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Vidas paralelas/Sila

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Lucio Cornelio Sila era de linaje patricio, que es, como si dijéramos, de linaje noble. De sus ascendientes se dice haber sido cónsul Rufino y haber sido en él más pública la afrenta que este honor: porque habiéndose averiguado que poseía en dinero acuñado más de diez libras, que era lo que la ley permitía, fue por esta causa expulsado del Senado. Los que después le siguieron vivieron en la oscuridad; el mismo Sila se crió con un patrimonio bien escaso, pues siendo mancebo habitó casa alquilada en precio muy moderado, como después se le echó en cara cuando se le vio más floreciente de lo que parecía justo; porque se refiere que, jactándose él y haciendo ostentación de sus haberes después de la expedición de África, le dijo uno de los conciudadanos honrados y austeros: “¿Cómo puedes ser hombre de bien tú, que, no habiéndote dejado nada tu padre, tienes ahora tanta hacienda?” Pues no era esto de hombre que permaneciese en una conducta y en unas costumbres rectas y puras, sino de quien hubiese declinado y hubiese sido corrompido por la pasión del lujo y del regalo. Ponían, por tanto, en igual grado de menos valer al que disipaba su caudal y al que no se mantenía en la pobreza paterna. A lo último, cuando, apoderado ya de la república, quitaba a muchos la vida, un hombre de condición libertina, que se creía ocultaba a uno de los proscriptos, y que, por tanto, había de ser precipitado, insultó a Sila, diciéndole que por largo tiempo habían habitado en la misma casa en cuartos arrendados, llevando él mismo el de arriba en dos mil sestercios, y Sila el de abajo en tres mil; de manera que la diferencia de fortunas entre uno y otro era la que correspondía a mil sestercios, que venían a hacer doscientas cincuenta dracmas áticas. Estas son las noticias que nos han quedado de su primera fortuna.

Cuál fuese lo demás de su figura aparece de sus estatuas; pero aquel mirar fiero y desapacible de sus ojos azules se hacía todavía más terrible al que lo miraba, por el color de su semblante, haciéndose notar a trechos lo rubicundo y colorado mezclado con su blancura; y aun se dice que de aquí tomó el nombre, viniendo a ser un mote que designaba su color; así, un decidor de mentidero de los de Atenas le zahirió con estos versos: Si una mora amasares con la harina, tendrás de Sila entonces el retrato. De estas mismas señas no sería extraño colegir su genio, que se dice haber sido el de un hombre jovial y chancero: pues desde mozo, y cuando todavía no gozaba de reputación, gustaba de acompañarse y pasar el tiempo con histriones y gente baladí. Después, dueño ya de todo, solía reunir cada día a los más insolentes de la escena y el teatro, beber con ellos y contender en bufonadas y chistes, haciendo cosas muy impropias de su vejez y que desdecían mucho de su autoridad, y abandonando en tanto negocios que exigían prontitud y diligencia: pues mientras Sila estaba en la mesa, no había que irle con negocios serios, sino que, con ser en las demás horas activo y solícito, era extraña la mudanza que en él se notaba cuando se entregaba a los festines y a beber, siendo en esta sazón muy benigno para cómicos y danzantes y muy afable y manejable para todos cuantos se le acercaban. De esta misma relajación pudo venirle el achaque de ser muy dado a amores y disoluto en cuanto a placeres, exceso en el que no se contuvo aun siendo viejo. Aun le vino algún fruto de esta pasión, porque, habiéndose aficionado de una mujer pública, pero rica, llamada Nicópolis, como ésta se hubiese enamorado realmente de él por el continuo trato y por su figura, a su fallecimiento le dejó por heredera. Heredó asimismo a su madrastra, que le amó como si fuera su hijo, y de aquí le vino ya el ser un hombre medianamente acomodado.

Nombrado cuestor, se embarcó para el África con Mario, cuando éste, cónsul por vez primera, partió a hacer la guerra a Yugurta. Llegado al ejército, dio ventajosa idea de sí en muchas cosas, y aprovechando la ocasión trabó amistad con Boco, rey de los Númidas, porque habiendo dado acogida y tratado con distinción a unos embajadores suyos en ocasión de huir de una cuadrilla de salteadores que al modo numídico los acometieron, se los envió, haciéndoles regalos y dándoles escolta que los llevase con seguridad. Era Yugurta suegro de Boco, y hacía tiempo que éste le temía y lo tenía en odio; y como entonces hubiese sido vencido y se hubiese acogido a él, armándole asechanzas, envió a llamar a Sila, queriendo más que la prisión y entrega de Yugurta se hiciera por medio de éste, que no directamente por su mano. Comunicándolo, pues, con Mario y tomando unos cuantos soldados, se arrojó Sila a un grave peligro, por cuanto, confiado en un bárbaro infiel a los suyos, para apoderarse de otro hizo entrega de sí mismo. Hecho Boco dueño de ambos, y puesto en la necesidad de faltar a la fe con el uno o el otro, estuvo muy indeciso en el partido que tomaría; pero al fin se determinó por la primera traición, y puso a Yugurta en manos de Sila. El que triunfó por este hecho fue Mario; pero la gloria del vencimiento, que la envidia contra Mario le atribuía a Sila, tácitamente ofendía sobremanera el ánimo de aquel, porque el mismo Sila, vanaglorioso por carácter, y que entonces por la primera vez, saliendo de la oscuridad y siendo tenido en algo, empezaba a tomar el gusto a los honores, llegó a tal punto de ambición, que hizo grabar esta hazaña en un anillo, del que usó ya siempre en adelante. En él estaba Boco retratado en actitud de entregar, y Sila en la de recibir, a Yugurta.

Había esto incomodado a Mario; pero no teniendo todavía a Sila por hombre que pudiera ser envidiado, siguió valiéndose de él en sus mandos militares: en el consulado segundo para legado y en el tercero para tribuno, y por su medio hizo cosas de gran importancia, porque siendo legado dio muerte a Cepilo, general de los Tectosagos, y de tribuno persuadió a la grande y poderosa nación de los Marsos que se hiciese amiga y aliada de los Romanos. Percibiendo ya entonces que Mario le miraba mal y no le daba fácilmente ocasiones de acreditarse, sino que más bien se oponía a sus aumentos, se arrimó al colega de Mario, Cátulo, hombre recto, pero de poca disposición para las cosas de la guerra; bajo el cual, encargado de los más graves y arduos negocios, adelantó a un tiempo en poder y en opinión, pues la mayor parte de las cosas en la guerra tenida contra los bárbaros en los Alpes se hacían por su medio; y habiendo faltado los víveres, encargado de la provisión, proporcionó tal abundancia que, estando sobrados los soldados de Cátulo, tuvieron para dar a los de Mario; lo que dicen fue causa para que éste se indispusiera cruelmente contra él. Esta enemistad, que nació de tan pequeña ocasión y tan débiles principios, subió después por los grados de la sangre civil y de insufribles convulsiones hasta la tiranía y el trastorno de toda la república, haciendo ver con cuánta sabiduría y conocimiento de los negocios políticos amonestaba el poeta Eurípides que se huyera de la ambición como del genio más maléfico y perjudicial para los que de él se dejan dominar.

Entendiendo ya entonces Sila que la gloria de sus hazañas militares podía servirle para entrar en las ocupaciones políticas, pasó desde el ejército a hacer obsequios y rendimientos al pueblo, y presentándose a pedir la pretura civil fue desatendido, de lo que atribuyó la causa a la muchedumbre: porque alegaba que, aprobando ésta su amistad con Ba- co, de la que tenía noticia, y creyendo que si en lugar de pretor se le hacía edil daría magníficos juegos y combates de fieras africanas, nombró otros pretores, precisándole a servir el cargo de edil. Mas por sus mismos hechos se convence a Sila de que huye de reconocer la verdadera causa de su repulsa; pues que al ario inmediato alcanzó ya la pretura, ora adulando al pueblo y ora ganándole con dinero. Por eso, como sirviendo la pretura dijese a César con enfado que usaría contra él de su propia autoridad: “Muy bien haces- le repuso éste- en llamarla tuya propia, pues que la tienes por haberla comprado”. Después de la pretura fue enviado a la Capadocia, según las órdenes públicas, para restituir a Ariobarzanes; mas el verdadero objeto era contener a Mitridates, nimiamente inquieto, que iba recobrando una autoridad y un poder en nada inferior al que tenía. No llevó consigo muchas fuerzas; pero, auxiliándole los aliados, de la mejor voluntad, con dar muerte a muchos de los de Capadocia y a mayor número de los de Armenia, que hacían causa con éstos, lanzó del trono a Gordio, y dio a reconocer por rey a Ariobarzanes. Mientras se detenía a orillas del Éufrates, fue a hablarle Orobazo el Parto, embajador del rey Arsaces, sin que antes hubiera habido comunicación entre las dos naciones; y esto mismo se cuenta por uno de los mayores favores de la fortuna de Sila, haber sido el primero de los Romanos a quien se presentaron los Partos en demanda de amistad y alianza; y aun se dice que, habiendo hecho poner tres sillas curules, una para Ariobarzanes, otra para Orobazo y la tercera para sí, dio audiencia sentado en medio de ambos; con cuya ocasión el rey de los Partos dio después muerte a Oro- bazo, y de los Romanos, unos aplaudieron a Sila por haber usado de magnificencia y aparato con los bárbaros, y otros le notaron de engreído y vanaglorioso. Dícese asimismo que uno de los Caldeos, que fue de la comitiva de Orobazo, habiendo reparado en el semblante de Sila y estado atento a los movimientos de su ánimo y de su cuerpo, examinando por las reglas que él tenía cuál debía ser su índole y carácter, había exclamado que necesariamente aquel hombre debía de ser muy grande, y aun se maravillaba cómo podía aguantar el no ser ya el primero de todos. A su vuelta intentó contra él Censorino causa de soborno, por haber recibido de un reino amigo y aliado mucho más de lo que la ley permitía; pero aquel no se presentó al juicio, sino que dejó desierta la acusación.

