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Vidas paralelas: Comparación de Lisandro y Sila

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Pues que hemos referido la vida de éste, pasemos al juicio comparativo. El haberse debido a sí mi sus adelantamientos, desde el principio hasta llegar a la mayor grandeza, fue común a ambos; de Lisandro fue propio haber recibido cuantos mandos tuvo de la espontánea voluntad de sus ciudadanos, estando bien constituida la república, sin haberlos violentado en nada ni haber tenido poder fuera de ley. Pero En las revueltas suele al más perverso caber más parte del injusto mando: como en Roma entonces, que, viciado el pueblo y estragado el gobierno, se levantaban poderosos por diferentes medios y caminos, y nada tenía de extraño que Sila dominase, cuando los Glaucias y los Saturninos arrojaban de la ciudad a los Metelos, cuando los hijos de los cónsules eran asesinados en las juntas públicas, cuando se apoderaban de las armas los que al precio del oro y de la plata compraban los soldados y cuando con el hierro y el fuego se dictaban las leyes, acabando con los que contradecían. No me quejo, pues, de que hubiese quien en tal estado procurase arrebatar el supremo poder; pero tampoco pongo por señal de haber sido el mejor el haberse hecho, el primero, cuando tan oprimida se hallaba la ciudad. El que en Esparta, que entonces florecía en prudencia y buen gobierno, fue elevado a los mayores mandos y empleado en los más arduos negocios, probablemente era entre los mejores el mejor, y entre los primeros el primero. Por tanto, el uno, restituyendo muchas veces la autoridad a sus ciudadanos, muchas veces la volvió a tomar, porque siempre el honor debido a la virtud conservó la preferencia, mientras que el otro, nombrado una vez general de ejército por diez años continuos, haciéndose a sí mismo ahora cónsul, ahora procónsul, ahora dictador, y siendo siempre tirano, mantuvo sin intermisión el mando de las armas.

Intentó Lisandro, como dejamos dicho, hacer mudanza en el gobierno, pero con otra blandura y más legítimamente que Sila, pues era por medio de la persuasión, no de las armas, ni trastornándolo todo de golpe, como aquel, sino mejorando la institución misma de los reyes, y a la verdad que en el orden natural parecía lo más justo que el mejor de los mejores mandase en una ciudad de la Grecia que debía su opinión a la virtud y no al origen. Porque así como el cazador no busca lo que procede de un perro, sino el perro y el aficionado a caballos el caballo, y no lo que procede de un caballo, pues ¿no procede también de caballo el mulo?, de la misma manera el político cometería un yerro si en lugar de inquirir qué tal es el que ha de mandar inquiriese de quién procede. Así, estos mismos Esparciatas quitaron el mando a algunos reyes, porque no eran de ánimo regio, sino inútiles y para nada. La maldad, aun con nobleza, es digna de desprecio, y si a la virtud se tributan honores, no es por su nobleza, sino por sí misma. Aun las injusticias, en el uno fueron por sus amigos y en el otro se extendieron hasta éstos mismos, pues se tiene por cierto que los más de los yerros de Lisandro fueron debidos a sus partidarios, y si se ejecutaron muertes fue en favor del poder y tiranía de aquellos; pero Sila, por envidia, privó a Pompeyo del mando del ejército; quitó a Dolabela el de la armada, que le había dado él mismo, y a Lucrecio Ofela, que por muchos y grandes servicios aspiraba al consulado, lo hizo degollar ante sus ojos, llenando de horror y espanto a todos con la muerte de aquellos a quienes, al parecer, más amaba.

Mas la afición a los deleites y a las riquezas es la que principalmente hace ver que la índole del uno era propia para el gobierno y la del otro para la tiranía; porque no aparece que el uno manifestase la menor intemperancia ni el más juvenil descuido en tan grande autoridad y poder, sino que evitó, más que cualquiera otro, que pudiera aplicársele aquello del proverbio: Leones en casa, zorras en lo raso. ¡Tan arreglada, tan contenida y propiamente lacónica fue en todas partes su conducta y su tenor de vida! El otro, en cambio, ni de joven puso freno a sus apetitos por su pobreza, ni de viejo por la edad, y mientras daba a sus ciudadanos excelentes leyes sobre el matrimonio y la continencia, él an- daba derramado en amores y en liviandades, como dice Salustio. Así es que dejó la ciudad tan pobre y escasa de numerario, que a las ciudades amigas y aliadas se les vendía por dinero la libertad y la independencia; y esto en medio de que todos los días confiscaba y publicaba las casas más ricas y acaudaladas; y es que no había medida ninguna en lo que prodigaba y derramaba a sus aduladores. ¿Ni qué cuenta y razón podía haber para sus profusiones y condescendencias entre el vino y los banquetes, cuando en público, y a presencia del pueblo, vendiendo una grande hacienda, y ofreciendo muy poco por ella uno de sus amigos, mandó que se cerrara la subasta, y porque otro dio más y el pregonero publicó el aumento se puso de mal humor, diciendo: “Es una crueldad y una tiranía, amados ciudadanos, que yo no haya de poder adjudicar mis despojos, que son míos, a quien me dé la gana”? Mas Lisandro, hasta los presentes que se le hicieron los remitió con todo lo demás a sus ciudadanos; y no es esto alabar su hecho, porque quizá causó éste más daño a Esparta con la riqueza que en ella introdujo que aquel a Roma con la que le robó, sino que lo traigo para prueba de su desprendimiento. Una cosa hubo propia y peculiar de cada uno de los dos respecto de su ciudad, y fue que Sila, con ser él mismo desarreglado y pródigo, hizo moderados a sus ciudadanos; y Lisandro llenó su ciudad de aquellas pasiones y afectos de que él estuvo más distante. Erraron, pues, ambos; el uno, siendo peor que sus leyes, y el otro, haciendo peores que él a sus ciudadanos; porque enseñó a Esparta a tener en precio y apetecer aquello que él habla aprendido a no echar de menos. Esto es por lo que hace al orden político.

