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Vidas paralelas: Licurgo

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Nada absolutamente puede decirse que no esté sujeto a dudas acerca del legislador Licurgo, de cuyo linaje, peregrinación y muerte, y sobre todo de cuyas leyes y gobiernos, en cuanto a su establecimiento, se hacen relaciones muy diversas, siendo el tiempo en que vivió aquello en que menos se conviene. Algunos dicen que floreció contemporáneamente a Ífito, y que con él estableció la tregua olímpica, de cuyo número es el filósofo Aristóteles, que produce como testigo un disco que se guarda en Olimpia, en el que todavía se mantiene escrito el nombre de Licurgo. Los que han dado la cronología y sucesión de los reyes de Esparta, como Eratóstenes y Apolodoro, lo hacen no pocos años anterior a la primera Olimpíada. Timeo sospecha que hubo en Esparta en diversos tiempos dos Licurgos, y los sucesos de ambos por la excelencia se confundieron en uno, habiendo casi alcanzado el más antiguo los tiempos de Homero, y aun algunos dicen que llegó a ver a este poeta. También Jenofonte da a entender su antigüedad, diciendo que vivió cuando los Heraclidas; porque aunque en linaje fueron Heraclidas aún los últimos reyes de Esparta, en esto quiere significar que llama Heraclidas a los primeros de aquellos, inmediatos a Heracles. Mas en medio de esta confusión de la historia, para escribir la vida de este legislador, procuraremos seguir, entre las diferentes relaciones, las que envuelvan menos contradicción o estén apoyadas en la fe de más acreditados testigos. Aun el poeta Simónides no tiene por padre de Licurgo a Éunomo, sino a Prítanis; pero casi todos forman así la genealogía de Éunomo y Licurgo: que de Patrocles el de Aristodemo fue hijo Soo; de Soo, Euritión; de éste, Prítanis; de éste, Éunomo, y de Éunomo y su primera mujer, Polidectes, y después más joven Licurgo, de Dianasa, como lo escribió también Dieutíquidas, haciéndole sexto en orden desde Patrocles, y undécimo desde Heracles.

Entre sus ascendientes se señaló mucho Soo, porque en su reinado hicieron los Espartanos sus esclavos a los Hilotas y adquirieron gran extensión de terreno, quitándoles a los Árcades. Cuéntase también de este Soo que, hallándose sitiado por los Clitorios en un paraje áspero y falto de agua, convino en que les dejaría el terreno que por armas les había tomado si bebían de una fuente cercana él y cuantos con él estaban. Acordado así, y sellado con el recíproco juramento, al encaminarse a la fuente con los suyos ofreció el reino al que no bebiese; pero nadie pudo contenerse, y bebieron todos; entonces, bajando él el último, no hizo más que rociarse con el agua a presencia de los enemigos, y se marchó, reteniendo el terreno, porque no habían bebido todos. Mas aunque por estos sucesos logró mucha estimación, no fue de él, sino de su hijo, de quien los reyes de su raza se llamaron Euritiónidas; porque parece haber sido Euritión el primero que reformó en la autoridad real lo que tenía de demasiado absoluta, comunicando el poder y congraciándose con la muchedumbre; y de esta reforma, insolentándose de una parte el pueblo, y de otra haciéndose los reyes odiosos si querían usar de la fuerza, o poco respetables si cedían por condescendencia y debilidad, sucedió que por mucho tiempo cayó Esparta en anarquía y desorden: y éste fue el que quitó la vida al padre de Licurgo que ya reinaba; porque metiendo paz en cierta riña, fue herido con un cuchillo ordinario, y murió, dejando el reino a su hijo mayor, Polidectes.

Muerto éste de allí a muy breve tiempo, todos creían que le correspondía reinar a Licurgo, y entró a reinar hasta que se supo que la mujer del hermano estaba encinta. Cuando esto se divulgó, anunció que el reino pertenecía al niño, si fuese varón, y declaró que él reinaba como tutor. Llaman los Lacedemonios a los tutores de los reyes pródicos. Sucedió que la cuñada le envió ocultamente mensajes, e hizo proponerle que quería deshacerse del preñado, con tal que, casándose con él, reinasen en Esparta. Horrorizóse del intento, pero no lo contradijo; antes fingiendo que lo aprobaba y tenía a bien, le dijo que no era menester que ella se estropeara el cuerpo, o se pusiese en peligro apretándose o tomando hierbas, sino que a su cuenta quedaría deshacerse de él después de nacido. Entreteniéndola de este modo hasta el parto, cuando entendió que era llegada la hora de éste, envió personas que la observasen y estuviesen con cuidado en los dolores, con orden de que si lo que paría era hembra, se entregase al punto a las mujeres; pero si fuese varón, se lo llevaran, estuviera en la ocupación que estuviese. Estando, pues, él comiendo con los magistrados, dio aquella a luz un varón, y vinieron los ministros trayéndole el niño; tomóle en los brazos, y se cuenta que dijo a los circunstantes: “Os ha nacido un rey, oh Espartanos”; y que después le colocó en el trono real, dándole el nombre de Carilao, porque todos se mostraban muy alegres, ensalzando su prudencia y su justicia. Vino a reinar en todo unos ocho meses. Era, por otra parte, muy bien visto de los ciudadanos; y en mucho mayor número que los que le obedecían como a tutor del rey y depositario del mando, eran los que se le aficionaban por su virtud y se mostraban prontos a cuanto les mandase. Había, no obstante, quien le tenía envidia, y quien procuraba oponerse a sus aumentos viéndole todavía joven, principalmente los parientes y familiares de la madre del rey, la cual se miraba como agraviada; y el hermano de ésta, Leónidas, zahiriendo en una ocasión a Licurgo con demasiada osadía, se dejó decir que ya sabía que él había de reinar, haciendo nacer sospecha, y sembrando contra Licurgo la calumnia, si al rey le sucedía algo, de que había atentado contra él. Otras expresiones como ésta le llegaban también de la cuñada: por tanto, incomodado con ellas, y temeroso por lo que podía ocultársele, resolvió evitar con su ausencia toda sospecha, y andar peregrinando, hasta que el sobrino, hecho ya grande, hubiese dado sucesor al reino.

Embarcándose con esta determinación, se dirigió en primer lugar a Creta, donde se dio a examinar el gobierno que allí regía; y acercándose a los que tenían mayor concepto, admiró y tomó varias de sus leyes para trasladarlas y usar de ellas restituido a su casa; pero también hubo algunas que no le parecieron bien. Con amistad y agasajo inclinó a que pasase a Esparta a uno de los que gozaban mayor opinión de sabios y políticos, llamado Tales; en la apariencia, como poeta lírico, de que tenía fama, y para hacer ostentación de este dote; pero, en realidad, con el objeto de que hiciese lo que los grandes legisladores: porque sus canciones eran discursos que por medio de la armonía y el número movían a la docilidad y concordia, siendo de suyo graciosos y conciliadores. Así los que lo oían se dulcificaban sin sentir en sus costumbres, y por el deseo de lo honesto eran como atraídos a la unión, del encono que era entonces como endémico de unos contra otros; y parecía en cierta manera que aquel preparaba el camino a Licurgo para la educación. De Creta se trasladó Licurgo al Asia, queriendo, según se dice, comparar con el régimen cretense, que era moderado y austero, la profusión y delicias de los Jonios, como los médicos con los cuerpos sanos, los abotagados y enfermizos, para comprender mejor la diferencia de sus modos de vivir y de sus gobiernos. Descubriendo allí primero, según parece, los poemas de Homero guardados por los descendientes de Creofilo, y admirando en ellos entre los episodios que parece fomentan el deleite y la intemperancia, mezclada con gran artificio y cuidado mucha política y doctrina, los copió con ansia, y los recogió para traerlos consigo; pues aunque había entre los Griegos cierta fama oscura de estos poemas, eran pocos los que tenían de ellos algún trozo dislocado, como los había proporcionado el acaso; y Licurgo fue el primero que principalmente los dio a conocer. Los Egipcios creen que también los visitó Licurgo, y que admirado de la separación que ellos más que otros pueblos hacían de la clase de los guerreros, la trasladó a Esparta, y confinando a los artesanos y operarios, formó un pueblo verdaderamente urbano y brillante; y en esto aun hay algunos escritores griegos que convienen con los egipcios; pero que hubiese pasado también Licurgo a la Libia y a la Iberia, y que habiendo corrido la India hubiese tratado con los Gimnosofistas, fuera del Espartano Aristócrates el de Hiparco, no sabemos que lo haya dicho otro alguno.