Su indisposición con Mario tomó nuevas fuerzas de la ocasión que dio para ello Boco con haberse propuesto hacer un obsequio al pueblo romano y juntamente manifestar su gratitud a Sila; pues con este objeto consagró en el Capitolio ciertas imágenes con diferentes trofeos, y entre ellas un Yugurta de oro en actitud de ser entregado por él a Sila. Irritóse con esto sobremanera Mario, y concibió el designio de acabar con la ofrenda; de parte de Sila había muchos dispuestos a oponérsele, y faltaba muy poco para que la ciudad entera ardiese, cuando por entonces la guerra social, que mucho tiempo antes humeaba, vino a levantar llama y contuvo la sedición. En esta guerra larga, sumamente varia, y que trajo a los Romanos muchos males y gravísimos peligros, Mario, no habiendo podido ejecutar ningún hecho se- ñalado, dio una clara prueba de que la virtud guerrera pide robustez y fuerzas corporales; cuando Sila, ejecutando muchos hechos insignes y dignos de memoria, se acreditó de gran general entre los propios, de más grande todavía entre los aliados, y de muy afortunado entre los enemigos. Y no se condujo en esta parte como Timoteo, hijo de Conón, que, como sus enemigos atribuyesen a la fortuna todos sus triunfos, y le hubiesen pintado en sus cuadros durmiendo, mientras la fortuna cogía las ciudades con una red, disgustado e irritado contra los que así le trataban, por cuanto le privaban de la gloria debida a sus hazañas, dijo al pueblo, en ocasión de venir de una expedición dirigida con acierto: “Pues en esta expedición ¡oh Atenienses! no ha tenido ninguna parte la fortuna”. Y después de haber usado de este lenguaje arrogante, parece que un mal genio se propuso burlarse de él, pues nada de provecho pudo hacer ya en adelante, sino que, desgraciado en sus empresas, y despojado del favor del pueblo, por fin salió desterrado de la ciudad. Mas Sila no sólo sacó constantemente partido de aquella felicidad suya y de la confianza en ella, sino que en alguna manera aumentó y como divinizó sus hechos y sus sucesos con atribuirlos a la fortuna: bien fuera por ostentación, o bien por ser éste su modo de pensar acerca de las cosas divinas, puesto que él mismo escribe en sus Comentarios que aun las empresas acometidas, al parecer temeraria e inoportunamente, solían salirle mejor que las más detenidamente meditadas; y con decir de sí mismo que le parecía haber sido más bien formado por la naturaleza para las cosas de fortuna que para las de la guerra, se ve claro que más valor daba a la fortuna que a la virtud. En general, parece que todo él se tenía por obra de la fortuna, cuando le atribuye hasta la concordia en que vivió con Metelo, varón igual a él en honores, y su suegro; pues cuando creía que siendo un hombre de tanta autoridad le daría mucho en que entender, le halló sumamente apacible en la comunión de mando. Mas a Luculo, en sus Comentarios que le dedicó, le exhorta a que nada tenga por tan cierto y seguro como lo que por la noche le prescriba su genio. Enviado con ejército a la guerra social, refiere que se abrió una gran sima cerca de Laverna, de la cual salió mucho fuego y una llama muy resplandeciente, que subió hasta el cielo, y que acerca de ello habían dicho los agoreros que un insigne varón, de bella y excelente figura, haría cesar aquellas grandes agitaciones, y éste da por supuesto no ser otro que él: pues en cuanto a figura, la suya tenía por peculiar el tener el cabello de color de oro, y en cuanto a valor, no se avergonzaba de atribuírselo, después de haber ejecutado tantas y tan ilustres hazañas. Esto en punto a su felicidad, tenida por divina; en sus costumbres, por lo demás, podía ser reputado por inconsecuente y como diverso de sí mismo: arrebataba muchas cosas y regalaba muchas más; honraba con exceso, deshonraba y afrentaba de la misma manera; agasajaba a los que había menester y dejábase obsequiar de los que le pedían; de manera que podía quedar en duda qué era lo que por naturaleza sobresalía en él: si la soberbia o la bajeza. De su inconsecuencia en los castigos, alborotando, el mundo por cualquiera leve motivo, y pasando blandamente por las mayores maldades, aplacándose benignamente en cosas que parecían insufribles y propasándose a muertes y publicacio- nes de bienes por faltas ligeras y sin importancia, la razón que puede darse es que, siendo por índole iracundo y pronto a castigar. sabía ceder de aquella dureza cuando consideraba que le convenía. En esta misma guerra social, habiendo hecho sus soldados perecer a palos y a pedradas a un oficial general que servía de legado, llamado Albino, dejó pasar sin castigo tan atroz delito, y aun en tono de quien aprueba les dijo que con eso se portarían más denodadamente en la guerra, para desvanecer aquella falta con su valor. Si de esto se le reprendía, no se le daba nada; y antes, cuando ya había concebido la idea de acabar con Mario, y cuando se veía que la guerra social iba prontamente a terminarse, para ser nombrado general contra Mitridates, aduló y lisonjeó al ejército que mandaba, y, trasladándose a Roma, fue nombrado cónsul con Quinto Pompeyo, a la edad de cincuenta años. Entonces contrajo un enlace ilustre, casando con Cecilia, hija de Metelo, pontífice máximo, sobre lo que el vulgo le compuso muchos cantares, y los principales tuvieron mucho que hablar, no juzgando digno de tal mujer al que juzgaban digno de ser cónsul, como observa Tito Livio. Ni estuvo casado con esta sola, sino que siendo joven casó con Ilia, de quien tuvo una hija; después de ésta, con Elia, y en terceras nupcias con Clelia, a la que repudió por estéril, tratándola con honor y el mayor miramiento y haciéndole presentes; mas como de allí a pocos días se hubiese enlazado con Metela, se formó concepto de que no era cierto el defecto imputado a Clelia. Tuvo siempre a Metela en grande estimación, tanto que, desando el pueblo romano la restitución de los que por causa de Mario habían sido desterrados, como Sila lo negase, interpuso la mediación y el nombre de Metela. Cuando tomó la ciudad de Atenas, trató con dureza a los Atenienses, porque, a lo que se dice, insultaron con burla y sarcasmos a Metela desde la muralla pero de esto se hablará más adelante.

Creyendo entonces que el consulado no podía servirle de mucho para lo que preveía venidero, dirigió todos sus conatos a la guerra contra Mitridates; pero le hacía oposición Mario, por ansia loca de gloria y codicia de honores, enfermedades que no envejecen, y, aunque pesado de cuerpo e inhábil por la vejez para las empresas militares, como lo había mostrado la experiencia en las que acababan de preceder, aspiraba, sin embarga, a guerras lejanas y ultramarinas; y mientras Sila marchaba al ejército para ciertas cosas que tenía pendientes, estándose él en casa meditaba y fraguaba aquella destructora sedición, más funesta para Roma que cuantas guerras la afligieron, como los dioses se lo habían anunciado con prodigios. Porque por sí mismo se prendió fuego en las varas en que se llevan las insignias, y hubo gran dificultad para apagarlo; tres cuervos, juntando sus polluelos, se los comieron, y los restos los volvieron al nido; los ratones royeron el oro que había en el templo, y habiendo cogido los custodios de él una hembra con ratonera, parió ésta en la ratonera misma cinco ratoncillos, de los que se comió tres; y lo que es más extraño todavía: hallándose la atmósfera despejada y sin nubes, se oyó el sonido de una trompeta, que lo dio tan aguda y doloroso, que por lo penetrante los aturdió y asombró a todos. Los inteligentes de la Etruria dieron la explicación de que aquel prodigio anunciaba la mudanza y venida de una nueva generación, porque las generaciones habían de ser ocho, diferentes todas entre sí en el método de vida y en las costumbres, teniendo cada una prefinido por Dios el término de su duración dentro del período del año grande; y cuando una concluye y ha de entrar otra, se manifiestan señales extraordinarias en la tierra o en el cielo, en términos que los que se han dado a examinar estas cosas y las conocen, al punto advierten que vienen otros hombres, diferentes en sus usos y en su tenor de vida, de quienes los Dioses tienen mayor o menor cuidado que de los que les precedían. En todo hay gran novedad cuando se verifica este cambio en las generaciones, y también la ciencia adivinatoria, o aumenta en estimación, acertando en sus pronósticos, porque el Genio envía señales claras y seguras, o decae en la otra generación, dejada a sí misma, y no pudiendo emplear sino medios oscuros y sombríos para conjeturar lo futuro. Tales eran las fábulas que divulgaban los Etruscos, que se tienen por más inteligentes y más sabios en estos negocios que los otros pueblos. En el acto mismo en que, congregado el Senado, gastaba su tiempo con los agoreros en el templo de Belona, se vio volar en él, a vista de todos, un pájaro, que llevaba en el pico una cigarra, y dejando caer allí una parte de ella marchó llevándose la otra; y los explicadores de prodigios vieron en esto una sedición y discordia entre los propietarios y la plebe ciudadana y placera, porque ésta es gritadora como las cigarras, y los terratenientes dados a la agricultura.

Mario echa entonces mano de Sulpicio, tribu no de la plebe, que no tenía segundo en las más insignes maldades; de manera que no había que preguntar si era más perverso que alguno otro, sino qué cosa era aquella para la que sobresaldría en perversidad; su crueldad, su osadía y su codicia, no había infamia ni atrocidad por la que se detuviesen, pues era hombre que descaradamente vendía la ciudadanía de Roma a los libertos y a los forasteros. percibiendo el precio en una mesa que tenía puesta en la plaza. Mantenía a su costa tres mil hombres armados, y le seguía una muchedumbre de jóvenes del orden ecuestre, dispuestos para todo, a los que llamaba Antisenado. Hizo establecer por ley que ninguno del orden senatorio pudiera deber arriba de dos mil dracmas, y él dejó deudas a su muerte por tres millones. Dióle, pues, suelta Mario para con el pueblo, y confundiéndolo todo con la fuerza y el hierro, propuso otras varias leyes perjudiciales, y con ellas la de que se diera a Mario el mando para la Guerra Mitridática. Como los cónsules hubiesen publicado ferias con este motivo, hizo marchar a la muchedumbre contra ellos, hallándose en junta en el templo de los Dioscuros, y dio muerte, además de otros muchos, al hijo del cónsul Pompeyo, en la plaza; y el mismo Pompeyo tuvo que libertarse con la huída. Sila se entró perseguido en la casa de Mario, y se vio en la precisión de salir y abrogar las ferias; por esta causa, haciendo Sulpicio revocar el consulado de Pompeyo, no se lo quitó a Sila, y sólo trasladó a Mario el mando de las tropas destinadas contra Mitridates, enviando al punto a Nola tribunos que se encargaran del ejército y se lo trajeran a Mario.

Anticipóseles Sila, huyó al ejército y sus soldados mataron a los tribunos, luego que fueron informados de lo sucedido Mario y los suyos; a su vez daban en Roma muerte a los amigos de Sila, y se apoderaban de sus bienes, siendo además continuas las traslaciones y fugas de unos a la ciudad desde el ejército, y de otros que desde la ciudad se dirigían a aquel. El Senado no era dueño de sí mismo, sino que se prestaba a las órdenes de Mario y de Sulpicio; y noticioso de que Sila avanzaba sobre la ciudad, envió dos pretores, Bruto y Servilio, con la orden de que se retirase. Como éstos hubiesen hablado a Sila con arrogancia, los soldados quisieron acabar con ellos; mas sólo les rompieron las fasces y los despojaron de la púrpura, despachándolos con ignominia. Con su desmedida tristeza, y con vérseles despojados de las insignias pretorias, anunciaban bastante que la sedición, lejos de estar apaciguada, no podía reprimirse. Mario, pues, hacía preparativos, y Sila venía desde Nola trayendo seis legiones completas; y aunque al ejército lo veía muy resuelto a marchar sin detención contra Roma, él estaba indeciso en su ánimo y temía el peligro. Mas como haciendo él sacrificio examinase las señales el agorero Postumio, tendiendo las manos hacia Sila, le pedía que le aprisionase y custodiase hasta la batalla, y si todo no se terminaba pronto y favorablemente tomara de él la última venganza a que se ofrecía. Dícese que a Sila se le apareció entra sueños la Diosa, cuyo culto aprendieron los Romanos de los de Capadocia, llámese la Luna, o Minerva, o Belona; parecióle, pues, a Sila que colocada ésta a su cabecera le puso en la mano un rayo, y nombrándole a cada uno de sus enemigos, le decía que tirase, y que, tirando él, estos caían y se desvanecían. Alentado con esta aparición, y dando al otro día parte de ella a su colega, se dirigió a Roma. Alcanzóle, ya en Pictas, un mensaje, por el que se le rogaba suspendiese en aquel punto la marcha, pues el Senado decretaría a su favor cuanto fuese justo; mas aunque dio palabra a los embajadores de que asentaría el campo, llegando hasta comunicar la orden para el acantonamiento de las tropas, como acostumbraban hacerlo los generales, con lo que aquellos se retiraron confiados, apenas hubieron marchado envió a Lucio Basilo y Cayo Mumio, y tomó por medio de ellos la puerta y lienzo de muralla que está sobre el monte Esquilino, y en seguida se aproximó él mismo con la mayor prontitud. Acometieron los de Basilo a la ciudad, y se hacían dueños de ella; pero el pueblo en gran número, aunque desarmado, empezó a tirarles tejas y piedras, y los contuvo de ir adelante, obligándolos a recogerse a la muralla. En esto, ya Sila había llegada, y enterado de lo que pasaba gritó que se acercasen a las casas, y tomando un hacha encendida corrió él el primero, y dio orden a los arqueros para que usasen de los portafuegos, dirigiéndolos contra los tejados, sin hacerse cargo de nada; sino que, dejándose llevar de la cólera de que se hallaba poseído, y abandonando a ella la dirección de las operaciones, no vio en Roma más que enemigos, y sin consideración ni compasión alguna de amigos, de parientes y deudos, lo entregó todo al fuego, que no hace distinción entre los culpados y los que no lo son. Mientras esto pasaba, Mario corrió al templo de la Tierra, y publicó la libertad a todos los esclavos; pero no pudiendo sostenerse con la entrada de los enemigos salió de la ciudad.

