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Vidas paralelas: Filopemen

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Vidas paralelas
de Plutarco
Filopemen
Tito


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Cleandro era en Mantinea de la primera familia y uno de los de más poder entre sus conciudadanos; pero por cierto infortunio tuvo que abandonar su patria y se refugió en Megalópolis, confiado en Craugis, padre de Filopemen, varón por todos respetos apreciable y que le miraba con particular inclinación. Así es que durante la vida de éste nada le faltó, y a su muerte, pagándole agradecido el hospedaje, se encargó de educar a su hijo huérfano, a la manera que dice Homero haber sido educado Aquiles por Fénix, haciendo que su índole y sus costumbres tomaran desde el principio cierta forma y elevación regia y generosa. Luego que llegó a la adolescencia, le tomaron bajo su enseñanza los megalopolitanos, Ecdemo y Megalófanes, que en la Academia habían estado en familiaridad con Arcesilao y habían trasladado la filosofía sobre todos los de su tiempo al gobierno y a los negocios públicos. Estos mismos libertaron a su patria de la tiranía, tratando secretamente con los que dieron muerte a Aristodemo; con Arato expelieron a Nicocles, tirano de Sicíone, y a ruego de los de Cirene, cuyo gobierno adolecía de vicios y defectos, pasando allá por mar les dieron buenas leyes y organizaron perfectamente su república. Pues éstos, entre sus demás hechos laudables, dieron crianza e instrucción a Filopemen, cultivando su ánimo con la filosofía para bien común de la Grecia, la cual parece haberle ya dado a luz tarde y en su última vejez, infundiéndole las virtudes de todos los generales antiguos, por lo que le apreció sobremanera y le elevó al mayor poder y gloria. Por tanto, uno de los Romanos, haciendo su elogio, le llamó el último de los Griegos, como que después de él ya la Grecia no produjo ninguno otro hombre grande y digno de tal patria.

Era de presencia no feo, como han juzgado algunos, porque todavía vemos un retrato suyo que se conserva en Delfos. Y el desconocimiento de la huéspeda de Mégara dicen haber dimanado de su naturalidad y sencillez: porque sabiendo que había de llegar a su casa el general de los Aqueos, se azoró para disponer la comida, no hallándose accidentalmente en casa el marido. Entró en esto Filopemen con un manto nada sobresaliente, y creyendo que fuese algún correo o algún criado, le pidió que echara también mano a los preparativos; quitóse inmediatamente el manto y se puso a partir leña; llegó en esto el huésped, y diciendo: “¿Qué es esto, Filopemen?”, le respondió en lenguaje dórico: “¿Qué ha de ser? Pagar yo la pena de mi mala figura”. Burlándosele Tito por la extraña construcción de su cuerpo, le dijo: “¡Oh Filopemen! Tienes buenas manos y buenas piernas, pero no tienes vientre”; porque era delgado de cuerpo. Pero, en realidad, aquel dicterio más que a su cuerpo se dirigió a la especie de su poder: pues teniendo infantería y caballería, en la hacienda solía estar escaso. Y éstas son las particularidades que de Filopemen se refieren en las escuelas.

En la parte moral, su deseo de gloria no estaba del todo exento de obstinación ni libre de ira; en su deseo de mostrarse principalmente émulo de Epaminondas, imitaba muy bien su actividad, su constancia y su desprendimiento de las riquezas, pero no pudiendo mantenerse entre las disensiones políticas dentro de los límites de la mansedumbre, de la circunspección y de la humanidad, por la ira y la propensión a las disputas, parecía que era más propio para las virtudes militares que para las civiles; así es que desde niño se mostró aficionado a la guerra y tomaba con gusto las lecciones que a esto se encaminaban, como el manejar las armas y montar a caballo. Tenía también buena disposición para la lucha, y algunos de sus amigos y maestros le inclinaban a que se hiciese atleta; pero les preguntó si de esta enseñanza resultaría algún inconveniente para la profesión militar, y como le respondiesen lo que había en realidad, a saber: que debía de haber gran diferencia en el cuidado del cuerpo y en el género de vida entre el atleta y el soldado, y que principalmente la dicta y el ejercicio en el uno, por el mucho sueño, por la continua hartura, por el movimiento y el reposo a tiempos determinados para aumentar y conservar las carnes, no podían sin riesgo admitir mudanza, mientras el otro debía estar habituado a toda variación y desigualdad, y en especial a sufrir fácilmente el hambre y fácilmente la falta de sueño, enterado de ello Filopemen, no sólo se apartó de aquel género de ocupación y lo tuvo por ridículo, sino que después, siendo general, hizo desaparecer, en cuanto estuvo de su parte, toda la enseñanza atlética con la afrenta y los dicterios, como que hacía inútiles para los combates necesarios los cuerpos más útiles y a propósito.

