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Vidas paralelas: Catón el Menor

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El linaje de Catón adquirió lustre y gloria de Catón su bisabuelo, varón que llegó por su virtud a tener entre los Romanos el mayor concepto y poder, como dijimos en su Vida. Quedó huérfano de padres con su hermano Cepión y su hermana Porcia, teniendo, además, otra hermana de madre, llamada Servilia, y todos se mantenían y educaban en casa de Livio Druso, que era tío de su madre, y quien entonces llevaba el peso del gobierno. Porque era elocuente en el decir, sumamente moderado y sobrio, y de tanta prudencia, que no cedía en esta calidad a ninguno de los romanos. Dícese que Catón desde niño manifestó en su voz, en su semblante y en los entretenimientos pueriles, un carácter inflexible, entero y firme para todo, porque lo que emprendía lo llevaba a cabo con una resolución superior a su edad, y si era áspero y desabrido con los que le educaban, aun se irritaba más con los que querían intimidarle. Era, además, casi inmóvil para la risa, no prestándose su semblante para más que cuanto sonreírse; para la ira no era tan fácil ni pronto, pero una vez enfadado muy difícil de desenojar. Llegado el tiempo de la enseñanza, se vio que era tardo y pesado en percibir, pero luego que percibía, de buena memoria y retención, bien que, en general, sucede que los de ingenio pronto son olvidadizos, y memoriosos los que aprenden a fuerza de trabajo y aplicación; y es que en éstos cada cosa que aprenden viene a ser como una marca impresa en el alma a fuego. Parece también que la desconfianza hacía en Catón la instrucción más trabajosa y difícil, porque el aprender es un cierto padecer, y el dejarse persuadir pronto es ordinariamente de los que no se sienten con fuerza para contradecir; así es que más fácilmente creen los mozos que los viejos, y los enfermos que los sanos, y, en general, los que dudan poco son prontos y fáciles en asentir. Con todo, se dice que Catón se dejaba persuadir de su ayo, y hacía lo que le ordenaba; pero exigiendo la razón de todo, y preguntando el por qué de cada cosa, pues el ayo era benigno y afable y de los que prefieren la razón al castigo. Su nombre era Sarpedón.

Siendo todavía Catón muy niño, solicitaron los aliados de los Romanos que se les hiciera participantes de los derechos de ciudad; y Popedio Silón, buen militar y de grande reputación, teniendo amistad con Druso, pasó a hospedarse en su casa bastantes días; en los cuales, habiendo contraído familiaridad con aquellos jóvenes: “Ea- les dijo-, es menester que intercedáis con el tío para que me patrocine en mi pretensión”; y Cepión, sonriéndose, dio indicios de que venía en ello. Catón nada respondió, sino que se quedó mirándole de hito en hito con ceño, y preguntándole Popedio: “¿Y tú, niño, qué dices? ¿no estás dispuesto a auxiliar a los huéspedes, hablando al tío como el hermano?” Como nada dijese, y con el silencio mismo y el semblante manifestase que no accedía a la petición, sacándole Popedio por una ventana como para dejarle caer, le instaba a que conviniese o lo derribaría, y al mismo tiempo, ahuecando la voz, le sacudía en el aire con ambas manos, haciendo muchas veces como que le echaba abajo. Aguantó por mucho tiempo Catón esta amenaza sereno e impávido; y Popedio, poniéndole en el suelo, dijo en voz baja a sus amigos: “¡Cuánta es la dicha de la Italia en tener este niño! Si fuera ya hombre hecho, creo que no tendríamos en la ciudad ni un solo voto.” En otra ocasión un pariente, con motivo de celebrar los días de su nacimiento, convidó a cenar a Catón y a otros niños, los cuales para hacer tiempo jugaban en una parte retirada de la casa, mezclados niños pequeños con otros mayores, y su juego era juicios, acusaciones y prisiones de los sentenciados. Uno de éstos, que era de muy buena figura, llevado a la prisión por otro más grande y encerrado en ella, empezó a llamar a Catón. Impúsose éste al punto de lo que era, y dirigiéndose a la puerta, retiró a los que se ponían delante y no le dejaban acercar, sacó al niño, y mostrando grande enojo lo llevó a su casa, adonde los demás le acompañaron.

Habíase hecho ya tan célebre, que ocurrió lo siguiente: reunía e instruía Sila los mancebos de las principales familias para una carrera de caballos juvenil y sagrada, a la que llaman troya, y había nombrado dos caudillos, de los cuales los jóvenes admitieron al uno por respeto a su madre, pues era hijo de Metela, mujer de Sila; pero en cuanto al otro, que era Sexto, sobrino de Pompeyo, no permitieron que se les pusiera al frente ni quisieron seguirle; preguntándoles Sila a quién querían, todos a una voz dijeron que a Catón, y el mismo Sexto cedió el puesto contento, y se puso a sus órdenes, dando este testimonio a su mayor mérito. Había sido Sila amigo de su padre, y algunas veces los llamaba a él y a su hermano, y les hablaba, siendo muy pocos aquellos con quienes tenía esta atención, por el envanecimiento y altanería de su majestad y su poder, y dando Sarpedón grande importancia a este favor para el honor y seguridad, llevaba a Catón con frecuencia a casa de Sila, que entonces en nada se diferenciaba de un lugar de suplicios, por la muchedumbre de los que allí eran sofocados y atormentados; cuando esto sucedía tenía Catón catorce años, viendo, pues, que se traían allí las cabezas de los varones más distinguidos de la ciudad, y que los presentes devoraban en secreto sus sollozos, preguntó al ayo por qué no había alguno que matase a aquel hombre; y respondiéndole éste: “Porque, aunque le aborrecen mucho, todavía le temen más”, le repuso al punto: “¿Pues por qué no me das a mí una espada para libertar de esclavitud a la patria quitándole de en medio?” Al oír Sarpedón estas palabras, vio que le centelleaban los ojos, y que su encendido semblante estaba lleno de ira y furor, y concibió tal miedo que de allí en adelante estuvo siempre con cuidado y en observación de que no cometiera algún arrojo. Era todavía niño pequeñito cuando, a los que le preguntaban a quién quería más, respondió que a su hermano; volvieron a preguntarle: “¿Y luego?” y la respuesta fue igualmente que a su hermano; volvieron la tercera, cuarta y más veces, hasta que, cansados, no le preguntaron más. Después, con la edad, todavía se fortificó y creció este amor al hermano, porque ya era de veinte años, y jamás había cenado, viajado o salido a la plaza sin Cepión. Mas si éste pedía ungüentos, él no los admitía, y en todo lo relativo al cuidado de la persona era rígido y severo; así con ser Cepión objeto de maravilla por su parsimonia y moderación, reconocía que tenía este mérito si se le quería medir con los demás; “pero cuando comparo mi método de vida- decía- con el de Catón, entonces me parece que en nada me diferencio de Sipio”, nombrando a uno de los que tenían fama entonces en Roma de más muelles y afeminados.

Nombrado Catón sacerdote de Apolo, mudó ya de casa; y habiendo tomado la parte que le cupo de los bienes paternales, que ascendían a ciento veinte talentos aún redujo los gastos en lo relativo a su persona. Trabó entonces amistad e íntima unión con Antípatro de Tiro, filósofo estoico, y a su lado se dedicó con especialidad a los principios y dogmas de la ética y la política, ejercitándose como inspiración para toda virtud; aunque sobre todas se inclinaba más a la justicia rígida y severa que nunca declinase a la condescendencia ni al favor. Ejercitaba la elocuencia como un instrumento para hablar a la muchedumbre, por creer que, así como en una ciudad grande hay provisiones de guerra, convenía también tener hechos preparativos en la filosofía política; pero estos preparativos no los hacía en presencia de otros, ni lo oyó nunca nadie perorar; y a uno de sus amigos que le dijo: “Se habla, oh Catón, y se murmura de tu silencio” “Muy bien- le respondió-, como no se murmure de mi conducta, pues yo empezaré a hablar cuando no haya de decir nada que fuera mejor no haberlo dicho”.

La basílica llamada Porcia era una ofrenda por la censura de Catón el mayor; y siendo allí donde daban audiencia los tribunos de la plebe, porque una columna parecía ser de algún estorbo para las sillas de curules, habían resuelto o quitarla o trasladarla a otra parte, y éste fue el primer negocio que obligó a Catón a contra su voluntad al público; pues lo fue preciso hacerles oposición, dando al mismo tiempo una admirable prueba de su elocuencia y de su juicio. Porque su dicción no tuvo nada de juvenil ni de hinchada, sino que fue varonil, llena y concisa. Además, resplandecía en ella una gracia seductora, que hacia oír con gusto lo cortado y breve de las sentencias, y su carácter, unido con aquella gracia conciliaba a la misma severidad un placer y halago que le quitaba lo repugnante. Su voz tenía extensión, y era cual se necesitaba para alcanzar a todo un auditorio tan numeroso, pues estaba dotada de una fuerza y firmeza que nada la quebrantaba o disminuía: porque hubo ocasiones en que, habiendo hablado por un todo día, no se le notó cansancio. En ésta ganó el pleito, y se volvió otra vez a su silencio y a sus ejercicios, porque trabajaba el cuerpo en ocupaciones de fatiga, y se había acostumbrado a sufrir el calor y el frío con la cabeza descubierta, y a caminar a pie en toda estación sin llevar ningún carruaje, y yendo a caballo los amigos que con él viajaban, ora se llegaba a uno, ora a otro, haciéndoles conversación, marchando él a pie mientras los otros iban como se deja dicho. En las enfermedades eran admirables su sufrimiento y sobriedad; así, cuando tenía calentura, se estaba enteramente solo, no dejando que entrase nadie hasta que se sentía aliviado y restablecido de su indisposición.

En los banquetes sorteaba las porciones, y aunque no le cupiese la primera, rogábanle los amigos la tomase; mas él les decía que eso no estaba bien, pues que Venus había querido otra cosa. Al principio no bebía más que una sola vez sobre cena, y se retiraba: pero con el tiempo se dio más al beber, tanto, que muchas veces le cogió la mañana, de lo que decían sus amigos haber sido la causa el gobierno y los negocios públicos: porque estando en ellos ocupado Catón todo el día, e impedido, por tanto, de tratar de las letras y la erudición, por la noche en los convites conferenciaba con los filósofos. Por lo mismo, como un tal Memio dijese en una concurrencia que Catón gastaba todas las noches en beber, le replicó Cicerón: “Pero no dices que gasta todo el día en jugar a los dados.” En general, creyendo Catón que debía tomar el camino contrario a la conducta y ocupaciones de los de su tiempo, que eran malas y necesitaban de gran reforma, como viese que la púrpura más buscada entonces por todos era la muy roja y encendida, él no la gastaba sino oscura. Muchas veces después de comer salía a la calle descalzo y sin sobrerropa, no para ganar nombre con estas novedades, sino para contraer hábito de no avergonzarse por otras cosas que las verdaderamente torpes, no haciendo ninguna cuenta de las demás que se tienen por afrentosas. Redujo a dinero la herencia que le tocó de su primo Catón, que ascendía a cien talentos, y la dio sin réditos a los amigos que la hubiesen menester; y aun algunos obligaban al público las tierras y los esclavos del mismo Catón con su aprobación y consentimiento.

Cuando le pareció ser llegado el tiempo de contraer matrimonio, no habiéndose aún acercado a mujer alguna, trató el suyo con Lépida, que antes había estado desposada con Escipión Metelo, pero que entonces ya se hallaba libre, disueltos los esponsales por disenso de Escipión; mas, arrepentido éste antes del matrimonio, y haciendo las más vivas diligencias, la obtuvo por fin. Sintiólo vivamente Catón, e inflamado con tal desaire, intentó poner pleito; pero como los amigos lo disuadiesen, llevado del encono y de la juventud, recurrió a los Yambos, y llenó de improperios a Escipión, empleando lo amargo y picante de Arquíloco, pero dejando lo indecente y pueril. Casóse, por fin, con Atilia, hija de Sorano y ésta fue la primera con quien se unió, aunque no la única, no habiendo tenido en esta parte la feliz suerte de Lelio, el amigo de Escipión, que en el largo tiempo que vivió no conoció otra mujer que aquella con quien se casó al principio.

Sobrevino en esto la guerra servil, llamada de Espártaco, en la que iba Gelio de general, y de la que voluntariamente quiso participar Catón, a causa de su hermano, que ejercía el cargo de tribuno militar. Y aunque no le fue dado llenar sus ideas en cuanto al ejercicio y decidida manifestación de su valor, por no haberse hecho como convenía aquella guerra, con todo, en las pruebas que, al lado de la cobardía y lujo de los que con él militaban, dio de disciplina y de osadía templada con prudencia, pudo conocerse que no desdecía en nada del otro Catón, su antepasado; así es que Gelio le asignó premios y distinciones honoríficas, pero él no las admitió, ni creyó le correspondían, diciendo que nada había hecho digno de tales honras. Acreditóse con esto de hombre, de otro temple que los demás, y habiéndose establecido por ley que los que pedían las magistraturas no se presentasen acompañados de nomenclatores, sólo él se sujetó a la ley al pedir el tribunado militar, cumpliendo por sí solo con el acto acostumbrado de saludar y llamar por su nombre a los ciudadanos que encontraba. Mas con estas cosas no dejaba de ser molesto aun a los mismos que le celebraban, pues cuanto más pensaban en lo laudable y excelente de sus hechos y su conducta, tanto más se sentían mortificados por la dificultad de imitarle.

Nombrado tribuno militar para la Macedonia, fue enviado a las órdenes de Rubrio, que era entonces pretor. En esta ocasión se dice que, afligiéndose y llorando su mujer, uno de los amigos de Catón, llamado Munacio, le dijo: “No te acongojes, Atilia, que a éste yo te le guardaré”, y que Catón añadió: “Ciertamente; está muy bien.” Habían hecho la primera jornada, y después de la cena dijo Catón: “Ea, Munacio, es preciso que cumplas a Atilia la promesa que le hiciste, no separándote de mí ni de día ni de noche”; y dio orden para que desde entonces se pusieran dos camas en su dormitorio, con lo que, pasando a su lado las noches, resultó que como por juego Munacio fue guardado por Catón. Llevaba para su servicio y para hacerle compañía quince esclavos, dos libertos y cuatro amigos; y yendo éstos a caballo, él marchaba a pie, y poniéndose por veces al lado de cada uno, le seguía dando conversación. Luego que llegó al ejército, que se componía de diferentes legiones, nombrado por el general comandante de una de ellas, no tuvo por una obra grande y regia el dar pruebas de sólo su valor, que al cabo no era más que el de uno, sino que se propuso el designio de que los subordinados a él se le pareciesen; para lo cual, sin quitarles el justo temor de la autoridad, juntó con ésta la razón, según la cual les persuadía y amonestaba sobre cada cosa; y yendo esto acompañado del premio y del castigo, era difícil discernir si hizo a sus soldados más pacíficos que guerreros o más justos que valientes, tanto era lo que se mostraban de terribles a los enemigos, de benignos a los aliados, de mirados en no ofender a nadie y de ambiciosos de alabanzas. Con esto, aquello de que menos cuidó Catón fue lo que tuvo con sobras, a saber: gloria, amor, estimación colmada y la mayor afición de parte de los soldados, pues con hacer voluntariamente lo que a otros mandaba, con parecerse más en el traje, en la comida y en la marcha a éstos que a los caudillos, y con aventajarse en las costumbres, en la prudencia y seso y en la elocuencia a todos los celebrados de emperadores y generales, él solo era el que no veía el amor y estimación que creaba en los soldados hacia su persona: porque el verdadero celo por la virtud no se engendra sino por la benevolencia y aprecio del que quiere inspirarlo, y los que sin amarlos alaban y celebran a los buenos, reverencian sí su gloria, pero no admiran, y mucho menos imitan su virtud.

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Habiendo sabido que Atenodoro, el llamado Cordillón, hombre de avanzada edad y muy ejercitado en la doctrina estoica, residía en Pérgamo, y que se había negado a todas las invitaciones de amistad y confianza que se le habían hecho de parte de generales y de reyes, creyó que nada adelantaría con él enviando quien le hablase y escribiéndole; por lo que, teniendo por la ley dos meses de licencia, marchó al Asia en su busca, confiado de que con sus prendas y calidades no había de salir mal en aquella adquisición. Llegado, pues, allá, entró en esta contienda, y habiéndole hecho mudar de propósito, volvió, trayéndole en su compañía al campamento, con gran satisfacción y complacencia, por haber hecho el hallazgo de una cosa de más precio y de mayor lustre que las naciones y reinos que Pompeyo y Lúculo iban entonces domando con las armas.