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Congregó Sila el Senado, e hizo decretar la pena de muerte contra Mario y algunos otros, entre ellos el tribuno de la plebe Sulpicio, y éste fue, efectivamente, muerto por traición de un esclavo, a quien Sila, desde luego, dio libertad, pero después le hizo despeñar. La cabeza de Mario la puso a precio, con notable ingratitud y falta de política respecto de un hombre que poco antes le había dejado ir libre y seguro, habiéndose él mismo puesto en sus manos; a fe que si Mario no hubiera dado entonces puerta franca a Sila, sino que le hubiera dejado a discreción de Sulpicio, habría podido quedar dueño de todo, y, sin embargo, usó de indulgencia con él, cuando por el contrario, al cabo de pocos días, hallándose Mario en el mismo caso, no obtuvo igual consideración: conducta con la que Sila afligió al Senado, aunque éste no lo manifestó; pero el disgusto y venganza del pueblo pudo verse muy bien en sus obras, porque, desatendiendo en cierta manera con ultraje a Nonio, su sobrino, y a Servio, que con su protección pedían las magistraturas, las confirieron a otros, por cuanto con preferirlos le daban disgusto. Mas Sila aparentaba que se complacía con esto mismo, como que a él le debía el pueblo el gozar de la libertad de hacer lo que le pareciese, y poniéndose él mismo de parte del odio de la muchedumbre, hizo que del partido contrario fuese nombrado cónsul Lucio Cina, que, con imprecaciones y juramentos, se comprometió a abrazar sus intereses. Subió, pues, éste al Capitolio, y teniendo una piedra en la mano juró y se echó la maldición de que si no guardaba concordia con él fuese arrojado de la ciudad como aquella piedra era arrojada de la mano, y la tiró al suelo a presencia de muchos; mas, a pesar de todo, no bien se hubo posesionado de la dignidad, cuando al punto trató de trastornar el orden establecido, y dispuso que se formara causa a Sila, presentando, para que le acusase, a Virginio, uno de los tribunos; pero aquel, desentendiéndose del acusador y del tribunal, marchó contra Mitridates.

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Refiérese que, por aquellos mismos días en que Sila movía de la Italia sus tropas, le aconteció a Mitridates, que residía entonces en el Ponto, entre otros muchos prodigios, el de que una Victoria, portadora de una corona que los de Pérgamo habían suspendido desde arriba, en ciertos instrumentos, sobre su cabeza, cuando iba ya a tocarla, se rompió, y la corona, cayendo sobre el pavimento del teatro, había corrido por el suelo hecha pedazos; lo que había causado terror en el pueblo y gran desaliento en Mitridates, sin embargo de que sus negocios progresaban y prosperaban en aquella sazón aun más allá de sus esperanzas. Porque él mismo, habiendo tomado el Asia de los Romanos, y de los reyes la Bitinia y la Capadocia, se había establecido en Pérgamo, repartiendo hacienda, provincias y reinos a sus amigos; y de sus hijos, el uno conservaba su antigua dominación en el Ponto y el Bósforo, hasta las tierras no habitadas de la laguna Meotis, sin ninguna contradicción, y Ariarates discurría con numeroso ejército por la Tracia y la Macedonia. Sus generales ocupaban otros diferentes puntos con tropas que mandaban, y Arquelao, el principal de ellos, hecho dueño con sus naves de todo el mar, había sojuzgado las Cícladas y todas las demás islas que dentro de Málea están situadas, ocupando también la Eubea, y marchando desde Atenas, había sublevado los pueblos de la Grecia, hasta la Tesalia, tocando un poco en Queronea, porque allí le salió al encuentro el legado de Sencio, general de la Macedonia, Bretio Surra, varón eminente en valor y en prudencia. Haciendo, pues, éste frente por la Beocia a Arquelao, que lo corría todo a manera de torrente, y dándole tres batallas, lo arrojó de Queronea y lo retiró otra vez hasta el mar. Mas, previniéndole Lucio Luculo que diera lugar a. Sila, que se acercaba, y le dejara la guerra que se le había decretado, abandonando al punto la Beocia, fue a unirse con Sencio, sin embargo de que todo le salía más felizmente de lo que podía esperar, y de que la Grecia, por sus excelentes prendas, estaba muy bien dispuesta a una mudanza; estos fueron los hechos más brillantes y sobresalientes de Bretio.

12

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Sila recobró muy pronto las demás ciudades, enviando a ellas heraldos y atrayéndolas; pero a Atenas, obligada a estar de parte del rey por el tirano Aristión, tuvo que marchar con grandes fuerzas, y, rodeando el Pireo, le puso cerco, asestando contra ella toda especie de máquinas y empleando diferentes medios de combatir. Y si hubiera aguantado un poco de tiempo, se le habría venido a la mano tomar sin riesgo la ciudad de arriba, apurada ya del hambre hasta el último punto, por falta de los más precisos alimentos; pero, teniendo puesta la vista en Roma, y temiendo las novedades allí intentadas, apresuró la guerra, a costa de grandes peligros, de muchos combates y de inapreciables gastos, pues, sobre todos los demás preparativos, el aparato sólo de las máquinas constaba de diez mil pares de mulas, prontas todos los días para este servicio. Faltóle la madera, quebrantándose muchas de las piezas por su propio peso, y siendo frecuentemente incendiadas otras por los enemigos, y acudió por fin a los bosques sagrados, despojando la Academia, que todos los alrededores de Atenas era el más poblado de árboles, y el Liceo. Hacíanle también falta para la guerra grandes caudales, y escudriñó los tesoros sagrados de la Grecia, como el de Epidauro y el de Olimpia, enviando a pedir las alhajas más ricas y preciosas entre todas las ofrendas. Escribió también a Delfos, a los Anfictiones, diciéndoles que era lo mejor le trajesen las riquezas del Dios, porque, o las guardaría con más seguridad, o si usaba de ellas, daría otras que no valiesen menos; envió para este efecto, de entre sus amigos, a Cafis de Focea, con orden de que lo recibiera todo por peso. Trasladóse Cafis a Delfos, y rehuía el tocar las cosas sagradas, manifestando ante los Anfictiones la mayor aflicción por la precisión en que se veía; y como algunos hubiesen dicho que habían oído resonar la cítara del santuario, o porque lo creyese o porque fuese su ánimo mover a Sila a la superstición, se lo envió a decir. Mas éste, tomándolo a burla respondió que se admiraba no supiese Cafis que el cantar era de los que están alegres y no de los enfadados, por lo que le mandó que tuviese ánimo y tomase las alhajas como que el Dios las daba contento. De las demás cosas traídas, pudieron no tener noticia muchos de los Griegos; pero como la tinaja de plata, que era lo que quedaba de las alhajas del rey, no pudiese acomodarse en una acémila, fue preciso hacerla pedazos, lo que excitó en los Anfictiones la memoria ya de Tito Flaminino y Manio Acilio, ya de Emilio Paulo, de los cuales aquel arrojó a Antíoco de la Grecia, y éstos vencieron en batalla a los reyes de Macedonia; y con todo, no sólo no tocaron a los templos de los Griegos, sino que les hicieron grandes dones y les prestaron el mayor honor y veneración. Y es que aquellos mandaban, conforme a las leyes, a hombres sobrios y que sabían prestar en silencio sus manos a los jefes; y como éstos fuesen regios en los ánimos, pero muy moderados en toda su conducta, no hacían otros gastos sino los precisos que les estaban asignados, teniendo por mayor afrenta adular a sus soldados que temer a los enemigos. Mas los generales de esta era, habiendo adquirido la autoridad más por la fuerza y la violencia que por la virtud, y teniendo necesidad de las armas más bien unos contra otros que contra los enemigos, se veían precisados a hacerse populares en el mismo mando de las armas y a tener que gastar en regalos para los soldados, comprando sus trabajos militares y haciendo venal puede decirse que la patria toda, y a sí mismos esclavos de los más ruines, a trueque de mandar a los mejores. Esto fue lo que arrojó de la ciudad a Mario y lo que después volvió a traerle contra Sila, y esto fue lo que, respectivamente, hizo a Cina matador de Octavio, y a Fimbria matador de Flaco. Pues a ninguno fue inferior Sila en estas malas artes, disipando el dinero para corromper y atraer a los que estaban bajo el imperio de otros y para contentar a los que él mandaba; con lo cual, habiendo de sobornar a los unos para que fuesen traidores y dar cebo a los otros para sus vicios, tenía necesidad de grandes caudales, y sobre todo para aquel sitio.

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Era, en efecto, grande e irreducible el ansia que tenía de tomar a Atenas, bien fuese por una cierta emulación con una ciudad cuya gloria parecía hacer sombra, o bien por encono e irritación, a causa de las burlas y denuestos con que para irritarle los insultaba cada día, a él mismo y a Metela, desde las murallas, el tirano Aristión, cuya alma era un compuesto de lascivia y crueldad, a las que había reunido todos los vicios y pasiones de Mitridates; éste era el que estaba reduciendo a los mayores extremos, como a una enfermedad mortal, a una ciudad que había podido salvarse hasta entonces de mil guerras y de muchas tiranías y sediciones. Porque el poco grano que había en la ciudad se vendía a mil dracmas la fanega, manteniéndose los hombres con la parietaria que se criaba en la ciudadela y comiéndose los despojos de los zapatos y vasijas, mientras él pasaba el tiempo en banquetes y comilonas, danzando y haciendo escarnio de los enemigos; ni siquiera cuidó de la lámpara sagrada de la Diosa, que se había apagado por falta de aceite. A la sacerdotisa, que le había pedido una hemina de trigo, le envió pimienta, y a los senadores y sacerdotes, que le rogaban se compadeciese de la ciudad y pidiera la paz a Sila, los dispersó a flechazos. Al fin, ya en el último apuro, envió a tratar de paz a das o tres de sus camaradas, a los cuales, como nada dijesen en orden a salvar la ciudad, sino que se vanagloriasen de Teseo, de Eumolpo y de sus hazañas contra los Medos, los despidió Sila, diciéndoles: “Retiráos de aquí, hombres dichosos, conservando esas grandes palabras, pues yo no he sido enviado a Atenas a aprender, sino a sujetar a unos rebeldes.”