Suelto ya de los maestros y curadores, en las excursiones cívicas que solían hacer a la Laconia, con el fin de merodear y recoger botín, se acostumbró a marchar siempre el primero en la invasión y el ultimo en la vuelta. Cuando no tenía ocupación ejercitaba el cuerpo con la caza o con la labranza, para formarle ágil y robusto, porque tenía una excelente posesión a veinte estadios de la ciudad. Todos los días iba a ella después de la comida o de la cena, y acostándose sobre el primer mullido que se presentaba, como cualquiera de los trabajadores, allí dormía; a la mañana se levantaba temprano, y tomando parte en el trabajo de los que cultivaban o las viñas o los campos, se volvía luego a la ciudad, y con los amigos y los magistrados conversaba sobre los negocios públicos. Lo que de las expediciones le tocaba lo empleaba en la compra de caballos, en la adquisición de armas y en la redención de cautivos, y procuraba aumentar su patrimonio con la agricultura, la más inocente de todas las granjerías. Ni esto lo hacía como fortuitamente y sin intención, sino con el convencimiento de que es preciso tenga hacienda propia el que se ha de abstener de la ajena. Oía no todos los discursos y leía no todos los libros de los filósofos, sino aquellos de que le parecía había de sacar provecho para la virtud, y en las poesías de Homero daba preferencia a las que juzgaba propias para despertar e inflamar la imaginación hacia los hechos de valor. De todas las demás leyendas se aplicaba con mayor esmero a los libros de táctica de Evángelo, y procuraba instruirse en la historia de Alejandro, persuadido de que lo que se aprende debe aprovechar para los negocios, a no que se gaste en ello el tiempo por ociosidad y para inútiles habladurías. Porque también en los teoremas de táctica, dejando a un lado las demostraciones de la pizarra, procuraba tomar conocimiento y como ensayarse en los mismos lugares examinando por sí mismo en los viajes y comunicando a los que le acompañaban las observaciones que hacía sobre el declive de los terrenos, las cortaduras de los llanos y todo cuanto con los torrentes, las acequias y las gargantas ocasiona dificultades y obliga a diferentes posiciones en el ejército, ya teniendo que dividirle y ya volviéndole a reunir. Porque, a lo que se ve, su afición a las cosas de la milicia le llevó mucho más allá de los términos de la necesidad, y miró la guerra como un ejercicio sumamente variado de virtud, despreciando enteramente a los que no entendían de ella como que no servían para nada.

Tenía treinta años cuando Cleómenes, rey de los Lacedemonios, cayendo repentinamente de noche sobre Megalópolis, y atropellando las guardias, se introdujo en la ciudad y ocupó la plaza. Acudió pronto a su defensa Filopemen, y no pudo rechazar a los enemigos, aunque peleó con extraordinario valor y arrojo; pero en alguna manera dio puerta franca a los ciudadanos, combatiendo con los que le perseguían y trayendo a sí a Cleómenes, en términos que con gran dificultad pudo retirarse el último, perdiendo el caballo y saliendo herido de la refriega. Enviólos después a llamar Cleómenes de Mesena adonde se habían retirado, ofreciendo retribuirles la ciudad y sus términos: proposición que los ciudadanos admitían con gran contento, apresurándose a volver; pero Filopemen se opuso, y los detuvo con sus persuasiones, haciéndoles ver que no les restituía la ciudad Cleómenes, sino que lo que quería era hacerse también dueño de los ciudadanos, por ser éste el modo de tener más segura la población, pues no había venido a, estarse allí de asiento guardando las casas y los muros vacíos; por tanto, que tendría que abandonarlos si permaneciesen despiertos. Con este discurso retrajo a los ciudadanos de su propósito; pero a Cleómenes le dio pretexto para destrozar y arruinar mucha parte de la ciudad y para retirarse con muy ricos despojos.

Cuando el rey Antígono, en auxilio de los Aqueos, partió contra Cleómenes, y habiendo tomado las alturas y gargantas inmediatas a Selasia ordenó sus tropas con ánimo de tomar la ofensiva y acometer, estaba formado Filopemen con sus ciudadanos entre la caballería, teniendo en su defensa a los Ilirios, gente aguerrida y en bastante número, que protegían los extremos. de la batalla. Habíaseles dado la orden de que permanecieran sin moverse hasta que desde la otra ala hiciera el rey que se levantara un paño de púrpura puesto sobre una lanza. Intentaron los jefes arrollar con los Ilirios a los Lacedemonios, y los Aqueos guardaban tranquilos su formación como les estaba mandado; pero enterado Euclidas, hermano de Cleómenes, de la desunión que esta operación produjo en las fuerzas enemigas, envió sin dilación a los más decididos de sus tropas ligeras, con orden de que cargasen por la espalda a los Ilirios y los contuvieran por este medio mientras estaban abandonados de la caballería. Hecho así, las tropas ligeras acometieron y desordenaron a los Ilirios, y viendo Filopemen que nada era tan fácil como caer sobre ellas, y que antes la ocasión les estaba brindando, lo primero que hizo fue proponerlo a los jefes del ejército real; pero como éstos no le diesen oídos, y antes le despreciasen, teniéndole por loco y por persona poco conocida y acreditada para semejante maniobra, la tomó de su cuenta, acometiendo y llevándose tras sí a sus conciudadanos. Causó desde luego desorden y después la fuga con gran mortandad en las tropas ligeras; pero queriendo dar aún más impulso a las tropas del rey y venir cuanto antes a las manos con los enemigos, que ya empezaban a desordenarse, se apeó del caballo, y entrando en el combate en un terreno áspero y cortado con arroyos y barrancos, a pie, con la coraza y armadura pesada de caballería, no sin grandísima dificultad y trabajo, tuvo la fatalidad de que un dardo con su cuerda le atravesase lateralmente entrambos muslos, pasándolos de parte a parte y causándole una herida gravísima, aunque no mortal. Quedó al principio inmóvil, como si le hubieran trabado con lazos, y sin saber qué partido tomar, porque la cuerda del dardo hacía peligrosa la extracción de éste, habiendo de salir por todo lo largo de la herida; así los que estaban con él rehusaron intentarlo; pero estándose entonces en lo más recio de la batalla, lleno de ambición y de ira, forcejeó con los pies para no faltar de ella y con la alternativa de subir y bajar los muslos rompió el dardo por medio, y así pudieron sacarse con separación entrambos pedazos. Libre ya y expedito, desenvainó la espada y corrió por medio de las filas en busca de los enemigos, infundiendo aliento y emulación a los demás combatientes. Venció por fin Antígono, y queriendo probar a los Macedonios, les preguntó por qué se había movido la caballería sin su orden; y como para excusarse respondiesen que habían venido a las manos con los enemigos precisados por un mozuelo megalopolitano, que acometió primero, les dijo sonriéndose: “Pues ese mozuelo ha tomado una disposición propia de un gran general”.