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Todavía estaba en el ejército, cuando su hermano, que se hallaba en camino para el Asia, cayó enfermo en Eno, ciudad de la Tracia, de lo que al punto le vinieron cartas. Reinaba en el mar una gran tempestad, y no hallándose pronta ninguna nave de suficiente porte, se embarcó en un buque pequeño, en el que, no llevando en su compañía más que dos amigos y tres esclavos, se hizo a la vela desde Tesalonica. Estuvo en muy poco que no naufragase, y habiéndose salvado por una especie de prodigio, justamente llegó cuando Cepión acababa de fallecer. Este golpe parece que le llevó con menos paciencia del que era de esperar de su filosofía, dando muestras de un profundo dolor, no sólo con derramar largo llanto y con abrazarse repetidas veces al cadáver, también con el gasto en los funerales y con las prevenciones de aromas, de ropas ricas llevadas a la hoguera y de un monumento labrado de mármoles de Paro, erigido en la plaza de Eno, que tuvo de costo ocho talentos. Hubo algunos que calumniaron esta magnificencia, comparándola con la severidad de Catón en todo lo demás, no haciéndose cargo de que en su misma entereza e inflexibilidad para los placeres, los terrores y los ruegos vergonzosos entraba mucha parte de dulzura y amabilidad. Con motivo de este duelo las ciudades y particulares poderosos le hicieron magníficos presentes en honor del muerto, de los cuales, no admitiendo dinero alguno de nadie, recibió los aromas y cosas de adorno, pagando su precio a los que las enviaban. De la herencia de Cepión, que recayó en él y en una niña, hija de éste, nada descontó en la participación por los gastos que hizo en el funeral, y sin embargo de haberse conducido y conducirse de esta manera, hubo quien escribiese que con un arnero hizo cerner y pasar las cenizas del cadáver en busca del oro que se hubiese fundido. ¡Tan cierto estaba de que podía, no menos con la pluma que con la espada, desmandarse a todo, sin estar sujeto a cuenta ni razón!

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- Concluida la expedición y el mando de Catón, salieron acompañándole, no con plegaria y votos, lo que es común, ni con elogios, sino con lágrimas, rodeándole todos, tendiendo las ropas ante sus pies por donde pasaba y besándole las manos, demostraciones éstas de que con muy pocos generales usaban los romanos de aquel tiempo. Mas como quisiese, antes de entrar en nuevos cargos de gobierno, recorrer y reconocer el Asia, haciéndose espectador de los usos, costumbres y fuerzas de cada provincia, y desease, por otra parte, complacer al gálata Deyótaro, que, movido de amistad y hospitalidad paterna, le rogaba pasara a verle, emprendió su viaje en esta forma: al amanecer mandaba delante su panadero y su cocinero al pueblo donde había de hacer mansión, y llegando éstos con tiempo y desahogo a la ciudad, si en ella no había algún amigo íntimo o algún conocido de Catón, le preparaban en la posada pública el hospedaje, sin ser molestos a nadie; sólo donde no había mesón se dirigían a las autoridades y tomaban alojamiento, contentándose con el que les señalaban. No pocas veces sucedía que, o no les creían, o no les atendían, a causa de no usar de alborotos y amenazas con las autoridades, y Catón se hallaba con que nada habían hecho; y tal vez a él mismo le miraban con desdén, y sentado tranquilamente sobre las cargas pasaba por un hombre pusilánime y tímido. En alguna ocasión hizo llamar a los magistrados y les dijo: “Infelices poned remedio en este mal modo en recibir a los huéspedes; no todos los que vengan serán Catones, embotad con el buen trato su autoridad y poder, porque no suelen desear más que un pretexto para tomarse fuerza lo que no se les da de grado”.

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En la Siria se dice haberle ocurrido una cosa graciosa porque al acercarse a Antioquía vio a la parte de afuera de la puerta un número grande de hombres que estaban puestos en fila a uno y otro lado del camino, y, separados de ellos, aquí los jóvenes con mantos de púrpura, y allí los muchachos primorosamente vestidos. Algunos tenían ropas blancas y coronas, por ser o sacerdotes de los dioses o magistrados. Lo primero que le ocurrió a Catón fue que la ciudad le hacía el obsequio y honor aquel recibimiento, por lo que se enfadó con los de su familia, que iban delante, a causa de no haberlo impedido, y mandando a los amigos que le acompañaban que bajasen, continuaba caminando a pie con ellos. Cuando ya estuvieron cerca, el director de aquel aparato y ordenador de aquella muchedumbre, hombre ya anciano y que llevaba un bastón en la mano y corona en la cabeza, adelantándose a los demás y saliendo al encuentro a Catón, sin saludarle siquiera, le preguntó dónde habían dejado a Demetrio y cuándo llegaría. Este Demetrio había sido esclavo de Pompeyo, y entonces era obsequiado fuera de medida, puede decirse que por todos cuantos tenían relaciones y negocios con Pompeyo, a causa de que tenía mucho valimiento con él. Causóles este incidente tal risa a los amigos de Catón, que no podían contenerse aun mientras iban por medio de aquella muchedumbre; pero el mismo Catón, corrido por el pronto, sólo exclamó: “¡Miserable ciudad!” sin haber pronunciado otra palabra, aunque después solía reírse recordando y refiriendo este caso.

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Mas el mismo Pompeyo advirtió y corrigió a los que por ignorancia habían tenido tan poca consideración con Catón; pues cuando su arribo a Éfeso iba a saludar a Pompeyo, por ser de más edad, precederle mucho en autoridad y gloria y estar al frente de grandes ejércitos, luego que éste le vio no se estuvo quedo, aguardando a que le encontrara sentado, sino que salió a recibirle como a persona muy distinguida, y le alargó la diestra; y sí, desde luego, al recibirle y saludarle hizo grandes elogios de su virtud, los hizo mucho mayores después de haberse retirado; de manera que todos volvieron su atención y sus respetos a Catón, admirando y reconociendo aquella mansedumbre y magnanimidad, por las que antes no habían hecho alto de él; y más que se echó de ver que aquel esmero de Pompeyo más bien nacía de veneración que de amor; y vieron claro que, aunque presente le miraba con admiración, no dejaba de holgarse de su ida. Porque a los demás jóvenes que se les presentaban tenía placer en detenerlos, manifestando deseos de gozar de su compañía y trato; pero respecto de Catón no se le advirtió este deseo, sino que, como si le estorbase para usar de su autoridad, le despidió con gusto, aunque a él solo de cuantos navegaban a Roma le recomendó sus hijos y su mujer, que, por otra parte, tenían deudo de parentesco con él. Desde aquel punto tuvo ya fama, y hubo solicitud y concurso de las ciudades para obsequiarle, y cenas y convites, en los que prevenía a sus amigos estuviesen atentos, no fuera que, sin querer, confirmaran lo que Curión había dicho acerca de él: porque éste, incomodado con la autoridad de Catón, de quien era íntimo amigo, le había preguntado si tenía ánimo después de la milicia de visitar el Asia, y como le respondiese Catón que sí, “Muy bien harás- le repuso-, porque así volverás de allá más afable y más manso”; diciéndoselo con estas mismas palabras.

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El rey de Galacia, Deyótaro, siendo ya anciano, había enviado a llamar a Catón, queriendo encomendarle sus hijos y familia; y a su llegada, ofreciéndole grandes presentes y rogándole de mil maneras, lo disgustó hasta el punto de que, habiendo llegado por la tarde y hecho noche, a la tercera hora de la madrugada se marchó. Había, andado sólo una jornada hasta Pesinunte, cuando se encontró con que allí le tenían preparados mayores regalos, con cartas de Deyótaro, rogándole que los aceptase para sí, y que si a esto no se prestaba, dejara que los tomasen sus amigos, muy dignos de ser remunerados por él, para lo que sus bienes propios no alcanzaban; pero ni así condescendió Catón, aun viendo que algunos de los amigos se ablandaban y murmuraban, sino que, diciendo no haber regalo para el que falten pretextos, y que los podían participar de cuanto él tenía honestamente, volvió a enviar sus presentes a Deyótaro. Estando para encaminarse a Brindis, les pareció a los amigos que sería bueno trasladar los despojos de Cepión a otro barco; pero respondiéndoles que antes se despojaría del alma que de ellos, se hizo a la vela, y se dice que corrió en la travesía gran riesgo, cuando los otros no tuvieron contratiempo alguno.

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Restituido a Roma, pasaba el tiempo en casa con Atenodoro, o en la plaza prestando patrocinio a sus amigos. Podía ya aspirar a la cuestura; y, sin, embargo, no se presentó a pedirla hasta haber leído las leyes relativas a ella, hasta haberse informado de los inteligentes sobre cada cosa y hasta haber en cierto modo comprendido toda la esencia de esta magistratura. Así es que, apenas fue constituido en ella, hizo una gran mudanza en los sirvientes del tesoro y en los oficiales o escribientes, porque éstos tenían siempre muy a la mano todos los asientos públicos y las leyes de la materia, y entrando continuamente magistrados nuevos, que por su inexperiencia e ignorancia necesitaban de otros ayos y maestros, no se sujetaban los escribientes a su autoridad, sino que ellos eran, en efecto, los magistrados; pero Catón, tomando con empeño estos negocios, y no teniendo sólo el nombre de magistrado, sino la capacidad, el juicio y la inteligencia, puso a los escribientes en estado de ser unos subalternos, como debían, reprendiéndolos en lo que obraban mal y enseñándolos en lo que erraban por ignorancia. Como ellos eran atrevidos, y con lisonjas procuraban ganar a los otros cuestores, hacían a Catón la guerra; mas éste, habiendo convencido al primero de ellos de infidelidad en la participación de una herencia, lo expulsó de la tesorería; y a otro le intentó causa de suplantación, a cuya defensa salió el censor Lutacio Cátulo, varón de grande autoridad por este cargo, pero más respetable todavía por su virtud, como que en justicia y modestia se aventajaba a los demás Romanos, siendo, al mismo tiempo, elogiador y amigo de Catón por su conducta. Veíase, pues, falto de justicia, y como recurriese a la conmiseración y a los ruegos, no le permitió Catón seguir por este término, sino que, insistiendo con más calor en su propósito: “Vergüenza es, oh Cátulo- le dijo-, que tú, a quien incumbe examinar y corregir las vidas de todos nosotros, te dejes seducir de nuestros dependientes”. Pronunciada por Catón esta reconvención, Cátulo le miró en aire de no dejarle sin respuesta, pero nada dijo, sino que, fuese ira o fuese rubor, se retiró turbado e incierto. Mas el dependiente no fue condenado, porque ocurrió que los votos que le eran contrarios no excedían más que en uno a los absolutorios, y habiendo faltado al juicio por indisposición Marco Lolio, uno de los colegas de Catón, le envió a llamar Cátulo, implorando su auxilio; y habiéndose hecho llevar en litera, después de concluido el juicio, echó también voto absolutorio. Mas, sin embargo, Catón ya no volvió a emplear aquel escribiente, ni le dio salario, ni admitió en cuenta de ningún modo el voto de Lolio.

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Habiendo sujetado de este modo y hecho dóciles a los escribientes, hizo de los negocios públicos el uso que le pareció conveniente, y en poco tiempo puso la tesorería en términos de competir en respeto con el Senado; tanto, que todos decían y tenían por cierto que Catón había igualado en dignidad con el consulado la cuestura. Porque, en primer lugar, encontrando que muchos tenían deudas antiguas a favor del tesoro, y que éste debía a muchos, a un mismo tiempo hizo cesar el agravio que la república sufría y el que causaba, exigiendo a unos con rigor e irremisiblemente y pagando a otros con fidelidad y prontitud: así el pueblo le reverenciaba, viendo pagar a los que habían sido tenidos por insolventes, y que otros cobraban lo que no habían esperado. Había muchos que presentaban indebidamente documentos y alegaban decretos falsos, que antes solían tener cabida por el favor y el ruego; pero a él nada de esto se ocultó, y dudando en una ocasión si un decreto era legítimo, aunque lo atestiguaron muchos, no les dio crédito ni concedió libramiento sin que primero compareciesen los cónsules y jurasen también. Eran muchos aquellos a quienes Sila había distribuido a razón de doce mil dracmas por dar muerte a los ciudadanos de la segunda proscripción, a los cuales todos los miraban con odio, por malvados y abominables, pero de quienes nadie se había atrevido a tomar satisfacción; mas Catón fue llamando a cada uno de los que habían recibido dinero del Tesoro público por medios injustos, y se lo hizo devolver, reconviniéndolos y echándoles en cara con enfado lo sacrílego e injusto de sus operaciones. Los así reconvenidos quedaban ya responsables de sus asesinatos, y en cierta manera condenados: llevábanlos, pues, ante los jueces, y sufrían condenaciones, con gran placer de todos, a quienes parecía que se borraba la tiranía pasada, y que veían castigado al mismo Sila.

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Ganábase, sobre todo, el afecto de la muchedumbre su continua e infatigable vigilancia, pues ninguno de sus colegas subía al tesoro antes que Catón ni ninguno se retiraba después. No faltaba nunca ni a las juntas ni al Senado, para atender y observar a los que son fáciles en decretar por favor y condescendencia remisiones o dádivas de las deudas y contribuciones; y habiendo hecho ver el tesoro tan desembarazado y limpio de embusteros como lleno de dinero y caudales, demostró que la república podía ser rica sin ser injusta. Al principio pareció molesto y desapacible a algunos de sus colegas; pero luego se hallaron bien con él, pues hacía frente por todos a los disgustos que suelen resultar de no hacer favor ni torcer el juicio en los intereses del público. Porque con él tenían excusa para con los que los importunaban y violentaban, diciéndoles que no había medio ni recurso alguno no queriendo Catón. En el último día se retiraba a su casa, seguido, puede decirse, de todos los ciudadanos, y oyó que muchos amigos y poderosos estaban instando en el tesoro, y tenían en cierta manera sitiado a Marcelo para que escribiera en los libros como deuda cierta libranza de dinero. Eran Marcelo y Catón amigos desde niños, y aquel con éste excelente cuestor, pero solo, y de por sí, condescendiente por vergüenza con los que le rogaban y muy expuesto a dejarse vencer para hacer gracias. Retrocediendo, pues, Catón inmediatamente, y encontrando que Marcelo había sido violentado a asentar la libranza, pidió las tablas, la borró a presencia de éste, que nada le dijo, y hecho esto se lo llevó del tesoro y le acompañó a su casa, sin que ni entonces ni nunca se le quejase, sino que se mantuvo siempre con él en la misma amistad y confianza. Más es, que ni aun después de cumplido el cargo de cuestor dejó el tesoro desierto de su vigilancia, pues que tenía allí criados suyos que todos los días tomaban razón de las operaciones, y él mismo, habiendo comprado por cinco talentos unos libros que contenían las cuentas de la administración de los caudales públicos desde el tiempo de Sila hasta su cuestura, los traía siempre entre manos.

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Al Senado entraba el primero y salía el último, y muchas veces, mientras llegaban los demás, se estaba sentado, leyendo en voz baja, y cubriendo el libro con la ropa. Nunca en día de Senado salía al campo; más adelante, cuando los de la facción de Pompeyo, por ver que había de serles un estorbo para sus injustos designios, encontrándole siempre íntegro e inflexible, se propusieron entretenerle fuera en defender a sus amigos, en compromisos o en arbitrios y en otros negocios, habiendo conocido muy pronto la asechanza, se negó a todo, e hizo propósito de no atender a ninguna otra cosa cuando había Senado. Porque no habiendo entrado al manejo de los negocios públicos por deseo de gloria o por avaricia, o casual y fortuitamente, como algunos otros, sino por elección, creyendo que el tomar parte en el gobierno era propio de un buen ciudadano, llevaba la máxima de que debía trabajar más en el bien público que la abeja en sus panales; tanto, que hasta los negocios de las provincias, las resoluciones del Senado y todos los grandes sucesos tomaba empeño en que vinieran a su mano por medio de los huéspedes y amigos que tenía por todas partes. Oponiéndose en una ocasión al demagogo Clodio, que promovía e iba preparando los principios de grandes novedades, y calumniaba ante el pueblo a varios sacerdotes y sacerdotisas, entre las que corrió gran peligro Fabia Terencia, hermana de la mujer de Cicerón; a Clodio lo precisó a ausentarse de la ciudad, dejándolo confundido de vergüenza, y a Cicerón, que le daba las gracias, le dijo que éstas, no se debían sino a la república, porque por ella lo hacía y disponía todo. Adquirió con esto suma gloria, tanto, que un orador, como no tuviese contra sí en la causa más que la deposición de un solo testigo, dijo a los jueces que dar fe a un testigo solo no sería justo, aun cuando fuese Catón; y muchos, ya en las cosas extraordinarias e increíbles, solían decir como por proverbio: “Eso no se puede creer, aunque lo diga Catón”. Un ciudadano, notado de muy mala conducta y de muy dado al regalo, elogiaba un día en el Senado la sobriedad y la templanza; y levantándose Amneo: “¿Quién ha de poder sufrirle dijo- que cenando como Craso y edificando como Lúculo nos vengas a hablar como Catón?” Y, en general, a los que, siendo desarreglados e intemperantes, afectaban en sus palabras gravedad y severidad, los llamaban por burla Catones.