Los Lacedemonios echaban mucho de menos a Licurgo en su ausencia, y diferentes veces le enviaron a llamar; porque en los reyes no advertían que se diferenciasen en otra cosa del vulgo que en el nombre y los honores, y en aquel se descubría un ánimo superior, y cierto poder que atraía las voluntades. Aun a los reyes no era repugnante su vuelta, sino que más bien esperaban que, hallándose presente, la muchedumbre se contendría en su insolencia. Volviendo, pues, cuando los ánimos estaban así dispuestos, inmediatamente concibe el designio de causar un trastorno, y mudar el gobierno: como que de nada sirve ni a nada conduce una alteración parcial en las leyes, sino que es menester hacer lo que los médicos con los cuerpos enfermos y agobiados con diferentes males, que exprimiendo y evacuando los malos humores con purgas y otros medicamentos les hacen comenzar otro género de vida. Con estos pensamientos, lo primero que hizo fue dirigirse a Delfos; y habiendo consultado al dios y héchole sacrificio, volvió con aquel tan celebrado oráculo en el que la Pitia le llamó caro a los Dioses, y dios más bien que hombre, y le anunció que, consultado sobre buenas leyes, el dios le daba e inspiraba un gobierno que se había de aventajar a todos. Alentado con esto, reunió a los principales, y los exhortó a que con él tomasen parte en las novedades: bien que antes reservadamente había tratado con sus amigos, y después se había acercado también a la muchedumbre, inclinándolos a su plan. Cuando llegó el momento, encargó a treinta de los próceres que de madrugada se presentaran armados en la plaza, para consternar e intimidar a los que pudieran oponerse; y de éstos Hermipo enumeró hasta veinte, los más distinguidos; pero el que más parte tuvo y más ayudó a Licurgo en el establecimiento de sus leyes se llamaba Artmíadas. Como se hubiese movido algún alboroto, el rey Carilao tuvo miedo, porque decía que de todo se le haría autor, y se refugió al templo Calcieco; pero después, a fuerza de persuasiones y asegurado con juramentos, se alentó, y volvió a tomar parte en lo que se hacía; porque era de ánimo apocado, tanto, que se cuenta que Arquelao, que reinaba con él, a los que en cierta ocasión le celebraban, les dijo: “¿Cómo no ha de ser buen hombre Carilao, cuando ni siquiera para los malvados es áspero?” Entre las muchas innovaciones hechas por Licurgo, la principal fue la creación del Senado, del que dice Platón que, unido a la autoridad real para templarla, e igualado con ella en las resoluciones, sirvió para los grandes negocios de salud y de freno; porque estando como en el aire el poder, e inclinándose, ora por parte de los reyes a la tiranía, y ora por parte de la muchedumbre a la democracia, equilibrado y contrapesado con la autoridad de los ancianos, que era a modo de un común presidio, tuvo ya más seguro orden y consistencia, adhiriéndose los veintiocho ancianos a los reyes, siempre que había que contrarrestar a la democracia, y dando vigor al pueblo para evitar la tiranía. Y dice Aristóteles que se establecieron en este número porque, siendo treinta los primeros que se asociaron a Licurgo, dos por miedo abandonaron el puesto; pero Esfeiro dice que desde el principio fueron en este número los elegidos para dar dictamen, acaso por la calidad del número siete multiplicado por cuatro, y porque, igual en sus partes, después del seis es perfecto; pero a mí me parece que la más cierta causa de haberse nombrado los ancianos en este número fue para que fuesen treinta entre todos, contándose con los veintiocho los dos reyes.

Tomó Licurgo con tanto cuidado este primer paso, que trajo de Delfos un vaticinio, a que se da el nombre de Retra y es de este tenor: “Edificando templo a Zeus Silanio y a Atenea Silania, conviene que tribuyendo tribus, fraternizando fratrias, y creando un Senado de treinta con los Arqueguetas, tengan éstos el derecho de congregar según los tiempos a los padres de familias entre Babica y Cnaquión, de tratar con ellos, y de disolver la junta.” En este vaticinio tribuir tribus, y fraternizar fratrias, es dividir y repartir el pueblo en secciones, de las cuales a las unas se les llamó tribus, y a las otras fratrias. Arqueguetas se decían los reyes, y congregar era reunir en junta pública; porque quiso que se refiriese a Apolo el principio y la causa del gobierno. Babica y Cnaquión llaman ahora al río Enunte; aunque Aristóteles dice ser Cnaquión el río, y Babica el puente. En el espacio que mediaba, se tenían las juntas públicas, sin que hubiese pórticos ni otro ningún aparato; creyendo que nada contribuían, sino que más bien dañaban estas cosas para el acierto, porque excitan en los ánimos de los concurrentes ideas fútiles y vanas, cuando fijan la vista en las estatuas, en las pinturas, en los balcones teatrales, y en los techos muy artificiosamente labrados. Congregada la muchedumbre, a ninguno de ella se le permitía hablar de otros asuntos, y sólo era dueño el pueblo de decir sobre el dictamen propuesto por los ancianos y los reyes; pero fue más adelante cuando alterando los de la muchedumbre, y violentando las propuestas con añadir o quitar, los reyes Polidoro y Teopompo añadieron esto a la Retra: “Mas si el pueblo no fuese por lo recto, permítese a los provectos y a los Arqueguetas el no aprobarlo, sino separar y desunir al pueblo, como que trastornan y contrahacen la propuesta fuera de lo conveniente”. Y éstos persuadieron también a la ciudad que el dios lo había ordenado; como de ello hace mención Tirteo en estos versos: ¡Oyeron con su oído, nos trajeron este oráculo y versos infalibles, que predijera por la Pitia Febo: “Tengan el mando los sagrados Reyes, que son tutores de la amable Esparta, y los graves ancianos, luego el pueblo, y se confirmarán las rectas leyes”.

Sin embargo de haber templado así Licurgo su gobierno, viendo todavía sus sucesores una oligarquía inmoderada y demasiado fuerte, o, según la expresión de Platón, hinchada y ambiciosa, la contuvieron como con un freno con la autoridad de los Éforos unos ciento y treinta años después de Licurgo, habiendo sido el primero que fue nombrado Éforo Élato, en tiempo del rey Teopompo; de quien se cuenta que, motejado por su mujer de que dejaba a sus hijos menor autoridad de la que había recibido le respondió: “Antes mayor cuanto más duradera”; porque, en realidad, con perder lo que en ella había de exceso, se libró de peligro; tanto, que no le sobrevinieron los males que los Mesenios y Argivos causaron a sus reyes, por no haber querido éstos ceder o relajar en favor del pueblo ni un punto de su autoridad: lo que hizo del todo patente la sabiduría y previsión de Licurgo a los que pusieron la vista, en las sediciones y desastrados gobiernos de los Mesenios y Argivos, pueblos vecinos suyos, y enlazados en parentesco, como lo eran sus reyes; pues habiendo sido al principio iguales, y aun, al parecer, mejor librados en el repartimiento, con todo les duró el bienestar muy poco tiempo, trastornada su constitución, de parte de los reyes por su altanería, y de parte de los pueblos por su inobediencia; manifestándose de este modo que fue una felicidad casi divina para Esparta haber tenido quien así concertase y templase su gobierno, pero esto fue más adelante.

La segunda y más osada ordenación de Licurgo fue el repartimiento del terreno; porque siendo terrible la desigualdad y diferencia, por la cual muchos pobres necesitados sobrecargaban la ciudad, y la riqueza se acumulaba en muy pocos, se propuso desterrar la insolencia, la envidia, la corrupción, el regalo, y principalmente los dos mayores y más antiguos males que todos éstos: la riqueza y la pobreza; para lo que les persuadió que, presentando el país todo como vacío, se repartiese de nuevo, y todos viviesen entre sí uniformes e igualmente arraigados, dando el prez de preferencia a sola la virtud, como que de uno a otro no hay más diferencia o desigualdad que la que induce la justa reprensión de lo torpe y la alabanza de lo honesto; y diciendo y haciendo, distribuyó a los del campo el terreno de Laconia en treinta mil suertes, y el que caía hacia la ciudad de Esparta en nueve mil, porque éstas fueron las suertes de los Espartanos. Algunos dicen que Licurgo no hizo más que seis mil suertes, y que después Polidoro, rey, añadió otras tres mil; y otros, que éste hizo la mitad de las nueve mil, y la otra mitad las había hecho Licurgo. La suerte de cada uno era la que se juzgó podría producir una renta, que era por el hombre setenta fanegas de cebada, y doce por la mujer, y una cantidad de frutos líquidos proporcionada; porque creyeron que ésta era comida suficiente para que estuviesen sanos y fuertes, sin que ninguna otra cosa les hiciese falta. Refiérese que mucho más adelante, volviendo él mismo de un viaje al país, en tiempo que acababa de hacerse la siega, al ver las parvas emparejadas e iguales, sonriéndose, había dicho a los que allí se hallaban: “Toda la Laconia parece que es de unos hermanos que acaban de hacer sus particiones.”

