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Vidas paralelas: Pelópidas

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Catón el mayor, como algunos celebrasen desmedidamente a un hombre de arrojado y atrevido en las cosas de la guerra, les advirtió que había gran diferencia entre tener en mucho la virtud y tener en poco el vivir; perfectísimamente a mi entender. Militaba con Antígono un varón muy resuelto, pero endeble y flaco de cuerpo; preguntóle, pues, el rey la causa de estar descolorido, y le confesó que padecía una enfermedad oculta. El rey, manifestándole su aprecio, dio orden a los médicos para que no omitiesen nada en su asistencia y remedio; pero curado por esta diligencia aquel valiente, ya no era arrojado ni pronto en los combates, tanto, que Antígono se lo echó en cara, admirándose de semejante mudanza; él no le negó la causa, diciéndole: “Tú ¡oh rey! eres quien me has hecho menos determinado librándome de aquellos males por los que menospreciaba la vida”. A este mismo propósito dijo un Sibarita, hablando de los Esparcíatas, que no hacían mucho en morir en la guerra para salir de tanto trabajo y de tan mal trato como se daban. Mas si entre los Sibaritas, ennoblecidos con el regalo y el deleite, de los que por celo y amor de la virtud no temían la muerte podía decirse con razón que aborrecían la vida, para los Lacedemonios era acto de virtud el vivir y el morir con ánimo alegre, según aquel epicedio: Porque, según se dice, mueren éstos no reputando un bien la vida o muerte; sino el que la virtud presida a entrambas: pues ni el evitar la muerte es reprensible, cuando no se quiere vivir afrentosamente, ni el exponerse a ella es laudable, si se hace por tener en poco el vivir. Así, Homero, a los varones osados y belicosos, los hace siempre salir bien armados y defendidos a los combates, y los legisladores de los Griegos castigan al que pierde el escudo y no al que, arroja la espada y la lanza; enseñando con esto que primero es no recibir daño que causarlo a los enemigos, y que esto es lo que cada uno debe tener presente; pero en especial el que manda en una ciudad o en un ejército.

Porque si, como discurría Ifícrates, las tropas ligeras dicen semejanza con las manos, la caballería con los pies, el grueso del ejército con el pecho y el torso todo, y el general con la cabeza, arriesgándose éste temerariamente no parecería que se olvidaba de sí mismo solamente, sino de todos, que tienen en él librada su salud, y al contrario. Así, Calicrátidas, aunque hombre grande en todo lo demás, no tuvo razón en la respuesta que dio al Agorero; rogábale éste que se guardara de la muerte que le denunciaban las víctimas, y él le contestó que no pendía Esparta de uno solo: pues, peleando, navegando y siendo mandado, Calicrátidas no era más que uno; pero de general, tomando sobre sí la suerte de todos, ya no era uno sólo aquel con quien tan grandes intereses iban a perderse. Mejor lo hizo Antígono el mayor cuando, al trabarse el combate naval cerca de Andro, diciéndole uno que eran muchas más las naves de los enemigos, “pues qué- le replicó-, ¿no te haces cargo que yo valgo por muchas?” ¡Grande ornamento del mando quien con destreza y virtud hace lo que se ha propuesto, y cuya atención primera es salvar al que ha de salvarlo todo! Por tanto, juiciosamente, Timoteo, como Cares mostrase un día a los Atenienses algunas cicatrices en su cuerpo y el escudo pasado de una lanzada, “pues yo- les dijo- estoy muy avergonzado de que cuando tenía sitiada a Samo me hubiese caído muy cerca un dardo, porque me conduje más juvenilmente de lo que correspondía a un general que tenía bajo su mando tantas tropas”. Porque cuando va un grande interés en que se arriesgue el general, entonces está muy bien que trabaje y lo ponga todo en el tablero sin ningún miramiento, enviando noramala a los que le vengan con el refrán de que el buen general debe morirse de vejez, o a lo menos morir viejo; pero cuando es de poca importancia lo que se ha de sacar del vencimiento, y todo se pierde si el general cae, entonces nadie debe pretender de éste una hazaña peligrosa, que sería más bien de un soldado raso. Me ha parecido oportuno empezar por estas advertencias cuando voy a escribir las vidas de Pelópidas y Marcelo, varones eminentes, pero que perecieron por inconsideración; pues con ser ambos muy denodados en el pelear, ornamento uno y otro de su patria por sus brillantes mandos, y opuestos a los más terribles contendores, siendo éste, según se dice, el primero que quebrantó a Aníbal, y habiendo aquel vencido en batalla campal a los Lacedemonios que dominaban en tierra y en mar, expusieron su vida con temerario arrojo por no haber tenido de sí mismos la debida cuenta, precisamente en el momento en que más necesidad había de su conservación y de su mando, que es por lo que, llevados de esta semejanza, hemos puesto en cotejo las vidas de ambos.

La familia de Pelópidas, hijo de Hipoclo, era, como la de Epaminondas, de las más ilustres de Tebas. Crióse con las mayores conveniencias, y, entrando todavía joven en la administración de una casa opulenta, se dedicó desde luego a dar socorros a los necesitados que contemplaba dignos, para ser verdaderamente dueño y no esclavo de las riquezas, pues la mayor parte de los hombres, como dice Aristóteles, o no usan de las riquezas, por avaricia, o abusan por desarreglo, y así como éstos se ve que son esclavos del regalo y los deleites, aquellos lo son de la vigilancia y el cuidado. Los socorridos, pues, se valieron con reconocimiento de la liberalidad y humanidad que en Pelópidas encontraban; sólo de Epaminondas no pudo recabar que disfrutase de su riqueza, sino que, a la inversa, él participó de la escasez de éste en lo pobre del vestido, en la frugalidad de la mesa y en la tolerancia de los trabajos, complaciéndose en su propia sencillez al frente del ejército, a la manera del Capaneo de Eurípides, que, con tener muchos bienes, no hacía alarde de su opulencia, sino que se hubiera avergonzado de dar indicios de que para su persona hacía más gasto que el menos favorecido de la Fortuna entre los Tebanos. Pues con serle ya a Epaminondas familiar y hereditaria la pobreza, hízola todavía más tolerable y ligera, entregándose a la filosofía y eligiendo desde luego el estado de célibe; Pelópidas, aunque había hecho una boda brillante y tenía hijos, no por eso dejó de distraerse del cuidado de su hacienda, con lo que, y con ocupar todo el tiempo en la causa pública, disminuyó su patrimonio; como los amigos se lo reprendiesen, diciéndole que hacía mal en mirar con abandono una cosa tan precisa como el tener caudal, “sí, a fe mía- les respondió-, para aquel infeliz de Nicodemo”, mostrándoles a uno que era cojo y ciego.