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Incitábanle muchos a que pidiera el tribunado de la plebe; pero él no tenía por conveniente que la eficacia y actividad de esta insigne magistratura, semejante a un medicamento fuerte y poderoso, se consumiese en negocios de poca entidad; y pudiendo entonces respirar de los de gobierno, tomó consigo libros y filósofos y marchó a la Lucania, donde tenía posesiones que ofrecían una mansión deliciosa. Mas como en el camino se encontrase con acémilas, con equipajes y con esclavos, informado de que Metelo Nepote se volvía a Roma con el designio de pedir el tribunado de la plebe, se quedó parado y metido en sí por unos cuantos momentos, y luego dio orden a sus gentes de que volvieran atrás. Admiráronse los amigos de aquella novedad, y él les dijo: “¿No sabéis que Metelo, aun solo y por sí mismo, es temible, a causa de su necedad y locura, y que ahora, viniendo por disposición de Pompeyo, caerá en el gobierno a manera de rayo para trastornarlo todo? Por tanto, no es tiempo de vacaciones y recreo, sino que es menester contener a este hombre, o morir honrosamente contendiendo por la libertad”. Con todo, a persuasión de los amigos, pasó primero a sus campos, y deteniéndose por muy pocos días, se restituyó a la ciudad. Llegó por la tarde, y a la mañana, muy temprano, bajó a la plaza para pedir el tribunado de la plebe, con el propósito de hacer frente y contener a Metelo, porque la fuerza de esta magistratura consiste más en impedir que en hacer, y así es que, aun cuando todos los demás decreten una cosa, prevalece la oposición de uno solo que no la quiera y no convenga en ello.

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Al principio fueron pocos los amigos que se pusieron de parte de Catón; pero luego que se conocieron sus designios, dentro de breve tiempo tomaron su partido los buenos ciudadanos y cuantos le habían tratado, los cuales le excitaban y animaban, diciéndole que no era un favor el que recibía, sino que él lo hacía muy grande a la patria y a los ciudadanos bien intencionados, pues que no había querido muchas veces tomar el cargo cuando lo podía haber servido sin fatiga ni contratiempo, y ahora se presentaba a solicitarlo cuando había de contender, no sin riesgo, por la libertad y la república. Dícese que, concurriendo a él muchos, conducidos precisamente de celo y de buen deseo, estuvo en inminente peligro, y sólo con gran dificultad pudo llegar a la plaza entre tanta muchedumbre. Nombrado tribuno con otros y con Metelo, viendo que los comicios consulares eran venales, increpó sobre ello al pueblo, y al concluir su discurso juró que acusaría a quien hubiera dado dinero, fuese quien fuese, exceptuando solamente a Silano, a causa del deudo que con él tenía, porque estaba casado con Servilia, hermana de Catón, y por eso lo excluyó. Mas persiguió a Lucio Murena, que con sobornos había procurado que se le nombrase cónsul con Silano. Por una ley, el reo ponía guarda de vista al acusador, en términos que no podía encubrirse nada de lo que preparaba para seguir su acusación; y el puesto por Murena a Catón, siguiéndole y observándole, cuando vio que nada hacía con intriga, nada con injusticia, sino que seguía un camino sencillo y justo de acusación, con nobleza y humanidad, admiró tanto aquella prudencia y rectitud, que, yendo a la plaza o buscando a Catón en su casa, le preguntaba si había de dar algún paso aquel día sobre la acusación, y si le decía que no, cierto de su fidelidad se retiraba. Cuando se habló en la causa, Cicerón, que era entonces cónsul y defendía a Murena, dirigió muchas expresiones en su discurso contra los filósofos estoicos a causa de Catón, y se burló y mofó de aquellas máximas y decisiones que ellos llaman paradojas, con lo que dio bastante que reír a los jueces; y se refiere que Catón, sonriéndose, dijo a los circunstantes: “¡Ciudadanos, qué cónsul tan decidor tenemos!” Fue absuelto Murena, y no se portó con Catón como se habría portado un hombre malo o necio, sino que durante su consulado se valió de él para tomar su consejo en los más graves negocios, y en el tribunal le dio siempre muestras de honor y respeto; a lo que contribuía el mismo Catón, pues que si en la tribuna y Senado se mostraba severo y terrible, era sólo por sostener la justicia, siendo en todo lo demás sumamente benigno y humano.

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Antes de ser elegido para el tribunado de la plebe sostuvo, durante el consulado de Cicerón, la dignidad de esta magistratura en los diferentes embates que sufrió, y puso por fin el sello a las grandes y brillantes acciones del cónsul en la conjuración de Catilina; porque aunque éste, que no trataba de nada menos que de la ruina y de la absoluta subversión de la república, moviendo al mismo tiempo sediciones y guerras, a las reconvenciones de Cicerón se salió de la ciudad, Léntulo, Cetego y otros muchos con ellos se habían puesto al frente de la conspiración, y tratando a Catilina de tímido y cobarde, meditaban meter la ciudad a fuego y trastornar el imperio con las rebeliones de las provincias sublevadas y las guerras extranjeras. Descubiertos sus planes, y puesto en deliberación el asunto en el Senado, a excitación de Cicerón- como en la Vida de éste decimos-, el primero en votar, que fue Silano, expresó que, en su opinión, debían los reos ser condenados al último suplicio, y a él se adhirieron los que le fueron siguiendo, hasta César. Mas éste, que era elocuente, y que más bien quería aumentar que disminuir cualquiera mudanza y sublevación en la ciudad, como incentivo de los proyectos que estaba formando, se levantó a su vez, y manifestando sentimientos de dulzura y humanidad dijo que no podía permitir que sin juicio previo se quitara la vida de aquellos ciudadanos, y concluyó con que se les tuviera en custodia. Mudó con esto de tal modo los dictámenes del Senado, por temor al pueblo, que hasta el mismo Silano negó haber querido indicar la muerte, sino el encierro, porque para un ciudadano romano éste era el último de los males.

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Verificada esta mudanza, e inclinándose todos a lo más suave y benigno, se levantó Catón a exponer su dictamen, y desde luego empezó a hablar con vehemencia y afectos, tratando mal a Silano por su inconstancia y mostrándose irritado contra César porque con frases populares y un discurso de afectada humanidad echaba por tierra la república, y causaba temor al Senado en cosas por las que él debía temer y darse por contento si de ellas salía inmune y sin sospecha; pues que tan a las claras y con tanto empeño sacaba de entre las manos a unos enemigos públicos, y hacía ostensión de que ninguna compasión le merecía la patria, tan poderosa y digna de amparo, aunque la veía próxima a su ruina, mientras lloraba y se lamentaba por los que no debían existir ni haber nacido, a causa de que con su muerte iban a librar a la ciudad de las mayores calamidades y peligros. Este discurso se dice ser el único que se ha conservado de Catón, por haber el cónsul Cicerón enseñado de antemano a los amanuenses que con más prontitud escribían ciertos signos que en formas muy pequeñas y breves tenían el valor de muchas letras, y haberlos distribuido con separación en diferentes puntos del salón del Senado, porque todavía no se conocían ni se habían formado los que después se llamaron semeyógrafos, sino que entonces por la primera vez se tuvo de ellos, según dicen, este vestigio. Prevaleció, pues, Catón, e hizo que se reformasen los dictámenes en términos que los reos fueron condenados a muerte.

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Pues que no nos es permitido omitir ni las más pequeñas señales de la índole y las costumbres a los que nos hemos propuesto hacer la imagen y pintura del ánimo, se dice que, en medio del grande altercado y contienda que César tenía con Catón, y cuando el Senado estaba muy atento a lo que entre ambos pasaba, le entraron a César una esquela; que excitando Catón con este motivo sospechas y haciéndolas valer, como algunos que también se conmovieron se empeñasen en que el escrito había de leerse, César alargó la esquela a Catón, que estaba inmediato, y que, leyéndola éste, como encontrase que era un billete desvergonzado de su hermana Servilia a César, con quien estaba enredada en criminales amores, se lo tiró a César, diciéndole: “Ten, borracho”; y volvió, sin más detenerse su discurso, al punto de que antes se trataba. Parece en general que a Catón le siguió la desgracia en punto a las mujeres de su familia, porque si ésta dio mucho que hablar con César, todavía fueron más bochornosos los sucesos de la otra Servilia, hermana de Catón; la cual, estando casada con Lúculo, uno de los más señalados varones de Roma, y habiendo ya tenido un niño, por su disolución fue lanzada de casa, y, lo que es más vergonzoso todavía, ni la mujer del mismo Catón, Atilia, estuvo pura y exenta de estos yerros, sino que, con haber tenido de ella dos hijos, se vio en la precisión de repudiarla por su mala conducta.

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Casóse después con Marcia, hija de Filipo, que gozó de la mejor opinión; mas hubo mucho que hablar acerca de ella; en la vida de Catón, como en un drama, esta parte es muy problemática y dudosa, siendo lo siguiente lo que pasó, según lo escribe Traseas, refiriéndose para ser creído a Munacio, amigo y comensal de Catón. Entre los muchos apreciadores de éste, unos lo eran más a las claras y más decididamente que otros, siendo de este número Quinto Hortensio, varón de grande autoridad y de recomendable conducta. Deseando, pues, no sólo ser amigo intimo de Catón, sino unir con deudo estrecho y en estrecha sociedad ambas casas y familias, trató de persuadirle que a Porcia, su hija, casada ya con Bíbulo, a quien había dado dos hijos, se la otorgase a él mismo en mujer, para tener en ella, como en terreno de sobresaliente calidad, una noble descendencia; pues aunque esto en la opinión de los hombres fuese repugnante y extraño, por naturaleza era honesto y político que una mujer en buena y robusta edad no tuviese su fertilidad ociosa dejándola apagarse, ni tampoco diese a luz más hijos de los que convenían, atropellando y empobreciendo con el número al que ya no los había menester; a lo que añadía que, comunicándose las sucesiones entre los varones aventajados, la virtud se extendería más, pasando a los hijos, y la república se fortificaría por medio de las multiplicadas afinidades; y si Bíbulo estaba tan bien hallado con su mujer, él se la restituiría después de haber parido, cuando ya se hubiese hecho una cosa más propia con el mismo Bíbulo y con Catón por la comunión de los hijos. Respondiéndole Catón que apreciaba mucho a Hortensio, y que vendría gustoso en contraer con él, pero que tenía por muy repugnante el que se hablara en el matrimonio de una hija dada ya a otro, mudó éste de obsequio, y no tuvo inconveniente en declararle que le pedía su propia mujer, joven todavía, para procrear hijos, cuando ya Catón tenía sucesión bastante. Y no hay que decir que a esto se movió por saber que Catón estaba desviado de Marcia, pues suponen que se hallaba a la sazón encinta; Catón, pues, viendo este empeño y este deseo de Hortensio, no le dio repulsa, y sólo le respondió que era preciso que conviniese en ello Filipo, padre de Marcia. Pasaron a hablarle, y propuesta que fue la traslación, no vino en que se desposase de Marcia de otro modo que hallándose presente Catón y consintiendo en los desposorios. Aunque estas cosas tuvieron lugar mucho más adelante, me ha parecido anticiparlas con motivo de haber hablado de las mujeres.

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Muerto Léntulo y sus secuaces, como César se acogiese al pueblo con motivo de la delación y acusación producida contra él en el Senado, y conmoviese y atrajese a sí todo lo viciado y corrompido de la república, concibió temor Catón, y propuso al Senado que ganara a la muchedumbre indigente y jornalera con una distribución de granos que vendría a tenerle de costa al año mil doscientos y cincuenta talentos. Desvanecióse notoriamente con esta beneficencia y largueza la tempestad que amenazaba, pero abalanzándose en este tiempo Metelo al tribunado de la plebe, congregó juntas muy tumultuosas y escribió una ley para que Pompeyo Magno viniera cuanto antes con poderosas fuerzas y con su protección salvara la ciudad, tan en peligro como durante la conjuración de Catilina. Las palabras no podían ser más modestas, pero el objeto y blanco de la ley era poner la república en manos de Pompeyo y hacerle entrega del imperio. Congregóse el Senado, y Catón no se acaloró contra Metelo con la viveza que solía, sino que hizo algunas reflexiones con suavidad, sumisión y blandura; y por fin hasta interpuso ruegos, celebrando a la familia de los Metelos, por haber sido partidaria de los patricios; con lo que Metelo, pareciéndole que aquello era darse por vencido, se insolentó más, y manifestó despreciarle, prorrumpiendo en expresiones y amenazas llenas de orgullo y arrogancia, diciendo que lo propuesto había de hacerse, a pesar del Senado. Entonces mudó Catón de continente, de voz y de discurso, concluyendo resueltamente con que viviendo él no sucedería que Pompeyo se presentara con armas en la ciudad. Y lo que al Senado le pareció fue que ni uno ni otro se habían mantenido en los límites de la prudencia ni habían propuesto lo que a la salud de la patria convenía, por ser las miras de Metelo una locura, que en el exceso de su maldad se encaminaba a la ruina y total trastorno de la república, y el acaloramiento de Catón un entusiasmo de virtud que luchaba por la causa de lo honesto y lo justo.

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Cuando llegó el día de haber de votar el pueblo sobre la ley, tenía Metelo dispuestos en la plaza hombres armados, forasteros, gladiadores y esclavos. Estaba también prevenida otra parte del pueblo, y no pequeña que deseaba alteraciones, esperanzada en Pompeyo; y gran número, asimismo, de los partidarios de César, que a la sazón era pretor; mientras que con Catón se condolían los principales ciudadanos, que más bien sufrían que le ayudaban. Su casa estaba toda entregada al abatimiento y al miedo, tanto, que algunos de sus amigos pasaron allí toda la noche en vela, sin tomar alimento, inciertos de lo que harían, y la mujer y las hermanas se lamentaban y lloraban su suerte. Mas él hablaba y consolaba a todos con serenidad y sosiego; y habiendo cenado y pasado la noche en los mismos términos que acostumbraba, durmió un profundo sueño, del que fue despertado por Minucio Termo, uno de sus colegas. Bajó a la plaza acompañado de muy pocos, pero muchos le salieron al encuentro, encargándole fuera con cuidado. Cuando, deteniéndose un poco, vio el templo de los Dioscuros rodeado de armas, las gradas guardadas por gladiadores y al mismo Metelo sentado con César en lo alto, volvióse a sus amigos y les dijo: “¡Qué hombre tan osado y tan cobarde al mismo tiempo el que contra uno solo, desarmado y desnudo, ha levantado tanta gente!”; y continuó sin detenerse con Termo. Hiciéronle calle los que tenían tomadas las gradas; mas no dejaron pasar a ninguno otro, sino con mucha dificultad a Munacio al que introdujo Catón llevándole de la mano. Llegado que fue en esta disposición, tomó inmediatamente asiento, colocándose entre Metelo y César, para cortarles la conversación. Quedáronse éstos parados, y los que le eran adictos, viendo y admirando el semblante, la resolución y la intrepidez de Catón, se le llegaron de cerca, exhortando en voz alta a Catón a tener buen ánimo, y a sí mismos a estar a su lado unidos y no hacer traición a la causa de la libertad ni al que por ella se exponía a todo peligro.

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En esto, tomando el ministro en la mano la ley, Catón no se la dejó leer; tomóla después Metelo mismo, y al empezar a leerla le arrebató Catón el códice. Termo, que se hallaba al frente de Metelo, como éste, que sabía la ley de memoria, se pusiese a recitarla, le tapó la boca con la mano y le obstruyó la voz, hasta que,convencido Metelo de que no podía prevalecer en aquella contienda, por ver que el pueblo cedía y permanecía inmóvil, recurrió al medio conducente, dando orden de que los hombres armados que allí cerca estaban prevenidos acudieran gritando a poner miedo. Ejecutóse así, y todos se dispersaron, permaneciendo solo Catón, al que, insultado y acometido con piedras y palos desde arriba, no abandonó aquel Murena absuelto en la causa en que éste fue su acusador, sino que, oponiendo su toga, y gritando a los que le tiraban se contuviesen, y, por último, persuadiendo al mismo Catón y tomándole entre sus brazos, lo condujo al templo de los Dioscuros. Cuando Metelo vio que la tribuna estaba desierta, y que habían huido de la plaza los que le hacían oposición, dando por supuesto que el vencimiento era suyo, mandó a la gente armada que se retirase, y con la mayor confianza se encaminó a continuar las operaciones relativas a la ley. Mas los contrarios, habiéndose rehecho prontamente de la primera turbación, volvieron a presentarse, gritando con entereza y resolución, en términos que a Metelo y los suyos les inspiraron miedo y desaliento, por creer que volvían poderosos en armas, sin examinar dónde pudieron tomarlas; y así, no quedó ninguno, sino que todos huyeron de la tribuna. Habiendo aquellos desaparecido de esta manera, se presentó otra vez Catón, celebrando la actitud del pueblo e infundiéndole aliento, con lo que la muchedumbre se propuso acabar con Metelo por todos los medios, y el Senado, congregado en medio de aquel alboroto, puso a cargo de los cónsules que auxiliasen a Catón y resistiesen una ley que introducía en Roma la sedición y la guerra civil.