Intentaba repartir también los muebles para hacer desaparecer toda desigualdad y diversidad; pero cuando vio que así a las claras era mal recibida esta reforma, tomó otro camino y trajo a orden el lujo en estas cosas. Y en primer lugar, anulando toda la moneda antigua de oro y plata, ordenó que no se usase otra que de hierro, y a ésta en mucho peso y volumen le dio poco valor: de manera que para la suma de diez minas se necesitaba de un cofre grande en casa, y de una yunta para transportarla. Y con sola esta mudanza se libertó Lacedemonia de muchas especies de crímenes; porque ¿quién había de hurtar o dar en soborno, o trampear, o quitar de las manos una cosa que ni podía ocultarse, ni excitaba la codicia, ni había utilidad en deshacerla? Porque apagando, según se dice, en vinagre el hierro acerado hecho ascua, lo dejó endeble y de mal trabajar. Desterró además con esto las artes inútiles y de lujo, pues sin echarlas nadie de la ciudad, debieron decaer con la nueva moneda, no teniendo las obras despacho; por cuanto una moneda de hierro, que era objeto de burla, no tenía ningún atractivo para los demás griegos, ni estimación alguna; así, ni se podían comprar con ella efectos extranjeros de ningún precio, ni entraba en los puertos nave de comercio, ni se acercaba a la Laconia o sofista palabrero, o saludador y embelecador, u hombre de mal tráfico con mujeres, o artífice de oro y plata, no habiendo dinero: de esta manera, privado el lujo de su incentivo o pábulo, por sí mismo se desvaneció; y a los que tenían más que los otros de nada les servía, no habiendo camino por donde se mostrase su abundancia, que tenía que estar encerrada y ociosa. Pero para eso las cosas manuales y necesarias, como los lechos, las sillas, las mesas, se trabajaban entre ellos con primor; y el jarro laconio era el preferido por la tropa, según dice Critias: porque con su color cubría a la vista en el agua y demás cosas necesarias lo que podía hacerlas de mal beber; y pegándose y adhiriéndose a los bordes por dentro la tierra, si alguna tenía, quedaba con esto limpia la bebida. También esto debe atribuirse al legislador, porque, desterrados los artífices de cosas inútiles, en las necesarias mostraban su habilidad.

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Queriendo perseguir todavía más el lujo y extirpar el ansia por la riqueza, añadió otro tercer establecimiento, que fue el arreglo de los banquetes, haciendo que todos se reuniesen a comer juntos los manjares y guisos señalados, y nada comiesen en casa, ni tuviesen paños y mesas de gran precio, o pendiesen de cortantes y cocineros, engordando en tinieblas, como los animales insaciables, y echando a perder, con la costumbre, los cuerpos, incitados a inmoderados deseos y a la hartura, con necesidad de sueños largos, de baños calientes, de mucho reposo, y de estar como en continua enfermedad. Cosa era ésta admirada; pero más admirable todavía haber hecho indiferente y pobre la riqueza, como dice Teofrasto, con los banquetes comunes y con la sobriedad en la comida; porque ni tenía uso, ni empleo, ni vista u ostentación un magnífico menaje, concurriendo al mismo banquete el pobre que el rico; siendo ciertísimo aquel dicho vulgar, que de cuantas ciudades hay debajo del sol, sólo en Esparta se conserva Pluto ciego, y como una pintura se está quieto sin alma y sin movimiento. Ni comiendo en su casa les era dado ir después hartos a la mesa común, porque los demás observaban con cuidado al que no comía o bebía con ellos, y le tachaban de glotón y delicado, que desdeñaba el público banquete.

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Por lo mismo, se dice haber sido ésta la institución que mayor oposición encontró en los ricos, los cuales, sublevados contra él, gritando, se reunieron en gran número, y, por fin, le acometieron a pedradas, hasta obligarle a retirarse de la plaza corriendo. Y de los demás pudo escaparse y refugiarse al templo; pero un joven, demasiado pronto e iracundo, aunque de buena índole en lo demás, llamado Alcandro, le acosaba y perseguía, y al volverse hacia él, éste le hirió con una vara que llevaba, y le sacó un ojo. No se alteró Licurgo con tanto daño como había recibido, sólo se paró de frente, y mostró a los ciudadanos el rostro bañado en sangre, y saltado el ojo; entonces fue suma la vergüenza y sentimiento que los ocupó a todos, tanto, que pusieron en su poder a Alcandro, y le fueron acompañando hasta su casa, dándole muestras de su disgusto. Licurgo a los demás los despidió, alabando su porte; y en cuanto a Alcandro, mandándole entrar en casa, no hizo ni dijo contra él cosa que le ofendiese; solamente, diciendo a sus comensales y criados que se retirasen, le mandó que le sirviese. Alcandro, que era de buena disposición, hacía callando lo que se le ordenaba; y permaneciendo al lado de Licurgo, siguiendo su método de vida, pudo hacerse cargo de la dulzura de su carácter, de los afectos de su ánimo, de su arreglado porte, y de su dureza para el trabajo; con lo que le miro ya como debía, y dijo a sus camaradas y amigos que Licurgo no sólo no era ni áspero ni orgulloso, sino que él sólo era suave y afable para todos. Éste fue el castigo y pena que recibió: de ser un joven inquieto y altanero, quedar hecho un hombre bien educado y prudente. Licurgo, como monumento de su herida, edificó el templo de Atenea, a la que apellidó Optiletis, porque en el dialecto dórico a los ojos se les llama óptilos. Algunos, y entre ellos Dioscórides, que escribió un tratado sobre el gobierno de Lacedemonia, dicen que Licurgo fue sí herido, pero no perdió el ojo, y que edificó el templo en reconocimiento de la curación. De resulta de aquel desgraciado suceso, dejaron los Lacedemonios el uso de ir con bastón a las juntas públicas.

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Llamaban los Cretenses a los banquetes públicos andria, y los Lacedemonios, fidicia o porque eran oficinas de amistad y concordia, poniéndose la d en lugar de la l, o porque acostumbraban a la moderación y al ahorro. Tampoco hay inconveniente en que se hubiese arrimado por abuso la primera letra, como algunos quieren, habiéndose llamado edicia, de la comida. Reúnense de quince en quince, y apenas más o menos: pone cada uno de los concurrentes al mes una fanega de harina, ocho coas de vino, cinco minas de queso, dos minas y media de higos, y además, para comprar carne, muy poca cosa en dinero. Fuera de esto, los que sacrificaban primicias, o habían estado de caza, enviaban al banquete alguna parte; porque el que sacrificaba o estaba de caza, si se le hacía tarde, podía quedarse a comer en casa; los demás debían concurrir, y así, se guardó escrupulosamente por mucho tiempo; pues cuando el rey Agis volvió del ejército, después de haber vencido a los atenienses, quiso comer con su mujer, y habiendo enviado a pedir sus raciones, no vinieron en mandárselas los polemarcos; y porque de enfado al día siguiente no hizo el sacrificio a que era obligado, le multaron. A estos banquetes asistían también los muchachos, llevados a ellos como a escuelas de templanza, donde oían conversaciones políticas, y bajo la enseñanza de preceptores libres, se acostumbraban a chancearse, a usar de burlas sin chocarrería, y a sufrirlas, si se chanceaban con ellos; porque se tiene por muy propio de Lacedemonios saber sufrir las chanzas, y el que no las llevaba tenía que declararse ofendido, cesando entonces el que se chanceaba. A cada uno le decía al entrar el más anciano, mostrándole las puertas: “Fuera de éstas no ha de salir palabra.” Dicen que el recibimiento del que quería ser admitido a un banquete se hacía de este modo: tomaba en la mano cada uno de los de aquel banquete un trozo de masa, y al pasar el sirviente, que llevaba en la cabeza una vasija, lo echaba en ella como se echan los votos, el que admitía llanamente; pero el que repugnaba, apretándolo bien en la mano; haciendo aquí el mismo efecto el estar aplastado, que en los votos el estar agujereado; y con sólo encontrarse uno así, no lo admitían, porque querían que la reunión fuese con placer de todos. Al ser así desechado le decía xde se recogen los trozos de masa. De todos sus guisos el más recomendado es el caldo negro, y los ancianos no echan menos la carne, sino que la dejan para los jóvenes, contentándose por toda comida con aquel caldo. Refiérese de uno de los reyes del Ponto, que precisamente por el tal caldo compró un cocinero de Lacedemonia; y que habiéndolo gustado, se indignó contra éste, el cual le dijo: “¡Oh, señor, para que guste este caldo es menester bañarse en el Eurotas!” Después de haber bebido moderadamente se retiran sin farol, porque ni del banquete ni de otra parte es permitido ir con luz, para que se acostumbren a andar de noche resueltamente sin miedo. Y éste es el orden de los banquetes públicos.