Eran formados de un mismo modo para toda especie de virtud, sino que Pelópidas era más dado a los ejercicios de la palestra, y Epaminondas a los de la doctrina: así, en los ratos de ocio, aquel se empleaba en la lucha y en la caza, y éste en oír a los sabios y formarse para serlo. Mas entre tantos títulos para la gloria como concurrieron en ambos, ninguno reputan los hombres de juicio por tan admirable como el que en medio de tantos combates, de tantas expediciones y de tantos negocios de república, su amistad desde el principio hasta el fin se hubiese conservado siempre sin desazón y sin quiebra. Porque si se fija la vista en el gobierno de Aristides y Temístocles, de Cimón y Pericles, de Nicias y Alcibíades, que siempre adolecía de enemistades, discordias y celos de unos con otros, y se atiende después al amor y respeto con que miró Pelópidas a Epaminondas, con razón y justicia se tendrá a éstos por verdaderos colegas en el gobierno y en la milicia, en comparación de aquellos que toda la vida contendieron más entre sí que con los enemigos. La causa cierta de esta unión fue la virtud, por la cual no buscaban con sus hechos aplausos o riquezas, cosas a las que por naturaleza es inherente una porfiada y rencillosa envidia, sino que, amándose recíprocamente desde el principio con un amor sagrado, dirigían de común acuerdo sus conatos y sus triunfos al placer de ver a su patria elevada por ambos a la mayor grandeza y esplendor. Aunque algunos opinan que esta amistad tan íntima tuvo principio en la expedición de Mantinea, en la que militaron con los Lacedemonios, que todavía les eran amigos y aliados, con motivo de haber la ciudad de Tebas enviándoles socorros. Porque colocados juntos entre la infantería y peleando contra los Árcades, cuando vio el ala derecha de los Lacedemonios que les estaba opuesta, y se desbandó la mayor parte, formando ellos galápago hicieron frente a cuantos los embistieron. Al cabo de poco, Pelópidas, que había recibido cara a cara siete heridas, vino a caer entre multitud de cadáveres de amigos y enemigos, y entonces Epaminondas, no obstante tenerle por muerto, para proteger su persona y sus armas siguió la pelea y el riesgo, solo contra muchos, teniendo por mejor morir en la demanda que abandonar a Pelópidas caído: hasta que, hallándose ya él mismo en el peor estado, herido de una lanzada en el pecho y de una estocada en un brazo, vino en su auxilio de la otra ala Agesípolis, rey de los Espartanos, y contra toda esperanza los recobró a entrambos.

De allí a algún tiempo, aunque los Espartanos todavía afectaban ser amigos y aliados de los Tebanos, en realidad miraban ya con ceño su altivez y su poder, y, sobre todo, no estaban bien con el partido de Ismenias y Androclides, al que pertenecía Pelópidas, por parecerles demasiado liberal y democrático. En esta situación, Arquias, Leóntidas y Filipo, oligarquistas y ricos, que aspiraban a mandar, persuadieron al Espartano Fébidas que, cayendo repentinamente con su ejército, se apoderara de la ciudad de Cadmea, y, arrojando de la ciudad a los que se opusieran, arreglara un gobierno de pocos, al modo del de los Lacedemonios, y dependiente de él. Entró aquel en el plan, y sorprendiendo a los Tebanos, bien ajenos de tal intento, mientras celebraban las Tesmoforias, se hizo dueño de la ciudadela. En cuanto a Ismenias, hiciéronle preso, y llevado a Esparta, a poco tiempo le quitaron la vida: Pelópidas, Ferenico y Androclides huyeron y fueron proscritos; mas Epaminondas permaneció tranquilo y olvidado en el país, teniéndolo por poco inquieto a causa de su filosofía y por de ningún poder a causa de su pobreza.

Los Lacedemonios privaron, es verdad, a Fébidas del mando y le multaron en cien mil dracmas; pero no por eso dejaron de conservar en su poder la ciudadela: determinación de cuya inconsecuencia se admiraron todos los Griegos, pues que castigaban al autor y confirmaban lo mal hecho. En tanto, a los Tebanos, que habían perdido su propio gobierno, quedando esclavizados a Arquias y Leóntidas, ni siquiera les era dado esperar algún término de una tiranía que había sido introducida por la fuerza militar de los Espartanos y no podía desatarse si no había quien arrancase a éstos su superioridad e imperio por mar y por tierra; y sin embargo, sabedor Leóntidas de que los desterrados se hallaban en Atenas amados de la muchedumbre y honrados de los hombres virtuosos y rectos, trató de armarles escondidas asechanzas, para lo cual se valió de unos hombres desconocidos, que con engaños dieron muerte a Androclides, librándose de sus, manos los demás. Enviáronse también cartas por los Lacedemonios a los Atenienses, en que les ordenaban que no recibiesen ni auxiliasen en sus intentos a los desterrados, sino que los hiciesen salir como pregonados por enemigos públicos de toda la federación. Mas los Atenienses, en quienes parece ingénito el ser humanos, correspondiendo a los de Tebas, que fueron la principal causa de que volviesen a su patria, y que dieron un decreto para que, si algún Ateniense llevase armas contra los tiranos por la Beocia, ningún natural de ella hiciese demostración de que lo veía o lo entendía, ni en lo más mínimo ofendieron a los Tebanos.

Pelópidas, aunque todavía muy joven, fue de uno en uno alentando a los desterrados, y aun en común les manifestó en un discurso que no era justo ni puesto en razón dejar a la patria en esclavitud y con guarnición extranjera, y no pensar ellos en otra cosa que en vivir y conservarse pendientes de los decretos de los Atenienses, y haciendo obsequios a los que eran diestros en el decir y manejaban a la muchedumbre según sus arbitrios; sino que debían arriesgarse a las mayores empresas, proponiéndose, por ejemplo, la virtud y resolución de Trasibulo: para que así como éste, partiendo de Tebas, destruyó en Atenas a los tiranos, de la misma manera ellos, volviendo desde Atenas, restituyesen a Tebas la libertad. Persuadiólos con estas razones, e inmediatamente enviaron a Tebas, con la conveniente reserva, quien manifestara a los amigos que allí habían quedado lo que tenían resuelto. Convinieron éstos en ello, y Carón, sin embargo de ser muy principal, se prestó a ofrecer su casa, y Fílidas vio modo de hacerse secretario de Arquias y Filipo, que eran Polemarcos. Epaminondas ya muy de antemano tenía inflamados a los jóvenes, porque en los gimnasios los hacía que asiesen de los Lacedemonios y luchasen con ellos; y luego, viéndolos muy ufanos de que los vencían y quedaban encima, les hacía cargo de que era una vergüenza que por cobardía estuvieran sujetos a aquellos a quienes tanto aventajaban en esfuerzo.