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Por lo que hace a Metelo, todavía se conservaba resuelto e intrépido; pero viendo a los de su partido intimidados por Catón, a quien juzgaba impertérrito e invencible, bajó repentinamente a la plaza, y congregando al pueblo, trató por diferentes medios de hacer odioso a Catón, y gritando que iba a huir de la tiranía de éste y de la conjuración contra Pompeyo, de la que se arrepentiría bien pronto la ciudad, por haber injuriado a un varón tan excelente, movió al punto para el Asia, a fin de anunciarle, según decía, estos atentados. Fue, pues, grande la gloria de Catón, por haber desvanecido la grave opresión del tribunado y por haber en cierta manera triunfado en Metelo del poder de Pompeyo; aun recibió realce aquella gloria, por no haber condescendido con que el Senado notara de infamia, como lo intentaba, a Metelo, y lo despojara del tribunado, resistiéndolo e interponiendo sus ruegos. Porque para muchos era prueba de humanidad y modestia el no humillar ni insultar al enemigo después de haberle vencido a viva fuerza, y a los que pensaban con cordura les parecía oportuno y conveniente el no irritar a Pompeyo. En esto volvió Lúculo de su expedición, cuyo término y gloria parecía haberle usurpado Pompeyo, y estuvo en riesgo de no triunfar, haciéndole oposición Cayo Memio ante el pueblo, y suscitándole causas, más bien por adular en esto a Pompeyo que por propia ofensa o enemistad; pero Catón, que tenía deudo con él, porque estaba casado con su hermana Servilia, y que miraba como injusta aquella contradicción, hizo frente a Memio, siendo el blanco de muchas calumnias y acusaciones. Finalmente, a nada menos tiraba Memio que a arrojarlo de su magistratura como de una tiranía; tuvo, sin embargo, tanto poder, que obligó al mismo Memio a dejar desiertas las causas y retirarse de la contienda. Triunfó, pues, Lúculo, y todavía se unió en más estrecha amistad con Catón, teniendo en él un alcázar y antemural contra el poder de Pompeyo.

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Volvía Pompeyo Magno del ejército, y como viniese en la persuasión, al ver el aparato y ostentación con que era recibido, de que no tendría pretensión ninguna en la que fuese desatendido por los ciudadanos, envió quien solicitase que por el Senado se suspendiesen los comicios consulares, para poder interceder por Pisón luego que hubiese llegado. Prestábanse a ello los más, pero Catón, que, aunque no tenía la suspensión por una cosa de importancia, quería, sin embargo, cortar aquella tentativa y las esperanzas de Pompeyo, la contradijo, e hizo mudar al Senado de parecer, en términos que se negó. Acontecimiento que incomodó vivamente a Pompeyo; y considerando que en muchas cosas se vería desairado sí no tenía a Catón por amigo, envió a llamar a Munacio, que lo era de éste; y teniendo Catón dos sobrinas, casaderas, pidió la mayor para sí y la menor para su hijo, aunque dicen algunos que la petición no fue de sobrinas, sino de hijas de Catón. Dio parte Munacio a éste, a la mujer y a las sobrinas de lo que ocurría, y éstas mostraban complacerse en aquel lance, mirando a la grandeza y dignidad del pretendiente; pero Catón, sin detenerse y sin mas examen, puesto desde luego en lo que se quería: “Anda, Munacio- le dijo-, anda y manifiesta a Pompeyo que a Catón no se le gana por este lado; mas que con todo, aprecia su afecto, y en las cosas justas le dará pruebas de una amistad más leal que todos los parentescos, pero no dará prendas a la gloria de Pompeyo en daño de la patria”. Incomodáronse con esta respuesta las mujeres, y los amigos de Catón la tacharon de poco atenta y orgullosa; mas, negociando de allí a poco Pompeyo el consulado para uno de sus amigos, envió caudales para ganar las tribus, siendo este soborno tan manifiesto y público, que en sus jardines se contaba el dinero. Entonces Catón dijo a las mujeres de su casa que había sido preciso tomar parte y mezclarse en aquellas indecorosas negociaciones si se hubiera unido por afinidad a Pompeyo; en lo que, convinieron ellas, diciendo que lo había pensado mejor negándose a la pretensión. Mas si se hubiera de juzgar por los sucesos, parecería que Catón había errado en no haber admitido aquella afinidad, pues que dio lugar con esto a que Pompeyo se inclinara a César e hiciera un casamiento que, reuniendo en un punto todo el poder de ambos, estuvo en muy poco que no echase por tierra el Imperio romano. El gobierno, ciertamente mudó; nada de lo cual habría sucedido probablemente si Catón, por temor de menores males de parte de Pompeyo, no hubiera desconocido que iba a acrecentar su poder para otros mayores; mas esto todavía estaba por ver.

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Contendía en aquella sazón Lúculo contra Pompeyo por las disposiciones tomadas en el Ponto, pues quería cada uno que las suyas prevaleciesen; y como sosteniendo Catón a Lúculo, agraviado notoriamente, fuese vencido Pompeyo en el Senado, recurrió éste al medio de ganar popularidad, y propuso un repartimiento de tierras a favor de los soldados; mas también en esto se le opuso Catón, e iba a conseguir se desechase la ley, cuando Pompeyo se valió de Clodio, el más osado entonces de los tribunos de la plebe, e hizo también intervenir a César, siendo en cierta manera el mismo Catón quien dio el motivo; porque volviendo entonces César del ejército de España, quería al mismo tiempo presentarse candidato para el consulado y pedir el triunfo. Mas, según la ley, los que pedían una magistratura tenían que estar presentes, y los que habían de entrar en triunfo era preciso que esperaran de muros afuera; y él quería que por el Senado se le diera facultad de pedir el consulado por ministerio de otros. Eran muchos los que venían en ello, pero Catón lo contradijo, y habiendo comprendido que estaban dispuestos a otorgar a César aquella gracia, gastó todo el día en hablar, y de este modo dejó sin efecto la resolución del Senado. Dando, pues, César de mano al triunfo, entró en la ciudad, y ya no pensó más que en Pompeyo y en el consulado. Designado cónsul, desposó a Julia con Pompeyo, y concertados entre sí contra la república, el uno proponía leyes sobre el sorteo y repartimiento de tierras a los pobres y el otro se presentaba a defenderlas. Lúculo y Cicerón, poniéndose de acuerdo con Bíbulo, que era el otro cónsul, se esforzaban a resistir, y sobre todo Catón, que empezaba ya a entrever que la amistad y unión de César y Pompeyo no se había hecho para nada bueno, y así, dijo expresamente que no era el repartimiento de tierras lo que temía, sino el salario que por él pedirían los que lisonjeaban a la nación con aquel cebo.

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Con este razonamiento abrazó su opinión todo el Senado, y de los de fuera de él no pocos, indignados con el extraño proceder de César; porque cuanto los más violentos y temerarios de los tribunos proponían para adular a la muchedumbre, otro tanto ponía en ejecución, en uso de su autoridad consular, captando vergonzosa y vilmente los aplausos de la plebe. Hubieron, pues, por el recelo que esto les inspiraba, de recurrir a la fuerza; y, en primer lugar, al mismo Bíbulo, cuando bajaba a la plaza, le arrojaron encima una espuerta de porquería; después, echándose sobre sus lictores, les rompieron las fasces, y, por fin, habiéndose tirado algunos dardos, con los que muchos fueron heridos, todos los demás huyeron de la plaza corriendo, y sólo Catón, que se quedó el último, se retiraba paso entre paso, volviéndose a mirar a los ciudadanos y abominando de ellos; con lo que no sólo hicieron sancionar el repartimiento, sino que se determinó que había de jurar el Senado que, por su parte, daría fuerza a la ley y prestaría auxilio si alguno viniese contra ella, imponiendo graves penas a los que no jurasen. Juraron, pues, todos por necesidad, teniendo presente lo que le había sucedido a Metelo el mayor, que por no haber querido jurar una ley como aquella tuvo que salir desterrado de Italia, sin que el pueblo volviera por él. Por esta razón, a Catón las mujeres de su casa le rogaron encarecidamente y con muchas lágrimas que la jurase y cediese, y lo mismo le pidieron sus amigos y allegados: pero el que más le persuadió y movió a que jurase fue Cicerón el orador, exhortándole y haciéndole ver que quizá ni siquiera es justo el pensar que uno solo deba oponerse a lo establecido por la sociedad entera, y que por descontado es necedad y locura querer perderse cuando es imposible remediar nada en lo hecho; y el último de los males, el que, haciéndolo y sufriéndolo todo por la república, la abandonase y entregase a los que querían perderla, pareciendo que se retiraba contento de los combates que por ella sostenía: “Pues si Catón- le dijono necesita de Roma, Roma necesita de Catón, y necesitan todos sus amigos”, de los cuales decía Cicerón ser el primero; y contra quien se dirigía Clodio su enemigo, queriendo emplear en su ruina la autoridad del tribunado. Ablandado con tan poderosas razones e instancias en casa y en la plaza, se dice haberse dejado por fin vencer Catón, aunque con dificultad, y que pasó a prestar el juramento el último de todos, a excepción solamente de Favonio, uno de sus más íntimos amigos.

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Alentado César con estos sucesos, dio otra ley, por la que se repartió, puede decirse, toda la Campania a los pobres e indigentes, no contradiciéndola nadie, sino Catón, y a éste, César, desde la tribuna, lo condujo a la cárcel, sin que en nada cediese de su entereza; antes, por el camino iba hablando contra la ley y exhortando a los ciudadanos a que no condescendieran con los que hacían semejantes propuestas. Seguíale el Senado abatido y triste, y lo mejor de la ciudad disgustado e indignado, aunque en silencio, tanto, que César no pudo menos de comprender la mala impresión que aquello producía; con todo, llevaba adelante su empeño, aguardando a que por parte de Catón se interpusiese apelación o ruego; pero convencido por fin de que éste no pensaba en hacer gestión alguna, cedió a la vergüenza y al descrédito que iba a resultarle, y bajo mano se valió de uno de los tribunos, moviéndole a que pusiera en libertad a Catón. Después que con aquellas leyes y aquellas larguezas pusieron a su devoción a la muchedumbre, decretaron a César el mando de unos y otros Ilirios, el de toda la Galia, y un ejército de cuatro legiones para cinco años, prediciéndoles Catón que ellos mismos colocaban al tirano en el alcázar con semejantes decretos. Trasladaron contra ley a Publio Clodio del estado de los patricios al de los plebeyos, y le nombraron tribuno de la plebe, y él, pactando por recompensa el destierro de Cicerón, les ofreció que en todo les complacería. Eligieron cónsules a Calpurnio Pisón, padre de la mujer de César, y a Aulo Gabinio, hombre sacado del seno de Pompeyo, que es como se explican los que tenían bien conocidas su vida y costumbres.

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Mas a pesar de haberse apoderado de los negocios y de haberlo todo puesto a su disposición, parte por las gracias dispensadas y parte por la fuerza, aun temían a Catón, pues que, si habían logrado superarle, había sido con gran dificultad y trabajo, y atrayéndose odio y vergüenza; porque se veía que ni aun así podían con él, lo que siempre era duro y repugnante; y Clodio no esperaba poder sobreponerse a Cicerón si Catón se hallaba en la ciudad, maniobrando, pues, acerca de esto, lo primero que hizo, después de colocado en su magistratura, fue enviar a llamar a Catón y tenerle un discurso, en el que, reconociéndole por el más recto e íntegro de todos los Romanos, le anunció que iba a darle pruebas de este concepto en que le tenía con obras, por cuanto, habiendo muchos que aspiraban al mando de la provincia de Chipre y pedían ser destinados a ella, a él solo le consideraba digno, y con gusto le dispensaría este favor. Respondiéndole Catón que aquello más era una celada y un insulto que un favor, montó ya Clodio en cólera, y con aire desdeñoso le dijo: “Pues si no lo tienes por favor, habrás de ir contra tu voluntad”; y presentándole inmediatamente ante el pueblo, hizo sancionar por ley la misión de Catón. Para marchar no le aprestó nave, ni tropa, ni criados, sino sólo dos escribientes, de los cuales uno era un ladronzuelo malvado y el otro un cliente del mismo Clodio. Mas como todavía le pareciese que habían de darle poco que hacer Chipre y Tolomeo, le encargó además que restituyese los desterrados de Bizancio, queriendo tener lejos de sí a Catón por el más largo tiempo que fuese posible durante su tribunado.

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Puesto en esta necesidad, exhortó a Cicerón, riendo que lo había de ser forzoso salir, a que no moviera tumulto alguno, ni envolviera de nuevo a la ciudad en las calamidades de una guerra civil; sino que se acomodara al tiempo y fuera otra vez quien salvara la patria. Para los negocios, de Chipre hizo que se adelantara uno de sus amigos, llamado Canidio, y por su medio persuadió a Tolomeo a que sin batalla cediera, pues que no se le dejaría carecer ni de comodidades ni de honores, sino que el pueblo le daría el sacerdocio de la diosa que se venera en Pafo. En tanto él se detuvo en Rodas, tomando disposiciones y esperando la respuesta; pero al mismo tiempo Tolomeo, el rey de Egipto, por cierto enfado y disputa que tuvo con los ciudadanos, se había salido de Alejandría, y se encaminaba a Roma con el objeto de que Pompeyo y César lo sustituyeran otra vez con la correspondiente fuerza; mas queriendo hablar con Catón, lo envió a llamar, esperando que vendría a él; pero hacía la casualidad que Catón se hallaba purgado, y envió a decir a Tolomeo que si quería verle fuese adonde se hallaba. Fue, y como ni le saliese a recibir ni se levantase a su llegada, sino que le saludase como a un particular mandándole tomar asiento, esto al principio le causó sorpresa y admiración, viendo unidas con tanta popularidad y sencillez en el aparato de la casa tanta altivez y severidad de costumbres. Mas después, en la conversación, no oyó sino palabras llenas de prudencia y de franqueza, ya que al increparle y reprenderle Catón le manifestó cuánta era la dicha y sosiego que había dejado, y cuántas las humillaciones y trabajos, cuántos los obsequios y socaliñas a que se sujetaba con los poderosos de Roma, cuya codicia no bastaría a saciar el Egipto si se redujera a oro; y le aconsejó que retrocediera y volviera a la amistad con sus conciudadanos, estando él pronto a acompañarle y a contribuir a la reconciliación. Parecióle que con este discurso había vuelto a su acuerdo como de una especie de manía y enajenación, reflexionando sobre la verdad y el juicio y prudencia de tan eminente varón; y así, se resolvió a obrar según su parecer; pero, habiéndose vuelto, a persuasión de sus amigos, no bien había puesto el pie en Roma y había llegado a llamar a la puerta de uno solo de los magistrados, cuando ya se lamentó de su desacierto en haber despreciado, no ya el consejo de un hombre, sino el oráculo de un dios.

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Tolomeo el de Chipre, por dicha particular de Catón, se quitó a sí mismo la vida con hierbas; y diciéndose ser muy cuantiosos los intereses que había dejado, si bien determinó marchar en persona a la restitución de los Bizantinos, a Chipre envió a su sobrino Bruto, no teniendo en Canidio bastante confianza. Mas, verificado que hubo la reconciliación de los desterrados y restablecido la concordia en Bizancio, entonces navegó para Chipre. Era grande y propiamente real la riqueza que había quedado en vajillas, mesas, pedrería y ropas de púrpura, y habiendo de venderse para reducirse a dinero, quería estar sobre todo, hacerlo todo subir al precio más alto, no dejar de intervenir en nada y llevar por sí la cuenta más exacta, sin fiar nada a las costumbres de los de la plaza, y antes mirando con sospecha a todos los dependientes,pregoneros, prepósitos de la subasta y aun a los amigos. Finalmente, hablando en particular a los postores y animando a cada uno de esta manera, vendió la mayor parte de los efectos; con lo que disgustó a los demás amigos, visto que no hacía confianza de ellos; y en el más íntimo de todos, que era Munacio, encendió un encono casi implacable; tanto, que César, para escribir un libro contra Catón, fue esta parte la que le dio materia abundante para sus amargas invectivas.