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No dio Licurgo leyes escritas, y artes era ésta una de las llamadas retras; porque creía que lo más esencial y poderoso para la felicidad de la ciudad y para la virtud estaba cimentado en las costumbres y aficiones de los ciudadanos, con lo que permanecía inmoble, teniendo un vínculo más fuerte todavía que el de la necesidad, en el propósito firme y seguro del ánimo y en la disposición que produce en los jóvenes para cada cosa la educación preparada por el legislador. Para los tratos de poca entidad y de intereses, que según los casos ocurren ya de un modo o ya de otro, creyó ser lo mejor no circunscribirlos con la necesidad que inducen la escritura y los usos invariables, sino dejarlos para que los así educados juzguen de ellos según las circunstancias, que añaden o quitan; porque todo el negocio de la legislación lo hizo consistir en la crianza o educación. Era, pues, una de las retras, como se ha dicho, no usar de leyes escritas. Otra contra el lujo era la de que toda casa tuviera la armazón del tejado labrada de hacha, y las puertas de sola la sierra, sin otro instrumento; pues lo que después dijo Epaminondas de su mesa, “este convite no admite traición”, esto mismo lo había pensado antes Licurgo: “esta casa no consiente profusión y lujo”. Nadie a la verdad sería tan simple y menguado que en una casa pobre y popular fuese a poner o lechos con pies de plata, o alfombras brillantes, o vajilla de oro, u otra cosa de lujo consiguiente a éstas, sino que era preciso que a la casa correspondiese el lecho, a éste los paños, y a los paños todo el demás menaje y prevenciones. De este modo de vivir nació el que Leotíquidas el mayor, comiendo en Corinto, como viese que la armazón del techo de la casa era muy preciosa y artesonada, hubiera preguntado al huésped si entre ellos nacían escuadreados los maderos. Otra tercera retra refiérese de Licurgo, que era la que prohibía hacer guerra a los mismos enemigos, para que no se hagan guerreros con la costumbre de defenderse muchas veces; y esto fue de lo que tiempo adelante acusaron principalmente al rey Agesilao, porque con sus repetidas y multiplicadas incursiones y guerras en la Beocia había hecho contrarios dignos de los Lacedemonios a los Tebanos; y por lo mismo, viéndole herido Antálcidas, le dijo: “Éste es el premio con que los Tebanos te pagan su aprendizaje, pues no sabiendo ni queriendo pelear, tú se lo has enseñado”. A estos establecimientos les dio Licurgo el nombre de retras, como decretados por los Dioses y como sus oráculos.

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Como tenía por la mayor y más preciosa función del legislador el cuidado de la educación, tomándola de lejos, atendía como uno de los primeros objetos al matrimonio y a la procreación de los hijos; pues que no se dio luego por vencido en la empresa de hacer contenidas a las mujeres, como quiere Aristóteles, por no poder remediar la relajación e imperio de aquellas, a causa de que estando los hombres continuamente en el ejército tenían que dejarlas dueñas de todo, y que contemplarlas por lo mismo y llamarlas señoras; sino que también hizo en este punto lo que pudo. Ejercitó los cuerpos de las doncellas en correr, luchar, arrojar el disco y tirar con el arco, para que el arraigo de los hijos, tomando principio en unos cuerpos robustos, brotase con más fuerza; y llevando ellas los partos con vigor, estuviesen dispuestas para aguantar alegre y fácilmente los dolores. Removiendo, por otra parte, el regalo, el estarse a la sombra y toda delicadeza femenil, acostumbró a las doncellas a presentarse desnudas igualmente que los mancebos en sus reuniones, y a bailar así y cantar en ciertos sacrificios en presencia y a la vista de éstos. En ocasiones, usando ellas también de chanzas, los reprendían útilmente si en algo habían errado; y a las veces también, dirigiendo con cantares al efecto dispuestos alabanzas a los que las merecían, engendraban en los jóvenes una ambición y emulación laudables: porque el que había sido celebrado de valiente, viéndose señalado entre las doncellas, se engreía con los elogios; y las reprensiones, envueltas en el juego y la chanza, no eran de menos fuerza que los más estudiados documentos, mayormente porque a estos actos concurrían con los demás padres de familia los reyes y los ancianos. Y en esta desnudez de las doncellas nada había de deshonesto, porque la acompañaba el pudor y estaba lejos toda lascivia, y lo que producía era una costumbre sin inconveniente, y el deseo de tener buen cuerpo; tomando con lo femenil cierto gusto de un orgullo ingenuo, viendo que se las admitía a la parte en la virtud y en el deseo de gloria: así, a ellas era a quienes estaba bien el hablar y pensar como de Gorgo, mujer de Leónidas, se refiere, porque diciéndole, a lo que parece, una forastera: “¿Cómo vosotras solas las Espartanas domináis a los hombres?” “También nosotras solas- le respondió- parimos hombres”.

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Estas mismas cosas preparaban los casamientos: hablo de las reuniones de las doncellas, del presentarse desnudas y de sus combates en presencia de los jóvenes, que eran atraídos por una necesidad no geométrica, sino amorosa, como dice Platón. Tachó Licurgo además a los célibes con cierta infamia: porque eran desechados del espectáculo de las doncellas en sus pompas; y en el invierno les hacían los presidentes dar desnudos una vuelta por la plaza; y los que por allí pasaban les cantaban cierto cantar, en el que se decía que les estaba bien empleado por no obedecer a las leyes. Eran asimismo privados de los honores que los jóvenes tributaban a los ancianos: así, nadie reprendió lo que contra Dercílidas se dijo, sin embargo de ser un acreditado general; y fue que entrando él, uno de los jóvenes no le cedió el asiento, diciéndole: “Porque tú no dejas un hijo que me lo ceda a mí”. El casamiento era un rapto, no de doncellitas tiernas e inmaduras, sino grandes ya y núbiles. La que había sido robada era puesta en poder de la madrina, que le cortaba el cabello a raíz, y vistiéndola con ropa y zapatos de hombre, la recostaba sobre un mullido de ramas, sola y sin luz; el novio entonces, no embriagado ni trastornado, sino sobrio, como que venía de comer en el banquete público, se le acercaba, le desataba el ceñidor y se ayuntaba a ella, poniéndola sobre el lecho. Deteniéndose allí por poco tiempo, se retiraba tranquilamente adonde antes acostumbraba a dormir con los demás jóvenes; y en adelante hacía lo mismo, pasando el día con sus iguales, reposando con ellos, y no yendo en busca de la novia sino con mucha precaución, de vergüenza y de miedo de que lo sintiese alguno de los de adentro, en lo que le auxiliaba la novia, disponiendo y proporcionando que se reuniesen en oportunidad y sin ser notados de nadie; y esto solían ejecutarlo no por poco tiempo, sino que algunos tenían ya hijos antes de haber visto a sus mujeres a la luz del día. Este modo de comunicación no sólo era un ejercicio de continencia y moderación, sino que aun en los cuerpos los hacía de más poder, y en el amor como nuevos y recientes, no retirándose fastidiados o indiferentes como de un trato indecente, sino quedando siempre en uno y otro reliquias de deseo y de complacencia. Y sin embargo de haber conciliado a los casamientos tanto pudor y decencia, no por eso dejó de desterrar los celos necios y mujeriles; porque lo que hizo fue remover del matrimonio la afrenta y todo desorden, dejando en comunión de los hijos y su procreación a todos los que lo merecían, y mirando con desdén a los que trataban de hacer estas cosas exclusivas e incomunicables a costa de muertes y de guerras; porque el marido anciano de una mujer moza, si había algún joven gracioso y bueno a quien tratara y de quien se agradase, podía introducirlo con su mujer, y, mejorando de casta, hacer propio lo que así se procrease. También a la inversa era permitido a un hombre excelente, que admiraba a una mujer bella y madre de hijos hermosos, casada con otro, persuadir al marido a que le consintiese gozar para tener en ella, como en un terreno recomendable por sus bellos frutos, hijos generosos, que fuesen semejantes y parientes de otros como ellos. Porque en primer lugar no miraba Licurgo a los hijos como propiedad de los padres, sino que los tenía por comunes de la ciudad: por lo que no quería que los ciudadanos fueran hijos indiferentemente de cualesquiera, sino de los más virtuosos; y por otra parte notaba de necias y orgullosas las disposiciones en este punto de otros legisladores, los cuales para las castas de los perros y de los caballos, por precio o por favor, buscan para padres los mejores que pueden hallarse, y en cuanto a las mujeres, cerrándolas como en una fortaleza, no permiten que procreen sino de sus maridos, aunque sean o necios, o caducos, o enfermizos; como si los malos hijos no lo fueran, antes que en daño de los demás, en daño de los que tienen en sus casas y los crían, y por el contrario los buenos, si tienen la suerte de ser bien nacidos. Con ser tales entonces estos establecimientos en lo físico y en lo político, se estuvo tan lejos de la liviandad de que más adelante fueron tachadas las mujeres, que se hacía increíble en Esparta la maldad del adulterio: así se conserva en memoria el dicho de Geradas, uno de los antiguos Espartanos, el cual, preguntado por un forastero qué pena se daba en Esparta a los adúlteros, le respondió: “Entre nosotros, oh huésped, no los hay”. Y replicándole: “¿Y en el caso que los hubiese?” “Pagan- dijo Geradas- un toro tan grande, que por encima del Taigeto beba del Eurotas”. Como el forastero se admirase y repusiese: “¿Cómo puede haber buey tan grande?”, sonriéndose Geradas volvió a decirle: “¿Y cómo puede haber un adúltero en Esparta?” Y esto es lo que se refiere acerca de sus casamientos.