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Refiérese que, en este estado de cosas, hubo quien oyó en el Ceramico la conversación que entre sí tenían unos ancianos, en la que censuraban al tirano de haber descuidado la guarda de la muralla por la parte del Heptacalco, que era únicamente por donde los enemigos tenían un paso y entrada sumamente fácil, y que de esta conversación se dio conocimiento a Sila; éste no la despreció, sino que, pasando a la noche al sitio, y hallando que era accesible y fácil de ocupar, lo puso al punto por obra. Dice el mismo Sila, en sus Comentarios, que el primero que subió a la muralla, llamado Marco Ateyo, como se le opusiese un enemigo, le dio un golpe en el casco, y con la gran fuerza que para él hizo se le rompió la espada, la que no salió del lugar de la herida, sino que se quedó fija en él. Tomóse, pues, la ciudad por aquel punto que los ancianos atenienses habían designado, y el mismo Sila, derribando hasta el suelo el lienzo de muralla entre las Puertas Piraica y Sagrada, entró a la medianoche, causando terror y espanto con el sonido de los clarines y de una infinidad de trompetas y con la gritería y algazara de los soldados, a los que dio entera libertad para el robo y la matanza: así, corriendo por las calles, con las espadas desenvainadas, es indecible cuánto fue el número de los muertos, aunque por la sangre que corrió se puede todavía computar a lo que debió ascender. Pues sin que entren en cuenta los que mu- rieron por todo el resto de la ciudad, la matanza de sólo la plaza inundó cuanto terreno cae dentro de la Puerta Dípila; y aun hay muchos que dicen que llegó hasta la parte de afuera. Y con ser tantos los que así perecieron no fueron menos los que se quitaron la vida de lástima y aflicción por su patria, que daban por deshecha y arruinada del todo, obligando a los mejores ciudadanos a desconfiar y temer por las salud de ella el que de Sila nada humano ni clemente se prometían. Con todo, parte por los ruegos y súplicas de Midias y Califonte, unos de los desterrados, y parte también por la intercesión de todos los senadores, que eran de la expedición y le pidieron conservara la ciudad, como además se hallase satisfecho en su venganza, dijo, después de haber hecho un elogio de las antiguos Atenienses, que hacía a los pocos el obsequio de los muchos, a los muertos el de los vivos. Escribe en sus Comentarios haber tomado a Atenas el día 1º de marzo, que viene a corresponder al principio también del mes Antesterión, en el que casualmente se hacen muchas ceremonias y fiestas de conmemoración por la excesiva lluvia que causó tamaña ruina y estrago como fue el del diluvio, que vino a suceder en tales días. Tomado lo que propiamente se llama la ciudad, como el tirano se hubiese retirado a la ciudadela, le puso cerco, encargando de él a Curión. Resistió aquel por bastante tiempo, pero al cabo se entregó estrechado de la sed; en lo que intervino una señal y prodigio de la divinidad, porque en el mismo día y en la misma hora en que Curión le recibió, habiendo la mayor serenidad, repentinamente se amontonaron muchas nubes, y la gran lluvia que cayó inundó la ciudadela. Tomó igualmente Sila el Pireo de allí a breves días, y abrasó la mayor parte de sus obras, y entre ellas la armería de Filón, que era una de las más admirables.

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En esto, Taxiles, general de Mitridates, bajando de la Tracia y la Macedonia con cien mil infantes, diez mil caballos y noventa carros falcados, llamaba para que se le reuniese a Arquelao, que todavía se mantenía en la marina, en la parte de Muniquia, por no querer ni retirarse del mar, ni combatir con los Romanos, sino sólo entretener la guerra e interceptar a éstos los víveres. Conociólo todavía mejor que él Sila, y así marchó precipitadamente hacia la Beocia, abandonando unos terrenos quebrados, y que aun en tiempo de paz no podían proveer a su subsistencia. Eran muchos los que creían que había errado su calculo, por cuanto, dejando el Ática, que era país áspero y poco a propósito para la caballería, había bajado a los valles y a las dilatadas llanuras de la Beocia, no obstante ver que la fuerza principal de los bárbaros consistía en los carros y en la caballería; pero por huir, como hemos dicho, del hambre y la carestía, se vio precisado a preferir el peligro de una batalla. Dábale, además, cuidado Hortensio, buen caudillo y animoso guerrero, que trayendo de la Tesalia refuerzos al mismo Sila, era espiado y aguardado de los bárbaros en los desfiladeros. Estos fueron los motivos que tuvo Sila para marchar a la Beocia, y en cuanto a Hortensio, Cafis, que seguía nuestra causa, le condujo, engañando a los bárbaros, por caminos excusados a aquella misma Títora, que no era entonces una ciudad grande como lo es hoy, sino sólo un castillo clavado en una roca tajada, a la que ya en otro tiempo se acogieron y en la que se salvaron aquellos Focenses que huyeron de Jerjes en su venida. Allí se acampó Hortensio, y por el día se ocultó a los enemigos; mas a la noche bajó por los terrenos más fragosos a Patrónide, donde con su tropa se unió a Sila, que le salió al encuentro.

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Luego que estuvieron reunidos, tomaron una grande altura, que está en medio de los deliciosos campos de Elatea, con agua abundante en su falda: llámase Filobeoto, y Sila celebra sobremanera sus calidades y su posición. Acampáronse, y a los ojos de los enemigos parecieron muy pocos, pues de caballería no eran más de mil quinientos, y la infantería aun no llegaba a quince mil hombres; por lo cual, precisando los demás generales a Arquelao a que formase sus tropas, llenaron toda la llanura de caballos, de carros, de escudos y de rodelas, no bastando el aire para sostener la gritería y alboroto de tantas especies de gentes como allí se hallaban reunidas y ordenadas. No era tampoco pequeña parte para el espanto y el terror la riqueza y brillantez con que se presentaban, porque el resplandor de las armas, guarnecidas graciosamente con plata y oro, y los colores de las túnicas de la Media y la Escitia, adornadas con el bronce y el hierro, que brillaban a lo lejos, al moverse y sacudirse semejaban al fuego, y hacían una vista tan terrible, que los Romanos se estaban retirados dentro del valladar, y no halló Sila modo alguno ni palabras que bastasen a desvanecer su asombro; viéndose precisado, por cuanto no quería tampoco violentar a los que así resistían, a haber de estarse quieto y aguantar con el mayor desabrimiento la mofa y el escarnio de los bárbaros, que al cabo fue lo que más le aprovechó. Porque, despreciándole los enemigos, se entregaron al mayor desorden, y como, por otra parte, no eran ya muy obedientes a sus generales, por ser tantos los que mandaban, eran muy pocos los que permanecían en el campamento; y antes, habiéndose cebado la mayor parte en el saqueo y la rapiña, solían andar dispersos y separados de aquel jornadas enteras; de manera que se dice haber asolado la ciudad de los Panopeos, saqueado la de los Lebadeos y despojado su oráculo sin orden de ninguno de sus generales. Sentía Sila y se afligía extremadamente de que ante sus ojos fuesen destruidas las ciudades, y tomaba el partido de no dejar en reposo a los soldados, sino que, sacándolos del campamento, los hizo trabajar en mudar el curso del Cefiso y en abrir fosos, no permitiendo descansar a ninguno, y castigando irremisiblemente a los que aflojaban, para lo que estaba él mismo de sobrestante; todo con la mira de que, aburridos con las obras, abrazaran el peligro por huir del trabajo, como sucedió. Porque al cabo de los tres días de aquella fatiga, al pasar Sila, le pidieron a voces que los llevara contra los enemigos; a lo que les contestó que aquel clamor no le significaba que quisiesen pelear, sino que deseaban huir del trabajo; pero que si se sentían con ánimo de, combatir tomasen las armas y viniesen a aquel sitio, señalándoles la que antes había sido ciudadela de los Parapotamios, y entonces, destruida la ciudad, había venido a quedar en ser un collado pedregoso y escarpado, que no estaba separado del monte Hedilio sino el espacio que con sus aguas ocupa el Aso; el cual, confundiéndose en la misma falda con el Cefiso, y haciéndole de más rápida corriente, contribuye a que la cumbre sea más a propósito para establecer con seguridad un campamento. Así es que, viendo Sila que de los enemigos los de bronceados escudos se dirigían a él, quiso anticipárseles ocupando aquel puesto; lo ocupó, en efecto, mostrándose con grande ánimo los soldados. Como arrojado de allí Arquelao, moviese contra Queronea, los Queronenses que militaban con Sila, le suplicaron que no abandonase su patria, por lo que envió en su defensa al tribuno Gabinio con una legión, dejando ir con ellos a los Queronenses, que, aunque quisieron, no pudieron llegar antes que aquel; de manera que el que iba a salvarlos aun se mostró más activo y pronto que los mismos que habían menester su auxilio Juba dice que el enviado no fue Gabinio, sino Ericio; como quiera, en esto consistió el que nuestra ciudad saliese de aquel peligro.

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De Lebadea y del oráculo de Trofonio les llegaban a los Romanos felices anuncios y faustos vaticinios, acerca de los cuales hacen los del país diferentes relaciones; mas lo que escribe el mismo Sila en el libro décimo de sus Comentarios es que, después de haber ganado ya la batalla de Queronea, vino a buscarle Quinto Titio, varón de no pequeño crédito entre los que traficaban en la Grecia, y le participó que Trofonio le profetizaba allí mismo otra segunda batalla y victoria dentro de breve tiempo. Después de éste, otro de los que militaban en su ejército, llamado Salvenio, le anunció de parte del Dios cuál era el término que habían de tener las cosas de Italia. Ambos hablaron por visiones que habían tenido, porque, según sus relaciones, habían visto de una misma manera la hermosura y grandeza de Zeus Olimpio. Luego que Sila pasó el Aso, se dirigió al Hedilio, acampándose al frente de Arquelao, que había puesto su campo fortificado en medio del Aconcio y el Hedilio, en los que llaman los Asios. El lugar en que puso las tiendas todavía de su nombre se llama Arquelao en el día de hoy. Habiendo tomado Sila un día de reposo, al siguiente dejó allí a Murena, que mandaba una legión y dos cohortes, para que cargara sobre los enemigos cuando ya estuvieran en desorden: y él hizo a orilla del Cefiso un sacrificio, después del cual marchó la vuelta de Queronea, para tomar la tropa que allí había y reconocer el monte llamado Turio, en cuya ocupación se le habían adelantado los enemigos. Es éste una eminencia muy pendiente y redonda, a la que damos el nombre de Ortópago; al pie pasa el río Molo, y se halla el Templo de Apolo Turio, tomando el Dios esta denominación de Turo, madre de Querón, que se dice haber sido el fundador de Queronea. Otros dicen que fue allí donde apareció la vaca que para guía fue dada a Cadmo por Apolo, y que de ella tomó aquel nombre el sitio, pues los Fenicios llaman Tor al buey. Estando Sila en marcha para Queronea, salió a recibirle con su tropa ya armada el tribuno que tenía puesto de gobernador en aquella ciudad, trayéndole una corona de laurel. Luego que saludó con la mayor afabilidad a los soldados, se dispuso para el combate, y en este acto se le presentaron dos ciudadanos de Queronea, Homoloico y Anaxidamo, ofreciéndole destrozar a los que ocupaban el Turio, sólo con que les diese unos cuantos soldados, porque había un atajo, ignorado de los bárbaros, que por el Museo conducía al Turio, desde el llamado Petraco, hasta estar encima del puesto que éstos tenían; y cayendo sobre ellos por aquel camino, con facilidad serían destruidos, o se los desalojaría hacia la llanura. Asegurólo Gabinio del valor y lealtad de los que hacían la oferta, y dándoles Sila la orden de que la pusiesen en ejecución formó su ejército, distribuyendo la caballería en una y otra ala; tomó él mismo para sí el mando de la derecha y dio a Murena el de la izquierda. Los legados Galba y Hortensio, que mandaban las cohortes de retaguardia, marcharon a ponerse en observación sobre las alturas, para el caso de que se tratara de envolverlos, por cuanto se había advertido que los enemigos ponían mucha caballería y tropa ligera en las alas, extendiéndolas demasiado y haciéndolas delgadas y flexibles para cercar a los Romanos.