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Munacio, sin embargo, escribe que su enojo no nació de la desconfianza de Catón, sino, por parte de éste, de cierto olvido y frialdad para con él, y por su parte, de celos y emulación de Canidio; porque también Munacio dio a luz un escrito sobre Catón, que fue el que principalmente siguió Traseas. Dice, pues, que él llegó el último a Chipre, donde se puso muy poco cuidado en su hospedaje; que presentándose a la puerta de la habitación de Catón, se le hizo retirar, por estar Catón ocupado en hacer unos fardos, con Canidio, y que habiéndose quejado de todo con moderación, había recibido una no moderada respuesta, a saber: que corría peligro no saliese cierta aquella máxima de Teofrasto de que el grande amor suele muchas veces ser causa de odio: “Pues que tú mismo- dijo- te disgustas de que amando mucho no se te honra tanto como crees serte debido, y si me valgo de Canidio es por su inteligencia y porque me inspira más confianza que otros, habiendo vencido conmigo desde el principio y habiéndolo experimentado muy íntegro y puro.” Estas cosas, que pasaron entre los dos solos, Catón las refirió a Canidio, y habiéndolo sabido Munacio, dejó de concurrir a cenar a casa de Catón, y de acudir a darle consejo cuando era llamado; y amenazándole Catón que le tomaría prendas, como es costumbre exigirlas de los que no obedecen, se embarcó para el regreso sin hacer caso, y se mantuvo enojado por largo tiempo. Después, habiéndole hablado Marcia, que todavía estaba unida a Catón, sucedió que fueron convidados a cenar por Barca, y habiendo entrado Catón el último, cuando los demás estaban sentados, preguntó dónde presentaría, y diciéndole Barca y habiendo entrado Catón el último, cuando los demás estaban sentados, preguntó dónde se sentaría y diciéndole Barca que donde gustase, recorrió el cenador con la vista, y dijo que al lado de Munacio. Pasó a donde éste estaba y se sentó junto a él; pero fuera de esto, ya ninguna otra demostración se hicieron durante la cena. Más adelante, a ruego de Marcia, le escribió Catón, diciéndole que tenía que verle, y habiendo pasado Munacio a su casa por la mañana temprano, Marcia le detuvo hasta que todas las gentes se retiraron; y entonces, entrando Catón, le echó los brazos, le saludó y le dio las mayores muestras de amistad. Hemos referido con alguna extensión estas ocurrencias, por creer que no conducen menos para manifestar la índole y las costumbres que las acciones en grande y ejecutadas en público.

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Juntó Catón en dinero muy poco menos de siete mil talentos, y temiendo los peligros de una larga navegación, dispuso muchos cajones de cabida de dos talentos y quinientas dracmas. Cerrados, clavó en cada uno una cuerda, y a la punta de ésta ató un corcho de bastante magnitud, para que, si el barco zozobraba, el corcho ligado desde abajo señalara el sitio. Por lo que hace al caudal todo llegó con seguridad, a excepción de una cantidad muy pequeña; pero las cuentas, formadas con la mayor puntualidad, de todo cuanto había administrado, habiendo hecho de ellas dos copias, ninguna se salvó, pues que trayendo la una un liberto suyo llamado Filargiro, que dio la vela desde Cencris, naufragó, y la perdió, junto con el equipaje. Trajo la otra él mismo hasta Corcira, en cuya plaza se aposentó, y habiendo los marineros, por el frío, encendido muchas hogueras aquella noche, se quemaron las tiendas, y el cuaderno desapareció. Lo que es para tapar la boca a los enemigos y calumniadores de Catón, pudieron bastar los de la servidumbre del rey que vinieron a Roma, así, por otro lado es por donde es te suceso incomodó a Catón; pues no se había esmerado en las cuentas para acreditar su fidelidad, sino que quería dejar a los demás, un ejemplo de exactitud; y la fortuna lo castigó.

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Súpose en Roma que iba a llegar con las naves, y todos los magistrados y sacerdotes, todo el Senado y una gran parte del pueblo salieron río abajo a encontrarle, de manera que una y otra orilla estaba llena de gente, y en el concurso y el regocijo no era inferior a un triunfo aquel recibimiento, una cosa hubo en esto que chocó y pareció sobrado arrogante, y fue que, presentándose los cónsules y pretores, no saltó en tierra para saludarlos, ni hizo parar la nave, sino que, pasando apresuradamente la orilla, yendo en una galera real de seis bancos, no aflojó el curso hasta haber entrado con su escuadra en el muelle. Mas como quiera, cuando se llevaron los caudales por la plaza, el pueblo se admiró de tan grande cantidad; y reunido el Senado, después de tributar a Catón las debidas alabanzas, le decretó una pretura extraordinaria y el honor de que asistiera a los espectáculos con ropa de púrpura; pero Catón renunció estas distinciones, y sólo propuso y persuadió al Senado que diera libertad a Nicias, mayordomo del rey, haciendo presentes su fidelidad y su celo. Era cónsul Filipo, el padre de Marcia, y en cierta manera toda la dignidad y poder de esta magistratura se trasladaron a Catón, no siendo menor el respeto que el colega tributaba a Catón por su virtud que el que Filipo le tenía por razón del deudo.

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Vuelto en esto Cicerón del destierro a que fue enviado por Clodio, recobró desde luego gran poder y quitó y recogió por fuera del Capitolio las tablas tribunicias que Clodio había escrito y colocado en él, en ocasión de hallarse éste ausente. Congregóse con este motivo el Senado, y acusándole Clodio, dijo Cicerón que, habiendo sido ilegítimo el nombramiento de Clodio para el tribunado, debía anularse e invalidarse todo cuanto por él se había hecho y propuesto; mas opúsose Catón, quien, por fin, levantándose, manifestó que ciertamente no tenía por saludable y útil ninguna de las providencias dictadas por Clodio; pero si hubiera quien anulase todo lo que hizo siendo tribuno, vendría a anularse también su administración en Chipre, y no habría sido legítima su misión, como decretada por un magistrado ilegítimo; fuera de que la elección de Clodio no había sido contra ley, pues que, permitiéndolo ésta, había pasado del estado de los patricios a una familia plebeya; y si fue un mal magistrado como otros, lo que había que hacer era obligarle a dar razón de sus injusticias, y no anular la autoridad, que en nada había faltado. De resultas de esta contienda, se enojó Cicerón con Catón, y estuvo por mucho tiempo interrumpida su amistad; pero al fin más adelante se reconciliaron.

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Sucedió después de esto que Pompeyo y Craso, habiendo ido a visitar a César, que había pasado los Alpes, acordaron con éste que pedirían juntos el segundo consulado; y posesionados de él harían decretar para César la prorrogación del mando para otro tanto tiempo, y para sí mismos las mejores provincias, con los fondos y tropas correspondientes. Lo que venía a ser una conjuración para el repartimiento del imperio, y la disolución de la república. Había muchos de los más distinguidos ciudadanos que pensaban presentarse a pedir el consulado; pero a todos los demás que vieron entre los candidatos les hicieron retirarse; sólo a Lucio Domicio, casado con su hermana Porcia, le persuadió Catón que no desistiese de la contienda, la cual no era por la magistratura, sino por la libertad de los Romanos; y entre la parte todavía sana y prudente de la ciudad corría la voz de que no era cosa para descuidar el que, reuniéndose el poder de Craso y de Pompeyo, se hiciera su mando enteramente insufrible, sino que debía trabajarse para excluir al uno, sobre lo que acudían a Domicio excitándole y dándole ánimo, porque se le agregarían muchos votos de los que callaban por miedo. Mas como recelasen esto mismo Pompeyo y los suyos, tenían armadas asechanzas a Domicio, que bajaba muy de mañana con hachas al campo de Marte: el primero de los que alumbraban fue herido, y cayó muerto; fuéronlo también otros después de éste, por lo que huyeron todos, a excepción de Catón y Domicio; porque a éste lo detenía Catón, aunque herido en un brazo, y le exhortaba a permanecer y no abandonar mientras tuvieran alientos, aquel combate por la libertad contra los tiranos, los cuales ya no dejaban duda sobre el modo con que usaban de su autoridad, cuando se encaminaban a ella por medio de tales violencias e injusticias.

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No arrostró Domicio el peligro, sino que se retiró a casa, y con esto fueron elegidos cónsules Pompeyo y Craso; mas Catón no se dio a partido, sino que se presentó a pedir la pretura, queriendo tener un apoyo para las contiendas con aquellos, y hacer frente a losmagistrados, no siendo un mero particular. Temiéronlo aquellos, y también el que la pretura servida por Catón competiría con el consulado; así, lo primero que hicieron fue congregar el Senado repentinamente y sin noticia de muchos, e hicieron decretar que los que fueran elegidos pretores al instante entraran en ejercicio, y no aguardaran al tiempo señalado por la ley dentro del que han de intentarse las causas contra los que sobornan al pueblo. Después, preparado ya por este decreto que quedaran libres de responsabilidad, promovieron a la pretura a sus dependientes y amigos, dando ellos el dinero y presenciando por sí las votaciones. Sin embargo, a todo esto se sobreponía la virtud y la gloria de Catón, de tal manera que muchos de vergüenza reputaban por cosa terrible hacer traición a Catón con sus votos, siendo un hombre a quien la república debería comprar para pretor; y como la primera tribu llamada a votar lo hubiese ya nombrado, de repente salió Pompeyo con la ficción de que se había oído un trueno, y disolvió vergonzosamente la junta, porque lo tenían a mal agüero, y nada acostumbraban a establecer cuando había estas señales del cielo. Tuvieron, pues, tiempo para emplear más medios de corrupción, y alejando del campo a los mejores ciudadanos, hicieron que a la fuerza fuese preferido Vatinio a Catón. Dícese que, visto esto, los que habían dado sus votos con ilegalidad e injusticia al punto se marcharon a manera de fugitivos; y que, formando junta un tribuno con los demás que habían quedado, y que manifestaban su indignación, se presentó Catón en ella, y como si fuera inspirado de un dios, les predijo los males que iban a venir sobre la república, e inflamó a los ciudadanos contra Pompeyo y Craso, a quienes no podía menos de remorder la conciencia sobre tales atentados; y, así era que en su modo de conducirse acreditaban cuanto temían que si Catón era nombrado pretor había de acabar con ellos. Finalmente, al retirarse a casa le acompañó mucho mayor gentío que a todos los pretores juntos.

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Como propusiese Cayo Trebonio una ley sobre el repartimiento de las provincias entre los cónsules, reducida a que, teniendo el uno la España y el África bajo sus órdenes, y el otro la Siria y el Egipto, hicieran la guerra y sujetaron a los que disponiendo de las fuerzas de mar y tierra, los demás ciudadanos miraron como inútil el oponerse y tratar de impedirlo, y así, ni aun quisieron contradecir; pero Catón, antes que el pueblo pasase a votar, subió a la tribuna, y manifestando estar determinado a hablar, con dificultad le concedieron dos horas de término para ello. Dijo, manifestó y profetizó muchas cosas, en lo que consumió el tiempo, y ya no le dejaron hablar más, sino que, como se detuviese en la tribuna, fue allá un ministro y le sacó de ella. Paróse abajo, y continuó gritando ante muchos que le escuchaban y se mostraban indignados; y otra vez el ministro le echó la mano, y lo puso fuera de la plaza; mas no bien lo hubo dejado, cuando regresó otra vez para subir a la tribuna, clamando e implorando el auxilio de los ciudadanos. Repitióse esto muchas veces, e incomodado Trebonio, mandó que le condujeran a la cárcel; pero como era mucha la gente que llevaba tras sí, y a la que dirigía la palabra andando como iba, Trebonio temió y lo dejó ir libre; de este modo consumió Catón aquel día. En el siguiente, intimidando a unos ciudadanos, ganando a otros con gracias y dádivas, conteniendo con las armas al tribuno Aquilio para que no saliera de la curia, echando fuera de la plaza a Catón, que gritaba haberse oído truenos, e hiriendo a no pocos, de los que algunos murieron, así fue como a fuerza sancionaron la ley; tanto, que muchos, retirándose de allí llenos de ira, empezaron a derribar al suelo las estatuas de Pompeyo; pero pasando allá Catón, los contuvo. Cuando después, en favor de César, se propuso otra ley sobre sus provincias y sus ejércitos, ya no se dirigió Catón al pueblo, sino al mismo Pompeyo, a quien, poniendo por testigo a los dioses, dijo: que habiendo tomado sobre sus hombros a César, por lo pronto no lo sentía, pero que cuando empezara a pesarle y a sucumbir bajo la carga, no siéndole ya posible ni echarle en el suelo ni llevarlo, se dejaría caer con él sobre la república, y entonces se acordaría de las exhortaciones de Catón, reconociendo que no tenían menos de provechosas para el mismo Pompeyo que de honestas y justas. Muchas veces oyó Pompeyo estas reconvenciones, pero no hizo caso de ellas. Porque su felicidad y su poder le hacían creer que César no podía hacer mudanza.

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Nombrado pretor Catón para el año siguiente, no pareció haber añadido a esta magistratura, con desempeñarla bien, tanta majestad y grandeza como la rebajó, degradándola en cierta manera, con presentarse en el tribunal muchas veces descalzo y sin túnica, y juzgando esta manera las causas capitales de varones esclarecidos; y aun algunos dicen que después de la comida, y de haber bebido en ella, despachaba y daba audiencia: pero esto no es cierto. Corrompido el pueblo con los sobornos por aquellos que codiciaban las magistraturas, en términos que muchos miraban el recibir dádivas como un ejercicio usual, quiso cortar esta enfermedad de la república, y para ello persuadió al Senado que se diera un decreto en el que se previniese que los nombrados a las magistraturas, aunque nadie los acusase, ellos mismos se presentaran en el tribunal a responder bajo juramento de la pureza de su elección. Produjo este establecimiento gran desazón en los que pretendían las magistraturas, y mayor todavía en la multitud corrompida y comprada; así, luego que por la mañana se presentó Catón en el tribunal, acudieron en gran número, y empezaron a gritar, a decirle improperios y a tirarle piedras, de manera que huyeron todos del tribunal, y él mismo, atropellado y arrastrado por la muchedumbre, con dificultad pudo ocupar la tribuna. Allí puesto en pie, con lo fiero y terrible de su aspecto, calmó inmediatamente el tumulto y apaciguó la gritería, y habiendo dicho lo que al caso cuadraba, se le oyó en silencio y del todo se desvaneció el alboroto. Como el Senado con este motivo le alabase, “Pues yo- respondió- no os alabo a vosotros, que estando en peligro el pretor lo habéis abandonado, y no lo habéis defendido.” En esto, la situación de cada uno de los que pedían las magistraturas era sumamente perpleja y dudosa, pues temían sobornar, y que, por ejecutarlo los otros contrincantes, no salieran con su pretensión. Juntáronse, pues, y les pareció lo mejor que, depositando cada uno ciento veinticinco mil dracmas, pidieran todos la magistratura por los medios honestos y justos, y aquel que delinquiera y usara de soborno perdiera su dinero. Convenidos en esto, nombran depositario, árbitro y testigo a Catón, y llevando el dinero, se lo presentan, mas al fin otorgan una escritura a su favor, porque quería más bien admitir fianzas que encargarse de aquellas sumas. Cuando vino el día de la elección se puso Catón al lado del tribuno que la presidía, y atendiendo a la votación descubrió que uno de los del depósito se había valido de malos medios, y mandó que su depósito se adjudicara a los otros; pero ellos, celebrando y admirando su rectitud, condonaron la multa, teniendo por bastante satisfacción del agravio la que habían recibido. Mas Catón, con esto, mortificó a los demás ciudadanos principales, y se atrajo grande envidia, como que se arrogaba las facultades del Senado, del tribunal y de los magistrados; y es que la fama y opinión de justo expone más a la envidia que la de ninguna otra virtud, a causa de que da poder y confianza para con la muchedumbre, pues no sólo le honran como a los esforzados y le admiran como a los prudentes, sino que a los justos los aman, a ellos se entregan, y en ellos confían, y de aquellos a los unos les temen y de los otros se recelan. Fuera de esto, el mérito de aquellos creen que es más de constitución física que de la voluntad, graduando la prudencia de prontitud de ingenio y la fortaleza de robustez del ánimo; y no necesitándose más para ser justo que querer serlo, se avergüenzan los hombres de la injusticia, como de un vicio que no admite disculpa.

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Hacían, por tanto, la guerra a Catón todos los próceres, como reprendidos por su conducta. Pompeyo, que en la gloria de aquel creía ver la ruina de su poder, andaba siempre buscando personas que le desacreditasen, de las cuales era una Clodio el Demagogo, que, unido otra vez a Pompeyo, levantaba el grito contra Catón, diciendo que en Chipre había ocultado grandes cantidades, y que tenía guerra declarada a Pompeyo porque había tenido a menos casarse con su hija. Mas Catón contestaba que había recogido en Chipre para la república, sin que le hubiese dado ni un caballo ni un soldado, tanto caudal cuanto no había traído nunca Pompeyo de tantas guerras y triunfos, habiendo revuelto el mundo. Y que nunca había pensado contraer afinidad con éste, no porque no le creyese muy digno, sino por ser de distinta opinión y conducta en la administración de los negocios públicos. “Porque yo- dijo- habiéndoseme dado el mando de una provincia para después de la pretura, la he renunciado; pero aquel toma y retiene para sí unas y otras las da a los de su partido, y ahora ha prestado una fuerza de seis mil legionarios a César para la guerra de la Galia. Y estas tropas ni os las pidió a vosotros, ni ahora las ha enviado con vuestro consentimiento; sino que fuerzas tan considerables, las armas y los caballos, son obsequios y retribuciones de unos particulares. Tiene los títulos de emperador y general, pero los ejércitos y las provincias los da a otros, y él se está de asiento en la ciudad, preparando tumultos para los comicios de elecciones y continuos alborotos, con los que no se nos oculta que quiere abrirse camino a la dominación por medio de la anarquía.”