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Nacido un hijo, no era dueño el padre de criarle, sino que tomándole en los brazos, le llevaba a un sitio llamado Lesca, donde sentados los más ancianos de la tribu, reconocían el niño, y si era bien formado y robusto, disponían que se le criase repartiéndole una de las nueve mil suertes; mas si le hallaban degenerado y monstruoso, mandaban llevarle las que se llamaban apotetas o expositorios, lugar profundo junto al Taigeto; como que a un parto no dispuesto desde luego para tener un cuerpo bien formado y sano, por sí y por la ciudad le valía más esto que el vivir. Por tanto, las mujeres no lavaban con agua a los niños, sino con vino, haciendo como experiencia de su complexión, porque se tiene por cierto que los cuerpos epilépticos y enfermizos no prevalecen contra el vino, que los amortigua, y que los sanos se comprimen con él, y fortalecen sus miembros. Había también en las nodrizas su cuidado y arte particular; de manera que criaban a los niños sin fajas, procurando hacerlos liberales en sus miembros y su figura; fáciles y no melindrosos para ser alimentados; imperturbables en las tinieblas; sin miedo en la soledad, y no incómodos y fastidiosos con sus lloros. Por esto mismo muchos de otras partes compraban para sus hijos amas lacedemonias; y de Amicla, la que crió al ateniense Alcibíades, se dice que lo era; y a este mismo, según dice Platón, le puso Pericles por ayo a Zópiro, esclavo, que en nada se aventajaba a cualquiera otro esclavo. Mas a los jóvenes Espartanos no los entregó Licurgo a la enseñanza de ayos comprados o mercenarios, ni aun era permitido a cada uno criar y educar a sus hijos como gustase; sino que él mismo, entregándose de todos a la edad de siete años, los repartió en clases, y haciéndolos compañeros y camaradas, los acostumbró a entretenerse y holgarse juntos. En cada clase puso por cabo de ella al que manifestaba más juicio y era más alentado y corajudo en sus luchas, al cual los otros le tenían respeto, y le obedecían y sufrían sus castigos, siendo aquella una escuela de obediencia. Los más ancianos los veían jugar, y de intento movían entre ellos disputas y riñas, notando así de paso la índole y naturaleza de cada uno en cuanto al valor y perseverar en las luchas. De letras no aprendían más que lo preciso; y toda la educación se dirigía a que fuesen bien mandados, sufridores del trabajo y vencedores en la guerra; por eso, según crecían en edad, crecían también las pruebas, rapándolos hasta la piel, haciéndoles andar descalzos y jugar por lo común desnudos. Cuando ya tenían doce años no gastaban túnica, ni se les daba más que una ropilla para todo el año; así, macilentos y delgados en sus cuerpos, no usaban ni de baños ni de aceites, y sólo algunos días se les permitía disfrutar de este regalo. Dormían juntos en fila y por clases sobre mullido de ramas que ellos mismos traían, rompiendo con la mano sin hierro alguno las puntas de las cañas que se crían a la orilla del Eurotas; y en el invierno echaban también de los que se llaman matalobos, y los mezclaban con las cañas, porque se creía que eran de naturaleza cálida.

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Cuando ya habían venido a este estado, se manifestaban los apasionados y amadores de los jóvenes que más se señalaban, y también los ancianos concurrían más a menudo a sus gimnasios, hallándose en sus luchas y sus chanzas, no de paso, sino en términos de parecer que todos eran padres, ayos y superiores también de todos; de manera que no había momento vacío, ni lugar libre de amonestador y castigador del que en algo errase. Nombrábase además un director de los jóvenes de entre los varones de más autoridad; y éste por clases elegía como por cabo al más prudente y belicoso de los Eirenes. Dan este nombre a los que están en el segundo año de haber salido de la puericia, y el de Meleirenes, a los de más edad de los jóvenes. El Eirén, pues, que tenía veinte años, mandaba a los que le estaban sujetos en las peleas, y de los mismos se valía como de sirvientes en los banquetes públicos. A los más crecidos les mandaba traer leña, y verduras a los más pequeños, y para traerlo lo hurtaban, unos yendo a los huertos y otros introduciéndose en los banquetes de los hombres con la mayor astucia y sigilo; y el que se dejaba coger, llevaba muchos azotes con el látigo, haciéndosele cargo de desidioso y torpe en el robar. Robaban también lo que podían de las cosas de comer, estando en acecho de los que dormían o se descuidaban en su custodia, siendo la pena del que era cogido azotes y no comer; y, en general, su comida era escasa, para que por sí mismos remediaran esta penuria y se vieran precisados a ser resueltos y mañosos. Y éste era el objeto de la comida tan tasada: pero dicen que además servía para que los cuerpos creciesen: porque se tiene por cierto que el espíritu se difunde a lo largo cuando no tiene que detenerse y ocuparse mucho en lo ancho y profundo, comprimido del excesivo alimento, sino que va arriba por la misma ligereza, estando ágil el cuerpo, y prestándose con facilidad. Créese que conduce también para la belleza, porque las constituciones delgadas y esbeltas son más propias para que los cuerpos sean derechos, y las gruesas y bien mantenidas se oponen a esto por la pesadez; así como de las mujeres encinta se dice que, purgando, los hijos salen sí delgados, pero bellos y graciosos, por la ligereza de la materia, que es más dócil a la formación. Pero quede para mejor examen la causa de este suceso.

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Con tal diligencia hacían los muchachos estos hurtos, que se cuenta de uno que hurtó un zorrillo y lo ocultó debajo de la ropa, y despedazándole este el vientre con las uñas y con los dientes, aguantó y se dejó morir por no ser descubierto; lo que no se hace increíble aun respecto de los jóvenes de ahora, a muchos de los cuales hemos visto desfallecer aguantando los azotes sobre el ara de Ártemis Ortia. En los banquetes sentado el Eirén, a uno le mandaba cantar y a otro le dirigía alguna pregunta que pidiese una meditada respuesta, como por ejemplo: cuál de los hombres es el mejor, o qué le parecía tal acción de alguno. De este modo se acostumbraban desde luego a juzgar de lo bueno y honesto, y a poner cuidado en discernir las acciones de los ciudadanos, porque si preguntado alguno quién era buen ciudadano, o quién no tenía buen concepto, se hallaba dudoso en responder, teníanlo por señal de un espíritu tardo y poco inflamado en el amor de la virtud. La respuesta debía contener la causa, y una demostración encerrada en breve y cortada sentencia; y el castigo del que respondía sin reflexión era ser mordido por el Eirén en el pulgar. Muchas veces el Eirén, imponiendo estas penas a los muchachos a presencia de los ancianos y de los magistrados, daba las pruebas de que los castigaba con razón y como era debido; y mientras daba el castigo nada se le decía; pero, retirados los muchachos, se le hacía cargo si había sido en la reprensión más áspero de lo justo, o al revés, si había andado indulgente y blando. Los amadores tomaban parte en el concepto de los jóvenes en bien y en mal: así se dice que, habiendo un joven prorrumpido en la lucha con un grito impropio, fue multado su amador por los magistrados. Con todo de ser entre ellos tan recibido esto de tener amadores, que aun las mujeres de mayor opinión de bondad tenían doncellas a quienes amaban, no había celos ni envidias, sino que solía ser esto mismo principio de amistad entre sí en los que amaban a uno mismo, y de común acuerdo trabajaban en hacer a su amado el más excelente de todos.

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Era también una de las lecciones de los jóvenes enseñarlos a usar un lenguaje que tuviera cierta acrimonia mezclada con gracia, y que se hiciera muy notable por su concisión: porque con la moneda de hierro hizo Licurgo que en mucho peso tuviera poco valor, como hemos dicho; pero en cuanto a la moneda del lenguaje, por el contrario, quiso que en una dicción concisa y breve se encerrase mucho sentido; formando con el mismo silencio a los jóvenes sentenciosos y muy diestros en dar respuestas; porque así como en los dados a los placeres el exceso hace que por lo común queden débiles y enervados para la procreación, de la misma manera el inmoderado hablar hace la dicción necia y vacía de sentido. Dícese, pues, del rey Agis que burlándose un Ateniense de las espadas de los Lacedemonios por ser cortas, y diciendo que los jugadores de manos se las beberían con gran facilidad en sus tablados; “pues nosotros:- le respondió- alcanzamos muy bien con ellas a los enemigos”, a este mismo modo hallo yo que el lenguaje lacónico, que parece demasiado conciso, abraza bien los asuntos, y se clava en la mente de los oyentes: porque el mismo Licurgo parece que era también hombre de pocas palabras y muy sentencioso, si hemos de juzgar por las memorias que nos quedan: como, por ejemplo, en cuanto a gobierno, cuando a uno que deseaba se estableciese la democracia le respondió: “Establece tú primero democracia en tu casa.” Y en cuanto a sacrificios, que respondió al que le preguntaba por qué los había ordenado tan ligeros y de poco precio, “para que no nos quedemos algún día sin poder ser piadosos”; y en cuanto a los combates, que dijo no había prohibido a sus ciudadanos otras contiendas que aquellas en que no se extiende la mano. Corren también respuestas suyas de esta especie por cartas, como a los ciudadanos: ¿de qué manera nos libraremos de incursiones de los enemigos?- “si sois pobres y no podéis más uno que otro”; y acerca de las murallas, que “no está sin muros la ciudad que se ve coronada de hombres, y no de ladrillos”. Mas en cuanto a la autenticidad de estas cartas, tan difícil es dar como negar el asenso.