Adquirió Filopemen la fama que le era debida, y Antígono le hizo grandes instancias para que entrase a su servicio, ofreciéndole un mando y grandes intereses; pero él se excusó, principalmente por tener conocida su índole muy poco inclinada a obedecer. Mas no queriendo permanecer ocioso y desocupado, se embarcó para Creta con objeto de seguir allí la milicia, y habiéndose ejercitado en ella por largo tiempo al lado de varones amaestrados e instruidos en todos los ramos de la guerra y además moderados y sobrios en su método de vida, volvió con tan grande reputación a la liga de los Aqueos, que inmediatamente le nombraron general de la caballería. Halló que los soldados cuando se ofrecía alguna expedición se servían de jacos despreciables, los primeros que se les presentaban, y que ordinariamente se excusaban de la milicia con poner otro en su lugar, siendo muy grande su falta de disciplina y valor. Tolerábanselo siempre los ma- gistrados por el mucho poder de los de caballería entre los Aqueos, y principalmente porque eran los árbitros del premio y del castigo. Mas él no condescendió ni lo aguantó, sino que recorriendo las ciudades, excitando de uno en uno la ambición en todos los jóvenes, castigando a los que era preciso e instituyendo ejercicios, alardes y combates de unos con otros cuando había de haber muchos espectadores, en poco tiempo les inspiró a todos un aliento y valor admirable, y, lo que para la milicia es todavía más importante, los hizo tan ágiles y prontos y los adiestró de manera a maniobrar juntos y volver y revolver cada uno su caballo, que por la prontitud en las evoluciones, la formación toda, no parecía sino un cuerpo solo que se movía por impulso espontáneo. Sobrevínoles la batalla del río Lariso contra los Etolos y los Eleos, y el general de caballería de los Eleos, Damofanto, saliéndose de la formación, se dirigió contra Filopemen; admitió éste la provocación, y marchando a él se anticipó a herirle, derribándole con un bote de lanza del caballo. Apenas vino al suelo huyeron los enemigos, y se acrecentó la gloria de Filopemen, por verse claro que ni en pujanza era inferior a ninguno de los jóvenes ni en prudencia a ninguno de los ancianos, sino que era tan a propósito para combatir como para mandar.

La liga de los Aqueos empezó a gozar de alguna consideración y poder a esfuerzos de Arato, que le dio consistencia, reuniendo las ciudades antes divididas y estableciendo en ellas un gobierno propiamente griego y humano. Después, al modo que en el fondo del agua empiezan a po- sarse algunos cuerpos pequeños, y en corto número al principio y luego cayendo otros sobre los primeros y trabándose con ellos forman entre sí una materia compacta y firme, de la misma manera a la Grecia, débil todavía y fácil de ser disuelta, por estar descuidadas las ciudades, los Aqueos la empezaron a afirmar, tomando por su cuenta auxiliar a unas de las ciudades comarcanas, libertar a otras de la tiranía que sufrían y enlazarlas a todas entre sí por medio de un gobierno uniforme. Por este medio se propusieron constituir un solo cuerpo y un solo Estado del Peloponeso; pero en vida de Arato todavía en las más de las cosas tenían que ceder a las armas de los Macedonios, haciendo la corte a Tolomeo y después a Antígono y a Filipo, que se mezclaban en todos los negocios de los Griegos, Mas después que Filopemen llegó a tener el primer lugar, considerándose con bastante poder para hacer frente aun a los más poderosos, se dispensaron de la necesidad de tener tutores extranjeros. Porque Arato, tenido por poco aficionado a las contiendas bélicas, los más de los negocios procuraba transigirlos con las conferencias, con la blandura y con sus relaciones con los reyes, según que en su Vida lo dejamos escrito; pero Filopemen, que era belicoso, fuerte en las armas y feliz y virtuoso desde el principio en cuantas batallas se le ofrecieron, juntamente con el poder aumentó la confianza de los Aqueos, acostumbrados a vencer con él y a tener la más dichosa suerte en los combates.

Lo primero que hizo fue cambiar la formación y armamento de los Aqueos, que no eran como le parecía convenir; porque usaban de unas rodelas fáciles de manejar por su delgadez, pero demasiado angostas para resguardar el cuerpo, y de unas azconas mucho más cortas que las lanzas; por lo que, si bien de lejos eran ágiles y diestros en herir por la misma ligereza de las armas, en el encuentro con los enemigos eran inferiores a éstos. No estaba entre ellos recibida la formación y disposición de las tropas en espiral, sino que, formando una batalla que no tenía defensa ni protección con los escudos, como la de los Macedonios, fácilmente se desordenaban y dispersaban. Para poner, pues, orden en estas cosas, les persuadió que en lugar de la rodela y la azcona tomaran el escudo y la lanza, y que, defendidos con yelmos, con corazas y con canilleras, se ejercitaran en un modo de pelear seguro y firme, dejando el de algarada y correría. Habiendo convencido, para que así se armasen, a los que eran de edad proporcionada, primero los alentó e hizo confiar, pareciéndoles que se habían hecho invencibles, y después sacó de su lujo y ostentación un ventajoso partido, ya que no era posible extirpar enteramente la necia vanidad en los hombres viciados de antiguo, que gustaban de vestidos costosos, de colgaduras de diversos colores y de los festejos de las mesas y banquetes. Empezó, pues, por apartar su inclinación al lujo de las cosas vanas y superfluas, convirtiéndolas a las útiles y laudables; con lo que alcanzó de ellos que, cortando los gastos que diariamente hacían en otras galas y preseas, se complaciesen en presentarse adornados y elegantes con los arreos militares. Veíanse, pues, los talleres llenos de cálices y copas rotas, de corazones dorados y de escudos y frenos plateados, así como los estadios de potros que se estaban domando y de jóvenes que se adiestraban en las armas, y en las manos de las mujeres yelmos y penachos dados de colores, mantillas de caballos y sobrerropas bellamente guarnecidas: espectáculo que acrecentaba el valor e inspirando nuevo aliento los hacía intrépidos y osados para arrojarse a los peligros. Porque el lujo en otros objetos infunde vanidad y en los que le usan engendra delicadeza, como si aquella sensación halagase y recrease el ánimo; pero el lujo de estas otras cosas más bien lo fortalece y eleva. Por eso Homero nos pintó a Aquiles inflamado y enardecido con sólo habérsele puesto ante los ojos unas armas nuevas para querer hacer prueba de ellas. Al propio tiempo que adornaba así a los jóvenes los ejercitaba y adiestraba, haciéndoles ejecutar las evoluciones con gusto y con emulación, porque les había agradado sobremanera aquella formación, pareciéndoles haber tomado con ella un apiñamiento al abrigo de las heridas. Las armas, además, con el ejercicio, se les hablan hecho manejables y ligeras, poniéndoselas y llevándolas con placer por su brillantez y hermosura, y ansiando por verse en los combates para probarlas con los enemigos.