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Habían los Queronenses recibido de Sila por caudillo a Ericio, y marchando por el Turio sin ser sentidos, cuando después se mostraron fue grande la turbación y fuga de los bárbaros, y mayor todavía la matanza de unos con otros, porque no aguardaron en su puesto, sino que, corriendo por los precipicios, caían sobre sus propias lanzas, y con la priesa se despeñaban unos a otros, persiguiéndolos desde arriba los enemigos e hiriéndolos por la espalda; de manera que perecieron unos tres mil en el Turio, y de los que huyeron, a unos les cortó la retirada y los destrozó Murena, que ya había tomado posición, y otros, arrojados hacia el campamento amigo, como cayesen repentinamente y sin orden sobre la hueste ya formada, introdujeron en la mayor parte el terror y la confusión; no fue tampoco pequeño el mal que causaron con haber retardado las órdenes de los generales. Porque Sila sobrevino prontamente cuando así estaban desordenados, y pasando con ligereza el espacio que los separaba, quitó a los carros falcados toda su actividad y fuerza, por cuanto ésta la toman principalmente de lo largo de la carrera, que es la que les da ímpetu y pujanza; siendo, por el contrario, los golpes de cerca ineficaces y flojos, como los de los dardos, si el arco no ha podido tenderse; que fue lo que entonces sucedió a los bárbaros, porque, apoderados los Romanos de los primeros carros, que no habían podido obrar ni chocar sino débil y remisamente, luego con risa y gritería pedían otros, como se acostumbra hacer en el circo en las carreras de caballos. En este estado vinieron a las manos una y otra infantería, presentando los bárbaros sus lanzas largas y procurando con la unión de los escudos conservar el orden de la formación; pero los Romanos, arrojando las picas y echando mano a las espadas, retiraron las lanzas de aquellos tan pronto como con gran rabia se arrojaron sobre ellos, porque vieron que estaban formados en primera fila quince mil esclavos, que los generales del rey habían proclamado libres de los tomados a los enemigos, y les habían dado lugar entre los primeros infantes; así se dice haber exclamado un centurión de los Romanos que sólo en las Saturnales había visto a los esclavos usar de libertad. A éstos, pues, como con dificultad los hiciesen huir los infantes romanos, por el apiñamiento y espesor de la formación, y también porque ellos mostraron más denuedo del que po- día esperarse, los desordenaron por fin y obligaron a volver la espalda las piedras y dardos que con abundancia les tiraron los Romanos que se habían colocado a la espalda.

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Extendía Arquelao su ala derecha en disposición de envolver a los Romanos, y Hortensio acudió a carrera con sus cohortes a acometerle por el flanco; pero como aquel enviase sin dilación a su encuentro dos mil caballos que tenía a mano, oprimido de la muchedumbre se retiró hacia las alturas, separada algún tanto de la falange y cercado de los enemigos. Súpolo Sila, y marchó al punto en su auxilio desde el ala derecha, que aún no había entrado en acción. Arquelao, que por el polvo levantado con aquel movimiento conjeturó lo que era, dejó en paz a Hortensio y se dirigió al sitio de donde partió Sila en su ala derecha para derrotarla, hallándola falta de caudillo. Al mismo tiempo, Taxiles cargó a Murena con sus calcáspidas, de manera que, formándose gritería en dos partes, y repitiendo el eco las montañas, lo entendió Sila y quedó muy confuso, sin saber adónde acudir. Resolvió volver a su puesto, mandando en socorro de Murena a Hortensio, con cuatro cohortes, y dando orden a la quinta de que le siguiese, marchó al ala derecha, que por sí misma se había sostenido dignamente contra Arquelao, al que rechazó enteramente con su llegada. Victoriosos, pues, persiguieron a los enemigos hacia el río y el monte Aconcio, adonde corrían en completa dispersión. Mas no por esto se descuidó Sila de Murena, que quedaba en riesgo, sino que partió a dar socorro a aquellas tropas; pero viéndolas también vencedoras, volvió a tomar parte en la persecución. Murieron muchos de los bárbaros en aquella llanura; pero fueron muchos más los que perecieron sorprendidos en las inmediaciones del campamento adonde querían refugiarse, en términos que, de tantos millares, sólo diez mil llegaron a Calcis. Sila dice que de los suyos sólo faltaron catorce, y de éstos aun aparecieron dos a la caída de la tarde. Así, en los trofeos inscribió a Marte, la Victoria y Venus, como que había dado fin glorioso a aquella guerra, no menos por su buena dicha que por la pericia y el valor; y este trofeo, por la victoria de la llanura, le colocó en el punto en donde primero cedió Arquelao junto al río Molo. El otro, por la sorpresa de los bárbaros, existe en la cima del Turo, y su inscripción en caracteres griegos da el prez de la victoria a Homoloico y Anaxidamo. Las fiestas por estas victorias las celebró en Tebas, erigiendo un altar junto a la fuente Edipodea; los jueces eran Griegos escogidos de las demás ciudades, habiéndose mostrado irreconciliable con los Tebanos, a quienes tomó la mitad de sus términos, consagrándola a Apolo Pitio y Zeus Olímpico; y del dinero de las rentas de ellos mandó se diera también a los Dioses el que les había tomado de sus templos.

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Sabiendo, a poco de ejecutadas estas cosas, que Flaco, elegido cónsul de la facción contraria, atravesaba con tropas el Mar Jonio, según se decía, contra Mitridates, pero en realidad contra él mismo, se encaminó hacia Tesalia, como para salir a recibirlo; pero habiendo llegado a Melitea, le vinieron avisos de muchas partes de que estaban talando el país que dejaba a la espalda tropas del rey, en no menor nú- mero que antes. Porque Dorilao, que había llegado a Calcis con grande aparato de naves, en las que traía ochenta mil hombres del ejército de Mitridates, ejercitados y muy en orden, sin detenerse había pasado a la Beocia, y apoderado del país procuraba atraer a Sila a una batalla, desatendiendo los consejos de Arquelao, que trataba de contenerle, y aun reconviniendo en cierta manera a éste sobre la anterior batalla, como que sin traición no podían haber sido deshechas tan considerables fuerzas. Mas Sila, que tuvo que retroceder a toda priesa, hizo conocer a Dorilao que Arquelao era hombre prudente y tenía experiencia de lo que era el valor romano, pues con sólo haber tenido con Sila unos ligeros encuentros cerca de Tilfosio, fue ya el primero en no tener por conveniente que la contienda se decidiera en una batalla, sino que la guerra se alargase y se fatigase a Sila a fuerza de tiempo y de gastos. Mas, sin embargo de esto, dio cierta confianza a Arquelao el país de Orcómeno, en que estaban acampados, por ser muy ventajoso, en caso de venir a las manos, para los que prevalecían en caballería; porque entre las llanuras de la Beocia es la más bella y la más espaciosa la que empieza en la ciudad de Orcómeno, porque ella sola se dilata anchamente y está despejada de arboledas hasta las lagunas en que se pierde el río Melas, el cual, naciendo debajo de Orcómeno, caudaloso y navegable desde su fuente, en lo que es único entre todos los ríos de la Grecia, tiene además la particularidad de que crece como el Nilo en el solsticio del verano, y lleva plantas semejantes a las de aquel sitio que no dan fruto ni llegan a la misma altura. No va tampoco muy lejos, sino que la mayor parte se pierde muy pronto en lagos ciegos y pantanosos, y después la otra parte, que es bien escasa, se mezcla con el Cefiso en aquel punto donde la laguna produce la caña de flautas.

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Estando acampados muy cerca unos de otros, Arquelao se mantenía en quietud; pero Sila se dedicó a abrir fosos de uno y otro lado, con el objeto de cortar a los enemigos, si le era posible, los lugares seguros y a propósito para la caballería y estrecharlos hacia las lagunas. No lo sufrieron éstos, sino que, saliendo con ardor y en tropel, luego que los generales se lo permitieron, no sólo se dispersaron los que con Sila se hallaban en los trabajos, sino que también se conmovieron y dieron a huir parte de los que estaban sobre las armas. Entonces Sila, apeándose del caballo y tomando una insignia, corrió por entre los que huían contra los enemigos, diciendo a voces: “A mí me es glorioso ¡oh Romanos! morir en este sitio; vosotros, a los que os pregunten dónde abandonasteis a vuestro general, acordaos de responderles que en Orcómeno.” Esta voz los contuvo, y como dos cohortes de las del ala derecha se adelantasen a apoyarle, con ellas rechazó a los enemigos. Retrocedió luego con ellas un poco, y dándoles de comer se puso otra vez al trabajo de abrir foso delante del real de los enemigos. Volvieron éstos también a acometer en más orden que antes, y Diógenes, hijo de la mujer de Arquelao, peleando en el ala derecha, pereció con gloria. Los arqueros, como, oprimidos de los Romanos, no tuviesen retirada, tomando muchos dardos en la mano e hiriendo con ellos como con unas espadas, procuraban defenderse; al fin, encerrados en su cam- po, a causa de las muertes y heridas, pasaron congojosamente la noche. Al día siguiente otra vez sacó Sila los soldados a la obra del foso, y como los enemigos saliesen en gran número como para batalla, arrojándose sobre ellos los rechazó, y no quedando ninguno que hiciese frente, tomó a viva fuerza el campamento. Los muertos llenaron de sangre las lagunas, de cadáveres todo el terreno pantanoso, tanto, que aun ahora se encuentran arcos del uso de los bárbaros, morriones, fragmentos de corazas de hierro y espadas sumergidas entre el cieno, sin embargo de haberse pasado doscientos años, poco más o menos, desde aquella batalla. Así es como se refiere lo ocurrido en las jornadas de Queronea y Orcómeno.

22

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Como en Roma Cina y Carbón maltratasen con la mayor injusticia y violencia a los más principales ciudadanos, muchos, huyendo de la tiranía, se acogían como a un puerto al ejército de Sila; así, por cierto tiempo, hubo cerca de él una especie de Senado, y Metela, habiendo podido con dificultad ocultarse a sí misma y a sus hijos, llegó, trayéndole la noticia de que su casa y sus haciendas habían sido quemadas por sus enemigos y pidiéndole diera auxilio a los que quedaban en Roma. Cuando se hallaba perplejo, por no poder resolverse ni a abandonar la patria, molestada y oprimida, ni a partir, dejando inacabada una obra tan importante como era la guerra mitridática, se le presentó un comerciante de Delo, llamado Arquelao, enviado secretamente de parte del otro Arquelao, general del rey, a hacerle ciertas proposiciones y darle esperanzas. Oyóle Sila con tanto pla- cer, que se determinó a ir por sí mismo a conferenciar con Arquelao, y conferenciaron, en efecto, orilla del mar, cerca de Delo, donde está el templo de Apolo. Comenzó Arquelao la plática, procurando atraer a Sila a que, abandonado el Asia y el Ponto, partiese a la guerra que tenía que sostener en Roma, recibiendo para ella de parte del rey intereses, galeras y tropas en la cantidad que quisiese; a lo que contestó Sila proponiéndole a su vez que no hiciera cuenta del rey, sino que reinase él mismo en su lugar, haciéndose aliado de los Romanos y entregando cierto número de naves. Repelió Arquelao con horror una traición semejante, y entonces le dijo: “Pues si tú ¡oh Arquelao! siendo capadocio y esclavo, o si quieres, amigo de un rey bárbaro, no sufres la infamia por bienes de tan gran tamaño, a mí que soy Romano y Sila, ¿cómo te atreves a hablarme de traiciones, como si no fueras aquel mismo Arquelao que, huyendo en Queronea con muy poca gente, restos de ciento veinte mil hombres, te hubiste de esconder por dos días en las lagunas de Orcómeno, dejando intransitable la Beocia por la multitud de los cadáveres?” A esto, mudando ya de lenguaje Arquelao, y echándose a sus pies, le rogó que pusiera fin a la guerra, haciendo paz con Mitridates. Admitió Sila la propuesta, y se hizo un tratado, por el que se convino en que Mitridates cedería el Asia y la Patagonia, se pondría por rey de Bitinia a Nicomedes, y de Capadocia, a Ariobarzanes, y se entregarían a los Romanos dos mil talentos y setenta naves con espolones de bronce y todo su aparejo, con solo que Sila afianzase al rey y le diese por seguros todos sus demás dominios y le declarase aliado del pueblo romano.