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De lo mal que estaban con los largos razonamientos pueden servir de muestra estos apotegmas: el rey Leónidas, a uno que intempestivamente razonó bien sobre negocios importantes: “Huésped- le dijo-, hablas de lo que no conviene como conviene.” Carilao, el sobrino de Licurgo, preguntado acerca de lo pocas que eran las leyes de éste, respondió que “los que gastan pocas palabras no han menester muchas leyes”. Arquidámidas, como algunos censurasen al sofista Hecateo, porque, convidado al banquete, nada había hablado en él: “El que sabe hablar- les dijo- sabe también el cuándo.” Sus dichos acres, que indiqué tenían también algún chiste, son por este término: Demarato, como un hombre notado por su conducta usase de chanzas con él, haciéndole impertinentes preguntas, y entre ellas le repitiese ésta muchas veces: “¿Quién es el mejor de los Espartanos?” “El que menos se parezca a ti”- le respondió- Agis, oyendo a algunos alabar a los de la Élide, porque fallaban con justicia en las fiestas olímpicas, “¿Qué mucho hacen los Eleensesdijo- en usar de justicia al cabo de cinco años en un solo día?”. Teopompo a un forastero que se mostraba afecto, y decía que sus conciudadanos le llamaban el amigo de los Espartanos: “Mejor te estaría, huésped, le respondió, que te llamasen el amigo de sus ciudadanos”. Plistónax, el de Pausanias, a un orador Ateniense, que llamó ignorantes a los Lacedemonios: “Muy bien dices- le repuso-, porque de los Griegos nosotros solos no hemos aprendido nada malo de vosotros”. Arquidámidas, a uno que preguntó cuántos eran los Espartanos: “Los bastantes- le dijo-, oh huésped, para acabar con los malos”. Aun en lo que decían como por juego se descubría el hábito que tenían formado; y es que se acostumbraban a no usar del habla sin objeto, y a no proferir voz ninguna que no encerrase un sentido digno de atención: así, el que fue convidado para oir a uno que imitaba muy bien al ruiseñor: “Yo- dijo- he oído al mismo ruiseñor muchas veces.” Otro, habiendo leído esta inscripción: Por querer apagar la tiranía fueron despojo del sangriento Marte, muertos de Selinunte ante las puertas. “Muy bien empleado- dijo- que muriesen, pues que no la dejaron que se abrasase toda.” Un joven, prometiéndole otro que le daría unos gallos que morían en la pelea: “Esos no- le dijo-; dame gallos que maten en la pelea.” Otro, viendo a algunos hombres que en un viaje eran llevados en sillas de manos: “No me dé Dios- dijo- que yo me siente donde no me ha de ser dado ceder el asiento a un anciano.” Era tal el carácter de sus apotegmas, que no sin causa dijeron algunos que más de espartano era el filosofar que el gustar de los ejercicios gimnásticos.

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No era menos atendida la educación que se les daba acerca del esmero y pureza en el lenguaje; y sus versos tenían cierto aguijón que elevaba el ánimo y promovía los intentos alentados y activos. La dicción era sencilla y sin ornato sobre asuntos graves y morales, siendo por lo común o elogios de los que habían muerto por Esparta, en los que se ponderaba su dichosa suerte, o reprensiones de los medrosos, haciendo ver la miserable y desgraciada vida que vivían, u ostentación también y jactancia de su virtud, que no desdecía de las respectivas edades: de los cuales poemas no será fuera de propósito presentar uno para muestra; porque formándose tres coros en las fiestas, según las edades, empezando el de los ancianos, cantaba: Fuimos nosotros fuertes y animosos cuando gozamos de la edad lozana. Respondiendo el de los hombres de florida edad, decía: Nosotros hoy lo somos: quien lo dude, venga, y la prueba le estará bien cara. El tercero de los mocitos: Nosotros lo seremos algún día, y a todos os haremos gran ventaja. Finalmente, si alguno pusiese la atención en los poemas lacónicos, que todavía nos quedan algunos, y examinase sus ritmos marciales, los que cantaban a la flauta al tiempo de embestir a los enemigos, juzgaría que no sin razón unieron Terpandro y Píndaro la fortaleza con la música; porque el primero cantó de los Lacedemonios: Florece allí de juventud el brío, la dulce musa y la justicia franca. Y Píndaro dice: Allí de los ancianos el consejo, la intrepidez de juventud brillante, los coros, y las musas, y el contento: porque a un tiempo los representan muy músicos y muy guerreros, Que andar suelen al lado uno de otro, usar bien del acero y de la lira, como dice el poeta espartano. Porque antes de la batalla el rey sacrificaba a las Musas, como en memoria de su educación, y de que se estaba en momentos críticos, para que aquellas los asistiesen en los peligros y diesen a los que combatían hacer cosas dignas de que se hablase de ellos.

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A veces, alzando la mano en la aspereza de la educación, no impedían a los jóvenes que tuvieran algún cuidado del cabello y de su adorno en armas y vestidos, mirándolos con la complacencia con que se mira a los caballos, orgullosos y engreídos al dirigirse al combate. Por tanto, criando cabello luego que salían de la edad pueril, ponían en él particular esmero entre los peligros de la guerra, para que apareciese limpio y bien peinado, teniendo presente cierta sentencia de Licurgo a este propósito, porque decía que el cabello a los bien parecidos los hacía más hermosos, y a los feos mucho más espantosos. Aun en los ejercicios usaban de más blandura cuando estaban en el ejército, y todo el método de vida no lo llevaban allí para con los jóvenes tan riguroso y tan tirante: de manera que sólo para ellos, entre todos los hombres, venía a ser la guerra un descanso de los ejercicios marciales. Formada la falange, y estando ya a la vista los enemigos, el rey hacía el sacrificio de una cabra, y al mismo tiempo daba la orden a todos de que se coronasen, y a los flautistas la de que tañesen el aire de Cástor, y también daba el tono para el himno de embestir; de manera que todo esto, hacía grave y terrible la vista de unos hombres que marchaban al numeroso sonido de las flautas, sin claros en la falange, sin turbación alguna en sus espíritus, y que más bien con semblante dulce y alegre eran por la música como atraídos al peligro; pues no era de creer que cayese o excesivo miedo o excesiva cólera en hombres así dispuestos, sino una gran calma de espíritu con esperanza y osadía, como si un dios se les apareciese. Marchaba contra los enemigos el rey, teniendo consigo a uno que llevase corona obtenida en los juegos solemnes: refiérese, por tanto, que uno a quien en Olimpia se le daban grandes sumas por no luchar, y no quiso recibirlas, sino que con la mayor fatiga luchó y venció a su contrario, diciéndosele después: “¿Qué es lo que has adelantado, oh Espartano, con la victoria?”, respondió sonriéndose: “Pelearé con los enemigos formado delante del rey.” Vencidos y puestos en retirada los enemigos, los perseguían sólo hasta dejar con su fuga bien asegurada la victoria; y después retirábanse ellos también, no reputando por acción generosa o digna de los Griegos el deshacer y aniquilar a los que cedían y dejaban el campo; lo que no sólo era honesto y laudable, sino útil también: porque sabiendo los que tenían guerra con ellos que acababan con los que eran obstinados, pero perdonaban a los que se rendían, tenían por más provechoso el retirarse que el hacerles frente.

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Del mismo Licurgo dice Hipias el sofista que era muy belicoso y experimentado en muchas expediciones, y Filostéfano le atribuye la distribución de la caballería en escuadrones, diciendo que el escuadrón, según aquel lo ordenó, era en número de cincuenta caballos, dispuestos en una formación que hacía cuadro; pero Demetrio Falereo es de sentir que de ningún modo se ocupó por sí en cosas de guerra, y que su gobierno fue pacifico. El haber dado su atención a la tregua de Olimpia inclina al mismo concepto de que era amante de la paz. Algunos refieren, según advierte Hermino, que Licurgo al principio no hizo caso ni tomó parte en las disposiciones de Ífito, y sólo yendo de viaje casualmente se halló de espectador a los juegos; pero que allí oyó a su espalda una voz como de hombre que le reprendía, y se maravillaba de que no inclinase a sus ciudadanos a tener parte en aquella solemne junta; y como volviéndose a ver quién era, de ningún modo viese presente al que le habló, reputándolo por cosa divina, se dirigió a Ífito, y contribuyó a hacer la fiesta más magnífica y más estable.