Señalóse día para la empresa, y convinieron los desterrados en que Ferenico, tomando bajo sus órdenes a la mayor parte, aguardaría en la aldea de Triasio, y unos cuantos de los más jóvenes tomarían sobre sí el peligro de adelantarse a la ciudad, bajo el concierto de que, si éstos diesen en manos de los enemigos, los restantes se encargarían de que ni sus hijos ni sus padres careciesen de lo necesario. Suscribióse el primero para este hecho Pelópidas, y en pos de él Melón, Damoclides y Teopompo, todos de las principales casas, y para lo demás unidos en fiel amistad entre sí, pero, en cuanto a gloria y valor, competidores acérrimos. Eran entre todos unos doce, y saludando a los que se quedaban, lo primero que hicieron fue enviar un mensajero a Carón, siguiendo después ellos con ropaje corto y llevando perros y bastón de caza, para que aun cuando alguno los encontrase en el camino no cayera en sospecha, y antes se creyera que ocupados en bien diferente cosa discurrían por el campo cazando. Cuando el mensajero enviado a Carón se avistó con él, le dijo que ya estaban en camino; éste, sin embargo de ver tan cerca el trance, en nada mudó de propósito sino que, como hombre de probidad, ofreció del mismo modo su casa. Uno llamado Hiposténidas, que no era de mal proceder, y, antes bien, amaba a la patria y estaba en buena correspondencia con los desterrados, mas a quien faltaba aquella resolución que la oportunidad y la proyectada hazaña requerían, como que desmayó al ver el tamaño de la contienda en que se habían metido, sin que cupiese en su imaginación cómo podían agitar en sus ánimos el pensamiento de trastornar en cierta manera el imperio de los Lacedemonios, y destruir el poder que allí tenían, fiados únicamente en esperanzas inciertas y propias de hombres desterrados; por tanto, retirándose a su casa sin decir palabra, envió uno de sus amigos a Melón y Pelópidas, advirtiéndoles que lo dilataran por entonces, esperando mejor ocasión, y que otra vez se volvieran a Atenas. Llamábase Clidón éste de quien se valió, el cual se dirigió con toda diligencia a su casa, y sacando el caballo andaba buscando el freno. No sabía qué hacerse la mujer, porque no lo tenía en casa, mas al fin dijo que lo había dado a uno de sus conocidos, por lo que primero empezaron a altercar, y después pasaron a las malas palabras, tanto, que la mujer llegó a echarle maldiciones sobre el viaje a él y a los que le enviaban, viniendo a parar en que Clidón perdió gran parte del día con esta riña, y, agorando mal además con motivo de lo sucedido, dejó enteramente el viaje y se puso a hacer otra cosa. ¡En tan poco estuvo el que las más grandes y excelentes hazañas se hubiesen desgraciado en su principio, malográndose la oportunidad!

Pelópidas y los que con él venían se disfrazaron luego con ropas de labradores, y, separados unos de otros, entraron unos por una parte y otros por otra en la ciudad, siendo aún de día. Nevaba además con ventisca, habiendo empezado a empeorase el tiempo, con lo que fue más oculta su venida, habiéndose retirado casi todos a su casa por el frío. Los que estaban encargados de atender a lo que se tenía tratado cuidaron de buscar a los recién llegados y conducirlos a casa de Carón. Con los desterrados eran éstos al todo cuarenta y ocho. Vamos ahora a lo que pasaba con los tiranos. Fílidas el secretario concurría, como hemos dicho, a la ejecución de todo, estando de acuerdo con los desterrados; y para aquel día había dispuesto de antemano para Arquias y los suyos una reunión con merienda y concurso de mujeres, preparándolos así a que, relajados con los placeres y bien bebidos, fueran más fácil presa de los que contra ellos venían. Cuando ya no les faltaba mucho para estar beodos, les vino una denuncia contra los desterrados, no falsa en verdad, pero dudosa y sin gran certeza, de que estaban ocultos en la ciudad. Procuró Fílidas desvanecer el aviso; mas con todo envió Arquias a uno de los ministros a casa de Carón con orden de que compareciera allí al punto. Era entrada la noche, y Pelópidas y demás confederados estaban adentro disponiéndose, puestas ya las armaduras y tomadas las espadas. Llamóse de repente a la puerta, y corriendo uno de los de casa le enteró el ministro que Carón era llamado de parte de los Polemarcos, lo que anunció a los de adentro con sobresalto. Todos concibieron que el negocio estaba descubierto y que iban a perecer sin haber hecho nada digno de los hombres virtuosos. Con todo, tuvieron por conveniente que Carón obedeciese y quitara toda sospecha a los magistrados; y él, aunque era de suyo varonil y firme en los riesgos, entonces se quedó confuso y apesadumbrado, no se levantase contra él alguna sospecha de traición y perecieran a un tiempo tantos y tan ilustres ciudadanos. Mas teniendo al fin que partir, tomó en la habitación de las mujeres a su hijo, que todavía era muy jovencito, y en la belleza y robustez sobresalía entre los de su edad, y le entregó a Pelópidas, para que si llegasen a entender de él algún engaño o traición le trataran como a enemigo sin conmiseración alguna. A muchos de ellos se les cayeron las lágrimas con semejante escena y semejante resolución, y todos se mostraron ofendidos de que se creyera que podía haber entre ellos alguno tan tímido o tan perturbado con aquellos acontecimientos que concibiera la menor sospecha o produjese la más leve queja, rogándole que no pusiera entre ellos al hijo, y antes lo reservase de lo que podía ocurrir para que en él creciera el vengador de la ciudad y de sus amigos, salvándose y sustrayéndose al rigor de los tiranos. Mas Carón no condescendió en que su hijo se libertase, diciendo que no podía haber para él vida o salud más gloriosa que morir libre de afrenta con su padre y con tales amigos. Haciendo, pues, plegarias a los Dioses, y abrazando y confortando a todos, marchó con el cuidado de componer el semblante y el tono de la voz, de manera que no apareciese indicio de lo que pensaba ejecutar.