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Hacían entonces la guerra los Aqueos a Macánidas, tirano de los Lacedemonios, que con grande y poderoso ejército se proponía sujetar a todos los del Peloponeso. Luego que se anunció haberse encaminado a Mantinea, salió contra él Filopemen con sus tropas. Acamparon muy cerca de la ciudad, teniendo uno y otro muchos auxiliares, y trayendo cada uno consigo casi todas las fuerzas de sus respec- tivos pueblos. Cuando ya se trabó la batalla, habiendo Macánidas rechazado con sus auxiliares a la vanguardia de los Aqueos, compuesta de los tiradores y de los de Tarento, en lugar de caer inmediatamente sobre la hueste y romper su formación se entregó a la persecución de los vencidos, y se fue más allá del cuerpo del ejército de los Aqueos, que guardaba su puesto. Filopemen, sucedida semejante derrota en el principio, por la que todo parecía enteramente perdido, disimulaba y hacía como que no lo advertía y que nada de malo había en ello, mas al reflexionar el grande error que con la persecución habían cometido los enemigos, desamparando el cuerpo de su ejército y dejándole el campo libre, no fue en su busca, ni se les opuso en su marcha contra los que huían, sino que dio lugar a que se alejaran, y cuando ya vio que la separación era grande, cargó repentinamente a la infantería de los Lacedemonios, porque su batalla había quedado sin defensa. Acometióla, pues, por el flanco a tiempo que ni tenían general ni estaban aparejados para combatir, porque, en vista de que Macánidas seguía el alcance, se creían ya vencedores, y que todo lo habían sojuzgado. Rechazólos, pues, a su vez, con gran mortandad, porque se dice haber perecido más de cuatro mil, y en seguida marchó contra Macánidas, que volvía ya del alcance con sus auxiliares. Había en medio una fosa ancha y profunda, y hacían esfuerzos de una parte y otra, el uno por pasar y huir, y el otro por estorbárselo, presentando el aspecto no de unos generales que peleaban, sino de unas fieras, que por la necesidad hacían uso de toda su fortaleza, acosadas del fiero cazador Filopemen. En esto el caballo del tirano, que era poderoso y de bríos, y además se sentía aguijado con ambas espuelas, se arrojó a pasar, y dando de pechos en la acequia, pugnaba con las manos por echarse fuera; entonces Simias y Polieno, que siempre en los combates estaban al lado de Filopemen, y lo protegían con sus escudos, los dos corrieron a un tiempo, presentando de frente las lanzas; pero se les adelantó Filopemen, dirigiéndose contra Macánidas; y como viese que el caballo de éste, levantando la cabeza, le cubría el cuerpo, volvió el suyo un poco, y embrazando la lanza lo hirió con tal violencia, que lo sacó de la silla y lo derribó al suelo. En esta actitud le pusieron los Aqueos una estatua en Delfos, admirados en gran manera de este hecho y de toda aquella jornada.

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Dícese que habiendo ocurrido la celebridad de los Juegos Nemeos cuando por segunda vez se hallaba de general Filopemen, haciendo muy poco tiempo que había alcanzado la victoria de Mantinea, como no tuviese entonces que atender más que a la solemnidad de la fiesta, hizo por primera vez alarde de su ejército ante los Griegos, presentándolo muy adornado y haciéndolo evolucionar como de costumbre al son de la música militar con aire de agilidad, y que después, habiendo contienda de tañedores de cítara, pasó al teatro, llevando a los jóvenes con mantos militares y con ropillas de púrpura y ostentando éstos gallardos cuerpos y edades entre sí iguales, al mismo tiempo que mostraban grande veneración a su general y un tardimiento juvenil por sus muchos y gloriosos combates. No bien habían entrado, cuando el citarista Pílades, que por caso cantaba Los Persas, de Timoteo, empezó de esta manera: De libertad, honor y prez glorioso éste para la Grecia ha conseguido. Concurriendo con la belleza de la voz la sublimidad de la poesía, todos volvieron inmediatamente la vista a Filopemen, levantándose con el gozo mucha gritería, por concebir los Griegos en sus ánimos grandes esperanzas de su antigua gloria y considerarse ya con la confianza muy cerca de la elevación de sus mayores.

