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Vidas paralelas: Comparación de Licurgo y Numa Pompilio

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Vidas paralelas
de Plutarco
Comparación: Comparación de Licurgo y Numa Pompilio
Solón


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Pues que dejamos expuesta la vida de Licurgo y la de Numa, teniéndolos a ambos a la vista, aunque la empresa es difícil, no hemos de rehusar el confrontar las diferencias de uno a otro, porque los rasgos de semejanza, en las mismas obras resplandecen: a saber, su prudencia, su piedad, su ciencia política, su cuidado de la educación y el tomar uno y otro de los dioses únicamente el principio de su legislación. De lo bueno que particularmente brilló en cada uno, lo primero en Numa es el modo de adquirir el reino, y en Licurgo el modo de restituirlo; porque aquel lo obtuvo sin apetecerlo, y éste, teniéndolo, lo devolvió. A aquel los extraños, de particular y forastero que era, lo erigieron en su señor, y éste, de rey, a sí mismo se convirtió en particular. Es, pues, muy glorioso adquirir el reino precisamente por ser justo; pero es más glorioso todavía mostrar que en más que el reinar se tiene la justicia: porque al uno la virtud lo distinguió hasta el punto de que se le tuviera por digno de reinar; y al otro lo hizo grande hasta el extremo de saber despreciar un reino. Es lo segundo que templaron ambos sus liras en opuestos tonos, como que el uno atirantó las cuerdas en Esparta, que estaba viciada y dada al regalo; y el otro aflojó lo que había en Roma de sobrado y de excesivamente enérgico; en lo que se ve que la mayor dificultad de la obra estuvo contra Licurgo, porque no propuso a sus ciudadanos que se dejasen de cotas y espadas, sino que se despojasen del oro y de la plata, y arrojasen lejos de sí los paños ricos y las mesas; ni que dando de mano a la guerra anduvieran en fiestas y sacrificios, sino, por el contrario, que dejando las cenas y banquetes, trabajaran y se afanasen en el manejo de las armas y en los ejercicios de la palestra. Así, el uno vino al cabo de todo con sola la persuasión, siendo muy amado y respetado; cuando el otro apenas, corriendo riesgos, y siendo maltratado, pudo salir con su intento. Fue, sí, muy dulce y humana la musa de Numa, que de costumbres indómitas y fogosas transformó y redujo a cultura a sus ciudadanos; por tanto, si se nos precisase a tener por institución de Licurgo lo que se hacía con los Hilotas, cosa cruelísima y la más injusta, habríamos de decir que Numa había sido un legislador mucho más benigno, el cual aun a los reconocidos por esclavos les hizo gustar los honores de la libertad, acostumbrándolos a comer confundidos con sus amos en los Saturnales; porque se dice haber sido también ésta una de las leyes patrias de Numa, que quiso llamar una vez en el año a la participación de los frutos a los que eran colaboradores en el cultivo; aunque otros, siguiendo las fábulas, dicen haber sido éste un recuerdo que se salvó de aquella igualdad de la edad de Saturno, cuando nadie era esclavo ni señor, sino que todos se miraban como parientes e iguales entre sí.