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Así se defendió Catón de las acriminaciones de Pompeyo. Había un Marco Favonio, amigo y apasionado suyo, al modo con que se refiere haberlo sido Apolodoro de Falera del antiguo Sócrates; y le inflamó y conmovió este discurso, no ligera y blandamente, sino en términos de hacerle salir fuera de sí, como un embriagado o un loco. Este, pues, pedía en una ocasión el cargo de edil, e iba de vencida; pero hallándose presente Catón, observó que todas las tablillas de los votos estaban escritas de una misma mano; y descubriendo aquel mal manejo, hizo anular la elección por medio de los tribunos de la plebe. Nombrado después edil, Catón fue quien atendió a todo lo que era del cargo de esta magistratura, y quien ordenó los espectáculos en el teatro, dando a los de la escena coronas no de oro, sino de acebuche, como en Olimpia; y los presentes no fueron costosos, sino que a los Griegos les dio zanahorias, lechugas, rábanos y peras, y a los Romanos jarros de vino, tocino, higos, cohombros y haces de leña. Lo extraño y barato de estos presentes para unos fue motivo de risa y para otros de placer, viendo que la austeridad y rigor de Catón recibía ya alguna mudanza hacia la blandura y festividad. Por fin, mezclándose Favonio entre la muchedumbre, y sentado entre los demás concurrentes, aplaudía a Catón y gritaba que recompensara y honrara a los que se distinguían; así, uniéndose con los espectadores en estas demostraciones, daba bien a entender que había cedido a aquel todas sus facultades. En el otro teatro el colega de Favonio, Curión, daba sus juegos con gran lujo, pero los espectadores lo abandonaban y se pasaban allá, para celebrar a Favonio, que hacía el papel de particular, y a Catón, que representaba el de presidente del espectáculo. Condújose de esta manera para quitar importancia a estos cuidados, manifestar que las cosas de juego se han de tomar por lo que son y se han de desempeñar con cierta gracia y naturalidad, más bien que con suntuosos gastos y aparatos y poniendo gran diligencia y esmero en cosas que no lo merecen.

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Presentáronse de allí a poco a pedir el consulado Escipión, Hipseo y Milón, y como empleasen no sólo las injusticias conocidas ya, y puede decirse ingénitas, a saber, la corrupción y los sobornos, sino las armas, las muertes y todo género de violencia, precipitándose la república temeraria y osadamente en la guerra civil, deseaban algunos que presidiese Pompeyo los comicios; opúsose al principio Catón, diciendo que no había de venirles por Pompeyo la seguridad a las leyes, sino por las leyes a Pompeyo; pero prolongándose la anarquía por largo tiempo, y teniendo sitiada la plaza pública a cada momento tres ejércitos, de modo que estuvo en muy poco el que este mal no se hiciese irremediable, juzgó conveniente que en aquella extrema necesidad se pusiese la república, por voluntario favor del Senado, en manos de Pompeyo, y que usando entre los remedios ilegales del más suave para curar el mayor de los trastornos, se recurriera al mando de uno solo, antes que estarse esperando a que la sedición terminase en tiranía. Manifestando, pues, Bíbulo, que era deudo de Catón, su dictamen en el Senado, dijo que convenía elegir por único cónsul a Pompeyo, porque o la república se mantendría estando él al frente, o a lo menos servirían al que parecía más digno. Levantóse enseguida Catón, y, cuando nadie lo esperaba, elogió este pensamiento, y fue su parecer que cualquiera gobierno era preferible a la anarquía, y que esperaba que Pompeyo gobernaría rectamente y conservaría la república que se acogía a su virtud.

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Nombrado cónsul de este modo Pompeyo, rogó a Catón que pasara a verle a los arrabales; y habiéndolo éste ejecutado así, le recibió con el mayor agasajo, alargándole la diestra y abrazándole. Mostrósele después agradecido, y le pidió que fuera su consejero y asesor en el desempeño del cargo; pero Catón le respondió que ni lo pasado lo había dicho por agraviarlo ni lo presente por hacerle obsequio, sino todo en bien y servicio de la república, y que, en particular, le daría consejo cuando lo llamase, pero en público no aguardaría a ser llamado o rogado, sino que francamente diría lo que entendiese; y lo cumplió como lo dijo. Porque, en primer lugar, estableciendo Pompeyo nuevas multas y graves penas contra los que habían sobornado al pueblo, le advirtió que no debía volverse sobre lo pasado, sino precaverse lo futuro, pues por una parte no sería fácil fijar el término donde había de pararse la averiguación de los anteriores yerros, y, por otra, si se imponían nuevas penas a los crímenes pasados, sería cosa muy dura que los reos fuesen castigados según una ley que no habían traspasado o violado. Ocurrió, en segundo lugar, que habiendo de ser juzgados muchos varones ilustres, algunos de ellos amigos o deudos de Pompeyo, como viese a éste que en muchas cosas cedía y se doblaba, le reprendió y corrigió con vehemencia. Mas prohibió el mismo Pompeyo, por una ley, los elogios que por costumbre se hacían de los procesados; y habiendo escrito Planco el elogio de Munacio, él mismo lo dio para leerlo durante el juicio; y Catón, poniéndose las manos en los oídos, porque se hallaba de juez, se opuso a que se leyera. Planco lo rehusó y excluyó del número, de sus jueces después de pronunciados los informes; mas sin embargo fue condenado. En general, para los reos era Catón un objeto de gran duda y perplejidad, porque ni querían tenerle por juez ni se atrevían a recusarlo: pues no pocos fueron condenados porque se creyó que el huir de Catón nacía de que no confiaban en su propia justicia, y a algunos les echaban en cara sus enemigos, como un gran baldón, el no haber querido tener por juez a Catón cuando le había tocado.

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César, aunque muy embebido en la guerra de la Galia y muy entregado a las armas, no dejaba de adelantar en su intento de ganar poder en la ciudad por medio de presentes, de sobornos con dinero y de los manejos de sus amigos, acerca de lo cual ya las amonestaciones de Catón habían hecho volver a Pompeyo de la incredulidad que antes le hacía tener este peligro por un sueño; pero como, sin embargo, estuviese todavía lleno de pereza y resolución, para contrarrestarle y contenerle se movió Catón a pedirle el consulado, porque o le quitaría las armas a César, o pondría de manifiesto sus asechanzas. Sus competidores ambos tenían favor: Sulpicio, uno de ellos, debía en gran parte sus aumentos en la república a la gloria y al poder de Catón; así, creía que en esta ocasión faltaba a la honradez y al agradecimiento; pero Catón no se daba por ofendido: “Porque, ¿qué hay que maravillar- decía- el que uno no ceda a otro lo que tiene por el mayor de los bienes?” Mas en este mismo tiempo hizo decretar al Senado que los que pedían las magistraturas hubieran de hacer por sí mismos los obsequios al pueblo, y no por medio de otros, ni interponer quien hiciese ruegos con lo que aún irritó más a la muchedumbre, pues que, quitándoles no sólo el recibir precio, sino aun el hacer favor, dejaba al mismo tiempo a la plebe pobre y desatendida; y como no siendo por su carácter propio para agasajos y obsequios quisiese más conservar la dignidad y decoro de su conducta que ganar el cargo no haciendo por sí ni dejando que hiciesen sus amigos las demostraciones recibidas, con las que se capta y gana la benevolencia del pueblo, fue desairado en su pretensión.

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- Solía un suceso de esta especie causar, además del rubor que es consiguiente, gran abatimiento y duelo por muchos días, no sólo a los mismos desatendidos, sino a sus amigos y deudos; pero Catón lo llevó con tal entereza, que ungido se puso a jugar a la pelota en el campo Marcio, y después de comer bajó otra vez a la plaza descalzo y sin túnica, como lo tenía de costumbre, y se paseó con los que siempre eran sus compañeros. Culpábale Cicerón de que, cuando la república necesitaba de un hombre como él, no hizo la debida diligencia, ni usó con el pueblo de la correspondiente afabilidad; y de que para en adelante cedió ya, y se dio por vencido, cuando respecto de la pretura desairado una vez, volvió, sin embargo, a pedirla después. Mas a esto decía Catón que en la pretura había sufrido repulsa no por la voluntad de la muchedumbre, sino porque ésta había sido violentada o corrompida; pero en la votación para el consulado, no habiendo intervenido fraude ninguno, había conocido que el pueblo era el que le había repudiado, a causa de su tenor de vida y que ni el mandarlo según el capricho ajeno, ni el volver otra vez a ponerse en el mismo caso, habiendo de usar del mismo porte, era propio de un hombre de juicio.

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César, habiendo acometido a naciones belicosas y esforzadas, y vencídolas, cuando era de temer otra cosa, pareció que, hecha paz con los Germanos, había caído, sin embargo, sobre ellos, y había acabado con trescientos mil; y como los demás del Senado fuesen de opinión que debían hacerse sacrificios por la buena nueva, Catón propuso que César fuese entregado a los que habían recibido aquella injusticia, para no atraer sobre sus cabezas la venganza divina ni exponer a ella a la república. “Y si hemos de sacrificar a los dioses- dijo-, sea para que no hagan caer sobre los soldados la pena debida a la locura y furor de su general, sino que tengan compasión de la ciudad.” De resultas de esto, César escribió al Senado una carta, que contenía muchos improperios y recriminaciones contra Catón, y luego que se leyó, levantándose éste, no con enfado ni acaloramiento, sino usando del raciocinio, como si aquel fuera un discurso preparado, demostró que las inculpaciones hechas contra él no eran sino injurias y burlas, reducido todo a puras chocarrerías y palabras vanas; y pasando después a las ideas e intentos de aquel, desde el principio puso de manifiesto todos sus designios, no como enemigo, sino como si fuera socio y participante de ellos, haciendo ver a los Romanos que a éste era, y no a los hijos de los Germanos o de los Galos, a quien, si tenían juicio, habían de temer; con lo que de tal modo los movió e inflamó, que a los amigos de César les pesó de que se hubiera leído en el Senado una carta que había dado a Catón materia y oportunidad para tan vigoroso discurso y para acusaciones verdaderas. Así, nada se decretó, y sólo se echó la especie de que sería bien dar sucesor a César. Repusieron a esto sus amigos que también Pompeyo debería deponer del mismo modo los armas y dejar las provincias, o de lo contrario, tampoco habría de ejecutarlo César, y alzando, entonces la voz Catón, les dijo estar ya sucediendo lo que les tenía pronosticado, pues que César abiertamente usaba de violencia, empleando una fuerza que había conservado con engaños y haciendo mofa de la república; pero a la parte de afuera nada adelantó, estando el pueblo empeñado en engrandecer a César, y aunque al Senado lo convenció, éste tuvo temor del pueblo.

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Cuando se anunció que César había tomado a Arimino, y que con su ejército se dirigía contra la ciudad, todos entonces se volvieron a mirar a Catón, el pueblo y Pompeyo, como alguien que había conocido al principio y había manifestado abiertamente cuáles eran las ideas de César; y él les dijo: “Pues si algunos de vosotros, oh ciudadanos, hubiera dado crédito a lo que siempre estuve pronosticando y aconsejando, ni ahora temeríais a un hombre solo, ni en un hombre solo tendríais vuestras esperanzas”. Reponiendo a esto Pompeyo que si Catón había tenido más tino profético él había obrado con más amistad, aconsejó Catón al Senado que la suma de los negocios la encomendara a sólo Pompeyo, pues era propio de los mismos que causaban grandes males el hacerlos cesar. Pompeyo, pues, no teniendo tropas prontas, ni viendo gran decisión en los soldados que acababa de reclutar, se salió de Roma, y Catón, que tenía resuelto seguirle y acompañarle, envió a su hijo menor al país de los Brutios, a poder de Munacio, conservando el mayor a su lado. Atendiendo, pues, al cuidado de su casa y de sus hijas, que se lo rogaban, volvió a recibir otra vez a su mujer Marcia, que había quedado viuda con cuantiosos bienes, porque Hortensio a su fallecimiento la había dejado por heredera. Este fue para César uno de los principales capítulos de recriminación y difamación contra Catón, atribuyéndole en este hecho miras de codicia y de bajo interés: “Porque, a qué propósito- decía- despachar la mujer cuando la había menester a su lado, y volverla a recibir después cuando no la necesitaba, si desde el principio no pasó aquella mujerzuela a poder de Hortensio como un cebo, para darla joven y volver a recobrarla rica?” Pero a esto se aplican muy oportunamente aquellos versos de Eurípides: Primero improbaré lo que es un crimen decirlo o suponerlo; ¿y cuál más grande que de cobarde motejar a Alcides? Porque, efectivamente, sería lo mismo que motejar a Héracles de tímido, acusar a Catón de avaro; si hizo bien o mal en tornar a este casamiento, por otra parte ha de examinarse, pues inmediatamente que Catón celebró su segundo matrimonio con Marcia le hizo entrega de su casa y de sus hijas, y él se fue en seguimiento de Pompeyo.

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Dícese que desde aquel día ni se cortó el cabello, ni se hizo la barba, ni tomó corona, sino que conservó hasta la muerte, fuesen vencedores o vencidos, un mismo tenor de duelo, de aflicción y de abatimiento sobre las calamidades de la patria. Tocóle entonces por suerte la Sicilia, y marchó a Siracusa; pero sabiendo que Asinio Polión, de la facción enemiga, había llegado con tropas a Mesena, le escribió pidiéndole razón de aquel viaje. Fuéle pedida a su vez por Polión de la mudanza hecha en las cosas de la república, y como al mismo tiempo entendiese que Pompeyo dejaba enteramente la Italia, y tenía sus reales en Dirraquio, prorrumpió en la expresión de que había grande error e inconstancia en las cosas divinas; pues que había sido invencible Pompeyo mientras no había hecho nada saludable y justo, y ahora, cuando quería salvar la patria y combatir por la libertad, lo abandonaba su próspera fortuna. Dijo, pues, que bien tenía fuerzas para arrojar a Asinio de la Sicilia, pero que viniendo en socorro de éste más tropas, no quería que la isla se perdiese en aquella guerra. Por lo que, aconsejando a los Siracusanos que se arrimaran al vencedor y se salvaran, salió de la Sicilia. Llegado donde se hallaba Pompeyo, siempre se mantuvo en el mismo dictamen de que no se dieran largas a aquella guerra con esperanzas de que se hiciese la paz, y no queriendo que la república, quebrantada en tan injusta contienda, sostenida contra sí misma, llegara a lo sumo de los males, encomendando al hierro la decisión de su suerte. Otros consejos hermanos de éste dio a Pompeyo y a sus asesores, persuadiéndolos a que se decretase que ninguna ciudad de las sujetas a la república sería saqueada, ni ningún romano muerto fuera de las filas; lo que le granjeó gran reputación, y atrajo a muchos al partido de Pompeyo, conducidos de su equidad y mansedumbre.

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Enviado al Asia para que ayudara a los que estaban encargados de allegar naves y gentes, llevó consigo a su hermana Servilia y a un hijo pequeño que, ésta había tenido de Lúculo, porque le había seguido, logrando con esto borrar en gran parte la nota de su inmoderada conducta, pues que, se había sujetado voluntariamente al cuidado, a los viajes y al austero método de vida de Catón; sin embargo César no dejó, a pretexto de la hermana, de lanzar dicterios contra Catón. Parece que los generales de Pompeyo en las demás partes no habían tenido necesidad del auxilio de aquel; pero a los Rodios él fue quien los atrajo con su persuasión; y dejando en aquella ciudad a Servilia y al niño, volvió a unirse con Pompeyo, que ya tenía un brillante ejército y una numerosa escuadra. En esta ocasión puso Pompeyo bien de manifiesto cuáles eran sus ideas, porque había resuelto dar a Catón el mando de las naves, que las de guerra no bajaban de quinientas, y los transportes, las de avisos y barcos rasos no tenían número; pero habiendo recapacitado luego, o sido advertido por sus amigos de que para Catón no había más que un punto capital, y era el de libertar a la patria de toda dominación, y que por lo mismo, si se ponían a su disposición tantas fuerzas en el día que vencieran a César, en aquel mismo trataría de que Pompeyo depusiera las armas y se sujetara a las leyes, mudó de determinación, sin embargo de que ya lo había comunicado a aquel, y nombró a Bíbulo general de la armada. Mas, sin embargo, no observó que por eso se hubiese entibiado la amistad de Catón hacia él. Y aun se dice que para una batalla ante Dirraquio exhortó Pompeyo a las tropas, y quiso que cada uno de los generales les dirigiese la palabra para inflamarlos; ejecutado así, los soldados los escucharon en silencio y sin hacer el menor movimiento; pero hablándoles Catón después de todos de los objetos propios del momento, según lo que acerca de ellos enseña la filosofía, de la libertad y la virtud, de la muerte y de la gloria, mostrándose interiormente conmovido, y habiendo vuelto al concluir su discurso a la invocación de los dioses, como que se hallaban presentes y eran testigos de aquel combate, levantóse tal gritería y fue tan grande la conmoción del ejército, que todos los caudillos, llenos de las mayores esperanzas, corrieron denodados al peligro. Cuando llevaban derrotados y batidos a los enemigos, el genio de César les arrebató el complemento de la victoria, valiéndose de la nimia circunspección de Pompeyo y de su sobrada desconfianza, según que, en la Vida de éste lo tenemos escrito. Alegrábanse, los demás y celebraban este suceso, pero Catón lloraba sobre la patria, y maldecía la funesta y malhadada ambición de mando, por la que veía a muchos excelentes, ciudadanos muertos a manos unos de otros.