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En las batallas y combates, así como los potros echan menos a los que suelen montarlos, y si llevan a otro se espantan y lo extrañan, de la misma manera el ejército de los Aqueos bajo otros generales decaía de ánimo, volviendo siempre los ojos a Filopemen; y con sólo verlo, al punto se rehacía y recobraba confiado su anterior brío y actividad, pudiendo observarse que aun los mismos enemigos a éste sólo, entre todos los generales, miraban con malos ojos, asustados con su gloria y con su nombre, lo que se ve claro en lo mismo que ejecutaron. Porque Filipo, rey de los Macedonios, conceptuando que si lograba deshacerse de Filopemen, de nuevo se le someterían los Aqueos, envió reservadamente a Argos quien le diese muerte; pero descubiertas sus asechanzas, incurrió en odio y en descrédito entre los Griegos. Los Beocios sitiaban a Mégara, esperando tomarla muy en breve; pero habiéndose esparcido repenti- namente la voz, que no era cierta, de que Filopemen, que venía en socorro de los sitiados, se hallaba cerca, dejando las escalas que ya tenían arrimadas al muro dieron a huir precipitadamente. Apoderóse por sorpresa de Mesena Nabis, que tiranizó a los Lacedemonios después de Macánidas, justamente a tiempo en que Filopemen no tenía más carácter que el de particular, sin mando alguno; y como no pudiese mover, para que auxiliase a los Mesenios, a Lisipo, general entonces de los Aqueos, quien respondió que la ciudad estaba enteramente perdida, hallándose ya los enemigos dentro, él mismo tomó a su cargo aquella demanda y marchó con solos sus conciudadanos, que no esperaban ni ley ni investidura alguna, sino que voluntariamente se fueron en pos de él, atraídos por naturaleza al mando del más sobresaliente. Todavía estaba a alguna distancia cuando Nabis entendió su venida, y con todo no le aguardó, sino que, con estar acampado dentro de la ciudad, se retiró por otra parte e inmediatamente recogió sus tropas, teniéndose por muy bien librado si se le daba lugar para huir: huyó, y Mesena quedó libre.

13

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Estas son las hazañas gloriosas de Filopemen; porque su vuelta a Creta, llamado de los Gortinios, para tenerle por general en la guerra que se les hacía, no carece de reprensión, a causa de que molestando con guerra Nabis a su patria, o huyó el cuerpo a ella, o prefirió intempestivamente el honor de aprovechar a otros. Y justamente fue tan cruda la guerra que en aquella ocasión se hizo a los Megalopolitanos, que tenían que estarse resguardados de las mura- llas y sembrar las calles, porque los enemigos les talaban los términos y casi estaban acampados en las mismas puertas; y como él, entre tanto, hubiese pasado a ultramar a acaudillar a los Cretenses, dio con esto ocasión a sus enemigos para que le acusasen de que se había ido huyendo de la guerra doméstica; mas otros decían que habiendo elegido los Aqueos otros jefes, Filopemen, que había quedado en la clase de particular, había hecho entrega de su reposo a los Gortinios, que le habían pedido para general. Porque no sabía estar ocioso, queriendo, como si fuera otra cualquiera arte o profesión, traer siempre entre manos y en continuo ejercicio su habilidad y disposición para las cosas de la guerra; lo que se echa de ver en lo que dijo, en cierta ocasión, del rey Tolomeo; porque como algunos le celebrasen a éste, a causa de que ejercitaba sus tropas continuamente y él mismo trabajaba sin cesar oprimiendo su cuerpo bajo las armas, “y ¿quién- respondió- alabaría a un rey que en una edad como la suya no diese estas muestras, sino que gastase el tiempo en deliberar?” Incomodados, pues, los Megalopolitanos con él por este motivo, y teniéndolo a traición, intentaron proscribirle, pero se opusieron los Aqueos, enviando a Aristeno de general a Megalópolis; el cual, no obstante disentir de Filopemen en las cosas de gobierno, no permitió que se llevara a cabo aquella condenación. Desde entonces, malquisto Filopemen con sus ciudadanos, separó de su obediencia a muchas de las aldeas del contorno, diciéndoles respondiesen que no les eran tributarias ni habían pertenecido a su ciudad desde el principio, y cuando hubieron dado esta respuesta, abiertamente defendió su causa e indispuso a la ciudad con los Aqueos; pero esto fue más adelante. En Creta hizo la guerra con los Gortinios, no como un hombre del Peloponeso y de la Arcadia, franca y generosamente, sino revistiéndose de las costumbres de Creta, y usando contra ellos mismos de sus correrías y asechanzas les hizo ver que eran unos niños que empleaban arterías despreciables y vanas en lugar de la verdadera disciplina.

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Admirado y celebrado por las proezas que allá hizo, regresó otra vez al Peloponeso, y halló que Filipo había ya sido vencido por Tito Flaminino, y que a Nabis lo perseguían con guerra los Aqueos y los Romanos; nombrado inmediatamente general contra él, como probase la suerte de un combate naval, le sucedió lo que a Epaminondas, que fue perder de su valor y gloria, habiendo peleado muy desventajosamente en el mar; aunque de Epaminondas dicen algunos que no pareciéndole bien que sus ciudadanos gustasen de las utilidades que la navegación produce, no fuese que insensiblemente, de infantes inmobles, según la expresión de Platón, se los hallase trocados en marineros y hombres perdidos, dispuso muy de intento que del Asia y de las islas se volviesen sin haber hecho cosa alguna. Mas Filopemen, muy persuadido de que la ciencia que tenía en las cosas de la tierra le había de servir también para las del mar, muy luego se desengañó de lo mucho que el ejercicio conduce para el logro de las empresas y cuán grande es para todo el poder de la costumbre; porque no sólo llevó lo peor en el combate naval por su impericia, sino que escogió una nave, antigua, sí, y célebre por cuarenta años, pero que no bastaba a sufrir la carga que le impuso, e hizo con esto que corrieran gran riesgo los ciudadanos. Observando después que en consecuencia de este suceso le miraban con desdén los enemigos, por parecerles que había desertado del mar, y habiendo éstos puesto sitio con altanería a Gitio, navegó al punto contra ellos, cuando no lo esperaban, descuidados con la victoria; y desembarcando de noche los soldados, les ordenó que tomasen fuego, y aplicándolo a las tiendas les abrasó el campamento, haciendo perecer a muchos. De allí a pocos días repentinamente les sobrecogió Nabis en la marcha, atemorizando a sus Aqueos, que tenían por imposible salvarse en un sitio muy áspero y muy conocido de los enemigos; mas él, parándose un poco y dando una ojeada al terreno, hizo ver que la táctica es lo sumo del arte de la guerra; en efecto, moviendo un poco su batalla y dándole la formación que el lugar exigía, fácil y sosegadamente se hizo dueño del paso, y cargando a los enemigos los desordenó completamente. Mas como advirtiese que no huían hacia la ciudad, sino que se habían dispersado acá y allá por el país, que sobre ser montuoso y cubierto de maleza era inaccesible a la caballería por las muchas acequias y torrentes, impidió que se siguiera el alcance, y se acampó todavía con luz; pero conjeturando que los enemigos se valdrían de las tinieblas para recogerse a la ciudad de uno en uno y de dos en dos, colocó en celada en los barrancos y collados a muchos soldados aqueos, armados de puñales, con el cual medio perecieron la mayor parte de los de Nabis; porque no haciendo la retirada en unión, sino como casualmente habían huido, perecían en las inme- diaciones de la ciudad, cayendo a la manera de las aves en manos de los enemigos.