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Llegado que hubo a la puerta, le salieron al encuentro Arquias y Fílidas, diciéndole: “Hemos oído ¡oh Carón! que han venido algunos que están ocultos en la ciudad y que son auxiliados por algunos de los ciudadanos”. Turbóse Carón al principio, mas como preguntase quiénes eran los que habían venido y quiénes los que los tenían ocultos, y viese que Arquias no respondía cosa cierta, comprendiendo que la denuncia no había sido hecha por ninguno de los que estaban en el secreto: “Mirad, les dijo, no sea que algún rumor vano os cause sobresalto: con todo, yo inquiriré, porque en esta materia nada debe despreciarse”. Fílidas, que también se hallaba presente, le decía que tenía razón; y con esto se llevó a Arquias, y procuró que se desmandara más en la bebida, haciéndosela más regocijada con las esperanzas que le daba de que vendrían las mujeres. Luego que Carón volvió a casa y que los halló prevenidos, no como hombres que esperasen una victoria o su propia salud, sino como resueltos a morir gloriosamente y con gran mortandad de sus enemigos, lo que había de cierto en el negocio no lo descubrió sino a Pelópidas; a los demás les ocultó la verdad, diciendo que Arquias le había hablado de otros asuntos. Mas apenas se había disipado esta tempestad, la Fortuna sustituyó inmediatamente otra, porque vino uno de Atenas de parte de Arquias el hierofantes a Arquias su tocayo, que era también su huésped y su amigo, trayéndole una carta en la que ya no se daba noticia vana o fraguada, sino que se referían exactamente todas las cosas concertadas, según después se supo. Llegóse, pues, a Arquias, que ya estaba beodo, el portador de la carta, y al entregársela le dijo: “El que me la dio me encargó mucho que se leyera al punto, porque trata de un negocio sumamente urgente”; a lo que sonriéndose contestó Arquias: “Pues los negocios urgentes, para mañana”. Y tomando la carta la puso debajo de la almohada, y continuó con Fílidas la conversación que traían. La respuesta aquella, puesta en forma de proverbio, dura todavía como tal entre los Griegos.

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Pareciéndoles, pues, que se estaba en la ocasión oportuna de la empresa, se decidieron a ella, repartiéndose de este modo: Pelópidas y Damoclidas, contra Leóntidas e Hípates, que vivían cerca uno de otro, y Carón y Melón contra Arquias y Filipo, ajustándose por disfraz ropas mujeriles sobre las corazas, y poniéndose frondosas coronas de abeto y pino que les oscurecían el rostro. Paráronse a la puerta del banquete, e hicieron ruido y bulla, con lo que se pudo creer serían las mujerzuelas que rato había se aguardaban. Mas como luego hubiesen recorrido con la vista cuidadosamente todo el banquete, haciéndose cargo con atención de cada uno de los convidados, y hubiesen echado mano a las espadas, arrojándose por entre las mesas sobre Arquias y Filipo, se vio entonces a las claras quiénes eran. A algunos de los concurrentes pudo contenerlos Fílidas, diciéndoles que se estuviesen quedos: los demás se levantaron para defender a los Polemarcos; pero en el estado de embriaguez en que se hallaban fue fácil acabar con ellos. Más arduo fue el desempeño para Pelópidas y los que le siguieron, porque también se las hubieron de haber con Leóntidas, hombre cuerdo y muy denodado. Hallaron, además, cerrada la puerta, porque ya se había recogido; y habiendo llamado largo rato, nadie les respondía. Sintiólos ya tarde un esclavo, que salió de adentro, y descorrió el cerrojo, y en el momento mismo de moverse y ceder las puertas, se arrojaron de tropel, y pasando por encima del esclavo corrieron al dormitorio. Leóntidas, por el ruido y el modo de correr, conjeturó lo que era, y levantándose tomó la espada; mas no le ocurrió apagar las luces, con lo que en las tinieblas se habrían batido unos con otros; así, estando todo iluminado, fue de ellos visto. Adelántase hacia la puerta del dormitorio, y a Cefisodoro, que fue a entrar el primero, lo deja en el sitio. Caído éste, traba pelea con el segundo, que era Pelópidas, siendo ésta embarazosa por la angostura de la puerta y por el cadáver de Cefisodoro, que también estorbaba; vence al fin Pelópidas, y habiendo dado cuenta de Leóntidas, marcha corriendo con los suyos en busca de Hípates. Trataron de introducirse del mismo modo en su casa; pero lo sintió, y dio al punto a correr hacia las casas vecinas: siguiéronle sin detención, y, alcanzándole, también le dieron muerte.

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Hechas estas cosas, y reunidos con Melón y sus asociados, enviaron al Ática a llamar a aquellos desterrados que allí quedaron; y en la ciudad excitaban a la libertad a los habitantes, armando a los que encontraban, para lo que quitaban de los pórticos las armas traídas en triunfo y se metían por los obradores de los lanceros y espaderos que allí había. Vinieron asimismo con armas en su auxilio Epaminondas y Górgidas, que habían ya reunido no pocos jóvenes, y de los ancianos los de mayor reputación. Ya toda la ciudad estaba conmovida y era grande el alboroto; se veían luces en todas las casas, y se corría de unas a otras; sin embargo, todavía la muchedumbre no hacía pie, sino que estaban aturdidos con los sucesos, y, no sabiendo nada de positivo, aguardaban el día. De aquí nació la censura contra los Lacedemonios, que tenían allí el mando, por no haberse adelantado a combatirlos, siendo así que la guarnición era de mil quinientos y que muchos se les pasaban; pero contenidos con el miedo que causaban el ruido, las luces y la muchedumbre que rodaba por todas partes, se estuvieron quedos, contentándose con guardar el alcázar. Al rayar el día sobrevinieron los desterrados en estado también de pelea, y el pueblo concurrió en inmenso número a la junta pública. Introdujeron en ésta Epaminondas y Górgidas a Pelópidas y los suyos, rodeados de los sacerdotes, que les presentaban coronas y exhortaban a los ciudadanos a venir en auxilio de la patria y de los Dioses. La junta toda, a este espectáculo, se puso al punto en pie con algazara y regocijo, recibiéndolos como a sus tutelares y libertadores.

