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Vidas paralelas: Comparación de Agesilao y Pompeyo

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Expuestas las vidas, recorramos con el discurso rápidamente los caracteres que distinguen al uno del otro, entrando en la comparación, y son de esta manera. En primer lugar, Pompeyo subió al poder y a la gloria por el medio más justo, promoviéndose a sí mismo y auxiliando eficaz y poderosamente a Sila para libertar la Italia de tiranos; y Agesilao, en el modo de entrar a reinar, no parece que carece de reprensión, ni para con los dioses, ni para con los hombres, haciendo declarar bastardo a Leotíquidas, cuando su hermano lo había reconocido por legítimo, e interpretando de un modo ridículo el oráculo sobre la cojera. En segundo lugar, Pompeyo perseveró honrando a Sila mientras vivió, y después de muerto cuidó de su entierro, oponiéndose a Lépido, y con Fausto, hijo de aquel, casó su propia hija; y Agesilao alejó de sí y mortificó el amor propio de Lisandro bajo ligeros pretextos, siendo así que Sila no recibió menos favores de Pompeyo que los que dispensó a éste, cuando Lisandro hizo a Agesilao rey de Esparta y general de toda la Grecia. En tercer lugar, las faltas de Pompeyo en política nacieron de su deferencia al parentesco, pues en las más tuvo por socios a César y Escipión, sus suegros; y Agesilao, a Esfodrias, que era reo de muerte por la injusticia hecha a los Atenienses, le arrancó del suplicio sólo en obsequio del amor de su hijo; y a Fébidas, que quebrantó los tratados hechos con los Tebanos, le dio abiertamente favor y auxilio por este mismo agravio. Finalmente, en cuantas cosas es acusado Pompeyo de haber causado perjuicios a la república romana por mala vergüenza o por ignorancia, en otras tantas Agesilao, por encono y rivalidad, irrogó daños a los Lacedemonios, encendiendo la guerra de la Beocia.

Y si ha de entrar en cuenta con estos yerros, la fortuna que vino por ocasión de Pompeyo fue inesperada para los Romanos, mientras que cuando Agesilao a los Lacedemonios, que lo habían oído, y estaban por tanto enterados, no les dejó precaverse del reino cojo: pues aunque mil veces hubiera sido convencido Leotíquidas de extraño y bastardo, no hubiera faltado a la línea Euripóntide, rey legitimo y firme de pies, si Lisandro no hubiera echado un tenebroso velo sobre el oráculo por favorecer a Agesilao. Ahora, por lo que hace al recurso que excogitó Agesilao en la dificultad que causaban los que habían huido en la batalla de Leuctras, que fue el de mandar que por aquel día durmiesen las leyes, jamás se inventó otro igual, ni tenemos ninguno de Pompeyo a que compararle. Por el contrario, éste ni siquiera daba valor a las leyes que él mismo había dictado cuando se trataba de hacer ver a los amigos la grandeza de su poder; pero aquel, puesto en el estrecho de desatar las leyes por salvar a los ciudadanos, encontró medio para que aquellos no perjudicasen y para no desatarlas porque perjudicaban. También pongo en cuenta de la virtud política de Agesilao otro rasgo inimitable, cual fue haber levantado mano de sus hazañas en el Asia apenas recibió la orden de los Éforos, pues no sirvió a la república al modo de Pompeyo en aquello sólo que a él le hacía grande, sino que, mirando únicamente al bien de la patria, abandonó un poder y una gloria a los que antes ni después llegó ningún otro, a excepción de Alejandro.

Tomando ya en consideración otra especie de autoridad, que es la militar y guerrera, en el número de los trofeos, en la grandeza de los ejércitos que mandó Pompeyo y en la muchedumbre de batallas dadas de poder a poder de las que salió vencedor, me parece que ni el mismo Jenofonte había de comparar con las victorias de aquel las de Agesilao, con ser así que por sus demás cualidades sobresalientes se le concede como un premio particular el que pueda escribir y decir cuanto quiera en loor de este grande hombre. Entiendo además que fueron también muy diferentes en el benigno modo de haberse con los enemigos, pues éste, por querer esclavizar a Tebas y asolar a Mesena, la una de igual condición que su patria, y la otra metrópoli de su linaje, le faltó casi nada para perder a Esparta; por de contado le hizo perder el imperio; y aquel a los piratas que se mostraron arrepentidos les concedió ciudades, y a Tigranes, rey de los Armenios, a quien tuvo en su poder para conducirle en triunfo, lo hizo aliado de la república, diciendo que la gloria verdadera valía más que la de un día. Mas si el prez del valor de consumado general se ha de conceder a las mayores hazañas y a las más irreprensibles disposiciones de guerra, el Lacedemonio deja tras de sí al Romano, porque, en primer lugar, no abandonó ni desamparó la ciudad al invadirla los enemigos con un ejército de setenta mil hombres, cuando él tenía pocas tropas y éstas vencidas recientemente, y Pompeyo, sin más que por haber tomado César con sólo cinco mil trescientos hombres una ciudad de Italia, abandonó Roma de miedo, o cediendo cobardemente a tan pocos, pensando sin fundamento que fuesen en mayor número. Solícito además en recoger sus hijos y su mujer, huyó, dejando en orfandad a los demás ciudadanos, siendo así que debía, o vencer peleando por la república, o admitir las condiciones que propusiera el vencedor, que era un ciudadano y su deudo; y no que ahora, al que tenía por cosa dura prorrogarle el tiempo del mando le dio con esto mismo motivo para decir a Metelo, al tiempo de apoderarse de Roma, que tenía por sus cautivos a él y a todos sus habitantes.

