarle, y, desgarrando los collados de alrededor, como otros gigantes arrastrasen al río árboles arrancados de cuajo, grandes peñascales y montes de tierra, con los que cortaban la corriente, y contra los pies derechos en que se sostenía la obra arrojasen pesadas moles, que se amontonaban también en el río, y con el golpe conmovían el puente, poseídos del miedo los más de los soldados, abandonaron el principal campamento y se retiraron. Mostróse tal Cátulo en esta ocasión cual conviene que sea el perfecto y consumado general, que debe anteponer a su gloria propia la de sus ciudadanos; pues luego que vio que con la persuasión no podía contener a los soldados, y que éstos, sobrecogidos, se apresuraban a marchar, mandó levantar el águila y se dirigió corriendo a ponerse al frente de los que estaban en marcha para ser el primero que guiase, queriendo que la vergüenza recayese sobre él y no sobre la patria, y que pareciese no que huían los soldados, sino que se retiraban siguiendo a su caudillo. Los bárbaros entonces, acometiendo a la fortaleza del otro lado del río, la tomaron, y a los Romanos que la defendían, hombres esforzados que se hicieron admirar por el valor digno de la patria con que pelearon, los dejaron ir libres bajo palabra de honor, jurando por el toro de bronce, el cual, tomado después en batalla, dicen haber sido llevado a casa de Cátulo como primicia de la victoria. Hallándose con esto el país destituido de toda defensa, los bárbaros lo talaban en partidas.

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Fue a este tiempo Mario llamado a la ciudad, y, pasando a ella, todos creían que triunfaría: lo que el Senado decretó con la mejor voluntad; pero él no lo tuvo a bien, o por no querer privar a sus soldados y cooperadores de aquel honor, o por dar aliento en las cosas presentes, cediendo a la fortuna de Roma la gloria de su primer vencimiento, para que ésta apareciera mis brillante en el segundo. Por tanto, con haber hecho presente lo que el caso pedía, marchó en busca de Cátulo, inspiróle confianza, e hizo venir de la Galia sus propios soldados. Llegados que fueron, pasó el Po, y se propuso arrojar a los bárbaros que se hallaban dentro de la Italia, pero éstos hacían por diferir la batalla, con ocasión de esperar a los Teutones, admirándose de su tardanza, o porque realmente ignorasen su derrota, o porque aparentasen que no la creían; así es que a los que se la anunciaron los trataron cruelmente y enviaron mensajeros a Mario a pedirle tierra y ciudades suficientes para sí y para sus hermanos. Preguntóles Mario por los hermanos, y habiendo nombrado a los Teutones, todos los demás se echaron a reír; pero Mario les dijo por mofa: “Dejaos ahora de vuestros hermanos, que ellos ya tienen tierra, y la tendrán para siempre, habiéndosela dado nosotros”. Los embajadores entonces, conociendo la ironía, se le burlaron también, diciéndole que ya llevaría su merecido, de los Cimbros inmediatamente y de los Teutones cuando viniesen. “Pues están presentes- contestó Mario- y no sería razón partieseis de aquí sin haber saludado a vuestros hermanos”; y al decir esto mandó que trajesen atados a los reyes de los Teutones, porque en la fuga habían sido tomados cautivos en los Alpes por los Sécuanos.

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Apenas se dio cuenta a los Cimbros del mensaje, cuando al punto marcharon contra Mario, que sosegadamente atendía a la defensa de su campo. Para esta batalla dicen que fue para la que Mario hizo aquella novedad de los astiles de las picas; porque antes la parte de la madera que entraba en el hierro estaba asegurada con dos puntas asimismo de hierro, y entonces Mario, dejando la una como estaba, en lugar de la otra puso una estaquilla de madera fácil de romperse, proporcionando así que al dar el astil en el escudo del enemigo no quedase recto, sino que rompiéndose la estaquilla se doblase, y la pica permaneciese clavada, por el mismo hecho de haberse encorvado la punta. Boyórix, pues, rey de los Cimbros, marchó a caballo con poca comitiva al campamento y provocó a Mario a que, señalando día y lugar, se presentara a combatir por el territorio, y éste le respondió que, sin embargo de que no solían los Romanos tomar para la batalla consejo de sus enemigos, en gracia de los Cimbros, en cuanto a día, señalaba el tercero después de aquel, y en cuanto a lugar, la comarca y llanura de Vercelas, donde podría obrar la caballería romana y desplegar cómodamente la muchedumbre de ellos; y guardando fielmente el tiempo convenido, formaron al frente unos de otros. Tenía Cátulo veinte mil y trescientos hombres, y siendo los de Mario treinta y dos mil, cogieron en medio a los de Cátulo, distribuidos en dos alas, según lo refiere Sila, que se encontró en aquella batalla. Dice que Mario, esperando cargar al ejército enemigo, principalmente por los extremos y por las alas, para que la victoria fuese propia de sus soldados, no teniendo parte Cátulo en el combate, ni viniendo a las manos con los enemigos por cuanto los de en medio formarían seno, como ordinariamente sucede en los frentes muy extendidos, distribuyó con esta mira de aquella manera las fuerzas. También se refiere que por el mismo estilo se defendió Cátulo sobre este punto, culpando mucho la mala intención de Mario contra él. La infantería de los Cimbros marchaba desde el campamento con gran reposo, siendo su fondo igual al frente, ya que cada uno de los lados de la batalla ocupaba treinta estadios. Los de caballería, que eran unos quince mil hombres, se presentaron brillantes, con cascos que representaban las bocas y rostros de las más terribles fieras, y encima, a fin de parecer mayores, penachos y plumajes, y con corazas de hierro y con escudos blancos que relumbraban. Sus armas arrojadizas eran dardos de dos puntas, y para de cerca usaban de espadas largas y pesadas.