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Hechos estos convenios, torciendo de camino, marchó por la Tesalia y la Macedonia al Helesponto, teniendo a Arquelao, con grande estimación, en su compañía; y habiendo caído éste enfermo de peligro en Larisa, detuvo el viaje e hizo se le asistiera como a uno de los generales y caudillos que militaban a sus órdenes. Esto dio ocasión a que se pusiera tacha en la jornada de Queronea, como que no se había obrado con limpieza, y también el que, habiendo remitido Sila al rey todos sus amigos que habían quedado cautivos, sólo a Aristión el tirano le dio muerte con hierbas, por estar enemistado con Arquelao. Sobre todo hizo sospechar el terreno de diez mil yugadas que se dio en la Eubea al capadocio, y el haberle declarado Sila amigo y socio de los Romanos; y sin embargo de todo esto, hace Sila la apología en sus Comentarios. Viniéronle a esta sazón embajadores de Mitridates diciendo que a todo lo demás estaba pronto, pero que, en cuanto a la Patagonia, no venía en que se le despojase de ella, y en cuanto a las naves, de ningún modo se conformaba; de lo que indignado Sila: “¿Qué es lo que decís?les preguntó- ¿Mitridates se opone a lo de la Patagonia y del todo se niega en cuanto a las naves, cuando yo creía que me haría adoraciones si le dejaba aquella diestra con la que a tantos Romanos ha dado muerte? Bien pronto será otro su lenguaje en pasando yo al Asia. ¡Está muy bien que ahora, descansando en Pérgamo, dirija una guerra que hasta el día no ha presenciado!” Intimidados los embajadores, guardaron silencio; pero Arquelao hizo ruegos a Sila y sosegó su enojo, tomándole la diestra y derramando lágrimas. Persua- dióle, finalmente, a que le enviase a él mismo a Mitridates, porque, o haría la paz con las condiciones que quería, o, si no lo alcanzaba, se daría a sí mismo la muerte. Mandándole, pues, bajo estos supuestos, invadió la Media, y habiéndolo talado todo, regresó a la Macedonia, y en Filipos recibió a Arquelao, que le participó estar todo negociado a satisfacción, pero que Mitridates deseaba con ansia venir a tratar con él; siendo de ello la principal causa Fimbria, que, habiendo dado muerte a Flaco, cónsul del otro partido, y vencido a los generales del rey, marchaba ya contra él. Este temor era el que principalmente obligaba a Mitridates a preferir el hacerse amigo de Sila.

24

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Juntáronse en Dárdano ciudad de la Tróade, teniendo consigo Mitridates doscientas naves armadas, cuarenta mil infantes, seis mil caballos y gran número de carros falcados, y Sila cuatro cohortes y doscientos caballos. Vínose hacia él Mitridates, alargándole la mano; pero Sila le preguntó si daba por terminada la guerra bajo las condiciones convenidas con Arquelao; como el rey callase, “pues de los que tienen que pedir- continuó Sila- es el hablar los primeros; los vencedores, con callar, hacen bastante”. Comenzó entonces Mitridates a hacer su apología, echando la culpa de la guerra ya a algún mal genio, y ya a los misinos Romanos; mas interrumpióle Sila, diciendo que ya antes había oído a otros, y ahora había conocido por sí mismo cuán diestro era Mitridates en la retórica, pues que no le habían faltado palabras que tenían algún color en hechos tan depravados e injustos. Reprendióle, pues, y reconvínole por tantos males como había causado, y volvióle a preguntar si pasaba por lo convenido con Arquelao, y como dijese que sí, entonces le saludó y le echó los brazos para abrazarles, presentándole a los reyes Ariobarzanes y Nicomedes, y reconciliándolos con él. Dióle Mitridates las setenta naves y quinientos arqueros, e hizo vela para el Ponto. Había observado Sila que se habían disgustado sus soldados con aquellas paces, pareciéndoles cosa terrible que un rey que había sido el mayor enemigo de los Romanos, teniendo dispuesta la matanza en un día de setenta mil de ellos de los que se hallaban en el Asia, se marchara con su riqueza y sus despojos de este mismo país que había estado saqueando y poniendo a contribuciones por cuatro años seguidos; pero se excusó con ellos diciéndoles que no le habría sido posible hacer a un tiempo la guerra a Fimbria y Mitridates si se hubieran coligado contra él.

25

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Partió de allí contra Fimbria, que estaba acampado junto a Tiatira, y estableciendo muy cerca de él sus reales se puso a abrir un foso en derredor de ellos. Los soldados de Fimbria salieron de sus campamentos sin más que las túnicas, y yéndose a saludar a los de aquel se pusieron a ayudarles en su obra con el mayor calor, vista la cual mudanza por Fimbria, como considerase a Sila inflexible, se dio a sí mismo la muerte en su campo. Sila entonces multó al Asia en general en cien mil talentos; y luego en particular vino a arruinar las casas con la insolencia y las vejaciones de los alojados; porque mandó que el huésped diera al soldado raso cuatro tetracdracmas al día, y además de comer a él y a cuantos amigos convidase; que el Tribuno percibiría al día cincuenta dracmas y una ropa para casa y otra para salir a la calle.

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Habiendo dado a la vela de Éfeso con todas las naves, entró al tercer día en el Pireo; inicióse en los misterios, y se apropió para sí la biblioteca de Apelicón de Teyo, en la que se hallaban la mayor parte de los libros de Aristóteles y Teofrasto, poco conocidos entonces de los más de los literatos. Dícese que, traída a Roma, Tiranión el Gramático corrigió muchos lugares, y que habiendo alcanzado de él Andronico de Rodas algunas copias, las publicó, siendo éste también quien formó las tablas que ahora corren. Los más antiguos de los Peripatéticos, aunque generalmente elegantes e instruidos, parecen que no tuvieron la suerte de dar con muchas de las obras de Aristóteles y de Teofrasto, ni de poder examinarlas con la debida diligencia, por culpa del heredero Neleo Escepsio, a quien las dejó Teofrasto y de quien pasaron a hombres oscuros e ignorantes. Mientras Sila se detenía en Atenas, le cargó en los pies un dolor sordo con pesadez, del que dice Estrabón que es el tartamudeo de la gota. Embarcóse para Edepso, donde usó de aguas termales, entreteniéndose juntamente y pasando el tiempo con los artífices de Baco. Paseándose orilla del mar, le presentaron unos pescadores ciertos peces muy hermosos, y holgándose mucho con el presente, como hubiese sabido que eran de Halas, preguntó: “Pues ¡qué! ¿todavía hay alguno de Halas vivo?” Y es que cuando vencedor en la batalla de Orcómeno persiguió a los enemigos, al paso asoló tres ciudades de la Beocia, Antedón, Larimna y Halas. Quedáronse cortados de miedo los pescadores; pero sonriéndose les dijo que fuesen en paz, pues no eran ruines ni despreciables los intercesores que habían traído; y alentados con esto los Halenses, es fama que volvieron a la ciudad.

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Sila, bajando al mar por la Tesalia y la Macedonia, se disponía a marchar con mil y doscientas naves desde Dirraquio a Brindis; pero está allí cerca Apolonia, y a la inmediación de ésta Ninfeo, lugar sagrado, donde de un montecillo cubierto de hierba y de unos prados nacen diversas fuentes que de continuo manan fuego. Estando él allí durmiendo, se dice que cogieron un sátiro, cual los escultores y los pintores los representan, y que, traído ante Sila, se le preguntó por medio de diversos intérpretes quién era, y como nada articulase con sentido, ni despidiese más que una voz áspera, mezclada del relincho del caballo y del balido del macho cabrío, asustado Sila le hizo soltar, conjurando el mal agüero. Estándose ya entendido en el embarque de los soldados, manifestó temor Sila de que luego que aportasen a la Italia se dispersarían acá y allá por las ciudades, y ellos juraron que se mantendrían unidos, y que voluntariamente ningún daño causarían en Italia. Después, considerando que habría menester cuantiosos fondos, le presentaron y ofrecieron todo lo que cada uno tenía ahorrado; mas Sila no admitió aquellas primicias, sino que, aplaudiéndolos y confirmándolos en su adhesión a él, partió alentadamente, según él mismo dice, contra quince generales contrarios, que mandaban quinientas y cincuenta cohortes, por significarle el Dios con la mayor claridad la ventura que le aguardaba. Porque sacrificando en Tarento inmediatamente después de su arribo, se vio que la extremidad del hígado presentaba la figura de una corona de laurel con dos cintas que de ella pendían, y poco después del desembarco en la Campania, junto al monte Tifata, se vieron por el día dos machos grandes de cabrío acometerse, y hacer y padecer todo lo que acontece a los hombres cuando pelean. Fue sólo una apariencia; la que, levantada un poco de la tierra, se esparció por el aire en diversas partes, parecidas a unas imágenes muy débiles, y luego se desvaneció enteramente. Después, al cabo de poco tiempo, congregando en aquel mismo lugar Mario el joven y el cónsul Norbano considerables fuerzas, Sila, sin formar su tropa ni distribuirla convenientemente, y sin más que el vigor y el ímpetu de su misma audacia dieron a los soldados, desbarató a los enemigos y encerró a Norbano en la ciudad de Capua, habiéndole muerto siete mil hombres. Esto dice él mismo haber sido causa de que no se disolviese su ejército, diseminándose por las ciudades, sino en que se mantuviese unido, mirando con desprecio a los enemigos, sin embargo de que eran en mucho mayor número. Añade que en Silvio, por divina inspiración, se le presentó un esclavo de Poncio anunciándole, de parte de Belona, la superioridad en la guerra y la victoria, y que, si no se daba priesa, ardería el Capitolio, lo que así sucedió el mismo día que había predicho, que fue un día antes de las Nonas Quintiles, que ahora llamamos Julias. Además de esto, hallándose Marco Luculo, uno de los generales del partido de Sila, en las cercanías de Fidencia, con solas once cohortes, al frente de cincuenta que tenían los enemigos, él bien confiaba en el valor de sus soldados; pero se detenía porque la mayor parte estaban desarmados. Hallándose, pues, perplejo y pensativo, trajo el viento de la llanura vecina, en que había unos prados, muchas flores, y las arrojó y esparció sobre los escudos y cascos de los sol. dados, pareciéndoles a los enemigos que se habían puesto coronas; y ellos, cobrando con esto nuevo ardor, se arrojaron al combate, del que salieron vencedores, dando muerte a diez y ocho mil hombres y tomando el campamento. Este Luculo era hermano del otro Luculo que más adelante derrotó y exterminó a Mitridates y a Tigranes.