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Cuando para perseguir a César después de esta acción movió Pompeyo hacia la Tesalia, dejó en Dirraquio gran cantidad de armas, de efectos y de personas próximas o allegadas, y constituyó por caudillo y guarda, de todo a Catón, no dándole, sin embargo, más que quince cohortes de soldados, por la desconfianza y miedo con que le miraba, pues sabía que si él era vencido ninguno le sería más fiel, mas si vencía, no le permitiría sacar de la victoria el partido que deseaba, como hemos dicho. Otros muchos varones principales se habían retirado también a Dirraquio con Catón; y cuando sucedió la terrible derrota de Farsalia, ésta fue la resolución que le parecía debía tomar: si Pompeyo era muerto, transportar a Italia los que tenía a su cuidado, y él retirarse a vivir en destierro, lo más lejos que pudiera de la tiranía; y si Pompeyo era salvo, guardar para él aquellas fuerzas. Pasando con esta intención a Corcira, donde estaba la armada, cedió el mando a Cicerón, que había gozado de la autoridad consular, no habiendo él sido más que pretor; pero como Cicerón no lo admitiese y se diese la vela para Italia, viendo a Pompeyo el Menor decidido a castigar con un arrojo y una osadía muy fuera de sazón a los que los abandonaban, y que el primero en quien iba a poner las manos era Cicerón, lo amonestó en secreto, y logró templarle, con lo que a Cicerón seguramente lo libertó de la muerte y a los demás les proporcionó seguridad.

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Conjeturando que Pompeyo Magno habría ido a parar al Egipto o al África, dio la vela para unírsele cuanto antes, llevando consigo a todos los que tenía a sus órdenes, pero no sin manifestarles antes que tenían permiso para retirarse los que no le acompañasen de buena voluntad. Llegado al África, y costeando, por aquel mar, se encontró a Sexto, el hijo menor de Pompeyo, quien le anunció la muerte de su padre en el Egipto. Manifestaron, pues, todos el mayor sentimiento, y después de Pompeyo ninguno quería ni siquiera oír hablar de otro general que Catón, hallándose éste presente; y por lo mismo Catón, lleno de rubor y compasión hacia unos hombres de probidad que tantas muestras le habían dado de su confianza, no quiso dejarlos solos ni abandonarlos en país extraño, y encargándose del mando, pasó a Cirene, donde fue admitido, a pesar de que pocos días antes habían excluido de sus puertas a Labieno. Habiéndose informado allí de que Escipión, el suegro de Pompeyo, había sido bien recibido por el rey Juba, y que Apio Varo, designado pretor del África por Pompeyo, se hallaba con ellos, teniendo fuerzas a su disposición, marchó por tierra en la estación del invierno, conduciendo gran número de acémilas cargadas de agua, y llevando además mucho botín, carros y los que se llamaban psilos, que curaban las mordeduras de las serpientes, chupando con la boca el veneno, y que amortiguaban y adormecían a las mismas serpientes con encantamientos. Fue la marcha de siete días continuos, y siempre caminó al frente de las tropas, sin usar de caballo ni de carruaje. Cenaba sentado desde el día en que supo la derrota de Farsalia, añadiendo a las demás demostraciones de duelo la de no reclinarse sino para dormir. Habiendo pasado en el África el invierno, sacó a campaña sus tropas, que eran poco menos de diez mil hombres.

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Hallábanse en mal estado las cosas de Escipión y Varo, a causa de que por discordias y disensiones entre sí tenían que lisonjear y hacer la corte a Juba, que sin esto era insufrible, por la gran altanería y orgullo que le daban sus riquezas y poder, así es que, habiendo de verse por la primera vez con Catón, puso su sitial en medio del de éste y el de Escipión: pero Catón, luego que lo vio, tomando su sitial, lo pasó al otro lado, poniendo en medio a Escipión, no obstante que era su enemigo y había publicado un libro en que se proponía difamarle. Mas a esto no le dan ningún valor, y porque en Sicilia paseándose tomó en medio a Filóstrato en honor de la filosofía, por esto le censuran. Entonces, pues, contuvo a Juba, que casi había hecho sus sátrapas a Escipión y a Varo, y a éstos los reconcilió e hizo amigos. Deseaban todos que tomara el mando, y Escipión y Varo fueron los primeros que, desistiendo de él, se lo cedieron; pero respondió que no quebrantaría las leyes cuando hacían la guerra al que las quebrantaba, ni se antepondría, no siendo más que pretor, al que era procónsul, porque Escipión había sido nombrado procónsul, y los más tenían gran confianza de que vencerían por el nombre, mandando el África un Escipión.

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Luego que Escipión se encargó del mando, quiso, por complacer a Juba, que se diera muerte sin distinción a los Uticenses, y que se asolara su ciudad, por ser partidaria de César; pero Catón no lo consintió, sino que, clamando y exhortando en la junta, e invocando a los dioses, aunque con trabajo, consiguió por fin desvanecer tan crueles intenciones, y ora cediendo a los ruegos de los mismos Uticenses, ora atendiendo a lo que también deseaba Escipión, tomó a su cargo guarnecer y fortificar aquella ciudad, para que ni según su voluntad ni contra ella se uniera a César, pues el país era útil para todo, y proveía suficientemente a los que le ocupasen; y aun se hizo más fuerte entre las manos de Catón. Porque introdujo en ella extraordinaria copia de víveres, y reforzó las murallas, levantando torres y formando delante del recinto grandes fosos y estacadas. Dispuso que la juventud de los Uticenses residiese en las trincheras, entregándole las armas, y que los demás permaneciesen en la ciudad, cuidando con esmero de que no se les causase la menor injusticia ni vejación por los Romanos. Remitió a las tropas del campamento armas, fondos y víveres, y en general tuvo a Utica por almacén y depósito de la guerra. El consejo que había dado antes a Pompeyo y entonces a Escipión de que no se entrara en batalla con un hombre aguerrido y temible, sino que se ganara tiempo, porque éste es el que marchita el vigor de la tiranía, lo miraba también con desprecio Escipión, por su vana arrogancia, y aun en cierta ocasión escribió a Catón tachándole de cobarde, pues que, no contento con estar quieto en una ciudad guardado con murallas, no quería dejar a los demás que, según la oportunidad, obraran decididamente como les pareciese. Replicóle Catón que estaba pronto a tomar las tropas de infantería y caballería que había traído al África, y transportarlas a Italia, haciendo de este modo que César los dejase a ellos y mudando de plan corriera en su seguimiento. Mas como también se burlase Escipión de este partido, Catón se mostró pesaroso de haberse desprendido del mando, viendo que Escipión ni era capaz de administrar bien la guerra, ni, si, contra toda esperanza, le salían las cosas felizmente, había de hacer del poder un uso moderado y legítimo. Por lo mismo formó Catón concepto, y así lo expresó a los que tenía a su lado, de que no se podían tener buenas esperanzas del resultado de la guerra, por la impericia y temeridad de los caudillos; pero que si por una feliz casualidad César fuese derrotado, sería preciso no permanecer en Roma, sino huir de la dureza y crueldad de Escipión, a quien ya se habían oído terribles y soberbias amenazas contra muchos; pero el mal vino más presto de lo que se esperaba, porque a muy alta noche llegó un correo con tres días de viaje, anunciando que, habiéndose dado una gran batalla junto a Tapso, todo se había perdido, quedando César dueño del campamento, que Escipión y Juba habían huido con muy pocos, y las demás fuerzas habían perecido.

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A tales nuevas, como es natural en medio de una guerra, y siendo recibidas de noche, la ciudad casi perdió el juicio, y no podía contenerse dentro de las murallas; pero recorriéndola Catón, detenía a los que pugnaban por salir, y consolaba a los que se mostraban abatidos, disipando el terror y la turbación del miedo con decir que quizá no habría sido tanto, y que la relación sería exagerada, con lo que logró sosegar el tumulto. Por la mañana muy temprano echó un pregón para que acudieran al templo de Júpiter los trescientos que le servían de Senado, siendo ciudadanos Romanos ocupados en el África en el comercio y en el cambio, y con ellos los senadores que allí se hallaban y los hijos de éstos. Mientras se reunían se presentó, con semblante inalterable y sereno, como si no hubiera ninguna novedad, y se puso a leer un cuaderno que tenía en la mano, que era el inventario de los objetos preparados para la guerra, armas, víveres, arcos y soldados. Cuando ya estuvieron juntos, empezando por los trescientos, y tributando grandes alabanzas al celo y fidelidad que habían mostrado, por haber sido de grandísimo recurso, con sus caudales, con sus personas y con sus consejos, los exhortó a no dividirse formando cada uno particulares esperanzas y pensando en huir y salvarse sólo, pues si permanecían unidos y en actitud de guerra, César los despreciaría menos, y librarían mejor cuando llegara el momento de haberle de suplicar. Dejóles que ellos mismos deliberaran sobre su suerte, pues ninguno de los dos partidos vituperaría, sino que si se mudaban con la fortuna, atribuiría esta mudanza a la necesidad, y si se mantenían en su anterior propósito, exponiéndose a todo por la libertad, no sólo los elogiaría, sino que admiraría su virtud, presentándose a ser su caudillo y compañero de armas hasta tener el último desengaño de la patria, que no era Utica, ni Adrumeto, sino Roma, la cual muchas veces de mayores caídas se había levantado a superior grandeza; que todavía les quedaban muchos auxilios para su salud y seguridad, siendo el mayor de todos el hacer la guerra a un hombre llamado a un tiempo a muchas partes; pues la España se había pasado al partido del hijo de Pompeyo, y Roma, desacostumbrada al freno, no sólo no le recibía, sino que se enfadaba e irritaba contra toda mudanza; y finalmente, no debía huirse el peligro, pudiendo tomar lección del mismo enemigo, que ponía a riesgo su vida por las mayores violencias e injusticias, y no como ellos, para quienes la incertidumbre de la guerra había de terminar o en la vida más dichosa y feliz si eran vencedores, o en la más gloriosa muerte si eran vencidos. Mas con todo, concluyó con que ellos por sí mismos debían resolver, haciendo votos porque su determinación tuviera el próspero fin que correspondía a su anterior valor y patriotismo.

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Dicho esto por Catón, en algunos había hecho su discurso el efecto de inspirarles confianza, pero en los más, olvidados, puede decirse, al ver su impavidez, su grandeza de alma y su humanidad, de los peligros de aquella situación, teniéndole a él solo por su caudillo, invicto y superior a todos los casos de la fortuna, le rogaban que dispusiera de sus personas, de sus intereses, de sus armas, como le pareciese; porque más querían morir puestos en sus manos que salvarse haciendo traición a tan encumbrada virtud. Propúsose por uno de los concurrentes que podría ser oportuno decretar la libertad de los esclavos, y conviniendo los más en ello, dijo Catón que no consentiría en que tal se hiciese, porque no era justo ni conforme a las leyes; y sólo manumitiéndolos sus dueños recibiría a los que se hallasen en edad de tomar las armas. Hiciéronle enseguida muchas ofertas, y diciendo que los que quisieran se suscribieran en un registro, se retiró. Llegáronle de allí a poco cartas de Juba y Escipión, de los cuales aquel, que se había ocultado en un monte con algunos pocos de los suyos, le preguntaba qué determinaba se hiciese; porque le aguardaría si pensaba dejar a Utica, y si prefería sufrir un sitio, le auxiliaría con su ejército; y Escipión, que estaba al ancla en un promontorio no lejos de Utica, le manifestaba que también esperaba su resolución.

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Pareciále conveniente a Catón detener a los que habían traído las cartas hasta estar bien seguro de lo que harían los trescientos: porque los del Senado se mantenían en la mejor disposición, y dando al punto libertad a sus esclavos, los había armado; pero en cuanto a los trescientos, gente de mar y de negocios, y cuya riqueza consistía en esclavos por la mayor parte, en sus ánimos habían permanecido por poco tiempo las palabras de Catón, y muy pronto se habían desvanecido, a la manera de ciertos cuerpos que reciben fácilmente el calor y fácilmente se quedan fríos retirados del fuego. Así éstos teniéndolo cerca a Catón, y viéndole, los inflamaba y acaloraba; pero hablando luego unos con otros, el miedo de César podía más que el respeto a Catón y a la virtud. “Porque, ¿quiénes somos nosotros- decían- y quién es aquel cuyas órdenes rehusamos obedecer? ¿No es aquel mismo César a quien se ha transferido todo el poder de los Romanos? De nosotros ninguno es ni Escipión, ni Pompeyo, ni Catón. ¿Y en un tiempo en que todos desatienden lo conveniente y justo por el miedo, en este mismo, defendiendo nosotros la libertad de los Romanos, haremos la guerra desde Utica a aquel mismo de quien huyó Catón con Pompeyo, dejándole dueño de la Italia? ¿Y daremos libertad a nuestros esclavos contra César, cuando nosotros mismos no tendremos otra libertad que la que él quiera dejarnos? Miserables de nosotros, lo mejor es que, conociéndonos en tiempo, aplaquemos al vencedor y le enviemos rogadores”. Así pensaban los más moderados de los trescientos, pero la mayor parte estaban en asechanza de los senadores, con ánimo de echarles la mano, para templar por este medio la ira de César contra ellos.

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Aunque Catón no dejó de rastrear su mudanza, nada les dijo por entonces; pero escribiendo a Escipión y Juba que no pensaran en venir a Utica, por la desconfianza que tenía en los trescientos, despachó los correos. Los de caballería huidos de la batalla, que no componían un número despreciable, se dirigieron a Utica, y enviaron a Catón tres mensajeros, que no venían con un mismo pensamiento, porque unos querían ir a unirse con Juba, otros agregarse a Catón, y aun había otros que tenían miedo de entrar en Utica. Catón, oídos sus mensajes, dio orden a Marco Rubrio para que estuviera en observación de los trescientos, recibiendo sosegadamente las suscripciones para la libertad de los esclavos, sin violentar a nadie; y tomando consigo a los del orden senatorio, salió fuera de Utica en busca de los comandantes de la caballería. Llegado a ellos, les rogó que no abandonaran a tan esclarecidos senadores de Roma, ni prefirieran a Juba por su general en comparación de Catón, sino que juntos se salvaran y los salvasen, entrando en una ciudad que no podía ser tomada por fuerza, y que tenía víveres y todo género de municiones y pertrechos para muchos años. Rogábanles esto mismo con lágrimas los senadores, y los comandantes fueron a tratarlo con los soldados. En tanto, Catón se sentó con aquellos en un colladito para esperar la respuesta.