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No acometieron entonces de frente a los Romanos, sino que marcharon, inclinándose sobre la derecha de éstos, para envolverlos entre ellos mismos y la parte de su infantería, colocada a la izquierda; y aunque los generales romanos conocieron el intento, no tuvieron tiempo para contener a los soldados, pues habiendo gritado uno que los enemigos huían, todos se arrojaron a perseguirlos. En tanto, la infantería de los bárbaros acometía también, como si un piélago inmenso se moviese. Mario entonces, lavándose las manos y alzándolas al cielo, hizo plegarias a los Dioses con el voto de una hecatombe: oró también Cátulo, levantando igualmente las manos y ofreciendo consagrar la Fortuna de aquel día. Dícese que sacrificando Mario, como se le pusie- sen delante las víctimas, exclamó con una gran voz, diciendo: “Mía es la victoria”; y Sila, además, refiere que al dar la acometida, como por venganza divina, le sucedió a Mario lo contrario de lo que había ideado, porque habiéndose levantado, como era natural, infinito polvo, que encubrió los ejércitos, como éste hubiese dispuesto de su propia fuerza en el momento que se decidió a perseguir a loa enemigos, no dio con ellos en la oscuridad, sino que se fue lejos de sus huestes, andando largo tiempo por la llanura; y en tanto los enemigos dieron casualmente con Cátulo, siendo lo más recio del combate contra éste y contra sus soldados, entre los que estaba formado el mismo Sila; quien añade que pelearon en favor de los Romanos el calor y el sol, que daba en los ojos a los Cimbros. Porque siendo fuertes para sufrir la intemperie, criados, según hemos dicho, en lugares tenebrosos y fríos, se sofocaban con el calor, y cubiertos de sudor, fuera de aliento, se ponían los escudos delante del rostro, mayormente dándose esta batalla después del solsticio de verano, cuya fiesta se celebraba en Roma tres días antes de empezar el mes que ahora dicen agosto y entonces sextilis. También el polvo contribuyó a aumentar en los Romanos el arrojo, por cuanto, ocultándoles los enemigos, no veían su excesivo número, sino que corriendo cada uno contra los que tropezaban, así lidiaban con ellos sin haber concebido antes temor con su vista. Y estaban tan metidos en fatiga y tan hechos a ella, que nadie vio a ninguno de los Romanos ni sudar ni con sobrealiento, con haberse sostenido este combate en medio del mayor ardor del verano, y a costa de un continuo correr, como dicen haberlo escrito el mismo Cátulo celebrando a sus soldados.

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Pereció allí la mayor y más esforzada parte de los enemigos, porque, para no desordenarse en la formación, los primeros de línea estaban enlazados unos a otros con largas cadenas prendidas a los ceñidores. Los que perseguidos se retiraban hacia su campo, todavía encontraban peor suerte; porque las mujeres, puestas de negro sobre los carros, daban la muerte a los que así huían; unas a sus maridos, otras a sus hermanos, otras a sus padres; y de sus hijos, a los niños pequeños, ahogándolos con sus propias manos, los arrojaban debajo de las ruedas y de los pies de las bestias, y después se quitaban ellas la vida. Cuéntase de una que, habiéndose ahorcado del timón de un carro, tenía a sus hijos colgados de sus pies con cordeles a uno y otro lado. Los hombres, a falta de árboles, se ahorcaban de las astas de los bueyes, y otros, poniendo atado el cuello a las patas de éstos, después los picaban con aguijones para que, echando a andar, los arrastrasen y pisasen. Y con todo de quitarse tan espantosamente la vida, aún cautivaron los Romanos a sesenta mil, habiendo sido otros tantos, según se dice, los que murieron. El bagaje lo saquearon los soldados de Mario; pero los despojos, las insignias y las trompetas se dice que fueron llevados al campamento de Cátulo, que era el más fuerte argumento de que éste se valía para probar que había sido suya la victoria. Como la contienda pasase hasta los soldados, fueron tomados por árbitros los embajadores de Parma que se hallaban presentes, y los de Cátulo los llevaban por entre los enemigos muertos, haciéndoles ver que hablan sido traspasados con sus picas, que eran conocidas por las letras con que en el astil tenían grabado el nombre de Cátulo. Sin embargo, la primera victoria y el primer lugar en el mando dicen bien a las claras que todo fue obra de Mario. Así, los más le apellidaban tercer fundador de Roma, por no haber sido este peligro, vencido ahora, inferior en nada al de los Galos; y sacrificando en sus casas con sus mujeres y sus hijos, ofrecían las primicias del banquete y de la libación a los Dioses y Mario a un mismo tiempo, juzgando que a él sólo debían decretarse uno y otro triunfo. Mas no triunfó de esta manera, sino juntamente con Cátulo, queriendo mostrarse moderado en tanta prosperidad, aunque pudo también ser miedo a los soldados que se hallaban formados, con ánimo, si Cátulo era privado de este honor, de no permitir que aquel tampoco triunfase.

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Pasó, pues, el quinto Consulado, y aspiró al sexto como nadie antes de él; en todo cedía a la muchedumbre, queriendo parecer blando y popular, no sólo fuera de la gravedad y del decoro propio de aquella magistratura, sino muy fuera también de su carácter, poco acomodado para ello. Era, pues, según se dice, muy irresoluto, por su misma ambición en las cosas de gobierno, cuando se manifestaban agitaciones populares, y aquella imperturbabilidad y firmeza en las batallas le abandonaban en las juntas públicas, saliendo fuera de sí con cualquiera alabanza o reprensión. Con todo, se refiere que habiendo peleado en la guerra con el mayor valor unos mil Camerinos, les concedió el derecho de ciudadanos, y como esto pareciese contra la ley, y aun algunos se lo objetasen, respondió que con el ruido de las armas no había podido oír la ley. Mas lo que parece le acobardaba e intimidaba sobre todo era la gritería en las juntas. Ello es que en las armas llegó a gran poder y dignidad porque le habían menester; pero en las cosas de gobierno, no teniendo cualidades para sobresalir, se acogió a la gracia y al favor de la muchedumbre, haciendo poca cuenta de ser bueno, como fuese grande. Estaba, por tanto, mal con todos los principales; pero temía más especialmente a Metelo, con quien había sido ingrato, porque, naturalmente, era hombre que tenía declarada guerra a los que contra lo recto y bueno condescendían con la muchedumbre y gobernaban a su placer: así, espiaba el modo de echarle de la ciudad. Para esto procuró hacer suyos a Glaucias y Saturnino, hombres audacísimos, que tenían a su disposición toda la gente pobre y revoltosa, y de ellos se valía para publicar leyes. Acrecentó también el influjo de la gente de guerra, haciendo que intervinieran en las juntas públicas y formando con ella partido contra Metelo, y aun, según refiere Rutilio, hombre, en lo demás, de probidad y de verdad, pero particularmente desafecto a Mario, para alcanzar este sexto Consulado derramó mucho dinero en las curias, comprándolas a precio de él, a fin de que fuera excluido Metelo y de que se le diera a Valerio Flaco, más bien por dependiente que por colega en el Consulado. Y antes de él a ninguno otro, fuera de Valerio Corvino, decretó el pueblo otros tantos Consulados; pero respecto de aquel, desde el primero hasta el último se pasaron cuarenta y cinco años; y a Mario, después del primero, por los otros cinco le llevó corriendo su extraordinaria fortuna.