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Sila, viéndose todavía estrechado por todas partes de sus enemigos con muchos ejércitos y numerosas tropas, hizo por atraer a la paz, parte por la fuerza y parte por engaño, al otro cónsul Escipión. Habiéndole dado éste entrada, tenían conferencias y frecuentes juntas, buscando siempre Sila algún motivo de dilación y algún pretexto; y, en tanto, ganó a los soldados de Escipión por medio de los suyos, ejercitados en toda falsedad y lagotería, como su general. Porque entrando dentro del campamento de los enemigos, y mezclándose en medio de ellos, al punto se atrajeron a unos con dinero, a otros con promesas y a otros con lisonjas y halagos. Finalmente, presentándose Sila allí cerca con veinte cohortes, saludándole se pasaron a él, y quedándose Escipión solo en su tienda, hubo de conformarse; mientras Sila, habiendo cazado con sus veinte cohortes, como tantas aves mansas, las cuarenta de los enemigos, las condujo todas a su campamento; así se cuenta haber dicho Carbón que peleaba en Sila con un león y una raposa aloja- dos en su alma, pero que la que más le incomodaba era la raposa. A este tiempo, Mario, que tenía en Signio ochenta y cinco cohortes, provocaba a Sila a una batalla, y éste admitía gustoso el combatir en aquel mismo día, porque había tenido entre sueños esta visión: Parecióle que el viejo Mario, ya difunto tiempo antes, exhortaba a Mario, su hijo, a que se guardara del día que entraba, porque le traería un grande infortunio. Por tanto, Sila estaba pronto para la batalla y envió a llamar a Dolabela, que estaba acampado a alguna distancia; pero como los enemigos le tomasen los caminos y le cerrasen el paso, los soldados de Sila llegaron a cansarse de combatir y andar, y cayendo al mismo tiempo, mientras así trabajaban, una gran lluvia, esto acabó de estropearlos. Dirigiéndose, pues, los tribunos a Sila, le pedían que dilatase la batalla, mostrándole a los soldados, quebrantados de la fatiga y tendidos por el suelo, reclinados sobre los escudos. Hubo de condescender, muy contra su voluntad, y dada la señal de hacer alto, cuando empezaban a formar el valladar y abrir el foso, delante del campamento se presentó con arrogancia Mario, yendo el primero en su caballo, en la creencia de que los desbarataría hallándolos desordenados. Entonces su genio dio cumplida a Sila su palabra que le anunció en sueños, porque su cólera pasó a los soldados, y, suspendiendo las obras, dejadas las picas clavadas en el foso, desenvainaron las espadas, y, con grande algazara, se trabaron con los enemigos; éstos no aguantaron mucho tiempo, sino que dieron a huir, y se hizo en ellos una horrible carnicería. Mario huyó a Preneste, pero ya encontró cerradas las puertas, y echándole de arriba una cuerda, se la ciñó al cuerpo, y así lo subie- ron a la muralla. Algunos dicen, y de este número es Fenestela, que Mario ni siquiera tuvo la menor noticia de la batalla, sino que, habiéndose recostado en tierra bajo una sombra, a causa de sus muchas vigilias y fatigas, al tiempo de hacerse la señal del combate le cogió el sueño, y apenas despertó cuando todos habían dado a huir. Dícese que Sila no perdió en esta batalla más que veintitrés hombres, habiendo muerto a cuarenta mil de los enemigos y apresado vivos ochenta mil. Con igual felicidad le salió todo lo demás por medio de sus generales Pompeyo, Craso, Metelo y Servilio, pues sin vacilar poco o nada destrozaron fuerzas muy considerables de los enemigos, de manera que Carbón, que había sido el principal apoyo de la facción contraria, abandonando de noche su ejército se embarcó para el África.

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En el último combate, como atleta que entra de refresco contra el que está cansado, estuvo en muy poco que el samnita Telesino no lo derribase y destruyese a las mismas puertas de Roma, porque, allegando mucha gente en unión con Lamponio el Lucanio, marchó con celeridad sobre Preneste, con el intento de sacar del cerco a Mario; pero habiéndose enterado de que tenía a Sila por el frente y a Pompeyo por la espalda, dirigiéndose ambos a toda priesa contra él, encerrado de una y otra parte, como buen guerrero ejercitado en muchos combates, levanta su campo por la noche y marcha con todas sus fuerzas contra Roma. Faltó muy poco para que la sorprendiese sin ninguna guardia, y estando a diez estadios de la Puerta Colina, allí se fijó, amenazando a la ciudad, lleno de presunción y de esperanzas, por haber burlado a tantos y tan acreditados generales. En la madrugada, habiendo salido contra él a caballo lo más escogido de la juventud, dio muerte a muchos, y entre ellos a Apio Claudio, varón insigne en linaje y en virtud. Siendo grande, como se deja conocer, la confusión de la ciudad, y muchos los lamentos y las carreras, el primero que se alcanzó a ver fue Balbo, enviado por Sila a todo escape con setecientos caballos; y no dando más tiempo que el preciso para que se les quitase el sudor volvió a ensillar a toda priesa y se fue en busca de los enemigos. En esto ya se descubrió Sila, y dando al punto orden a los principales para que se diese un rancho, formó en batalla. Rogáronle con instancia Dolabela y Torcuato que se detuviese y no aventurase el resto, teniendo la gente tan fatigada, pues los que ahora se le oponían no eran Carbón y Mario, sino los Saimnitas y Lucanos, pueblos enemigos encarnizados de Roma y muy belicosos; pero, apartándolos de sí, mandó que las trompetas dieran la señal de embestir, cuando vendrían ya a ser las diez del día. Trabóse un combate como el que nunca otro, y la derecha, mandada por Craso, alcanzó al punto la victoria; mas como la izquierda sufriese y llevase lo peor, fue Sila en su socorro en un caballo blanco que tenía, muy alentado y ligero. Conociéndole por él dos de los enemigos, tendieron sus lanzas para arrojárselas. El mismo Sila no lo advirtió, pero su asistente dio con el látigo al caballo, y éste se adelantó lo preciso para que, alcanzando las puntas a dar en la cola, cayesen y se clavasen en tierra. Dícese que, teniendo Sila un idolito de Apolo, tomado de Delfos, lo traía siempre consigo en el seno de las batallas, y que en aquel trance lo besó, diciendo: “¡Oh Apolo Pitio! Tú que de tantos combates sacaste triunfante y glorioso a Cornelio Sila, el feliz, ¿lo habrás traído ahora aquí a las puertas de la patria para arrojarle a que perezca vergonzosamente con sus conciudadanos?” Hecha esta plegaria, se dice que exhortó a unos, amenazó a otros y a otros los cogió del brazo; mas que, finalmente, mezclado con los que huían, se refugió al campamento, habiendo perdido a muchos de sus amigos y deudos. No pocos, también, de los que habían salido de la ciudad a ver la acción perecieron y fueron pisoteados, de modo que daban por perdida la patria, y estuvo en muy poco que no hiciesen alzar el cerco de Mario; porque los que de la revuelta fueron allá a parar excitaban a Lucrecio Ofela, encargado de estrechar el sitio, a que levantara sin dilación el campo, teniendo por muerto a Sila y a Roma por presa de los enemigos.

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Siendo ya muy alta noche, vinieron al campo de Sila, de parte de Craso, a pedir raciones para él y para sus soldados; porque luego que venció a los enemigos, persiguiéndolos hasta Antemna, puso allí cerca su campo. Sila, con esta noticia, y con la de que habían perecido la mayor parte de los enemigos, pasó, al amanecer, a la misma Antemna, y, presentándosele tres mil de éstos en legación, les ofreció darles inmunidad si volvían a él después de haber causado algún daño a los otros enemigos En esta confianza, acometieron a los restantes y murieron muchos a mano unos de otros; mas a aquellos mismos, y a los que pudo haber de los otros, en todo hasta unos seis mil, los encerró en el Hipódromo, y convocó el Senado para el templo de Be- lona. Al mismo tiempo de tomar él la palabra para hablar al Senado, los que tenían la orden dieron muerte a los seis mil. Levantóse una horrorosa gritería, como era natural siendo asesinados tantos en un recinto estrecho, y como los senadores se asustasen, del mismo modo que estaba hablando, no alterándose ni mudándosele el semblante les mandó que atendiesen a lo que decía, sin meterse en las cosas de afuera, porque aquello no era más que un castigo hecho de su orden a algunos perversos. Esto hizo conocer, aun al menos despierto de los Romanos, que habían mudado de forma de tiranía, pero no la habían sacudido, pues al cabo, Mario, habiendo mostrado dureza desde el principio, con el poder la aumentó, pero no mudó de carácter, y Sila, que había empezado a usar suave y políticamente de su fortuna, ganando concepto de un general popular y benigno, y que era además divertido desde joven, y blando a la compasión, pues lloraba con mucha facilidad, se pudo sospechar que recibió aquella tan extraña mudanza de la misma grandeza de su poder, que no le dejó permanecer en sus antiguas costumbres, sino que las convirtió en feroces, soberbias e inhumanas. Mas si esto fue variación y mudanza causada en su índole por la fortuna, o más bien manifestación que hizo el poder de la perversidad que antes abrigaba en su corazón, sería de otra investigación el definirlo.

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Dado ya Sila desenfrenadamente a la carnicería, en términos de llenar la ciudad de asesinatos que no tenían número ni fin, siendo muchos sacrificados a enemistades particulares que en nada le tocaban, sólo por condescenden- cia y complacencia hacia los que le hacían la corte, uno de los jóvenes, Gayo Metelo, tuvo resolución para preguntarle en el Senado cuál sería el término de los males y hasta dónde hacía ánimo de llegar, para poder esperar que cesarían tantas desgracias. “Porque te pedimos-continuó- no libres de la pena a aquellos con quienes te has propuesto acabar, sino de la incertidumbre a los que piensas queden salvos”. Respondiendo Sila que aún no sabía a quiénes dejaría, repuso Metelo: “Pues decláranos a quiénes has de castigar”; a lo que contestó Sila que así lo haría. Algunos son de opinión que no fue Metelo, sino un tal Aufidio, de aquellos que por adulación frecuentaban la casa de Sila, el que dijo esto último. Sila, pues, proscribió al punto ochenta, sin comunicarlo a ninguno de los que ejercían magistraturas, y como muchos se horrorizasen de ello, dejó pasar sólo un día, proscribió doscientos veinte, y al tercer día un número no menor; y hablando en público sobre esto mismo, dijo que había proscripto a aquellos que le habían venido a la memoria, y que para los olvidados habría otra proscripción. Impuso, además, al que recibiese y salvase a uno de los proscriptos, como pena de su humanidad, la de muerte, sin hacer excepción ni de hermano, ni de hijo, ni de padres, y señaló, al que los matase, el premio de dos talentos por tal asesinato, aunque el esclavo matase a su señor y al padre el hijo; pero lo que pareció más injusto que todo lo demás fue haber condenado a la infamia a los hijos y nietos de los proscriptos y haber confiscado sus bienes. Proscribíase no sólo en Roma, sino en todas las ciudades de Italia, no estando inmunes y puros de esta sangrienta matanza ni los templos de los Dioses, ni los hogares de la hospitalidad, ni la casa paterna, sino que los maridos eran asesinados en los brazos de sus mujeres y los hijos en los de sus madres. Y los entregados a la muerte por encono y enemistades eran un número muy pequeño respecto de los proscriptos por sus riquezas; así, los mismos ejecutores solían decir de los que perecían, como cosa corriente: a éste le perdió su magnífica casa; a aquel, su huerta; al otro, las aguas termales. Quinto Aurelio, hombre retirado de negocios, y a quien de aquellos males no cabía más parte que la que por compasión pudiera tomar en los de algunos que sufrían, yendo a la plaza, leyó la tabla de los proscriptos, y hallando su nombre: “¡Miserable de mí!- exclamó- lo que me persigue es mi campo del Monte Albano”; y a pocos pasos que había andado fue muerto por uno que iba en su seguimiento.