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Fue desde luego Pelópidas elegido Beotarca juntamente con Melón y Carón, y lo primero que hizo fue circunvalar la ciudadela y empezar a combatirla por todas partes, dándose prisa a arrojar de ella a los Lacedemonios y dejar libre la Cadmea, antes que de Esparta pudieran venir tropas. En lo que se adelantó tan a punto, dejándolos salir en virtud de capitulación, que al llegar a Mégara los alcanzó ya Cleómbroto, que venía sobre Tebas con grandes fuerzas. Los Espartanos, de tres que eran los prefectos que había en Tebas, a Herípidas y Orsipo les hicieron causa y los condenaron a muerte; y al tercero, que era Lisanóridas, como lo multasen en una crecida suma, él mismo se desterró del Peloponeso. Tan brillante empresa, que en el valor de los que la ejecutaron y en el buen suceso con que la coronó la Fortuna se dio la mano con la de Trasibulo, fue de hermana de ésta calificada entre los Griegos, pues no es fácil designar otros que, sojuzgando con sola la osadía y arrojo los pocos a los muchos y los desvalidos a los poderosos, hubiesen sido causa para su respectiva patria de mayores bienes: aunque a ésta le concilió mayor gloria el extraordinario cambio que produjo en los negocios de la Grecia: por cuanto la guerra que acabó con la grandeza de Esparta, y a los Lacedemonios los privó de su superioridad y dominio por mar y tierra, puede decirse que tuvo principio en aquella noche, en que Pelópidas, no con tomar una fortaleza, una plaza o una ciudadela, sino sólo con ser uno de los doce que volvieron, desató y cortó, si nos es permitido usar de esta metáfora, los lazos de la dominación lacedemonia, tenidos por indisolubles e indestructibles.

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Vinieron con esta ocasión los Lacedemonios con grandes fuerzas contra la Beocia, e intimidados los Atenienses desahuciaron de todo auxilio a los Tebanos; y a los que beotizaban- esto es, se mostraban sus partidarios-, delatándolos al tribunal, a unos los condenaron a muerte, a otros los desterraron y a otros les impusieron crecidas multas, pareciendo que las cosas de los Tebanos iban malamente, no habiendo nadie que les diese socorro. Pues como esto así pasase, Pelópidas y Górgidas, que con él era a la sazón Beotarca, armaron una celada, y para indisponer de nuevo a los Atenienses con los Lacedemonios recurrieron a este artificio: El Espartano Esfodrias, hombre apreciable y de reputación en las cosas de la guerra, pero casquivano y henchido de ambición y de necias esperanzas, había quedado con algunas fuerzas en Tespias para recibir y proteger a los que se habían rebelado a los Tebanos. Hizo, pues, Pelópidas que con reserva se dirigiese a él un mercader amigo suyo, al que proveyó de dineros y consejos, aunque con éstos fue con los que principalmente lo persuadió, para que le hiciese entender que debía emprender cosas grandes y tomar el Pireo, cayendo de improviso sobre los Atenienses, que estaban descuidados en su guardia: pues nada podía ser más grato a los Lacedemonios que ocupar a Atenas; y más que los Tebanos, que estaban mal con ellos, y los tenían por traidores, de ningún modo los auxiliarían. Por fin, Esfodrias se dejó vencer, y tomando sus tropas se metió de noche por el Ática, llegando hasta Eleusis. Allí los soldados empezaron a recelar, y hubo de descubrirse; con lo que, y con llegar a prever que suscitaba a los Espartanos una guerra peligrosa y difícil, se retiró otra vez a Tespias.

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Con este motivo, los Atenienses volvieron con nuevo ardor a su alianza con los Tebanos, saliendo al mar y recorriendo los pueblos de la Grecia con el fin de amparar a los que daban muestras de defección. Con esto, los Tebanos, habiéndolas a solas con los Lacedemonios y riñendo combates, no grandes en sí, pero que eran causa de gran atención y ejercicio, iban elevando sus ánimos y endureciendo sus cuerpos, adquiriendo juntamente experiencia y aliento con la continuación de aquellas lides. Por esto es fama que el Espartano Antálcidas dijo a Agesilao en ocasión de retirarse herido: “¡Mira qué premio te dan los Tebanos por haberlos enseñado a lidiar y pelear contra su voluntad!” Y su maestro en verdad no era Agesilao, sino los que oportunamente y con mucha cuenta lanzaban a los Tebanos como unos cachorros contra los enemigos para acostumbrarlos y hacerles gustar y tener placer con victorias no muy arriesgadas; de lo que Pelópidas se llevó la principal gloria: pues desde la vez primera que lo eligieron general, todos los años le conferían el mando supremo, y, o bien como caudillO de la cohorte sagrada, o bien como Beotarca, presidió siempre a los negocios hasta su muerte. Así, en Platea y en Tespias sufrieron por él los Lacedemonios sus derrotas y sus retiradas, en una de las que falleció Fébidas, aquel que se apoderó de la ciudadela cadmea; y en Tanagra, habiendo hecho huir a muchos, dio muerte al prefecto Pantedes: combates que, si bien a los vencedores les inspiraban aliento y osadía, todavía no alcanzaban a deprimir el ánimo de los vencidos. Porque no hubo una batalla campal ni un combate ordenado y de cierto aparato, sino que con hacer correrías, retiradas y alcances a tiempo, en esta casta de lides fue en las que salieron vencedores.

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El combate de Tegiras fue ya como un ensayo de la batalla de Leuctra, y contribuyó mucho para la gloria de Pelópidas, no dejando en cuanto a la victoria duda entre él y los demás jefes, ni pretexto alguno a los enemigos en cuanto al vencimiento. Hacía tiempo que estaba en observación de la ciudad de los Orcomenios, que había abrazado el partido de los Espartanos y admitido dos batallones de éstos por seguridad; y no aguardaba más que la ocasión. Habiendo, pues, oído que aquella guarnición hacía una expedición a la Lócride, con la esperanza de tomar a Orcómeno desmantelada, marchó allá, llevando consigo la cohorte sagrada y algunos caballos. Cuando ya estaba para llegar a la ciudad, se halló con que había llegado de Esparta el relevo de la guarnición, y hubo de retroceder con su tropa nuevamente por Tegiras, que era por donde únicamente había camino, rodeando la falda del monte, pues todo el demás terreno que mediaba lo hacía intransitable el río Melas, que inmediatamente, y en su mismo origen, se reparte en balsas y lagos navegables. Poco más abajo de estos lagos hay un templo de Apolo Tegireo, y un oráculo de poco acá abandonado, pero que estuvo en gran crédito hasta la guerra de los Medos, siendo Equécrates el que daba las respuestas. La fábula dice que allí fue donde el dios nació, y lo que es el monte que está allí cerca se llama Delo, y junto a él terminan las divisiones del río Melas. A la espalda del templo nacen dos fuentes de aguas admirables por su abundancia, su dulzura y su frialdad, de las cuales a la una la llaman Palma y a la otra Olivo hasta el día de hoy, deduciéndose que la Diosa tuvo su parto, no entre dos árboles, sino entre dos arroyos. También está cerca el Ptoo, donde dicen que se asustó por haberse aparecido de repente el macho de cabrío; y lo que hace a la serpiente Pitón y a Ticio, también los lugares concurren a atestiguar el nacimiento del dios, sino que dejamos ya aparte todos los demás indicios, por cuanto las relaciones del país no colocan a este dios entre los héroes que de mortales por mudanza hubiesen pasado a ser inmortales, como Heracles y Baco, que con esta especie de cambio perdieron por su virtud lo mortal y pasivo, sino que es uno de los sempiternos y no nacidos; si es que hemos de formar algún juicio sobre estas cosas por lo que han referido los más sensatos y más antiguos.