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Por último, principalmente, era ya mal visto a causa de las malas condescendencias que tenía con Saturnino, de las cuales fue una la muerte de Nonio, a quien la dio Saturnino, porque era su competidor en el tribunado de la plebe. Después de creado tribuno introdujo la ley de división de terrenos, en la que pasó como uno de los artículos que el Senado había de presentarse a jurar que guardaría lo decretado por el pueblo y a nada haría contradicción. Fingió Mario en el Senado oponerse a esta parte de la ley, diciendo que no juraría ni creía que jurase quien estuviese en su juicio, porque no siendo la ley perjudicial era un especie de insulto que al Senado se le hiciese prestarse por fuerza y no por persuasión y propia voluntad. Habló de este modo, no porque pensase así, sino por armar a Metelo un lazo del que no pudiese escapar; pues que él por sí, teniendo por virtud y por gracia el contradecirse y el mentir, ningún caso haría de lo que hubiese asegurado en el Senado, pero sabiendo bien que Metelo, hombre entero, tenía a la verdad por el mejor principio de una gran virtud, según expresión de Píndaro, quería antecogerlo con que se negase a jurar en el Senado, para que cayera después con el pueblo en una irreconciliable enemistad, como efectivamente sucedió: porque diciendo Metelo que no juraría, con esto se disolvió el Senado. Mas después de pocos días, llamando Saturnino a la tribuna a los senadores y obligándolos a pronunciar el juramento, pareció Mario, y hecho silencio, fijándose los ojos de todos en él, envió muy noramala todo cuanto varonil y rectamente había dicho en el Senado, y en vez de ello expresó que no tenía el cuello bastante ancho para ser el primero que se pronunciase en negocio de tanta gravedad; así que juraría y obedecería a la ley, si acaso era ley; añadiendo esta sabia precaución para dar algún color a tamaña desvergüenza. Y el pueblo, celebrando mucho que jurase, palmoteó e hizo aclamaciones, pero en los principales causó la mayor indignación y odio esta inconsecuencia de Mario. Juraron todos después en seguida por temor del pueblo, hasta llegar a Metelo; pero éste, a pesar de que sus amigos le persuadían y rogaban que jurase y no se atrajese las insufribles penas que Saturnino había propuesto contra los que no juraran, no se apartó de su propósito, ni juró, sino que se mantuvo en su severidad de costumbres; y resuelto a sufrir toda clase de males por no ceder a nada que fuese injusto, se retiró de la plaza pública, diciendo a los que le acompañaban que el hacer una cosa injusta era malo, el hacer lo justo cuando no hay peligro, cosa muy común, pero que lo propio de un hombre recto y bueno era el hacer lo justo a pesar de todo peligro. En seguida propuso Saturnino que decretasen los cónsules vedar a Metelo el uso del fuego, del agua y del domicilio, y parecía que lo más despreciable de la muchedumbre estaba dispuesto a quitarle la vida; pero mostrándose afligidos los principales ciudadanos y pasando a hablarle, no dio lugar a que por su causa hubiese una sedición, sino que salió de la ciudad haciendo este juiciosísimo raciocinio: “O las cosas mejorarán y se arrepentirá el pueblo, en el cual caso volveré llamado, o permanecerán del mismo modo, y entonces lo mejor es estar fuera.” Mas de cuánto aprecio y honor gozó Metelo después de su destierro y cómo pasó su vida en Rodas dado a la filosofía, lo diremos más oportunamente cuando tratemos de él.

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Precisado Mario con estos servicios a disimular en Saturnino que se propasara a toda clase de abusos, no echó de ver que no era un mal pequeño el que causaba, sino tal y tan grande que, por medio de armas y de muertes, iba a parar en la tiranía y en el trastorno del gobierno. Y con humillar a los principales y agasajar a la muchedumbre, tuvo finalmente que abatirse a un hecho sumamente bajo y vergonzoso, porque habiendo ido a su casa de noche los varones principales a hablarle contra Saturnino, recibió a éste por otra puerta sin noticia de aquellos, y tomando por pretexto para con unos y con otros una descomposición de vientre, ya estaba en una parte, ya en otra, con lo que sólo consiguió indisponerlos e irritarlos más entre sí. Y aun todavía pasó más adelante, porque, inquietados y sublevados el Senado y los caballeros, introdujo armas en la plaza, y habiéndolos perseguido hasta el Capitolio los sitió por sed, cortando los acueductos. Diéronse, pues, por vencidos, y le enviaron a llamar, entregándosele bajo la que se llama fe pública; y, aunque se desvió por salvarlos, esto no sirvió de nada, porque al bajar a la plaza fueron asesinados. Este suceso le indispuso ya con los poderosos y con el pueblo, por lo que vacando la censura no se atrevió a pediría, a pesar de su gran autoridad, sino que por miedo de la repulsa dio lugar a que otros menos caracterizados que él fuesen elegidos; bien que pretextaba que no quería ganarse por enemigos a mu- chos, teniendo que examinar severamente su vida y sus costumbres.

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Hízose decreto para restituir a Metelo del destierro, y él de palabra y de obra lo impugno con vehemencia; pero en vano, teniendo por último que ceder. Sancionóle, pues, el pueblo con muy decidida voluntad, y, haciéndosele insufrible el presenciar la vuelta de Metelo, se embarcó para la Capadocia y la Galacia, aparentando que era para cumplir a la Madre de los Dioses el voto que le habla hecho, pero teniendo en realidad otra causa para aquel viaje, ignorada de los demás, y era que, no habiendo recibido de la naturaleza las dotes de la paz y del gobierno, y debiendo su ensalzamiento a la guerra, como creyese que poco a poco se iban marchitando en el ocio y el reposo su gloria y su poder, se propuso buscar nuevos motivos de desazones y contiendas, porque esperaba que si inquietaba a los reyes, y provocaba y excitaba a la guerra a Mitridates, el más poderoso y de más fama, al punto se le nombraría general contra él, y tendría ocasión de adornar la ciudad con nuevos triunfos y de llenar su casa con los despojos del Ponto y con las riquezas de su rey. Por esta razón, aunque Mitridates le trató con los mayores miramientos y el mayor respeto, no por eso se ablandó ni se mostró apacible, sino que le dijo: “O hazte ¡oh rey! más poderoso que los Romanos, o ejecuta en silencio lo que te se mande”, dejándole asombrado, no el nombre romano, de que había oído hablar muchas veces, sino aquel descaro de que entonces por la primera vez tenía idea.

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Vuelto a Roma, edificó una casa junto al foro, o, como él decía, por no incomodar a sus clientes teniendo que ir lejos, o por creer que esta era la causa de ser menos obsequiado con visitas que otros; lo que no era así, sino que no igualándolos ni en el trato ni en las relaciones y usos políticos, como de instrumento de guerra, no se hacía caso de él en la paz. Y lo que es respecto de otros aun llevaba menos mal que se le desatendiese, pero le mortificaba sobremanera la preferencia de Sila, que había sido fomentado contra él por envidia de los principales, y para quien las diferencias con el mismo Mario habían sido principio de fortuna. Sucedió luego que Boco el Númida, recibido por aliado de los Romanos, colocó en el Capitolio unas victorias portadoras de triunfos, y entre ellas, en efigie de oro, a Yugurta, entregado a Sila por el mismo Boco; y esto sacó a Mario fuera de sí de ira y de soberbia, por cuanto parecía que Sila se atribuía aquel hecho; así se proponía destruir por la fuerza aquellos votos, y, por el contrario, Sila defenderlos; pero esta contienda, que faltaba muy poco para que saliese al público, la cortó la guerra social que repentinamente tuvo sobre sí la ciudad. Porque las naciones más belicosas y de mayor población de la Italia se sublevaron contra Roma, y estuvo en muy poco el que la hiciesen decaer del imperio, no sólo fuertes en armas y en varones, sino asistidas de caudillos que en el valor y en la pericia eran admirables y competían con los de ésta.