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En esto, Mario, estando ya por caer prisionero, se dio a sí mismo muerte; y Sila, pasando a Preneste, al principio los juzgaba y castigaba de uno en uno; pero después, no estando de tanto vagar, los reunió en un punto a todos, que eran doce mil, y mandó que los pasaran a cuchillo, no perdonando a otro que a su huésped; pero éste le respondió, con grandeza de alma, que por amor a la vida no sobreviviría a la ruina de la patria, y mezclándose voluntariamente con sus conciudadanos pereció con ellos. Lo que pareció cosa nueva y terrible fue el hecho de Lucio Catilina, porque éste, habiendo dado muerte a su hermano cuando todavía los negocios públicos estaban indecisos, pidió después a Sila que lo proscribiese como si estuviese vivo, y lo proscribió. Para mostrarse luego agradecido a este favor, dio muerte a un Marco Mario, de la facción contraria, y llevando la cabeza a presentársela a Sila, que despachaba en la plaza, marchó desde allí al purificatorio de Apolo, que estaba cerca, y se lavó las manos.

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Aun fuera de tantas muertes, ofendía, por todo lo demás, con su conducta, porque se nombró dictador a sí mismo, reproduciendo esta magistratura al cabo de ciento veinte años; se decretó igualmente a sí mismo la inmunidad por todo lo hecho, y para en adelante el derecho de muerte, de confiscación, de enviar colonias, de talar ciudades y de dar y quitar reinos a quien quisiera. En las subastas de las casas confiscadas se condujo con tal insolencia y despotismo, aun despachando en el tribunal, que más todavía que los despojos incomodaban las donaciones que de los bienes hacía, dando a mujeres bien parecidas, a tocadores de lira, a histriones y a lo más inmundo de la gente de condición libertina los campos de los pueblos enteros, las rentas de las ciudades y aun a algunos el matrimonio violento de mujeres casadas. Así, queriendo enlazar con Pompeyo Magno, le hizo dejar la mujer que tenía, y le unió con Emilia, hija de Escauro y de su propia mujer Metela, separándola de Manio Glabrión estando en cinta; pero esta joven murió de parto, casada ya con Pompeyo. Aspiraba al consulado Lucrecio Ofela, el que tuvo sitiado a Mario, y se presentó a pedirlo, a lo cual, desde luego, se opuso Sila; pero como aquel bajase a la plaza asistido y protegido de muchos, envió un centurión de los que tenía cerca de sí y mandó le quitara la vida, sentado en el tribunal y poniéndose desde arriba a ser espectador de aquel asesinato. Prendieron los ciudadanos al centurión y lo llevaron a presentar ante el tribunal; mas Sila les impuso silencio, diciendo que había sido de su orden, y mandó que a aquel le dejaran libre.

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Su triunfo fue ostentoso, por la riqueza y novedad de los regios despojos; pero lo que dio más magnificencia y realce a aquel espectáculo fueron los desterrados, porque los más ilustres y autorizados de los ciudadanos precedían con coronas, apellidando a Sila salvador y padre, pues por él habían vuelto a la patria y habían recobrado sus hijos y sus mujeres. Cuando todo se hubo concluido, haciendo en junta pública la apología de sus sucesos, no enumeró con menor cuidado los que creía deber a la fortuna que los que eran obra de su valor, y al concluir mandó que se le diera el sobrenombre de afortunado, porque esto es lo que principalmente quiere significar la voz latina felix. Cuando escribía a los Griegos o despachaba sus negocios, se daba a sí mismo el título de Epafrodito; y entre nosotros está su nombre escrito así en los trofeos: Lucio Cornelio Sila Epafrodito. Aun más: habiendo dado a luz Metela dos gemelos, varón y hembra, a aquel le puso el nombre de Fausto y a ésta el de Fausta; por los Romanos llaman fausto a lo dichoso y plausible: y era tanto mayor la confianza que ponía en su feliz suerte y en sus propias acciones, que con haber hecho morir a tantos y haber causado en la ciudad tanto trastorno y mudanza, abdicó la dictadura y dejó al pueblo árbitro y dueño de los comicios consulares, y no se puso al frente, sino que anduvo por la plaza como un particular, exponiendo su per- sona a los atropellamientos e insultos, sin embargo de que apenas podía dudarse iba a ser elegido contra su opinión Marco Lépido, hombre resuelto y belicoso, no por afición a él, sino por miramientos del pueblo hacia Pompeyo, que lo solicitaba e intercedía en su favor. Por esta razón, viendo Sila que Pompeyo se retiraba a la plaza muy contento con esta victoria, llamándole aparte le dijo: “¡Bella elección has hecho, oh joven! Has ido a nombrar a Lépido antes que a Cátulo, al hombre más necio antes que al más virtuoso de todos. Mira por ti, no te duermas, después de haber hecho más poderoso que tú a tu antagonista”; en lo que parece que adivinó Sila, porque bien pronto, insolentándose Lépido contra Pompeyo, le hizo la guerra.

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Consagró Sila a Hércules el diezmo de toda su hacienda, y daba al pueblo banquetes sumamente costosos, siendo tan excesivas las prevenciones, que todos los días se arrojaba al río gran cantidad de manjares, y se bebía vino de cuarenta años, y más añejo todavía. En medio de uno de estos convites, que prolongó por varios días, murió de enfermedad Metela, y como los pontífices no permitiesen a Sila que entrase a verla, ni que la casa se contaminase con el funeral, le envió por escrito el desistimiento de su matrimonio; y en vida todavía mandó que la trasladaran a otra casa, en lo que guardó escrupulosamente, por superstición, lo prevenido en la ley; pero en cuanto a los gastos del entierro no se contuvo dentro de los términos de lo que él mismo había establecido, no perdonando gasto alguno. Traspasó también lo que había prescrito en otra ley acerca de la pro- fusión de los banquetes, procurando templar el llanto con festines y francachelas de mucho regalo y festejo. Hubo de allí a pocos meses espectáculos de gladiadores, y cuando no estaban todavía distribuidos los asientos, sino que hombres y mujeres se hallaban mezclados y confundidos en el teatro, casualmente le cupo estar sentada junto a Sila a una mujer al parecer decente y de casa principal. Era, efectivamente, hija de Mesala, hermana de Hortensio el orador, de nombre Valeria, y hacía poco que se había separado de su marido. Al pasar por detrás de Sila alargó hacia él la mano, y arrancando un hilacho de la toga se dirigió a su puesto. Volviéndose Sila a mirarla con aire de extrañeza, “Nada hay de malo- le dijo¡oh general! sino que quiero yo también tener alguna partecita en tu dicha”. Oyólo Sila con gusto, y aún se echó de ver claramente que le había hecho impresión, porque al punto se informó reservadamente de su nombre y averiguó su linaje y conducta. Siguiéronse después ojeadas de uno a otro, frecuente volver de cabeza, recíprocas sonrisas, y, por fin, palabra y conciertos matrimoniales, de parte de ella quizá no vituperables; pero para Sila, aunque se enlazó con una mujer púdica e ilustre, el origen de este enlace no fue modesto ni decente, dando lugar a que se dijese que se había dejado enredar, como un mozuelo, de una mirada y un cierto gracejo, de que suelen originarse las pasiones más desordenadas y vergonzosas.

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A pesar de tener a ésta en casa, hacía mala vida con cómicas, con guitarristas y con hombres de la escena, bebiendo con ellos desde antes del anochecer, recostados en lechos; porque éstos eran entonces los que gozaban de todo su favor: Roscio, el cómico; Sórix, jefe de los histriones, y el disoluto Metrobio, cuyos amores conservó siempre sin negarlo, aun después que éste estuvo fuera de edad. De aquí fue el fomentar, sin advertirlo, una enfermedad que empezó de ligera causa, habiendo ignorado por largo tiempo que tenía dañadas las entrañas; enfermedad que, habiendo viciado la carne, la convirtió toda en piojos; de manera que con ser muchos los que de día y de noche se le quitaban, nada eran los quitados para los que de nuevo sobrevenían; sino que las ropas, el baño, lo que se empleaba para limpiarle, y hasta la comida misma, todo se llenaba de aquella podredumbre y corrupción: ¡tanto era lo que cundía! Así, muchas veces al día se metía en el agua, lavando el cuerpo y limpiándolo, pero de nada servía, porque en prontitud ganaba la mudanza, y la muchedumbre vencía toda diligencia. Dícese que entre los más antiguos murió de piojos Acasto, hijo de Pelias, y más modernamente Alemán el poeta, Ferecides el teólogo y Calístenes de Olinto, estando en la cárcel, y además Mucio el jurisconsulto; y si se ha de hacer mención de personas en sí ruines, pero que de algún modo se hicieron conocidas, refiérese igualmente que el fugitivo que empezó en Sicilia la guerra servil, llamado Euno, traído a Roma después de cautivo, murió también de piojos.

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Sila no sólo previó su muerte, sino que en cierta manera escribió acerca de ella; porque acabó de escribir el libro vigésimosegundo de sus Comentarios dos días antes de morir, y dice haberle predicho los Caldeos que después de haber tenido una vida ilustre y señalada fallecería en el colmo de sus felicidades. Dice asimismo que un hijo suyo, muerto pocos días antes de Metela, se le apareció entre sueños, presentándose con una vestidura pobre, y le rogó se dejara ya de cuidados, y que, yendo con él adonde estaba su madre Metela, viviese con ésta en quietud y sin afanes. Mas no por esto se abstuvo de intervenir en los negocios públicos; porque diez días antes de su fallecimiento reconcilió a los de Putéolos, que andaban revueltos e inquietos entre sí, y les dio ley según la que se gobernasen, y un día antes, habiendo entendido que el empleado Granio, deudor a los caudales públicos, no pagaba, sino que aguardaba a que él muriese, lo mandó llamar a su cuarto, allí, en su presencia, hizo que los ministros lo estrangulasen; y rompiéndosele con las voces y el acaloramiento la apostema, arrojó cantidad de sangre. Faltáronle con esto las fuerzas, y, pasando con gran fatiga la noche, murió. dejando de Metela dos hijos pequeños, y Valeria, después de su muerte, dio a luz una niña, a la que pusieron el nombre de Postumia: porque así llaman los Romanos a los hijos que nacen después de la muerte de sus padres.

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Uniéronse y confabuláronse muchos con Lépido para privar su cadáver del funeral establecido, pero Pompeyo, aunque resentido con Sila, porque de los amigos a él solo le olvidó en el testamento, apartando a unos con su presencia y sus ruegos, y con amenazas a otros, de aquel intento, acompañó el cuerpo hasta Roma y concilió a las exequias seguridad y respeto. Dícese haber traído a ellas las mujeres tal cantidad de aromas, que, sin contar los que se llevaban en doscientos y diez canastos, se modelaron un retrato del mismo Sila bastante grande y otro de un lictor, en un incienso y cinamomo muy preciosos. Fue el día desde la mañana muy nubloso, y, temiéndose que llovería, no se puse en marcha el entierro hasta las nueve; pero soplando un viento bastante fuerte en la hoguera y levantando mucha llama, apresuró el que el cuerpo se consumiese; y cuando ya la pira se apocaba y el fuego iba a apagarse, cayó una copiosa lluvia, que duró hasta la noche: de manera que parece haber querido la fortuna permanecer con su cuerpo hasta darle tierra. Su sepulcro está en el Campo Marcio, y la inscripción se dice haberla dejado él mismo: viniendo a reducirse a que nadie le había ganado ni en hacer bien a sus amigos ni mal a sus enemigos.