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Llegó en esto Rubrio, acusando con grande enfado a los trescientos de estar moviendo una terrible confusión y alboroto para turbar la tranquilidad y hacer que la ciudad se rebelase. Al oír su relación, decayeron todos de ánimo, y prorrumpieron en lágrimas y sollozos; pero Catón procuró alentarlos, y a los trescientos les envió a decir tuviesen paciencia hasta su vuelta vinieron a este tiempo los que habían ido a explorar la tropa de caballería, y sus proposiciones no eran tan moderadas como hubiera sido de desear; porque decían que no necesitaban del sueldo de Juba, ni temían a César teniendo por caudillo a Catón; pero que encerrarse con los Uticenses, que al fin eran Fenicios y mudables, les parecía cosa dura: “Pues si ahora están tranquilos- decían-, a la llegada de César se volverán contra nosotros, y nos entregarán traidoramente; así, que quien quiera valerse de nuestras armas y nuestras personas, eche primero fuera a los Uticenses, o acabe con ellos, y entonces llámenos a una ciudad purificada de enemigos y de bárbaros”. Proposiciones bárbaras y feroces parecieron éstas a Catón; mas, sin embargo, respondió templadamente que lo trataría con los trescientos; y volviendo a la ciudad, se fue a ver con éstos, los cuales no anduvieron buscando pretextos y disculpas por respeto a su persona, sino que se le mostraron altaneros, diciendo que, si se pensaba en violentarlos a hacer la guerra a César, ni podían ni querían. Algunos dejaron escapar ciertas expresiones sobre los senadores, y sobre detenerlos en la ciudad hasta la llegada de César; pero en cuanto a esto, hizo Catón como que no lo había oído, porque era un poco sordo; mas como llegase uno y le dijese que los de a caballo se marchaban, temeroso de que los trescientos tomasen alguna cruel determinación con los senadores, se levantó, partió con los que siempre tenía a su lado, y viendo que aquellos efectivamente se habían puesto en marcha, tomó un caballo y fue a alcanzarlos. Vieron con gran placer que se dirigía hacia ellos, le aguardaron, y pidieron que con ellos se salvase; y se dice que en aquella ocasión se vio a Catón derramar lágrimas, rogándoles por los senadores, tendiéndoles las manos, y volviendo por las riendas algunos caballos y cogiéndoles las armas, hasta que recabó que aguardasen por aquel día, para proporcionar a aquellos seguridad en su fuga.

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Luego que volvió con ellos y puso a unos en las puertas y a otros les confió la guardia de la ciudadela, temieron los trescientos que iba a tomarse venganza de su mudable conducta; por lo que enviaron rogadores a Catón, pidiéndole encarecidamente que pasase a oírles; pero rodeándole los senadores, no se lo permitían, diciendo que no era razón dejar a su salvador y protector a la discreción de unos traidores desleales. Porque, a lo que parece, todos cuantos se hallaban en Utica conocían, deseaban y admiraban igualmente, la virtud de Catón, no quedándoles duda que nada había en sus obras que no fuese puro y sin doblez. Así es que un hombre que muy de antemano tenía resuelto quitarse la vida, se tomaba por los otros los mayores trabajos, cuidados y afanes, para poder, después de haberlos sacado a todos a salvo, sacarse a sí mismo de entre los vivientes, pues era bien clara su decisión de darse la muerte, aunque él no lo dijese. Prestóse, pues, a los deseos de los trescientos, después de haber tranquilizado a los senadores, y se dirigió solo a ellos; éstos se le mostraron agradecidos, rogándole que en todo lo demás se valiera y dispusiera de ellos con entera confianza, pero si no eran Catones, ni tenían el espíritu de Catón, compadeciera su debilidad. Dijéronle, además, que estaban resueltos a enviar quien suplicase a César, siendo su principal y primer ruego a favor del mismo, y que si no fuesen atendidos, no admitiría la gracia que se les dispensase, sino que pelearían por él mientras les durase el aliento. Catón, agradeciendo su buena voluntad, dijo que en cuanto a sí mismos y a su propia salud convenía no perdieran tiempo en hacer sus ruegos; mas que por él no pidieran, porque las súplicas son de los vencidos y las excusas de los que han agraviado; y él, no sólo se había conservado invicto por toda su vida, sino que había vencido hasta donde había querido, habiéndose sobrepuesto a César en las cosas honestas y justas, siendo éste el cautivo y el sojuzgado; porque ahora estaban bien claros y manifiestos los criminales proyectos que había negado tener contra la república.

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Después de tenida esta conferencia con los trescientos, se retiró, y dándosele aviso que César estaba ya en camino con todo su ejército: “Hola- dijo- ¿conque nos tiene por hombres?”. Y vuelto a los senadores, les rogó que no se detuviesen, sino que se salvasen, mientras todavía permanecían allí los de caballería. Cerró las demás puertas, y desde la única que daba al mar distribuyó las embarcaciones a los que estaban bajo su mando, cuidando del orden que habían de llevar, precaviendo toda injusticia, disipando las rencillas y dando para el viaje a los que carecían de medios. Marco Octavio, que mandaba dos legiones, vino a poner sus reales cerca de Utica, y habiendo enviado quien dijese a Catón que deseaba se aclarase quién entre los dos había de tener el mando, a él nada le respondió, pero a sus amigos les dijo: “¿Y nos admiramos cómo se ha perdido la república, viendo que la ambición del mando nos sigue hasta el borde del precipicio?”. Noticiósele a este tiempo que la caballería iba a partir, llevándose como despojos los bienes de los Uticenses, y dirigiéndose precipitadamente a ella, quitó aquellos efectos de las manos a los primeros que encontró, con lo que ya los demás se dieron prisa a arrojar lo que cada uno llevaba, y todos de vergüenza continuaron su marcha sin rebullirse y mirando al suelo. Catón, congregando dentro de la ciudad a los Uticenses, les pidió, en favor de los trescientos, que no irritasen a César contra ellos, sino que mutuamente se procuraran la salud. Volviendo otra vez a la puerta del mar, estuvo mirando los que se embarcaban, y obsequió y acompañó a los amigos y huéspedes, de quienes pudo conseguir que marcharan. Al hijo no le propuso que se embarcase, ni creyó que sería puesto en razón que se separase del padre. Había un tal Estatilio, hombre de pocos años todavía, pero que aspiraba a tener una grande entereza de ánimo y quería imitar la impasibilidad de Catón. Deseaba, pues, que éste también marchase, porque era de los que conocidamente aborrecían a César; y viendo que se resistía a ello, vuelto Catón a mirar a Apolónides el Estoico y a Demetrio el Peripatético: “Obra vuestra ha de ser- les dijo- el desinflamar a este hinchado y amoldarle a lo que conviene”. Continuó después en despedir a los demás, dando dinero a los que lo habían menester, y pasó en esto aquella noche y la mayor parte del día siguiente.

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Lucio César, deudo del otro César, estando para partir, por diputado de los trescientos, rogaba a Catón que le formase un discurso elocuente, para hacer uso de él en su comisión a favor de aquellos: “Porque en cuanto a ti- le dijome parece que debo tomar las manos de César y arrojarme a sus pies”; pero Catón no permitió hiciera semejante cosa: “Pues si yo quisiera- le dijo- que mi salud fuera una gracia de César, a mí me tocaba ir a implorarla directamente; mas no quiero tener nada que agradecer a un tirano en aquello mismo en que es injusto, y no puede menos de serlo, salvando como dueño y señor a los que no era razón dominase; y en cuanto al modo que se ha de tener en rogar por los trescientos, está bien que lo examinemos de común acuerdo, si te parece”. Vióse, pues, para esto con Lucio, a quien al tiempo de marchar le recomendó su hijo y sus más allegados, y despidiéndose de él y abrazándole, volvió a su casa, donde, reuniendo a su hijo y a los amigos, les habló de otras diferentes cosas, y les manifestó que no era conveniente que aquel joven tomara parte en el gobierno, pues los negocios no permitían que pudiera haberse de un modo digno de Catón; y no siendo así, sería una afrenta. A la entrada de la noche pasó al baño, y acordándose mientras se bañaba de Estatilio, dijo en alta voz: “¿Has despedido, oh Apolónides, a Estatilio, haciéndole bajar de su altivez, y se ha embarcado sin siquiera saludarme?”. “¿Cómo?- replicó Apolónides.- No ha sido posible; por más que le he hablado, sino que conserva su ánimo erguido e irreducible, manteniéndose en que quiere quedarse y hacer lo mismo que tú hicieres”. A esto dicen que Catón se sonrió y dijo: “Pues bien, eso luego se verá”.

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Después del baño cerró con muchos convidados, sentado, como tenía de costumbre después de la batalla de Farsalia porque no se recostaba sino para dormir. Eran del convite todos sus amigos y los magistrados de los Uticenses; la conversación de sobremesa fue, con la bebida, erudita y amena, pasando de unas en otras pláticas sobre asuntos filosóficos, hasta que la disputa vino a recaer sobre las que se llamaban paradojas de los estoicos; tales como esta: “Que sólo el bueno es libre y esclavos todos los malos”. Aquí, como era natural, contradijo el Peripatético, a quien replicó con vehemencia Catón, y aumentando el tono y la presteza de la voz, llevó muy lejos el discurso, entablando una maravillosa contienda: de manera que a nadie le quedó duda de que su ánimo era poner término a la vida y librarse de los males que le rodeaban. Así es que, acabado el discurso, fue grande el silencio y la tristeza en que quedaron todos. Pero observándolo Catón y queriendo desvanecer la sospecha hizo varias preguntas, y mostró cuidado sobre el estado de las cosas, temiendo- decía- por los que viajaban por el mar y por los que caminaban por un desierto falto de agua y habitado de bárbaros.

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Levantáronse con esto de la mesa, y habiéndose paseado con sus amigos, según que de sobrecena lo tenía de costumbre, dio a los comandantes de las guardias las órdenes que las circunstancias exigían, y se retiró a su habitación, después de haberse despedido del hijo y de cada uno de los amigos con más cariño y expresión de lo que acostumbraba. Dando otra vez sospechas con esa novedad de lo que tenía meditado. Entrado que hubo, se encerró, y tomó en su mano el diálogo de Platón que trata del alma: cuando llevaba leída la mayor parte, se volvió a mirar encima de su cabeza, y no viendo colgada la espada, porque el hijo la había quitado mientras estaba en la mesa, llamando a un esclavo, le preguntó quién había tomado la espada. No le respondió el esclavo, y otra vez volvió al libro, pero al cabo de poco, sin manifestar cuidado ni solicitud, sino haciendo como que necesitaba la espada, mandó que se la trajesen. La dilación era larga, y nadie parecía; acabó, pues, de leer el libro, y volviendo a llamar a los esclavos en voz ya más alta, les pidió la espada, y aun a uno de ellos le dio una puñada en la cara, lastimándose y ensangrentándose la mano. Irritóse entonces sobremanera, y a grandes gritos decía que el hijo y los esclavos trataban de entregarlo inerme en manos de su enemigo; hasta que el hijo corrió llorando con los amigos, y echándose a sus pies, se lamentaba y le hacía los más tiernos ruegos. Levantándose entonces Catón y mirándole indignado: “¿Cuándo o cómo- le dijo- he dado yo motivo sin saberlo para que se crea que he perdido el juicio? Nadie me amonesta y corrige por haber tomado alguna desacertada disposición, ¿y se me quiere prohibir que me dirija por mi razón y se me desarma? ¿Por qué, oh joven, no atas a tu padre, volviéndole las manos a la espalda hasta que venga César y me encuentre en estado de que ni siquiera pueda defenderme? Porque puedo muy bien no pedir la espada contra mí, cuando con detener un poco el aliento o con estrellarme contra la pared está en mi mano el morir”.

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Dicho esto, el joven salió haciendo grandes lamentaciones, y con él los demás, no quedando otros que Demetrio y Apolónides, a los cuales habló ya más templadamente, diciéndoles: “¿Acaso vosotros también os habéis propuesto detener en la vida a un hombre de mi edad, observándole en silencio sentados? ¿O venís con algún discurso para persuadir que no es terrible ni vergonzoso el que, destituido Catón de otro medio de salvación, la espere de su enemigo? ¿Por qué no halláis, demostrándome esta proposición y haciéndome desaprender lo aprendido, para que desechadas las primeras opiniones y doctrinas en que me he criado y hecho más sabio a causa de César, le tenga que estar más agradecido? Hasta ahora nada tengo determinado hacer de mí; pero cuando lo determine, es razón que quede dueño de ejecutar lo que resolviere. En cierta manera voy a deliberar con vosotros pues que me he de valer de las razones con que soléis vosotros filosofar. Idos, pues, confiados, y decid a mi hijo que no violente a su padre en aquello que no puede persuadirle”.

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Nada respondieron a esto Apolónides y Demetrio, sino que se salieron llorando. Vino en esto un mozuelo trayéndole la espada, y tomándola en la mano la desenvainó y reconoció; y al ver que conservaba la punta y el filo, diciendo “Ahora soy mío”, puso a un lado la espada y volvió a leer el libro, diciéndose que lo pasó todo dos veces. Después se recogió y durmió un sueño tan profundo, que se le oía de la parte de afuera. Y como a la media noche, llamó a sus libertos Cleantes, que era médico, y Butas, de quien principalmente se valía para los encargos relativos al gobierno. Envióle, pues, al mar para que informándose de si todos se habían embarcado, volviera a decírselo, y al médico le alargó la mano, que estaba manchada del golpe que había dado al esclavo, para que se la vendara, cosa que hizo muy a gusto de todos, porque parecía indicio de querer vivir. A poco volvió Butas anunciando que todos los demás se habían dado a la vela, y sólo Craso se había quedado, por cierta ocupación, nada más que en cuanto no estar embarcado, y que era grande la tormenta y viento que agitaba el mar. Suspiró Catón al oírlo, por compasión de los que se hallaban embarcados y otra vez mandó a Butas a la ribera para que, si algo no había dado la vuelta por faltarle alguna cosa, le trajese el aviso. Cantaban ya los gallos, y se recogió otro poco para dormir; pero volviendo Butas, y diciéndole que había la mayor quietud en el puerto, le mandó que cerrara la puerta, y se puso en el lecho como para descansar lo que restaba de la noche; mas luego que salió Butas, desenvainando la espada, se la pasó por debajo del pecho, y no habiendo tenido la mano bastante fuerza por la hinchazón, no pereció al golpe, sino que cayó de la cama medio moribundo e hizo ruido, por haber derribado una caja de instrumentos geométricos que estaba inmediata, con lo cual, habiéndolo sentido los esclavos, empezaron a gritar, y acudieron inmediatamente el hijo y los amigos. Viéndole bañado en sangre y que tenía fuera las entrañas, todos se conmovieron terriblemente, y el médico, que también había entrado, como las entrañas estuviesen ilesas, procuró reducirlas y cerrar la herida; pero luego que Catón volvió del desmayo y recobró el sentido, apartó de sí al médico, se rasgó otra vez la herida con las manos, y despedazándose las entrañas, falleció.

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En menos de lo que pudiera necesitarse para que se hubiera difundido la novedad por toda la casa, estaban ya a la puerta los trescientos, y de allí a poco había acudido en tropel el pueblo de Utica, llamándole a una voz su bienhechor y salvador, y esto lo hacían cuando se les daba aviso de que ya César estaba a las puertas; pero ni el miedo ni la adulación al vencedor, ni sus mismas divisiones y discordias, los hicieron más contenidos en tributar todo honor a Catón. Adornando, pues, el cadáver con el mayor esmero, y disponiéndole unas magníficas exequias, le enterraron en la ribera del mar, en el sitio en que hay ahora una estatua suya con espada en mano, y hasta haberlo ejecutado no pensaron en los medios de salvarse y salvar la ciudad.

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César, cuando supo por los que llegaban de Utica que Catón se mantenía allí sin pensar en huir, y que despachando a los demás él y su hijo y sus amigos atendían a todo sin mostrar recelo, no sabía qué pensar de aquella conducta; y como hiciese de él la mayor cuenta, siguió con el ejército apresurando la marcha; pero luego que oyó su muerte, se dice que exclamó: “¡Oh Catón, te envidio la gloria de tu muerte, ya que tú no me has querido dejar la de salvarte!” Porque, en realidad, el que Catón, habiendo esperado, hubiera debido la vida a César, más que en desdoro de su nombre, había de ceder en honor y gloria de éste. Lo que habría sido no se sabe, aunque las conjeturas están en favor de César.

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Murió Catón a los cuarenta y ocho años de edad; su hijo ninguna ofensa recibió de César. Dícese de él que fue desidioso, y en punto a mujeres, no del todo irreprensible; así en Capadocia, siendo su huésped Marfadates, que era de la familia real y tenía una mujer muy bien parecida, como se detuviese más tiempo del que convenía, se le zahirió diciéndose contra él: Mañana se va Catón, al cabo de treinta días; Porcio son y Marfadates dos amigos, alma una Porque el nombre de la mujer de Marfadates en griego equivalía al del alma; y además, Noble e ilustre es Catón: es su alma un alma regia. Mas toda esta mala nota la borró y desvaneció con su muerte; porque peleando en Filipos por la libertad de la patria contra César y Antonio, como fuese vencida su división, y no quisiese ni huir ni ocultarse, provocó a los enemigos, poniéndoseles bien a la vista, trató de alentar a los que todavía, quedaban con él, y murió dejando a los contrarios admirados de su valor. Aun fue más admirable la hija de Catón, que no cedía al padre ni en modestia ni en valor. Estaba casada con Bruto, el que mató a César; tuvo parte con él en aquella conjuración, y se quitó la vida de un modo digno de su linaje y de tanta virtud, como en la Vida de Bruto lo dejamos escrito. Estatilio, aquel que quería imitar a Catón, entonces fue detenido por los filósofos, para que no se diese muerte como intentaba, pero después, habiéndose mostrado muy bien y muy útil a Bruto, murió con él en la batalla de Filipos.