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Esta guerra, varia en los efectos y más varia que ninguna otra en los sucesos, cuanto acrecentó en gloria y en poder a Sila, otro tanto menguó a Mario; porque fue tenido por tardo en el acometer, y nimiamente cuidadoso en todo; de manera que, bien fuese porque la vejez hubiese apagado en él la antigua actividad y ardor, pues pasaba ya entonces de sesenta y cinco años, o bien porque, como él decía, padeciendo de los nervios y faltándole la agilidad del cuerpo, por pundonor se había empeñado en aquella guerra a más de lo que podía. Con todo, salió vencedor en una gran batalla con muerte de seis mil enemigos, y nunca dio lugar a éstos para que sacaran la menor ventaja; y, sin embargo, de que le cercaron en sus trincheras y le insultaron y provocaron, no pudieron irritarle; refiérese también que habiéndole dicho Publio Silón, que era entre ellos el de mayor autoridad y poder, “si eres gran general ¡oh Mario! baja y pelea”, le respondió: “Pues tú, si eres gran general, ven y precísame a pelear aunque no quiera.” En otra ocasión, habiendo dado los enemigos oportunidad para venir a las manos, como los Romanos hubiesen mostrado temor, luego que unos y otros se retiraron, convocó a junta a los soldados, y “no sé- les dijo- si tendré por más cobardes a los enemigos o a vosotros; porque ni aquellos han podido ver vuestra espalda ni nosotros su colodrillo.” Por fin, dejó el mando del ejército, imposibilitado a continuar por su debilidad.

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Estando ya entonces muy al cabo esta guerra de Italia, había muchos que, excitados por los demás, solicitaban la guerra de Mitridates, y para ella, fu era de toda esperanza, presentó a Mario el tribuno de la plebe, Sulpicio, hombre sumamente atrevido, nombrándole general contra Mitridates, con la calidad de procónsul. Mas el pueblo se dividió, tomando unos el partido de Mario, y otros proponiendo a Sila, y diciendo que Mario se fuera a Bayas a tomar baños termales y curarse de sus dolencias, teniendo el cuerpo debilitado, como él decía, con la vejez y con el reuma. Porque tenía Mario allí, cerca de los de Mesina, una magnífica casa con más comodidades y regalos mujeriles de lo que correspondía a un varón que tales guerras y expediciones había acabado. Dícese que esta casa la compró Cornelia en sesenta y cinco mil denarios, y que de allí a muy poco tiempo la volvió a comprar Lucio Luculo en quinientos mil y doscientos: ¡tanta fue la celebridad con que se precipitó el lujo y tanto el aumento que tuvieron el regalo y la molicie! Mario, queriendo con tanta ansia como impropiedad disimular la vejez y los achaques, bajaba todos los días al campo, y ejercitándose con los jóvenes hacía ostentación de un cuerpo ágil para las armas y expedito para montar, aunque, en realidad, con los años, su cuerpo por la mole se había hecho poco manejable, hallándose sobrecargado de gordura y carne. Algunos había a quienes satisfacía con esto, y bajando asimismo al campo veían con gusto sus ejercicios y ocupaciones; pero los que mejor lo examinaban miraban con desdeñosa compasión su avaricia y su soberbia; pues habiendo llegado a ser de pobre muy rico, y de pequeño muy grande, no discernía el término de la felicidad, y ni estaba contento con ser admirado, ni gozaba tranquilo de su dicha presente, sino que, como si todo le faltase, sacando de los triunfos y de la gloria una vejez tan adelantada, iba a arrastrarla a Capadocia y al Ponto Euxino, para combatir con Arquelao y Neoptólemo, sátrapas de Mitridates. Las excusas que sobre esto daba Mario eran del todo ridículas, porque decía ser su ánimo que su hijo a su presencia se ejercitase en la milicia.

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Manifestaron estas cosas la oculta enfermedad de que largo tiempo había adolecía Roma, habiendo encontrado Mario el instrumento más a propósito para la ruina común en la osadía de Sulpicio; el cual, admirando y emulando por los demás las malas artes de Saturnino, aun ponía la tacha de irresolución y tardanza a sus disposiciones. Mas el por nada se acobardaba, teniendo para todo a sus órdenes seiscientos hombres de caballería, como si fueran sus guardias, a los que llamaba el contrasenado. Marchó, pues, con armas contra los cónsules a tiempo de hallarse en junta pública, y, habiendo podido el uno huir de la plaza, alcanzó a un hijo suyo y le quitó la vida. Sila, huyendo por delante de casa de Mario, contra todo lo que podía esperarse, se entró en ella sin que lo advirtiesen los que le perseguían, que se pasaron de largo; y se dice que habiéndole dado el mismo Mario salida segura por otra puerta, se marchó al ejército; pero el mismo Sila, en sus Comentarios, no dice que se acogió a casa de Mario, sino que fue llevado a ella para deliberar sobre los objetos que Sulpicio le precisaba a decretar contra su voluntad, teniéndole rodeado de gentes con armas desnudas y arrastrándole a casa de Mario, hasta que pasando de allí a la plaza, como ellos lo deseaban, alzó el entredicho. En este estado, árbitro ya Sulpicio de todo, confirió a Mario el mando, y éste, preparándose a salir, envió a dos tribunos a hacerse cargo del ejército de Sila. Mas inflamando Sila a sus soldados, que eran treinta mil infantes y unos cinco mil de caballería, guió para la ciudad. Mario, en tanto, daba en Roma muerte a muchos de los amigos de Sila, y publicaba libertad para los esclavos que se alistasen; pero se dijo que sólo se presentaron tres. Hizo alguna resistencia a Sila a su llegada; pero como en breve fuese vencido, huyó. Los que estaban a su lado, apenas salió de la ciudad, se dispersaron siendo de noche, y él se acogió a una de sus quintas llamada Salonia, desde donde envió a su hijo a los campos de Mucio, su yerno, que no estaba lejos, a proveerse de lo necesario, y bajando a Ostia, como un amigo suyo llamado Numerio le hubiese aparejado un barco, sin esperar al hijo se embarcó, llevando consigo a Granio su entenado. El joven, luego que llegó a los campos de Mucio, tomó y previno algunas cosas; pero, cogiéndole el día, no pudo ocultarse del todo a los enemigos, pues que se dirigía a aquel sitio gente de a caballo corriendo, sin duda por sospecha. Habiéndolos visto con tiempo el granjero, ocultó a Mario en un carro cargado de habas, y unciendo los bueyes se fue hacia los de a caballo, conduciendo a Roma su carro. Llevado de este modo Mario a la casa de su mujer, se hizo de las cosas que necesitaba, y por la noche se encaminó al mar, montó en un barco que pasaba al África e hizo en él esta travesía.