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La educación duraba aún en la edad adulta; porque a nadie se le dejaba que viviese según su gusto, sino que la ciudad era como un campo donde todos guardaban el orden de vida prescrito, ocupándose en las cosas públicas, por estar en la inteligencia de que no eran suyos, sino de la patria: por tanto, mientras otra cosa no se les ordenaba, se ocupaban en ver lo que hacían los jóvenes; en enseñarles alguna cosa provechosa, o en aprenderla de los más ancianos. Porque de las cosas buenas y envidiables que Licurgo preparó a sus ciudadanos fue una la sobra de tiempo, no permitiéndoles que se dedicasen en ninguna manera a las artes mecánicas, y no teniendo por qué afanarse en allegar caudal, cosa que cuesta mucho cuidado y trabajo, por haber hecho la riqueza inútil y aún despreciable. La tierra se la cultivaban los Hilotas, los cuales les pagaban el canon establecido. Hallándose un viajero espartano en Atenas a tiempo que estaban reunidos los tribunales, y sabiendo que uno a quien se había impuesto la pena de los holgazanes se retiraba apesadumbrado, acompañándole sus amigos, que también lo sentían, pidió a los que se hallaban presentes que le mostraran un hombre acusado por una causa tan liberal: ¡por tan propio de esclavos tenían el afán en las obras mecánicas y la codicia! De pleitos fue consiguiente que se acabasen con el dinero, no pudiendo haber entre ellos ni avaricia ni miseria; gozando todos de abundancia en la igualdad, y manteniéndose con poco por su parsimonia. Las danzas, los regocijos, los convites y los pasatiempos de la caza, el gimnasio y las tertulias ocupaban toda su vida, cuando no militaban.

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Los que no tenían treinta años no bajaban nunca a la plaza, sino que, por medio de sus parientes y amadores, hacían los acopios que habían menester. En los ancianos era también mal visto detenerse mucho tiempo en estas ocupaciones, y no gastar lo más del día en los gimnasios y en las tertulias, que hemos dicho las llamaban lescas; porque reunidos en éstas se entretenían honestamente unos con otros, sin acordarse de nada que condujese aumento de caudal o ganancia mercantil, sino que su principal ocupación consistía o en alabar una acción honesta, o en vituperar una cosa torpe, por juego, y con una risa que era maravillosamente útil para el aviso y la corrección; pues aun el mismo Licurgo no fue un hombre nimiamente severo; antes refiere Sosibio que introdujo la estatua de la risa, oportunamente, como un lenitivo del trabajo y de su género de vida, en los convites y en aquellos pasatiempos. En general, acostumbró a los ciudadanos a no querer ni aun saber vivir solos, sino a andar como las abejas, que siempre están en comunidad, siempre juntos alrededor de su caudillo, casi fuera de sí por el entusiasmo y ambición de parecer consagrados del todo a la patria; pudiendo verse esta idea aún en algunas de sus expresiones. Porque Pedareto, no habiendo sido elegido entre los trescientos, iba muy ufano, como regocijándose de que la ciudad tuviese trescientos que le aventajasen. Pisistrátidas, habiendo sido enviado de embajador con otros a los generales del rey de Persia, como éstos preguntasen si venían como particulares, o si eran enviados: “Si negociamos bien- respondió-, somos embajadores públicos; si no, venimos por nosotros mismos”. Argileonis, madre de Brásidas, viendo entrar en su casa a unos ciudadanos de Anfípolis que habían hecho viaje a Lacedemonia, les preguntó si Brásidas había muerto con honor y de un modo digno de Esparta; y celebrándole éstos a su hijo, y diciendo que otro igual no le tenía Esparta: “No digáis eso, huéspedes- les repuso-: Brásidas era bueno y honrado; pero Lacedemonia tiene otros muchos varones más excelentes que él.”

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Al principio nombró el mismo Licurgo a los senadores, como hemos dicho, de entre los que le habían aconsejado y sostenido; pero luego, en lugar del que moría, estableció que se eligiese el que fuese reputado por más virtuoso entre los que pasaban de sesenta años. Contienda era ésta, sin duda, la más grande y más digna de disputarse de cuantas pueden ocurrir entre los hombres; porque no se trataba de elegir entre los ágiles el más ágil, entre los fuertes el más fuerte, sino de que el que fuese reputado por más virtuoso y prudente entre los prudentes y virtuosos tuviese para toda la vida por premio de la virtud un gran poder en la república, siendo dueño de la muerte, de la infamia, y en general de las cosas de más entidad. Hacíase la elección de esta manera: reunido el pueblo, elegía ciertos hombres de probidad, los que eran encerrados en una estancia próxima, donde, no pudiendo ni ver ni ser vistos, oían, sin embargo, la gritería de los congregados; porque era el clamor público el que decidía de la elección entre los candidatos, los cuales, no todos de una vez, sino de uno en uno por suerte, daban en silencio un paseo ante la junta. Los encerrados tenían unas listas, y en ellas señalaban el punto a que respecto de cada uno subía la gritería, no sabiendo de quién se trataba, sino sólo que fue el primero, el segundo, el tercero, u otro, según el número de los que habían ido pasando; y aquel por quien había sido de mayor número y más sostenida, era el que quedaba nombrado. Coronábase éste y visitaba los templos, llevando en su seguimiento a muchos jóvenes que lo ensalzaban y proclamaban, y también muchas mujeres, que con cánticos le elogiaban y le daban el parabién. Cada uno de sus apasionados le obsequiaba con un convite, diciéndole: “Con esta mesa te honra la patria.” Pasaba de allí al banquete público, donde todo se hacía según costumbre, excepto que al presentarle la segunda porción la tomaba y la guardaba; y después del banquete, a la puerta misma del edificio, concurriendo allí las mujeres de su parentela, llamaba a la que tenía en más aprecio, y, dándole la porción, le decía: “Que habiéndola recibido como premio, se la regalaba”; con lo que las demás, elogiándola también, la acompañaban a su casa.

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Arregló asimismo Licurgo perfectamente lo relativo a los entierros; porque trató en primer lugarde desterrar toda superstición, y, por lo tanto, no prohibió que se sepultasen los muertos dentro de la ciudad y que se pusiesen sus monumentos cerca de los templos; criando y familiarizando a los jóvenes con estos espectáculos, para que no se turbasen ni horrorizasen con la muerte, ni se tuviesen por contaminados con sólo tocar un cadáver o pasar por delante de una sepultura. Después mandó que nada se enterrase con el muerto, y sólo se envolviese en un paño encarnado con hojas de olivo. No era tampoco permitido inscribir otro nombre que el de quien moría en la guerra o el de las sacerdotisas. Señaló un tiempo muy limitado para el duelo, nada más que once días: al duodécimo se hacía un sacrificio a Deméter, y con esto debía cesar el duelo: porque no quiso ni ocio ni inacción; y en todo había mezclado, con lo que con templó preciso, o una excitación a la virtud o una invectiva contra el vicio. Cuidó también de que por todas partes hubiese en la ciudad muchedumbre de ejemplos, con los que criados y como impelidos los ciudadanos, era preciso que se excitasen y formasen a lo bueno y honesto. No le agradó, por tanto, que cualquiera saliese de viaje o anduviese por otras tierras, para que no trajeran costumbres extranjeras, usos de gente indisciplinada y diferencia de ideas sobre gobierno; y aun dispuso que se mandara salir a los extranjeros que sin objeto útil se fuesen introduciendo en la ciudad; no, como cree Tucídides, por miedo de que se hiciesen imitadores de su gobierno, y de que aprendiesen algo conducente a la virtud, sino antes para que no fuesen maestros de algún vicio. Porque con los cuerpos forasteros precisamente se han de introducir voces extranjeras; las voces nuevas llevan consigo nuevos pensamientos, de los que es preciso se originen muchos afectos y deseos discordes, que no guarden consonancia, como si fuese una armonía, con el gobierno establecido: por lo mismo, creía que más debía guardarse la ciudad de que tuviesen entrada las malas costumbres que de que se introdujesen cuerpos contagiados.

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En todo lo dicho, ningún vestigio hay de injusticia o de codicia que es lo que algunos achacan a las leyes de Licurgo, las cuales, dicen, así como proveen completamente a la fortaleza, son defectuosas en cuanto a la justicia. Si la llamada Criptia hubiese sido una de las instituciones de Licurgo, como dice Aristóteles, ésta habría sido la que a Platón le hubiera hecho formar el mal concepto que formó de aquel gobierno y del que lo estableció. Era de esta forma: los magistrados a cierto tiempo enviaban por diversas partes a los jóvenes que les parecía tenían más juicio, los cuales llevaban sólo su espada, el alimento absolutamente preciso, y nada más. Éstos, esparcidos de día por lugares escondidos, se recataban y guardaban reposo; pero a la noche salían a los caminos, y a los que cogían de los Hilotas les daban muerte; y muchas veces, yéndose por los campos, acababan con los más robustos y poderosos de ellos. Refiere Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso que, habiendo sido coronados como libres aquellos Hilotas que primero los Espartanos habían señalado como sobresalientes en valor, recorrieron así los templos de los Dioses, y de allí a poco, desaparecieron de repente, siendo más de dos mil en número, sin que ni entonces ni después haya podido nadie dar razón de cómo se les dio muerte. Aristóteles es también quien principalmente escribe que los Éforos lo primero que hacían al entrar en su cargo era denunciar la guerra a los Hilotas, para que no fuera cosa abominable el matarlos. Por otras cosas odiosas y duras se dice que se les hacía pasar, tanto, que obligándolos a beber inmoderadamente los llevaban por los banquetes públicos para que vieran los jóvenes lo que es la embriaguez, y los obligaban a entonar canciones y bailar danzas indecentes y ridículas, no permitiéndoles las que eran de hombres libres: por esto dicen que más adelante, mandándoseles a los Hilotas que fueron hechos cautivos por el ejército levantado en Tebas contra Esparta, que cantasen los poemas de Terpandro, de Alcmán y Espendente el Lacedemonio, se excusaron diciendo que no querían sus amos. Parece, por tanto, que los que dijeron que en Esparta los libres eran completamente libres, y los esclavos, esclavos hasta lo sumo, comprendieron muy bien lo que en este punto iba de Esparta a otros pueblos. Pienso, pues, que esta dureza se introdujo en Esparta más adelante, especialmente después del gran terremoto de resulta del cual se dice que los Hilotas, incorporándose con los Mesenios, causaron graves daños en toda la región, y pusieron a la ciudad en gran peligro: porque no atribuiría yo a Licurgo una institución tan atroz como la Criptia, infiriendo su carácter de la humanidad y justicia que en los demás de su vida resplandece, confirmado con el testimonio de Apolo.