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Al llegar, pues, los Tebanos a Tegiras, volviendo de la Orcomenia, al mismo tiempo sobrevinieron los Lacedemonios por la parte opuesta, por haber partido de la Lócride. Apenas les dieron vista los que empezaban a pasar las gargantas, cuando corriendo uno hacia Pelópidas le dijo: “Hemos dado en los enemigos”; y replicando él: “¿Pues por qué no éstos en nosotros?”, mandó a la caballería que pasara de la retaguardia como para adelantarse a embestir, y formó muy apiñados a los infantes, que eran pocos, con la esperanza de cortar mejor por donde acometiesen a los enemigos, que le excedían en número. Eran los Lacedemonios dos de sus moras o batallones; Éforo dice que cada mora era de quinientos hombres, Calístenes de setecientos, y otros, de novecientos, entre ellos Polibio. Los comandantes de los Esparcíatas, Gorgoleón y Teopompo, marcharon audazmente contra los Tebanos; y trabada principalmente la refriega entre los caudillos, con gran cólera y violencia de una y otra parte, muy luego murieron los comandantes de los Lacedemonios, batiéndose con Pelópidas; y heridos y muertos después los que estaban junto a ellos, cayó gran miedo sobre la tropa; y Pelópidas la partió en dos trozos, como si quisiese que los Tebanos fuesen adelante y pasasen por allí; mas cuando estuvieron en medio, los incitó contra los enemigos, que se estaban parados, y los acosó con gran mortandad, de manera que luego dieron todos a huir en desorden. No se les persiguió, con todo, por largo tiempo, a causa de que los Tebanos temían a los Orcomenios, que estaban cerca, y también al relevo de los Lacedemonios. Mas lo cierto fue que vencieron de poder a poder, y que por fuerza se abrieron paso por en medio de toda la tropa vencida. Erigieron, pues, un trofeo, y despojando a los muertos se retiraron a casa muy ufanos; pues, a lo que parece, en tantas guerras sostenidas entre Griegos y con los bárbaros, nunca antes los Lacedemonios, siendo más en número, fueron vencidos por los que eran menos, ni aun cuando en batalla se habían batido con iguales fuerzas. Así, hasta entonces fue intolerable su altanería, y con su gloria acobardaban a sus contrarios, de modo que ellos mismos no se creían capaces de competir con los Espartanos con iguales fuerzas, y rehusaban venir con ellos a las manos. Pero esta batalla fue la primera que enseñó a los demás Griegos que no era el Eurotas, ni el sitio entre Babica y Cnación, el que producía hombres valientes y guerreros; sino que si los jóvenes se avergüenzan de lo indecoroso, tienen resolución para lo bueno, y huyen más de la reprensión que de los riesgos, éstos dondequiera se hacen temibles a sus enemigos.

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La cohorte sagrada se dice haber sido Górgidas el primero que la formó de trescientos hombres escogidos, a los que la ciudad les daba cuartel y ración en la ciudadela, por lo que se llamaba asimismo la cohorte cívica; pues, a lo que parece, los de aquel tiempo daban también el nombre de ciudades a los alcázares. Algunos son de opinión que este cuerpo se compuso de amadores y de amados, conservándose en memoria cierto chiste de Pámenes: porque decía que el Néstor de Homero no se había acreditado de táctico cuando ordenó que los Griegos formasen por tribus y por curias, A su curia se agregue cada curia, y con su tribu se una cada tribu. pues lo que se debía mandar era que el amante tomase formación junto al amado; porque en los riesgos, los de la misma curia o tribu no hacen mucha cuenta unos de otros mientras que la unión establecida por las relaciones de amor es indisoluble e indivisible; pues, temiendo la afrenta, los amantes por los amados, y éstos por aquellos, así perseveran en los peligros los unos por los otros. No debe tenerse esto por extraño, cuando se teme más la afrenta que puede venir de los amantes no presentes que la de cualesquiera otros testigos, como se vio en aquel que estando caído, y para recibir el último golpe de su contrario, le rogó que le pasara la espada por el pecho, para que si su amado le veía muerto no tuviera motivo de avergonzarse, creyéndole herido por la espada. Refiérese asimismo que siendo Yolao amado de Heracles participó también de sus trabajos y le asistió en ellos, y dice Aristóteles que en su tiempo todavía hacían sobre el sepulcro de Yolao sus mutuas promesas los amados y amadores. Era razón, pues, que la cohorte se llamara sagrada, cuando Platón llama al amante amigo divino. Dícese, además, que esta cohorte permaneció invicta hasta la batalla de Queronea, después de la cual, reconociendo Filipo los cadáveres, se paró en el sitio donde habían caído los trescientos que frente a frente se habían opuesto en paraje estrecho a las armas enemigas; y hallólos amontonados entre sí, lo que le causó extrañeza, y cuando supo que aquella era la cohorte de los amadores y los amados, se echó a llorar, y exclamó: “Vayan noramala los que hayan podido pensar que entre semejantes hombres haya podido haber nada reprensible”.

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Por fin, a esta intimidad de los amantes no dio origen entre los Tebanos, como lo dicen los poetas, el desgraciado suceso de Layo , sino los legisladores, quienes, queriendo mitigar y suavizar desde la juventud lo que había en su carácter altivo e indócil, en toda ocupación y juego quisieron que interviniese la flauta, conciliando a la música honor y consideración; y en las palestras procuraron mantener este amor tan provechoso, para templar con él las costumbres de los jóvenes. Por lo mismo, como que concedieron con razón el derecho de ciudad a aquella diosa que se finge nacida de Ares y Afrodita , para que lo pendenciero y belicoso se uniese con lo que participa más especialmente de la persuasión y de las gracias y resultase un gobierno que fuese el más solícito y más arreglado, arreglándolo todo la armonía. Esta cohorte sagrada Górgidas la repartió en la primera fila y la distribuyó por toda la falange entre la infantería, con lo que oscureció la virtud de aquellos varones, y no empleó su fuerza para que obrase en común, pues que estaba como disuelta y confundida con los que eran inferiores; mas Pelópidas, luego que restableció la virtud de aquellos en Tegiras, habiéndolos visto combatir denodadamente a su lado, ya no la dividió o diseminó, sino que, empleando el cuerpo reunido, lo puso delante en los más arriesgados combates. Pues así como los caballos corren con mayor velocidad en los carruajes que solos, no porque en mayor número rompan más fácilmente el aire, sino porque enardece su aliento la reunión y la competencia de unos con otros, creía que de la misma manera los hombres valerosos, tomando entre sí emulación para las acciones brillantes, se hacían más útiles y más ardientes para lo que tenían que hacer en común.