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El viejo Mario, luego que dio la vela, tuvo viento favorable, con el que se puso más allá de la Italia; pero temiendo a un tal Geminio, persona poderosa en Tarracina, que era su enemigo, previno a los marineros se apartasen de aquel puerto. Ellos bien querían complacerle; pero, habiéndose levantado viento del mar, que causaba gran marejada, como pareciese que el barco no podía resistir a sus embates, y Mario se hallase sumamente indispuesto con el mareo, tuvieron que acercarse a tierra, y se acercaron, no sin dificultad, a la playa de Circeo. Como se arreciase la tempestad y les faltasen los víveres, hubieron de saltar en tierra, y se echaron a andar sin mira cierta, experimentando lo que sucede en los grandes apuros, que es huir de lo presente como más intolerable, y tener la esperanza en lo que no se ve, pues que les era enemiga la tierra, enemigo el mar, terrible el tropezar con hombres, y terrible también el no tropezar, estando desprovistos de todo. Por fin, ya tarde, se encontraron con unos vaqueros, que, aunque no tenían nada que darles, reconociendo a Mario, le advirtieron de que era preciso se retirase a toda priesa, porque poco antes se habían aparecido allí muchos hombres de a caballo corriendo en su busca. Constituido con esto en la mayor consternación, tanto más que los que le acompañaban estaban ya desfallecidos de hambre, por entonces se desvió del camino, y, emboscándose en una selva espesa, allí pasó la noche con el mayor trabajo. Al día siguiente, estrechado de la necesidad, y queriendo dar algún movimiento a su cuerpo antes que del todo se entorpeciese, empezó a discurrir por la ribera, alentando a los que le seguían y pidiéndoles que no destruyesen con desmayar antes de tiempo su última esperanza, para la que se guardaba confiado en un antiguo agüero. Porque siendo todavía muy muchacho, y jugando por el campo, recibió en su manto el nido de un águila arrojado por el viento, en el cual había siete polluelos. Viéndolo sus padres, y teniéndolo a maravilla, consultaron a los agoreros, y éstos respondieron que vendría a ser el más ilustre entre los hombres, y no podría menos de ejercer siete veces el principal mando y magistratura. Unos dicen que efectivamente le sucedió esto a Mario; pero otros sostienen que los que se lo oyeron en aquella fuga, y le dieron crédito, escribieron una narración del todo fabulosa, porque el águila no pone más de dos huevos; por tanto, que también se engañó Museo al decir de esta ave: Pone tres, saca dos, y el uno cría. Mas todos convienen que en la fuga y en todos sus grandes conflictos se le oyó decir muchas veces a Mario que había de llegar al séptimo Consulado.

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Estando ya como a unos veinte estadios de Minturnas, ciudad de Italia, ven una partida de caballería que se dirigía hacia ellos y casualmente dos barcos que pasaban. Dan, pues, a correr hacia el mar, según a cada uno le ayudaban sus pies y sus fuerzas, y haciendo cuanto pueden se acercan a las naves, de las cuales toma una Granio y pasa a la isla que estaba enfrente, llamada Enaria. A Mario, pesado de cuerpo y difícil de manejar, le llevaban dos esclavos, no sin gran dificultad y trabajo, y así llegaron hasta el mar, y le pusieron en la otra nave, a tiempo que ya los soldados estaban encima e intimaban desde tierra a los marineros que atracasen o les entregasen a Mario, yendo adonde bien visto les fuese. Rogábales Mario con lágrimas, y los dueños de la na- ve, como sucede en tal estrecho, tenían mil varios pensamientos sobre lo que harían: por fin respondieron que no entregarían a Mario. Enfurecidos aquellos se marcharon y ellos, mudando otra vez de parecer, se encaminaron a tierra; y junto a la embocadura del río Liris, donde forma una ensenada pantanosa, echaron áncoras, proponiéndole que bajase a tierra a tomar alimento y reparar las fuerzas, que tenía decaídas, hasta que hubiese viento; que le había a la hora acostumbrada, calmándose el mar, y soplando de la laguna una brisa suave, la que era suficiente. Persuadido Mario, se prestó a ejecutarlo, y sacándole los marineros a tierra, reclinado sobre la hierba, estaba bien distante de lo que le iba a suceder; vueltos aquellos a la nave, levantaron áncoras y huyeron, creyendo que ni era cosa honesta el entregar a Mario, ni segura el salvarle. Falto así de todo auxilio humano, permaneció largo tiempo inmóvil, tendido en la ribera; mas al fin, recobrándose con suma dificultad, empezó, en medio de su aflicción, a dar algunos pasos sin camino, y pasando por pantanos profundos y por zanjas llenas de agua y cieno, arribó a la cabaña de un anciano encargado de la laguna. Arrojóse a sus pies, y le rogó que se hiciese el protector y salvador de un hombre que, si evitaba la calamidad presente, podría recompensarle más allá de sus esperanzas. El anciano, o porque ya le conociese, o porque a su vista concibiese idea de que era un hombre extraordinario, le dijo que para tomar reposo podría bastar su chocilla; pero que si andaba errante por huir de algunos, él le ocultaría en lugar en que pudiese estar con la mayor tranquilidad. Rogóle Mario que así lo hiciese, y, llevándole a la laguna, mandóle que se ten- diese en una profundidad próxima al río, y le echó encima muchas cañas y ramaje de las demás plantas, todo ligero y puesto de manera que no pudiera ofenderle.

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No se había pasado largo rato cuando siente ruido y alboroto que venía de la choza; y era que Geminio había enviado mucha gente en su persecución, de la cual algunos habían llegado allí por casualidad, y atemorizaban y reñían al anciano, haciéndole cargo de haber amparado y haber ocultado a un enemigo de los Romanos. Levantándose, pues, Mario y desnudándose, se metió en la laguna, que no tenía más que agua sucia y cenagosa; así no pudo ocultarse a los que le buscaban, sino que le sacaron desnudo y cubierto de cieno como estaba, y llevándole a Minturnas, le entregaron a los magistrados; se había pregonado, en efecto, por toda la ciudad un edicto acerca de Mario, en que se prevenía que públicamente se le persiguiese y matase. Creyeron con todo los magistrados que debían tomarse algún tiempo para deliberar, y depositaron a Mario en casa de una mujer llamada Fania, que parecía no estar bien con él por causa anterior. Estaba casada Fania con Tinio, y, separada de él, pedía su dote, que era cuantiosa; acusábala éste de adulterio, y fue juez en esta causa Mario en su sexto Consulado. Celebrando el juicio, se halló que Fania era de mala conducta; pero que el marido se casó con ella sabiéndolo y habían vivido mucho tiempo juntos; por lo que Mario miró mal a ambos, y al marido le mandó que volviese la dote, y a ella para afrenta la condenó en la multa de cuatro ases. Pues con todo, Fania no se portó como mujer a quien se hubiese he- cho una injusticia, sino que luego que vio a Mario, muy distante de hacerle el menor mal, no miró sino a su situación, y le dio ánimo. Celebróla Mario, y díjole que estaba confiado, porque había visto una buena señal, que era la siguiente: Cuando le llevaban a casa de Fania, al estar junto a ella, abiertas las puertas, salió de adentro un borrico corriendo para ir a beber de una fuente que estaba inmediata, miró a Mario blanda y suavemente, paróse un poco delante de él, dio un gran rebuzno y retozó a su lado con cierto engreimiento. Reuniendo estos hechos, decía Mario que el prodigio indicaba haberle de venir la salud más bien del mar que de la tierra, pues que el borrico, no haciendo cuenta de la comida que tenía en el pesebre, la había dejado y se había ido a buscar el agua. Dicho esto, se fue a recoger solo, dando orden de que le cerraran la puerta del cuarto.