De ambos se diría que se propusieron atraer a la muchedumbre a la moderación y templanza; pero en cuanto a las demás virtudes, que la fortaleza fue más del gusto de Licurgo, la justicia del de Numa; a no ser que se diga mejor que según la naturaleza y costumbres de cada gobierno, que no eran semejantes, necesitaron valerse de distintos medios; porque ni Numa reprimió lo belicoso para hacerlos tímidos, sino para que no fuesen violentos e injustos, ni Licurgo los hizo guerreros para que ofendiesen a nadie, sino para que no se dejasen ofender. Proponiéndose, pues, ambos quitar lo que había de excesivo, y cumplir lo que se notaba falto en sus ciudadanos, tuvieron que introducir grandes mudanzas; y de esta regulación y supresión fue sobradamente popular y condescendiente con la muchedumbre la de Numa, que vino a formar un pueblo entremezclado y vario, digámoslo así, de orfebres, flautistas y zapateros; severa y aristocrática la de Licurgo, que trasladó las artes mecánicas a las manos de los esclavos y de los ascripticios, y a los ciudadanos los consagró al escudo y la lanza, haciéndolos artífices de la guerra y adoradores de Ares, sin que entendiesen ni pensasen en otra cosa que en obedecer a sus jefes y vencer a sus enemigos; ni estaba bien a hombres libres, para ser libres del todo, afanarse por ganar y ser ricos; sino que este cuidado de enriquecer se dejó a los esclavos e Hilotas, lo mismo que el servicio de los banquetes y de la cocina. Numa no entró en ninguna de estas distinciones: solamente atendió a cortar el ansia de la guerra, dejando libre curso a toda otra codicia, ni disipó la desigualdad que de aquí procede; antes en el enriquecer permitió ir hasta lo último, y no tuvo cuenta con la miseria que había de refluir y había de inundar la ciudad; siendo así que desde luego en el principio, cuando todavía era muy leve la desigualdad en las fortunas, y todos venían a estar iguales y uniformes, debió hacer frente a la avaricia, como Licurgo, y precaver sus perjuicios, que no fueron leves, sino que antes dieron la semilla y origen para los más y mayores males de cuantos después sobrevinieron. En cuanto al repartimiento del terreno, ni Licurgo es reprensible por haberlo hecho, ni Numa porque no lo hizo; porque a aquel esta igualdad le sirvió de base y cimiento para su gobierno; y respecto de éste, sorteado el terreno poco antes, nada había que le precisase a hacer nuevo repartimiento ni a alterar el que existía, que según parece se conservaba sin mudanza.

Uno y otro, respecto de la comunicación de las mujeres y de la procreación, recta y políticamente habían precavido el inconveniente de los celos; pero no habían convenido en el modo; un Romano que se creía con bastantes hijos, persuadido por otro que los deseaba, era dueño de cederle en casamiento la mujer, y de volverla a recibir; pero un Lacedemonio, reteniendo su mujer en su casa, y constando el legítimo matrimonio, la cedía al que lo solicitaba para tener de ella hijos: y muchos, como dijimos, con ruegos y exhortaciones trajeron a su casa aquellas de quienes les parecía que habían de tener hijos de buena figura e índole. ¿Y qué juicio haremos de estas costumbres? La una inducía una gran indiferencia en los casados, respecto de aquellas cosas que turban con pesares y celos la vida de los más de los hombres; y la otra venía a ser una modestia vergonzosa que tomaba por velo los desposorios, y reconocía por tanto lo insufrible de la comunicación y compañía. En cuanto a la custodia de las mujeres, la de Numa las redujo más a lo que piden el sexo y la decencia; la de Licurgo, enteramente suelta y al grado de ellas mismas, sirvió de materia a los poetas; porque unos las llamaron destapapiernas, como Íbico; otros les daban el apodo de andrómanas, como Eurípides, que dice de ellas: Sálense de sus casas con los jóvenes, la ropa suelta, con la pierna al aire. Porque en realidad, las faldas de la túnica de las doncellas no estaban sujetas por abajo, sino que al andar descubrían y dejaban desnuda la pierna. Díjolo todavía con mayor expresión Sófocles en estos versos: A la joven Hermíona la envuelve que el ebúrneo muslo deja fuera, túnica sin estola, desceñida, Dícese, por tanto, que en primer lugar eran desenvueltas y varoniles, aun con los mismos hombres, y en casa mandaban con todo imperio; y que además en los negocios públicos daban dictamen con desembarazo, aun en los de mayor importancia. Mas Numa, aunque a las casadas les guardó todo el decoro y honor que obsequiadas con motivo del robo tuvieron en el reinado de Rómulo, les impuso, sin embargo, mucho pudor; les quitó el ser bulliciosas, las enseñó a ser sobrias y las acostumbró al silencio; así es que abolutamente no probaban el vino, y no estando presentes sus maridos, no hablaban más que lo muy preciso. Refiérese que habiendo una mujer defendido en el foro una causa propia, envió el Senado a consultar el oráculo sobre el mal que aquel suceso anunciaba a la ciudad. La mejor prueba de su obediencia y docilidad es la memoria que ha quedado de las que se hicieron reprensibles; pues así como entre nosotros los historiadores refieren quiénes fueron los primeros que hicieron una muerte en su familia, o se pelearon con sus hermanos, o pusieron manos en su padre o madre, de la misma manera hacen memoria los Romanos de que fue Espurio Carbilio el primero que repudió a su mujer, a los doscientos y treinta años de la fundación de la ciudad, no habiéndolo ejecutado antes ningún otro: y una llamada Talea, mujer de Pinario, fue la primera que riñó con su suegra Gegania, reinando Tarquino el Soberbio; ¡con tanta honestidad y decencia había sido arreglado este punto de los matrimonios por el legislador!