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Fue por estos sucesos sumamente celebrado y honrado por los Griegos en sus teatros, lo que sin culpa de nadie ofendió la ambición de Tito Flaminino, quien, como cónsul de los Romanos, quería se le aplaudiese más que a un particular de la Arcadia, y en punto a beneficios creía que le excedía en mucho, por cuanto con sólo un pregón había dado la libertad a toda la Grecia, que antes servía a Filipo y los Macedonios. De allí a poco hace Tito paces con Nabis y muere éste de resultas de asechanzas que le pusieron los Etolos; y como con este motivo se excitasen sediciones en Esparta, aprovechando Filopemen esta oportunidad, marcha allá con tropas, y ganando por fuerza a unos y con la persuasión a otros, atrae aquella ciudad a la liga de los Aqueos, empresa que le hizo todavía mucho más recomendable a éstos, adquiriéndoles la gloria y el poder de una ciudad tan ilustre; y en verdad que no era poco haber venido Lacedemonia a ser una parte de la Acaya. Concilióse también los ánimos de los principales entre los Lacedemonios, por esperar que habían de tener en él un defensor de su libertad. Por tanto, habiendo reducido a dinero la casa y bienes de Nabis, que importaron ciento y veinte talentos, decretaron hacerle presente de esta suma, enviándole al efecto una embajada; pero entonces resplandeció la integridad de este hombre, que no sólo parecía justo, sino que lo era; porque ya desde luego ninguno de los Espartanos se atrevió a hacer a un varón como aquel la propuesta del regalo, sino que, temerosos y encogidos, se valieron de un huésped del mismo Filopemen, llamado Timolao, y después éste, habiendo pasado a Megalópolis y sido convidado a comer por Filopemen, como de su gravedad en el trato, de la sencillez de su método de vida y de sus costumbres observadas de cerca hubiese comprendido que en ninguna manera era hombre accesible a las riquezas o a quien se ganase con ellas, tampoco habló palabra del presente, y aparentando otro motivo de su viaje se retiró a casa, sucediéndole otro tanto la segunda vez que fue mandado. Con dificultad pudo resolverse a la tercera; pero, al fin, en ella le manifestó los deseos de la ciudad. Oyóle Filopemen apaciblemente, y pasando a Lacedemonia les dio el consejo de que no sobornasen a sus amigos y a los hombres de bien, pues que podían de balde sacar partido de su virtud, sino que más bien comprasen y corrompiesen a los malos, que en las juntas sacaban de quicio a la ciudad, para que, tapándoles la boca con lo que recibiesen, los dejasen en paz, pues que valía más sofocar la osada claridad de los enemigos que la de los amigos: ¡hasta este punto llegaba su integridad en cuanto a intereses!

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Advertido al cabo de algún tiempo el general de los Aqueos, Diófanes, de que los Lacedemonios intentaban novedades, pensaba en castigarlos, y ellos, disponiéndose a la guerra, traían revuelto el Peloponeso; mas en tanto, Filopemen trataba de reprimir y apaciguar el enojo de Diófanes, mostrándole que la ocasión en que cl rey Antíoco y los Romanos amenazaban a los Griegos con tan grandes fuerzas ponía al general en la necesidad de fijar allí su atención, no tocando los negocios de casa y haciendo como que no se veían ni se oían los errores de los propios. No le dio oídos Diófanes, sino que con Tito Flaminino entró por la Laconia, y como se encaminasen hacia la capital, irritado Filopemen se determinó a un arrojo, no muy seguro ni del todo conforme con las reglas de justicia, pero grande y propio de un ánimo elevado, cual fue el de pasar a Lacedemonia; y al general de los Aqueos y al cónsul de los Romanos, con no ser más que un particular, les dio con las puertas en los ojos; calmó los alborotos de la ciudad y volvió a incorporar a los Lacedemonios en la liga como estaban antes. Más adelante, siendo general Filopemen, tuvo motivos de disgusto con los Lacedemonios, y a los desterrados los restituyó a la ciudad, dando muerte a ochenta Espartanos, según dice Polibio; pero según Aristócrates, a trescientos cincuenta. Derribó las murallas; y haciendo suertes del territorio, lo repartió a los Megalopolitanos. A todos cuantos habían de los tiranos recibido el derecho de ciudad los trasplantó, llevándolos a la Acaya, a excepción de tres mil; a éstos, que se obstinaron en no querer salir de la Lacedemonia, los hizo vender, y después, para mayor mortificación, edificó con este dinero un pórtico en Megalópolis. Indignado hasta lo sumo con los Lacedemonios, y cebándose más en los que habían sido tratados tan indignamente, consumó por fin el hecho en política más duro y más injusto, que fue el de arrancar y destruir la institución de Licurgo, obligando a los niños y a los jóvenes a cambiar su educación patria por la delos Aqueos, por cuanto nunca abatirían su orgullo, manteniéndose en las leyes de aquel legislador. Y entonces, domados con tan grandes trabajos, puestos como cera en las manos de Filopemen, se hicieron dóciles y sumisos; pero más adelante, habiendo implorado el favor de los Romanos, salieron del gobierno de los Aqueos y recobraron y restablecieron el suyo propio en cuanto fue posible después de tales calamidades y trabajos.