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Reunidos a deliberar los magistrados y prohombres minturneses, resolvieron que sin más detención se le diera muerte: de los ciudadanos, ninguno quiso encargarse de la ejecución; pero un soldado de a caballo, Galo o Cimbro, pues se ha dicho uno y otro, tomando una espada marchó en su busca. La parte del cuarto en que dormía Mario no tenía muy clara luz, sino que más bien estaba casi del todo oscura, y se dice haberle parecido al soldado que los ojos de Mario arrojaban mucha lumbre y que de la oscuridad había salido una gran voz que decía: “¿Y tú, hombre, te atreves a dar muerte a Gayo Mario?”; por lo que había salido huyendo, y, arrojando la espada, se marchó de la casa, sin que se le oyese otra cosa sino: “Yo no puedo matar a Mario.” Cayó sobre todos grande admiración, y a poco compasión y arrepentimiento del parecer que habían adoptado, reprendiéndose a sí mismos de una determinación injusta e ingrata al mismo tiempo con un hombre que había salvado la Italia y a quien no ayudar era cosa abominable. “Huya, pues, adonde le convenga para cumplir en otra parte su hado, y roguemos nosotros a los Dioses no nos castiguen de echar de nuestra ciudad a Mario, pobre y desnudo.” Discurriendo de este modo, encamínanse en tropel adonde estaba, rodeándole todos y tomando por su cuenta conducirle hasta el mar; pero mientras uno le regala una cosa y otro otra, afanándose todos por él, se da ocasión a haber de perderse tiempo; porque el bosque llamado Marica, al que tienen en veneración, guardándole con cuidado, sin extraer jamás de él nada que se hubiese introducido, era un estorbo para el camino del mar, siendo preciso hacer un rodeo; hasta que un anciano exclamó que no había camino ninguno inaccesible o intransitable cuando se pensaba en salvar a Mario, y siendo el primero a tomar alguna cosa de las que habían de llevarse a la nave, marchó por el bosque.

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Además de haberle socorrido con tanta largueza, un tal Beleo le proveyó de barco, y escribiendo en una tabla la serie de estos sucesos, la colocó en el templo; desde donde montando Mario en la nave, dio vela con próspero viento. Casualmente aportó a la isla Enaria, donde encontró a Granio y los demás amigos, y con ellos navegó para el África. Faltóles la aguada y les fue preciso tocar en la Sicilia, cerca de Ericina, y hallándose por casualidad guarneciendo aque- llos puntos un cuestor romano, estuvo en muy poco el que diese muerte a Mario al saltar en tierra; la dio, sin embargo, a unos diez y seis de los que salieron a tomar agua. Zarpando de allí Mario a toda priesa, y atravesando el mar, llegó a la isla Meninge, donde primero tuvo noticia de que el hijo se había salvado con Cetego y se había dirigido a Hiempsal, rey de los Númidas, en demanda de socorro. Respirando con estas nuevas se alentó para pasar de la isla a Cartago. Mandaba a la sazón las armas en el África Sextilio, varón romano, que no había recibido de Mario ni injuria ni beneficio, pero de quien éste esperaba algún favor por pura compasión. Mas apenas había bajado a tierra con unos cuantos, le salió al encuentro un lictor y, parándosele delante, le dijo de este modo: “Te intima ¡oh Mario! el pretor Sextilio que no pongas el pie en el África, y que de lo contrario sostendrá los decretos del Senado, tratándote como enemigo de los Romanos.” Al oírlo, Mario se quedó de aflicción y congoja sin palabras, y estuvo largo rato inmóvil, mirando con indignación al lictor. Preguntóle éste qué decía y qué contestaba al general. Entonces, dando un profundo suspiro: “Dile- le respondió-que has visto a Mario fugitivo sentado sobre las rutas de Cartago”; poniendo con razón en paralelo la suerte de esta ciudad y la mudanza de su fortuna para que sirviera de ejemplo. En tanto, Hiempsal, rey de los Númidas, estando en sus resoluciones a dos haces, trató con consideración al joven Mario; pero cuando quería marchar le detenía siempre con algún pretexto; y desde luego podía discurrirse que no había un buen fin para esta detención. Con todo, por uno de aquellos sucesos que no son raros pudo salvarse; porque siendo este mozo de muy recomendable figura, una de las amigas del rey sentía mucho verle padecer sin motivo, y esta compasión era un principio y pretexto de amor. Mario, en los primeros momentos, la desairó; pero cuando ya vio que su suerte no tenía otra salida, y que aquella mujer obraba más de veras que lo que correspondía a un mal deseo pasajero, condescendió con su buena voluntad, y facilitándole ella la evasión, y huyendo con sus amigos, se encaminó al punto donde su padre se hallaba. Luego que recíprocamente se saludaron, caminando por la orilla del mar, se ofrecieron a su vista unos escorpiones que entre sí peleaban, lo que a Mario pareció mala señal; subiendo, pues, en un barco de pescador, hicieron viaje a Cercina, isla que no dista mucho del continente; fue tan poco lo que se adelantaron, que cuando daban la vela vieron venir soldados de a caballo de los del rey corriendo al mismo sitio donde se embarcaron, por lo que le pareció a Mario haberse librado de un peligro que en nada era inferior a los otros.

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Decíase en Roma que Sila hacía la guerra en la Beocia a los generales de Mitridates; mas en Tanto, desavenidos los cónsules, corrían a las armas, y librándose batalla, Octavio, que quedó vencedor, desterró Cina, que quería ejercer un imperio tiránico, nombrando cónsul en su lugar a Cornelio Merula; pero Cina, reuniendo tropas del resto de Italia, se declaraba en guerra contra ellos. Llegando Mario a entender estas cosas, parecíale que debía embarcarse cuanto antes, y tomando algunos hombres de a caballo de los moros de África, y algunos otros de los que se habían pasado de la Italia, que entre unos y otros no excedían de mil, se hizo con ellos al mar. Arribó a Telamón de Etruria, y saltando en tierra, ofreció por público pregón la libertad a los esclavos; y como de los labradores y pastores libres de la comarca acudiesen muchos al puerto atraídos de su fama, ganando a los que vio más esforzados, en pocos días unió una considerable fuerza de tierra y tripuló cuarenta galeras. Como supiese que Octavio era hombre recto, que no quería mandar sino de un modo justo, y que, por el contrario, Cina, además de ser sospechoso a Sila, se había declarado contra el gobierno existente, determinó unirse a éste con todas sus fuerzas; envióle, pues, a decir que, reconociéndole por cónsul, haría cuanto le ordenase. Admitió el partido Cina y le nombró procónsul, remitiéndole las fasces y todas las demás insignias del mando: pero respondió que el adorno no se avenía a su presente fortuna: así es que desde el día de su destierro en la edad ya de más de setenta años no traía sino ropas desaliñadas, con el cabello crecido, andando siempre muy despacio para excitar compasión; pero con este aparato miserable iba siempre mezclado el ceño natural de su terrible semblante, y la clase de su abatimiento descubría bien que su soberbia no se había humillado sino más bien irritado con las mudanzas de su suerte.