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Ajustaron paces los Lacedemonios después de estos sucesos con todos los Griegos, y activaron la guerra contra solos los Tebanos, invadiendo el rey Cleómbroto la Beocia con diez mil infantes y mil caballos. Ya el riesgo de éstos era mucho mayor que antes: oíanse ya las amenazas de los contrarios y las noticias de estar decretada la dispersión de la raza; el miedo era cual nunca lo había tenido la Beocia: de modo que al salir Pelópidas de su casa y despedirle la mujer, le rogó ésta con encarecimiento y con lágrimas que procurara salvarse; a lo que contestó: “Eso, mujer mía, que está muy bien encargarlo a los particulares, a los que mandan debe encargárseles que salven a los demás”. Marchó, pues, al ejército, en el que, como hubiese diversidad de opiniones entre los Beotarcas, fue el primero en adherirse al dictamen de Epaminondas, que había votado se marchara a dar batalla a los enemigos; y sin embargo de que no se hallaba nombrado Beotarca, aunque sí comandante de la cohorte sagrada, los atrajo a su parecer: consideración debida a un hombre que tantas prendas había dado para la libertad. Después de resuelto el dar batalla, y que en las inmediaciones de Leuctra se pusieron los reales en oposición a los de los Lacedemonios, tuvo Pelópidas entre sueños una visión, que le puso en grande sobresalto. Es de tener presente que en el territorio de Leuctra existe el sepulcro de las hijas de Escedaso, a las que llaman las Léuctridas, por razón del sitio: por cuanto habiendo sido violentadas por unos forasteros espartanos, se les dio allí sepultura. De resulta de esta terrible e injusta acción, el padre, como no hubiese alcanzado en Lacedemonia condigno castigo, hizo contra los Espartanos las más horribles imprecaciones, y luego se dio a sí mismo la muerte sobre el sepulcro de las doncellas. Tuvieron los Espartanos frecuentemente oráculos y respuestas sobre que se precavieran y guardaran del castigo léuctrico; pero muchos no lo entendían, y se quedaban confusos acerca del sitio, por cuanto hay también una aldea de la Laconia a la parte del mar llamada Leuctro; y en las cercanías de Megalópolis de Arcadia hay también otro sitio del mismo nombre: bien que el suceso de arriba era más antiguo que estas Leuctras.

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Durmiendo, pues, Pelópidas en el campamento, le pareció estar viendo a aquellas jóvenes llorar sobre sus sepulcros y hacer imprecaciones contra los Espartanos, y que Escedaso le prevenía que sacrificase allí en honor de sus hijas una virgen rubia, si quería alcanzar victoria de sus enemigos. Por más que el mandato le pareció duro e injusto, se levantó y fue a proponerlo a los agoreros y a los caudillos. Unos decían que no era cosa de despreciarlo o de no creerlo, recordando los ejemplos de Meneceo, hijo de Creón; de Macaria, hija de Heracles; más adelante el de Ferecides el sabio, a quien los Lacedemonios dieron muerte, y cuya piel, según cierto vaticinio, estaba confiada a la custodia de sus reyes; el de Leónidas, que, cumpliendo con el oráculo, se ofreció en cierta manera en sacrificio por la salud de la Grecia; y también el de los que fueron inmolados por Temístocles a Baco Omesta o el terrible, antes de darse el combate naval de Salamina; de todos los cuales dan testimonio las mismas víctimas. Por el otro extremo, habiendo pedido la Diosa a Agesilao, al modo que a Agamenón cuando hacía la guerra en los mismos lugares que éste y contra los mismos enemigos, que le ofreciese en víctima su hija, visión que tuvo en Áulide entre sueños; como por ternura no hubiese hecho semejante ofrenda, tuvo que disolver el ejército, retirándose sin gloria ni utilidad. Otros, al contrario, sostenían que a la naturaleza excelente y superior a nosotros no podía serle agradable tan bárbaro e injusto sacrificio, pues que no estamos sujetos al imperio de aquellos Titanes o aquellos Gigantes, sino al del padre de todos los Dioses y los hombres; y el creer que hay Genios maléficos que se complacen en la carnicería y la sangre de los hombres debe probablemente tenerse por absurdo, mas, aunque los haya, debemos no hacer caso de ellos, como que nada pueden; pues que la impotencia y la perversidad de ánimo van naturalmente unidas a los irracionales y malignos deseos.

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Estando los principales en esta conferencia, y Pelópidas sumamente dudoso, de pronto una yegua nuevecita se escapó de la manada corriendo por entre las armas, y llegando donde aquellos estaban se paró. A todos dio que observar el color de la crin resplandeciente como el fuego, su ufanía y la suavidad y apacibilidad de su relincho; pero el agorero Teócrito, habiendo reflexionado un poco, dirigió la voz a Pelópidas, y exclamó: “La víctima ¡oh bienhadado! se te ha venido a la mano: no esperemos ya otra virgen; sírvete de aquella que Dios te ha presentado”. Echaron entonces mano a la yegua, la llevaron a la sepultura de las doncellas, donde haciendo plegarias y poniéndole coronas la degollaron alegres, e hicieron correr por el ejército la voz del ensueño de Pelópidas y del sacrificio.