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Cuando sobrevino la guerra de los Romanos contra Antíoco en la Grecia, Filopemen no ejercía ningún cargo, y como viese que Antíoco se entretenía con Calcis, muy fuera de sazón, con bodas y con amores de doncellas, y que los Sirios vagaban y se divertían por las ciudades sin jefes y en el mayor desorden, se lamentaba de no tener mando, y envidiaba a los Romanos la victoria: “Porque si yo fuera general- decía-, con todos éstos acabaría en las tabernas”. Vencieron después los Romanos a Antíoco, e internándose ya más en los negocios de los Griegos, iban cercando con sus tropas a los Aqueos, ayudados de los demagogos que estaban de su parte, y su gran poder prosperaba con el favor de su genio tutelar, estando próximos a la cumbre adonde había de elevarlos la fortuna. Entonces Filopemen, fortificándose como buen piloto contra las olas, en algunas cosas se veía precisado a ceder y contemporizar; pero en las más se oponía, y a los que en el decir y hacer tenían más influjo, procuraba atraerlos al partido de la libertad. Aristeno Megalopolitano, que era el de mayor poder entre los Aqueos, no cesaba de obsequiar a los Romanos, persuadido de que aquellos no debían oponérsele ni desagradarlos en las juntas; y se dice que Filopemen lo oía en silencio, pero lo llevaba muy a mal, y que, por fin, no pudiéndose ya contener en su enojo, le dijo a Aristeno: “Hombre ¡a qué afanarte tanto por ver cumplido el hado de la Grecia!” Manio, cónsul de los Romanos, que venció a Antíoco, solicitaba de los Aqueos que permitieran la vuelta a los desterrados de los Lacedemonios, y también Tito Flaminino instaba a Manio sobre este punto; pero se opuso Filopemen, no por odio contra los desterrados, sino porque quería que aquello se hiciese por él mismo y por los Aqueos, y no por Tito, ni en obsequio de los Romanos; nombrado general al año siguiente, él mismo los restituyó a su patria: ¡tanto era su espíritu para tenerse firme y contender con los poderosos!

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Hallándose ya en los setenta años de su edad, y nombrado octava vez general de los Aqueos, concibió la esperanza de que no sólo pasaría aquella magistratura en paz, sino que el estado de los negocios le permitiría vivir sosegado lo que le restaba de vida; porque así como las enfermedades son más remisas según van faltando las fuerzas del cuerpo, de la misma manera, yendo de vencida el poder en las ciudades griegas, se extinguía y apagaba en ellas el ardor de contender; parece, no obstante, que alguna furia, como atleta aventajado en el correr, lo llevó precipitadamente al término de la vida. Porque se dice que en una conversación, celebrando los que se hallaban presentes a uno de que era hombre sobresaliente para el mando de un ejército, contestó Filopemen: “¿Cómo ha de merecer ese elogio un hombre que vivo se dejó cautivar por los enemigos?” Pues de allí a pocos días Dinócrates de Mesena, que particularmente estaba mal con Filopemen, y además se hacía insufrible a todos por su perversidad y sus vicios, separó a Mesena de la Liga Aquea, y se dirigió contra una aldea llamada Colónide con intento de tomarla. Hizo la casualidad que Filopemen se hallase a la sazón en Argos con calentura; pero recibida la noticia, al punto marchó a Megalópolis, andando en un día más de cuatrocientos estadios; partió al punto de allí en auxilio de la aldea, llevando consigo a los de a caballo, que, aunque eran los más principales y muy jóvenes, gustosos entraron en la expedición por celo y por amor a Filopemen. Encaminándose a Mesena, y encontrándose junto al collado de Evandro con Dinócrates, que también iba en busca de ellos, a éste lograron rechazarlo; pero como sobreviniesen de pronto unos quinientos que habían quedado en custodia del país de Mesena, y tomasen los vencidos las alturas luego que los vieron, temiendo Filopemen ser envuelto, y mirando también por sus tropas, dispuso su retirada por lugares ásperos, poniéndose a retaguardia, haciendo muchas veces cara a los enemigos y atrayéndolos hacia sí; ellos, sin embargo, no se atrevían a embestirle, sino que sólo correspondían con gritería y carreras desde lejos. Separábase frecuentemente por causa de aquellos jóvenes, acompañándoles de uno en uno, y con esto no advirtió que había llegado a quedarse solo entre gran número de enemigos; nadie se atrevía, en verdad, a venir a las manos con él; pero de lejos le impelían y arrastraban a sitios pedregosos y cercados de precipicios, de manera que con dificultad gobernaba y aguijaba el caballo. La vejez, por la vida ejercitada que había tenido, le era ligera y en nada le estorbaba para salvarse; pero entonces, falto de fuerzas por la debilidad del cuerpo, y fatigado con tanto caminar, se había puesto pesado y torpe, y un tropiezo del caballo lo derribó al suelo. La caída fue terrible, y habiendo recibido el golpe en la cabeza quedó por largo rato sin sentido; tanto, que los enemigos, teniéndole por muerto, intentaron volver el cuerpo y despojarle; mas como levantando la cabeza se hubiese puesto a mirarlos, acudiendo en gran número le echaron las manos a la espalda, y, atándolo, se lo llevaron, usando de mil improperios e insultos con un hombre que ni por sueño podía haber temido semejante cosa de Dinócrates.