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Después que saludó a Cina, se presentó a los soldados, puso al punto manos a la obra y causó una gran mudanza en el estado de las cosas: porque, en primer lugar, interceptando con las naves los víveres y robando a los comerciantes, se hizo dueño de la provisión; luego, recorrien- do las ciudades de la costa, las hizo rebelarse; finalmente, tomando por traición a Ostia, saqueó las casas y dio muerte a gran número de los habitantes, y además, echando un puente sobre el río, enteramente cortó a los enemigos la posibilidad de proveerse por mar. Moviendo después con el ejército, marchó contra Roma, y tomó el monte llamado Janículo: contribuyendo mucho Octavio al mal éxito de los negocios, no tanto por impericia como por su nimia escrupulosidad acerca de lo justo, la que con daño público le impedía valerse de los recursos provechosos; así es que proponiéndole muchos que llamara a la libertad a los esclavos, respondió que no concedería a los esclavos la ciudad quien expelía de ella a Mario para sostener las leyes. Vino a esta sazón a Roma Metelo, hijo del otro Metelo que mandó en África y que fue desterrado por Mario, y como fuese tenido por mejor general que Octavio, abandonando a éste los soldados, corrieron a aquel pidiéndole que tomase el mando y salvase la patria, porque combatirían denodadamente, y sin duda vencerían con un general experto y activo; pero recibiéndolos mal Metelo, y mandándoles que volviesen al cónsul, se pasaron a los enemigos, y al cabo se marchó el mismo Metelo, dando por perdida la ciudad. En el ánimo de Octavio influyeron unos Caldeos y algunos agoreros y sibilistas para que permaneciese en Roma, porque todo saldría bien. Era Octavio, por lo demás, acaso el hombre de mejor modo de pensar entre los Romanos, y el que más conservaba fuera de adulación la majestad consular conforme a las costumbres y leyes patrias, como si éstas fueran otras tantas fórmulas inalterables; pero sujeto a esta miseria, por la que más tiempo gastaba con embaidores y adivinos que con los que le pudieran dirigir en el gobierno y en la guerra. Éste, pues, antes que entrase Mario, fue arrancado de la tribuna y muerto por un piquete que le precedió, y se dice que a su muerte se le halló en el seno una tableta caldea; siendo cosa extraña que de estos dos hombres ilustres, a Mario le diese poder el no despreciar los agüeros y a Octavio le perdiese.

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Hallándose las cosas en esta situación, juntóse el Senado, y envió mensajeros a Cina y Mario, pidiéndoles que entrasen en la ciudad y tuviesen consideración con los ciudadanos. Cina, como cónsul, los oyó sentado en la silla curul y les dio muy humana respuesta; Mario estaba separado de la silla sin responder palabra, mas se echaba claramente de ver en el ceño de su semblante y en la fiereza de su mirada que iba bien presto a llenar la ciudad de carnicería y de muertes. Cuando ya se resolvieron a marchar, Cina entraba acompañado de su guardia; pero Mario, quedándose a la puerta, decía como por ironía, lleno de coraje, que él era un desterrado arrojado de la patria conforme a una ley, y que si ahora hallándose presente hubiera quien hiciese proposición, con otro decreto se desataría el que le desterraba; como si él fuese hombre a quien hicieran fuerza las leyes, y como si entrase en una ciudad libre. Convocaba, pues, al pueblo a la plaza, y antes que tres o cuatro curias hubiesen dado sus sufragios, dejando aquella simulación y aquellas buenas palabras de desterrado, comenzó a marchar acompañado de una guardia, compuesta de los que había escogido entre los esclavos que se le presentaron, a los que daba el nombre de Bardieos, Estos, a su orden, unas veces comunicada en voz y otras por señas, daban muerte a muchos, llegando la cosa a punto que a Ancario, varón consular y jefe de la milicia, porque habiéndose encontrado con Mario, y saludádole, éste no le volvió el saludo, le quitaron la vida a su vista, pasándole con las espadas, y ya desde entonces, cuando saludando algunos a Mario no los nombraba éste, o no les correspondía, aquello era señal de acabar con ellos en la misma calle; de manera que aun sus mismos amigos estaban en la mayor agonía y susto cuando se acercaban a saludarle. Siendo ya muchos los que habían perecido, Cina se mostraba cansado y fastidiado con tanta muerte; pero Mario, renovándose en él cada día la ira y la sed de sangre, no dejaba vivir a ninguno de cuantos se le hacían sospechosos: así, todas las calles y toda la ciudad estaban llenas de perseguidores y de cazadores de todos los que huían o se ocultaban, y era tenida por crimen la fe de la hospitalidad y de la amistad, sin que ya ofreciese seguridad alguna, porque eran muy pocos los que no hicieron traición a los que a ellos se habían acogido. Por tanto, deben ser tenidos en mucho y mirados con admiración los criados de Cornuto, que, ocultando a su amo en casa, suspendieron por el cuello a uno de tantos muertos, y poniéndole un anillo en el dedo lo mostraron a los de la guardia de Mario, y después, envolviéndole como si fuera aquel, le dieron sepultura. Nadie llegó a entenderlo, y habiéndose salvado Cornuto por este medio, por los mismos criados fue secretamente llevado a la Galia.