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Identificados ya con la costumbre sus principales establecimientos, y fortalecido suficientemente el gobierno para poder marchar por sí, y salvarse también por sí mismo, como con respecto al mundo dice Platón que Dios se complació al verle formado, y que se movía con el movimiento primero que le había impreso; de la misma manera regocijado y contento con la belleza y excelencia de su legislación puesta en obra, y que seguía su camino, meditó cómo, en cuanto es dado a la humana prudencia, la haría inmortal e inalterable para lo futuro. Congregándolos, pues, en junta a todos, les hizo presente que en general estaba todo bastante bien ordenado en la ciudad para hacerla feliz y virtuosa; pero lo más esencial y de mayor fuerza no lo introduciría sin haber antes acudido al oráculo de Apolo; por tanto, que deberían atenerse a las leyes establecidas y no alterar o innovar nada en ellas hasta que él volviese de Delfos; porque entonces haría lo que el dios prescribiese. Convinieron todos en ello, y le exhortaron al viaje; y con esto, tomando juramento primero a los reyes y senadores, y después a todos los ciudadanos, de que se mantendrían y vivirían en el gobierno constituido hasta que él volviese, partió Licurgo a Delfos. Presentado ante el oráculo, y haciendo sacrificio al dios, le preguntó si sus leyes eran propias y suficientes para que su ciudad fuese feliz y virtuosa, a lo que, como le respondiese el dios que las leyes estaban perfectamente establecidas, y que la ciudad sería muy ilustre y celebrada si se mantuviese en el gobierno de Licurgo, escribiendo este oráculo, lo envió a Esparta; mas él, haciendo otro sacrificio al dios, y saludando a sus amigos y a su hijo, resolvió no dejar libres a sus ciudadanos del juramento, sino más bien salir espontáneamente de la vida, hallándose ya en una edad en la que se está en sazón o de vivir todavía, o de hacer punto si se quiere, cuando todo parece que ha llegado al colmo de la felicidad. Quitóse, pues, la vida con no comer, creyendo que en los hombres públicos conviene que aun la muerte no deje de ser pública, ni sin fruto el término de su vida, sino que éste participe de su virtud y de su actividad: y que para el que había ejecutado cosas tan grandes, el fallecimiento debía ser verdaderamente el remate de su felicidad, y su muerte, como la guarda de los bienes y dichas que durante su vida había preparado a sus ciudadanos, pues que le estaban ligados con el juramento de que se mantendrían en aquel gobierno hasta que volviese. Y no se engañó en su juicio, porque Esparta sobresalió en la Grecia en gobierno y en gloria por los quinientos años que observó las leyes de Licurgo; esto es, mientras que no hizo novedad en ellas ninguno de los catorce reyes que hubo desde él hasta Agis el de Arquidamo; puesto que la creación de los Éforos no fue mudanza, sino adición hecha al gobierno, e introducida al parecer en favor del pueblo, más bien sirvió para corroborar la aristocracia.

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Reinando, pues, Agis, se entrometió el dinero en Esparta, y con el dinero la invadió también la codicia y el ansia de la riqueza por medio de Lisandro, que, con ser inaccesible al dinero, llenó, sin embargo, a su patria de amor a la riqueza y de lujo, introduciendo en ella el oro y la plata y trastornando las leyes de Licurgo; reinando las cuales hasta allí no parecía que Esparta era un pueblo regido con un gobierno, sino una persona que hacía vida ejercitada y filosófica; o, por mejor decir, así como los poetas fingen que Heracles, no teniendo más consigo que una piel y un palo, recorría la tierra castigando a los tiranos injustos y crueles, de la misma manera esta ciudad, con sola una escítala y una mala ropilla, dominando a la Grecia muy según su grado y voluntad, deshizo autoridades injustas y tiránicas que se habían introducido en los gobiernos, decidió sobre guerras y sosegó tumultos, muchas veces sin ni siquiera mover un escudo, sino con sólo enviar un mensajero, al que todos acudían para hacer lo que se les mandaba y ordenaba, como las abejas cuando la reina se presenta: ¡tanto era lo que prevalecía en buenas leyes y en justicia! Así, yo no puedo menos de maravillarme de los que dicen que los Lacedemonios sabían ser mandados, pero ignoraban el mandar, y de los que celebran aquel apotegma del rey Teopompo, el cual, diciéndole uno que Esparta se había salvado por sus reyes, que sabían mandar: “Mejor por sus ciudadanos- le respondió-, que saben obedecer.” Porque no sufren el obedecer al que no es capaz de imperar, y la obediencia es instrucción que viene del que gobierna; porque el mandar bien es lo que produce el bien ejecutar; y a la manera que la perfección del arte de la equitación consiste en hacer al caballo manso y dócil, así es propio de la ciencia de reinar el formar súbditos obedientes. Los Lacedemonios, pues, inspiraban a los demás, no docilidad, sino deseo de ser mandados y de obedecerles: así es que no iban a pedirles o naves, o dinero, o soldados, sino un general espartano: y en alcanzándole, le empleaban con honor y respeto, como a Gilipo los Sicilianos, los de Calcis a Brásidas, y a Lisandro, Calicrátidas y Agesilao todos los habitantes del Asia: teniendo a estos grandes varones por moderadores y reguladores de cada pueblo y de quien le gobernaba, y mirando a la misma ciudad de Esparta como aya y maestra de una vida arreglada y de un gobierno bien ordenado; según lo cual, parece satirizó Estratonico a los pueblos; prescribiendo y mandando como por burla a los Atenienses ordenar procesiones; a los de Élide arreglar combates, como que en esto sobresalían, y a los Lacedemonios azotarlos cuando no lo hiciesen bien; lo que sólo se inventó para hacer reír; pero Antístenes el Socrático, viendo a los Tebanos muy orgullosos después de la batalla de Leuctras, dijo que en nada se diferenciaban de unos muchachuelos que se vanagloriaban de haber dado una zurra a su ayo.

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Mas no entró en las miras de Licurgo dejar una ciudad que imperase a otras muchas, sino que, creído de que como en la vida de los hombres, así también en la de las ciudades, la felicidad no podía provenir sino de la virtud y de la concordia entre sí, con relación a esto la ordenó y conformó para que sus ciudadanos por muy largo tiempo se conservasen libres, independientes y moderados. Y este mismo tipo de gobierno se propusieron Platón, Diógenes y Zenón, y todos cuantos son alabados por haber querido hablar de estas cosas, con no habernos dejado más que letras y palabras. Licurgo, pues, que sacó a luz, no letras y palabras, sino un gobierno inimitable, y que a los que tenían por quimera la que llamaban disposición o idea de un sabio, les puso ante los ojos a toda una ciudad filosofando, justamente excedió en gloria a todos cuantos han puesto mano en estas cosas entre los griegos. Por esto dijo Aristóteles que gozaba en Lacedemonia unos honores muy inferiores a los que le eran debidos, no obstante ser grandes los que se le hacen, porque le está consagrado un templo, y, como a dios, se le hacen cada año sacrificios; dícese también que traídos a la patria sus despojos, cayó un rayo en el sepulcro; lo que no ha sucedido a ninguno otro de los personajes distinguidos, sino después a Eurípides, que murió y fue sepultado en Macedonia junto a Aretusa; de manera que fue para los apasionados de Eurípides una grande excelencia y un testimonio muy favorable el que le hubiese sucedido lo mismo que al hombre más amado de los Dioses y más santo le había sucedido antes. Algunos dicen que Licurgo murió en Cirra; y Apolótemis, que caminando a Élide; Timeo y Aristóxeno, que viviendo en Creta: y éste añade que los cretenses de Pergamina muestran su sepulcro junto a la carretera. Dícese que no dejó otro hijo que Antioro, muerto el cual sin hijos, se extinguió su línea; pero sus amigos y parientes suscitaron una fiesta que duró por largo tiempo; y a los días en que tocaba los llamaban licúrgicos. Aristócrates el de Hiparco dice que los huéspedes de Licurgo, habiendo éste muerto en Creta, a su ruego quemaron su cuerpo, y arrojaron las cenizas al mar, para precaver el que, llevados sus despojos en algún tiempo a Lacedemonia, mudaran el gobierno, como que había vuelto y se había desatado el juramento, que es lo que hay que decir de Licurgo.