Tiénese por la más sobresaliente prenda de un bien general el que cuando es superior precise a los enemigos a pelear, y cuando le falten fuerzas no se le precise contra su voluntad; y haciéndolo así, Agesilao se conservó siempre invicto; y del mismo modo, César cuando era inferior no contendió con Pompeyo para no ser derrotado; pero cuando se vio superior le obligó a ponerlo todo en riesgo, haciéndole pelear con solas las tropas de tierra, con lo que en un punto se hizo dueño, de caudales, de provisiones y del mar. Recursos de que aquél abundaba sin combatir; y la defensa que de esto quiere hacerse es el mayor cargo de un general tan acre- ditado, pues el que un caudillo que empieza a mandar sea intimidado y acobardado por los alborotos y clamores de los que le rodean, para no poner por obra sus acertadas determinaciones, es llevadero y perdonables; pero en un Pompeyo Magno, de cuyo campamento decían los Romanos que era la patria, el Senado y el Pretorio, llamando apóstatas y traidores a los que en Roma obedecían y a los que hacían las funciones de pretores y cónsules, en este caudillo, a quien no habían visto nunca ser mandado de nadie, sino que todas las campañas las había hecho de generalísimo. ¿Quién podrá sufrir el que por las chocarrerías de Favonio y Domicio y porque no le llamaron Agamenón hubiese sido violentado a poner a riesgo el imperio y la libertad? Y si sólo miraba a la vergüenza e ignominia del momento presente, debió hacer frente en el principio y combatir en defensa de Roma; y no que, después de haber hecho entender que aquella fuga era un golpe maestro como el de Temístocles, tuvo luego por una afrenta el dilatar la batalla en la Tesalia. Porque no le había señalado ningún dios las llanuras de Farsalia para que fueran el estadio y teatro donde lidiase por el imperio, ni tampoco se le mandó con pregón que allí o combatiera o dejara a otro la corona, sino que el ser dueño del mar le proporcionaba otros campos, millares de ciudades y la tierra toda, si hubiera querido imitar a Máximo, a Mario, a Luculo y al mismo Agesilao; el cual no sufrió menos contradicciones en Esparta por el empeño de que combatiera con los Tebanos, que les ocupaban el país, ni dejó de tener que aguantar en Egipto calumnias y recriminaciones de parte del rey, cuando le persuadía que era conveniente no aventurarse. Usando, por tanto, a su albedrío del más acertado consejo, no sólo salvó a los Egipcios contra la propia voluntad de ellos y conservó siempre en pie a Esparta en medio de tales agitaciones, sino que además erigió en la ciudad un trofeo contra los Tebanos, preparando que otra vez pudieran vencer por el mismo hecho de no dejarse violentar cuando ellos querían perderse. Así, Agesilao mereció las alabanzas de los mismos que antes le violentaban por verse salvos, y Pompeyo, errando por condescender con otros, tuvo por acusadores a los mismos a quienes cedió. Dicen, sin embargo, algunos en su defensa que fue engañado por su suegro, porque, queriendo ocultar y apropiarse los caudales traídos del Asia, precipitó la batalla con el pretexto de que ya no había fondos; mas aun cuando así pasase, no debió dejarse engañar un general, ni tampoco, inducido con tanta facilidad en error, poner tan grandes intereses en el tablero. Estos son los puntos de vista desde los cuales considerarnos, en cuanto a estas cosas, a uno y otro.

Al Egipto el uno se encaminó en huída por necesidad, y el otro ni honesta ni precisamente por interés, para tener con que hacer la guerra a los Griegos con lo que ganara luchando con los bárbaros. Después de esto, de aquello mismo de que nosotros, en cuanto a Pompeyo, hacernos cargo a los Egipcios, hacen éstos cargo a Agesilao; pues si aquel fue injustamente asesinado por fiarse, éste abandonó a los que se fiaban de él y se pasó a los que hacían la guerra a aquellos mismos a quienes, había ido a dar auxilio.