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Cúpole también la suerte de un amigo honrado a Marco Antonio el orador, y, sin embargo, fue desgraciado, porque siendo aquel un hombre pobre y plebeyo, que hospedaba en su casa al primero de los Romanos, quiso portarse como el caso lo exigía, y envió a un esclavo para traer vino a casa de uno de los taberneros que vivían cerca. El esclavo lo tomó con cuidado y dijo que le diera de lo mejor, con lo que le preguntó el tabernero qué novedad había para no tomarlo de lo nuevo y común, como acostumbraba, sino de lo mejor y de más precio: y respondiéndole aquel con sencillez, como a un hombre conocido y familiar, que su amo tenía a comer a Marco Antonio, al que ocultaba en su casa, el tabernero, que era hombre cruel y malvado, no bien había salido el esclavo cuando marchó a casa de Mario, que ya estaba comiendo, e introducido adonde se hallaba le ofreció poner en sus manos a Antonio; oído lo cual por Mario se dice que lo celebró mucho, dando palmadas de gozo, y que estuvo en muy poco el que por sí mismo no se trasladase a la casa; retenido por los amigos, envió a Anio con algunos soldados, dándole orden de que sin dilación le trajese la cabeza de Antonio. Llegados a la casa, Anio se quedó a la puerta, y los soldados, tomando la escalera, subieron al cuarto, y a la vista de Antonio ninguno quería ejecutar el mal hecho, sino que unos a otros se incitaban y movían a él; y debía de ser tal el encanto y gracia de las palabras de este hombre insigne, que habiendo empezado a hablarles, rogándoles no le matasen, ninguno se atrevió a acercarse a él ni aun a mirarle, sino que, bajando los ojos, se echaron a llorar. Vista la tardanza, subió Anio, y hallan. do que Antonio esta- ba perorando y los soldados asombrados y compadecidos, reprendiendo a éstos se aproximó él mismo y le cortó la cabeza. Lutacio Cátulo, colega de Mario, que triunfó con él de los Cimbros, cuando supo que éste a los que intercedieron y rogaron por él no les respondió otra cosa sino “es preciso que muera”, se cerró en su cuarto y, encendiendo mucho carbón, murió sofocado. Arrojados los cadáveres sin cabeza y pisados por las calles, ya no era compasión la que excitaban, sino susto y terror en todos con semejante vista; pero lo que sobre todo indignó al pueblo fue la brutalidad de los llamados Bardieos. Porque después de dar muerte en sus casas a los amos se burlaban de los hijos y violentaban a las mujeres, sin que hubiera quien los contuviese en los robos y matanzas, hasta que, viniendo a mejor acuerdo Cina y Sertorio, los sorprendieron durmiendo en el campamento y a todos los pasaron por las armas.

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En esto, como en una alteración de vientos, llegaron por todas partes noticias de que Sila, habiendo dado fin a la guerra de Mitridates y recobrado las provincias, se había embarcado con muchas fuerzas; esto produjo ya una breve intermisión y corta pausa de tan indecibles males, por creer que la guerra venía sobre ellos. Fue, pues, nombrado Mario séptima vez cónsul, y tomando posesión en las mismas calendas de enero, en que principia el año, hizo precipitar a un tal Sexto Licinio, lo que pareció a todos presagio de nuevos males. Pero Mario, desalentado ya con los trabajos y agotadas en cierta manera con tantos cuidados las fuerzas de su espíritu, al que acobardaba la experiencia de los infortunios pasados, no pudo sufrir la idea de una nueva guerra y nuevos combates y temores, porque reflexionaba que la contienda no había de ser con Octavio o con Merula, que sólo mandaron a una gente colecticia y a una muchedumbre sediciosa, sino que el que ahora le amenazaba era aquel mismo Sila que ya antes lo había arrojado de la patria y en aquel momento acababa de con finar en el Ponto Euxino a Mitridates. Quebrantado con estos pensamientos y teniendo fija la vista en su larga peregrinación, en sus destierros y en tantos peligros como había corrido por mar y por tierra, le fatigaban crueles dudas, terrores nocturnos y sueños inquietos, pareciéndole oír siempre una voz que le decía: Terrible del león es la guarida aun para quien la ve cuando está ausente No pudiendo, sobre todo, llevar la falta de sueño, se entregó a francachelas y embriagueces muy fuera de sazón y de su edad, procurando por medios extraños conciliar el sueño como refugio de los cuidados. Finalmente, habiendo llegado noticias recientes del mar y sobrevenídole con ellas nuevos cuidados, parte de miedo de lo futuro y parte por el peso y cúmulo de los cuidados presentes, con muy ligero motivo que se agregase, contrajo una pleuresía, según refiere el filósofo Posidonio, quien dice que él mismo entró a verle cuando ya estaba enfermo y que le habló sobre los objetos de su embajada. Pero el historiador Gayo Pisón refiere que, paseándose Mario con sus amigos después de comer, movió la conversación de sus sucesos, tomándola de lejos, y después de haber referido las muchas mudanzas de su suerte, había concluido con que no era hombre de juicio en volver otra vez a ponerse en manos de la fortuna, y que en seguida, saludando a los que allí se hallaban, se había puesto en cama, y, manteniéndose en ella siete días seguidos, había muerto. Algunos dicen que en la enfermedad se manifestó del todo su ambición, por el delirio extraño que tuvo. Figurábasele que se hallaba de general en la guerra de Mitridates, y tomaba todas las posturas y movimientos del cuerpo que son de costumbre en los combates, dando los mismos gritos y las mismas exhortaciones a los soldados; ¡tan fuerte y fijo era en él el amor a este ejercicio por la emulación y por el deseo de mandar! Por esta causa, con haber vivido setenta años y haber sido el primero de todos que fue siete veces nombrado cónsul, poseyendo casa y hacienda bastante para muchos reyes, aún se lamentaba de su fortuna, como que moría antes de sazón sin haber satisfecho sus deseos.

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Platón, estando ya próximo a morir, se mostró agradecido a su buen genio y a la fortuna de haberle hecho hombre y, además, griego y no bárbaro, ni animal por naturaleza privado de razón, y, finalmente, de haber concurrido su nacimiento con el tiempo de Sócrates. Dícese igualmente que Antípatro de Tarso, estando asimismo para morir, hizo la enumeración de los buenos sucesos que le habían cabido en suerte, y no dejó de poner en la cuenta el haber tenido una navegación feliz desde su patria a Atenas, como hombre que reconocía a su buena fortuna todos los presentes que le habían hecho y que hasta el fin los conservaba en la me- moria, que es el más seguro tesoro para el hombre. Al contrario, a los desmemoriados y necios se les desvanecen los sucesos con el tiempo, por lo que no guardando ni conservando nada, vacíos siempre de bienes y llenos de esperanza, tienen la vista en lo futuro, no haciendo caso de lo presente; y aquello puede arrebatárselo la fortuna, cuando esto es inadmisible, y con todo desechan esto en que nada puede la fortuna, soñando con lo que es incierto y estándoles muy bien lo que luego les sucede; porque antes que puedan dar asiento y solidez a los bienes externos con el buen uso de la razón y de la doctrina se dan a acumularlos y amontonarlos, sin poder llenar los insaciables senos de la ambición. Falleció pues, Mario a los diez y siete días de su séptimo Consulado; por lo pronto, fue grande el gozo y la esperanza que ocupó a Roma por haberse librado de una dura tiranía: pero al cabo de muy pocos días conocieron que no habían hecho más que cambiar un dueño viejo por otro joven en la flor de la edad: ¡tanta fue la crueldad y aspereza de que dio pruebas su hijo Mario haciendo asesinar a muchos de los mejores y más distinguidos ciudadanos! Túvosele por valiente y arriesgado, por lo que al principio se le llamó hijo de Marte, pero bien pronto, vituperado por sus obras, se le dio en lugar de aquel el nombre de hijo de Venus. Al fin, encerrado por Sila en Preneste, y haciendo en vano mil diligencias por alargar la vida, cuando vio que no le quedaba remedio, perdida la ciudad, se dio a sí mismo la muerte.