En los combates y batallas, en los hechos de armas, en el número de los trofeos y en la grandeza de los peligros, Sila no admite comparación. Es cierto que el otro alcanzó dos victorias en dos batallas navales, y que puede agregarse a ellas el sitio de Atenas, en sí bien poca cosa, pero al que dio nombre la fama; sin embargo, los sucesos de la Beocia y de Haliarto, que acaso serían una desgracia, más parece que deben atribuirse a precipitación de quien no pudo aguardar a que llegaran de Platea las grandes fuerzas del rey, sino que, llevado de la cólera y la ambición, se arrojó temerariamente a los muros, a que unos cualesquiera hombres tenidos en nada, haciendo una salida, le dieran muerte. Pues no pereció de una sola herida mortal, como Cleónibroto en Leuctras resistiendo a los enemigos que le oprimían, ni como Ciro y Epaminondas persiguiendo a los que ya cedían y asegurando la victoria, sino que éstos murieron como a reyes y generales correspondía, y Lisandro tuvo la muerte de un escudero o de un correo, con la nota de haberse sacrificado sin gloria; confirmando la opinión de los antiguos Esparciatas, que con razón aborrecían los combates murales, en los que no sólo de la mano de un hombre cualquiera, sino de la de un muchacho o de una mujer acontece morir herido el más esforzado, como se cuenta de Aquiles haber sido muerto por Paris en las puertas de Troya. Mas las victorias de Sila en batallas campales, los millares de enemigos con quienes acabó, ni siquiera es fácil numerarlos: dos veces tomó a la misma Roma; y el Pireo de Atenas no lo conquistó por hambre como Lisandro, sino arrojando de la tierra al mar a Arquelao, en fuerza de repetidos y obstinados combates. También entran por mucho en estas cosas los contrarios; pues tengo por juego y burlería el haber combatido en el mar con Antíoco, pedagogo de Alcibíades, y haber engañado al orador de los Atenienses Filocles, Hombre oscuro, sin más que larga lengua; a los cuales se desdeñaría Mitridates de que se les comparara con su palafrenero y Mario con cualquiera de sus lictores; pero de los grandes que contendieron con Sila, cónsules, pretores, demagogos, para pasar en silencio a los demás, ¿quién, entre los Romanos, más temible que Mario? ¿quién, entre los reyes, más poderosos que Mitridates? Y entre las gentes de Italia ¿quiénes más aguerridos y mejores soldados que Lamponio y Telesino? Pues de todos éstos, al primero le obligó a huir, al segundo lo sojuzgó y a éstos últimos les dio muerte.

Pero lo más admirable entre todo lo que se ha dicho, a lo que yo entiendo, es que Lisandro obtuvo todos sucesos cooperando con él sus conciudadanos; Sila, estando desterrado y perseguido por la facción contraria de sus enemigos, al mismo tiempo que su mujer andaba prófuga, que su casa había sido asolada y asesinados sus amigos, hizo frente en la Beocia a innumerables millares de hombres, y exponiendo su persona por la patria erigió un trofeo; y con Mitridates, que le daba auxilio y tropas contra sus enemigos, en nada cedió ni usó de blandura o de humanidad alguna, sino que ni siquiera le volvió la palabra ni le alargó la mano, antes de saber de él que se desistía del Asia, le entregaba las naves y admitía los reyes de Bitinia y Capadocia; hazaña la más gloriosa entre todas las de Sila, y conducida con la mayor prudencia, pues que antepuso el interés público al particular, y como los perros de casta, no soltó el bocado y la presa hasta que el rival se dio por vencido, y entonces volvió el ánimo a vengar sus particulares ofensas. También sirve para el juicio y comparación de sus costumbres su conducta con Atenas; pues Sila, habiendo tomado una ciudad que le había hecho la guerra en defensa del poder y mando de Mitridates, le dejó la libertad y la independencia, y Lisandro no sólo no tuvo compasión alguna de ella, en consideración al gran poder y dignidad de que había decaído, sino que, destruyendo la democracia, la entregó a los tiranos más crueles e injustos. Veamos, por fin, si no nos acercaremos a la verdad todo lo posible manifestando que Sila alcanzó más trofeos; pero Lisandro tuvo menos defectos, y atribuyendo al uno la palma de la templanza y la moderación y al otro la del valor y la pericia militar.