Con aquella condescendencia de Licurgo para con las doncellas guardaba conformidad lo relativo a los esponsales, casándolas ya crecidas y robustas, para que de una parte la unión hecha, cuando ya la naturaleza la echaba menos, fuese principio de cariño y amor, y no de odio y de miedo que contra la naturaleza las violentase; y de otra los cuerpos tuviesen bastante vigor para llevar el preñado y los dolores; como que el matrimonio no tenía otro objeto que la procreación de los hijos; mas los Romanos casábanlas de doce años, y aun más jóvenes, porque así el cuerpo y las costumbres iban más sin vicio y sin siniestro alguno al poder del marido. Déjase conocer, que lo primero miraba más a lo físico por la procreación de los hijos, y lo segundo a las costumbres por haber de vivir juntos. En el punto de la educación de los hijos, de sus reuniones, juntas y compañías para los banquetes, los ejercicios, y los juegos de sus aficiones y de sus hábitos, el mismo Licurgo convence a Numa de que no se mostró legislador aventajado en haber dejado al arbitrio o conveniencia de los padres el destino de los hijos, ya quisiese uno hacer a su hijo labrador, o constructor de barcos, o ya lo dedicase a latonero y a flautista, como si no les hubieran de hacer útiles para un fin mismo, dirigiendo a él sus costumbres, sino que, a la manera de los pasajeros de una nave, cada uno hubiera de tener su objeto y su designio propio, sin poner en común otra cosa que su particular miedo en los peligros, no mirando en lo demás cada uno sino a sí mismo. Y a otros legisladores no sería cosa de culparlos de haberse quedado cortos, o por ignorancia, o por irresolución; pero un hombre sabio, que fue llamado al trono de un pueblo recién constituido, y que nunca se le opuso a nada, ¿en qué otra cosa debió pensar antes que en la educación de los niños y en los ejercicios de los jóvenes, a fin de que no fuesen diversos o chocantes en sus costumbres, sino que antes formados y como amoldados desde el principio por una misma norma de virtud común a todos, en esto sólo contendiesen unos con otros?; que fue lo que principalmente tuvo Licurgo de su parte para la permanencia de sus leyes. Porque era muy débil el temor del juramento, si por medio de la educación y la enseñanza no hubiera como regado las leyes con las costumbres de los jóvenes, y les hubieran hecho tomar con el primer alimento el amor del gobierno; de manera que por el tiempo de más de quinientos años se mantuvo en observancia lo principal de su legislación, como un tinte sin mezcla que hubiera penetrado fuertemente. Por el contrario, a Numa se le desvanecía al instante el fin de su gobierno, que era conservar a Roma en paz y amistad; y después de su muerte, el templo de dos puertas que él tuvo siempre cerrado, como si realmente sujetara la guerra allí encadenada, se dieron prisa a abrirlo con entrambas manos, llenando la Italia de sangre y de cadáveres; y ni por breve tiempo pudo permanecer una constitución tan arreglada y justa, no más de porque no tenía la atadura de la educación. “¡Cómo!- dirá alguno- ¿Pues no llegó Roma por su política a la mayor prosperidad?” Pregunta es ésta que pediría una respuesta muy difusa para satisfacer a los que colocan la prosperidad en la riqueza, en el regalo y en el mando, y no en la estabilidad, en la moderación y en el no sacar nada fuera de sí mismos, contentándose con ser justos. Aun esto favorece a la gloria de Licurgo, que los Romanos hubieran adelantado tanto sus intereses con mudar la constitución de Numa; puesto que los Lacedemonios, en el mismo momento que abandonaron las instituciones de Licurgo, de poderosos que eran, pasaron a ser débiles, y perdiendo la superioridad que tenían en la Grecia, estuvieron a punto de aniquilarse. Lo que hubo en Numa verdaderamente grande y prodigioso fue que siendo un forastero llamado a reinar, con sola la persuasión hubiese podido hacer tales mudanzas, y tener sujeta a una ciudad mal avenida entre sí, sin serle preciso emplear, como a Licurgo, que tuvo que valerse de los principales, ni las armas ni la fuerza, uniéndolos a todos y como fundiéndolos en uno por medio de la sabiduría y la justicia.