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En la ciudad, llegada la noticia, se pusieron muy ufanos, y corrieron en tropel a las puertas; pero cuando vieron que traían a Filopemen de un modo tampoco correspondiente a su gloria y sus anteriores hazañas y trofeos, los más se compadecieron y consternaron, hasta el punto de llorar y de despreciar el poder humano, teniéndole por incierto y por nada. Así, al punto corrió entre los más la voz favorable de que era preciso tener presentes sus antiguos beneficios y la libertad que les había dado, redimiéndoles del tirano Nabis; pero unos cuantos, queriendo congraciarse con Dinócrates, proponían que se le diese tormento y se le quitase la vida, como enemigo poderoso y difícil de aplacar, y mucho más temible para Dinócrates si lograba salvarse después que éste le había maltratado y hecho prisionero. Mas lo que por entonces hicieron fue llevarlo al que llamaban Tesoro, un edificio subterráneo al que no penetraban de afuera ni el aire ni la luz, y que no tenía puertas, sino que lo cerraban con una gran piedra que ponían a la entrada; encerrándolo, pues, en él, y arrimando la piedra, colocaron alrededor centinelas armados. Los soldados aqueos, luego que se rehicieron un poco de la fuga, echaron de menos a Filopemen sospechándole muerto, y estuvieron mucho tiempo llamándolo y tratando entre sí sobre cuán vergonzosa e injustamente se salvarían, habiendo abandonado a los enemigos un general que tanto había expuesto su vida por ellos; fueron, pues, más adelante con gran diligencia, y ya tuvieron noticia de cómo había sido cautivado, la que anunciaron a las ciudades de los Aqueos. Fue ésta para todos de grandísima pesadumbre y determinaron reclamar de los Mesenios a su general, enviando al intento una embajada, y entre tanto se preparaban para la guerra.

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Esto fue lo que hicieron los Aqueos; mas Dinócrates, temiendo en gran manera que en el tiempo mismo hallase su salvamento Filopemen, y deseando prevenir las disposiciones de los Aqueos, luego que fue de noche y que la muchedumbre de los Mesenios se retiró, abriendo el calabozo hizo entrar en él al ministro público, y ordenó que llevando un veneno se le propinara, sin apartarse de allí hasta que lo hubiese bebido. Estaba echado sobre su manto sin dormir, entregado al pesar y sobresalto; cuando vio luz y cerca de sí aquel hombre que tenía en la mano la taza de veneno, incorporándose con mucho trabajo, a causa de su debilidad, se sentó, y tomando la taza le preguntó si tenía alguna noticia de sus soldados, y especialmente de Licortas. Respondióle el ministro que los más habían logrado salvarse; dio con la cabeza señal de aprobación, y mirándole benignamente, “buena noticia me da,- le dijo-, pues que no todo lo hicimos desgraciadamente”; y sin decir ni articular más palabra, bebió y volvió otra vez a acostarse. El veneno no encontró obstáculo para producir su efecto, pues estando tan débil lo acabó muy pronto.

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Luego que la noticia de su muerte se difundió entre los Aqueos, las ciudades todas cayeron en la aflicción y desconsuelo, y, concurriendo a Megalópolis toda la juventud con los principales, no quisieron poner dilación ninguna en el castigo, sino que, eligiendo por general a Licortas, se entraron por la Mesena, talando y molestando el país, hasta que, llamados a mejor acuerdo, dieron entrada a los Aqueos. Dinócrates se apresuró por sí mismo a quitarse la vida; de los demás, cuantos dieron consejo de deshacerse de Filopemen, también se dieron por sí mismos la muerte; a los que aconsejaron que se le atormentase los hizo atormentar Licortas. Quemaron luego el cuerpo de Filopemen, y, recogiendo en una urna los despojos, dispusieron su conducción, no en desorden y sin concierto, sino reuniendo con las exequias una pompa triunfal, porque a un mismo tiempo se les veía ceñir coronas y derramar lágrimas; y juntamente con los enemigos cautivos y aherrojados se veía la urna tan cubierta de cintas y coronas, que apenas podía descubrirse. Llevábala Polibio, hijo del general de los Aqueos, y a su lado los principales de éstos. Los soldados, armados y con los caballos vistosamente enjaezados, seguían la pompa, ni tan tristes como en tan lamentable caso, ni tan alegres como en una victoria. De las ciudades y pueblos del tránsito salían al encuentro como para recibirle cuando volvía del ejército; acercábanse a la urna y concurrían a llevarla a Megalópolis. Cuando ya pudieron incorporárseles los ancianos con las mujeres y los niños, el llanto del ejército discurrió por toda la ciudad, afligida y desconsolada con tal pérdida, previendo que decaía al mismo tiempo de la gloria de tener el primer lugar entre los Aqueos. Diósele, pues, honrosa sepultura como correspondía, y en las inmediaciones de su sepulcro fueron apedreados los cautivos de los Mesenios. Siendo muchas sus estatuas y muchos los honores que las ciudades le decretaron, hubo un Romano que en los infortunios que la Grecia experimentó en Corinto propuso que se destruyeran todas para perseguirle después de muerto, en manifestación de que en vida había sido contrario y enemigo de los Romanos. Se trató este asunto y se hicieron discursos en él, respondiendo Polibio al calumniador, y ni Mumio ni los legados consintieron en que se quitasen los monumentos de tan insigne varón, sin embargo de la contradicción que en él habían experimentado Tito y Manio; y es que aquellos supieron preferir, según parece, la virtud a la conveniencia y lo honesto a lo útil, juzgando recta y racionalmente que a los bienhechores se les debe el premio y el agradecimiento por los que recibieron el beneficio, pero que a los hombres virtuosos les debe ser tributado honor por todos los buenos. Y esto baste de Filopemen.