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En la batalla, Epaminondas marchó oblicuamente con la infantería, y fue dilatando su ala izquierda, para llevar lo más lejos posible de los demás Griegos la derecha de los Espartanos, y para rechazar con ímpetu y a viva fuerza a Cleómbroto, que la mandaba. Los enemigos advirtieron lo que pasaba y empezaron a hacer mudanza en su formación, extendiendo y encorvando la derecha, como para envolver y encerrar a Epaminondas con su muchedumbre. En esto, Pelópidas, acelerando el paso y haciendo una conversión con sus trescientos, se adelanta corriendo antes que Cleómbroto desplegue su ala, o que la vuelva a su estado cerrando la formación, y cae sobre los Lacedemonios cuando no estaban a pie firme, sino en cierta confusión y desorden. Es el caso que, siendo los Espartanos los más aventajados artífices y maestros en las cosas de la guerra, en nada ponían más cuidado ni se ejercitaban más que en no separarse ni confundir o desordenar la formación, y antes hacer todos de tribunos y cabos, para poder, donde los cogiese la pelea y el riesgo, cargar y combatir con mayor unión; pero entonces la dirección de Epaminondas con la falange contra aquellos solos, pasando de largo por los demás, y el haber sobrevenido Pelópidas con increíble rapidez y ardimiento, de tal manera desconcertó sus planes y toda su ciencia, que hubo de parte de los Espartanos una fuga y una matanza cuales nunca se habían visto. Así sucedió que igual parte de gloria que a Epaminondas, Beotarca y general de todas las tropas, cupo por victoria y triunfo tan señalados al que no era Beotarca ni mandaba sino a muy pocos.

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Invadieron ambos Beotarcas el Peloponeso, y atrayendo a su partido la mayor parte de los pueblos, separaron de los Lacedemonios a Elis, Argos, toda la Arcadia y aun la mayor parte de la Laconia. Sucedió esto en el mismo trópico del invierno, al acabarse ya el último mes, del que faltaban muy pocos días, y era preciso que otros magistrados tomaran el mando al entrar el primer mes, o sufrir pena de muerte los que no lo depusiesen. Los otros Beotarcas, por temor de esta ley, y por guardarse de la mala estación, solían apresurarse a volver en ella el ejército a casa; mas entonces Pelópidas fue el primero que, adhiriéndose al voto de Epaminondas y acalorando a los ciudadanos, guió para Esparta, pasó el Eurotas, les tomó muchas ciudades y taló el país hasta el mar, acaudillando setenta mil soldados Griegos, de los que no eran los Tebanos ni una duodécima parte; sólo que la gloria de tales varones, aun prescindiendo de la opinión y resolución común, hacía que siguiesen tranquilamente los aliados cuando éstos los mandaban; porque la primera y más poderosa ley de todas da el mando, sobre el que tiene necesidad de salud, al que puede salvarlo: a la manera que los navegantes mientras hay serenidad, o caminan por la costa, tratan con desdén y aun con altanería a los pilotos; pero luego que aparece la tormenta y el peligro, a éstos vuelven los ojos y en ellos ponen toda su confianza. Así es que los Argivos, los Eleatas y los Árcades, que en los congresos contendían y altercaban con los Tebanos por el mando, en los combates y en los apuros espontáneamente se sometían sujetándose al mando de sus generales. En aquella expedición redujeron a un solo imperio toda la Arcadia; y ocupando la provincia de Mesena, de la que estaban en posesión los Espartanos, llamaron y restituyeron a ella a los antiguos Mesenios, volviendo a poblar a Itoma. Al retirarse a casa por Cencrea, vencieron a los Atenienses, que trataron de oponérseles en las gargantas e impedirles el paso.

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Con tales hechos todos estaban tan complacidos de su virtud como admirados de su buena suerte; pero la envidia, inseparable de las ciudades capitales, y que crece en proporción de la gloria de los hombres grandes, no les tenía dispuesto el mejor ni el más conveniente recibimiento; en efecto: ambos a su vuelta tuvieron que defenderse en causa capital, porque, previniendo la ley que en el primer mes, al que dan el nombre de Bucacio, entregasen a otros la Beotarquía, la habían retenido por otros cuatro meses íntegros, que fue en los que no dejaron de la mano las empresas de Mesena, de la Arcadia y la Laconia. El primero llamado a juicio fue Pelópidas, y por lo mismo fue también el que estuvo más expuesto; aunque al cabo ambos fueron absueltos. En la injusta prueba de esta acusación, Epaminondas mostró mucha serenidad, sabiendo que en las cosas políticas la paciencia es una gran parte de la fortaleza y de la magnanimidad; mas Pelópidas, que de suyo era menos sufrido, y además se veía incitado por los amigos a que por aquella persecución se vengase de sus contrarios, no omitió aprovechar la siguiente ocasión. Meneclidas el orador había sido uno de los que con Pelópidas y Melón se habían reunido en casa de Carón; mas porque no habían hecho los Tebanos tanto caso de él, a causa de que, si bien no podía negársele su habilidad en el decir, era por otra parte desarreglado y de mala conducta, empleaba su talento en suscitar toda especie de acusaciones y calumnias a los más distinguidos, no dándose por vencido aun después de la mencionada causa. Y a Epaminondas logró excluirlo de la Beotarquía, y por largo tiempo lo tuvo fuera de los negocios; a Pelópidas no pudo desconceptuarlo con el pueblo; mas a falta de esto procuró indisponerle con Carón; y es que como todos los envidiosos hallan consuelo, ya que ellos no puedan ganarse más aprecio, en hacer que se rebaje el de los otros, ponía gran conato en ensalzar ante el pueblo las hazañas de Carón y en celebrar sus expediciones y sus victorias. Con esta mira trató de que la expedición de Platea, en la que los Tebanos antes de la jornada de Leuctra alcanzaron alguna ventaja yendo Carón de caudillo, se fijara un público monumento por este término. Andrócides de Cícico había recibido de la ciudad el encargo de pintar en un cuadro otra distinta batalla, y estaba en Tebas mismo trabajando en él; mas como luego hubiese ocurrido aquella rebelión, y sobrevenido la guerra cuando ya estaba muy cerca de concluirse, los Tebanos se quedaron con el cuadro. Pues éste era el que Meneclidas trataba de que se consagrase a la memoria de Carón, haciendo poner en él su nombre para marchitar la gloria de Pelópidas y Epaminondas. Era empeño muy necio con batallas y triunfos tan señalados querer poner en contienda un oscuro encuentro y dar valor a una victoria en la que, fuera de la muerte de un Geradas, de poco nombre entre los Espartanos, y las de otros cuarenta, no hay memoria de que se hubiese hecho cosa que mereciese atención. Pelópidas salió al encuentro de este proyecto de decreto, y lo notó de injusto, apoyándose en que entre los Tebanos no estaba recibido que el honor se atribuyera privadamente a un hombre solo, sino que el nombre y el honor de la victoria quedase íntegro para la patria. Y lo que es a Carón le elogió constante y profusamente en su discurso, pero haciendo ver el desarreglo y la malignidad de Meneclidas, preguntó si creían que no había hecho nada en servicio de la ciudad. Con lo que consiguió que a Meneclidas se le multase en una suma muy crecida; y como no pudiese pagarla, últimamente intentó alterar o trastornar el gobierno. Esto también pertenece al examen de estas vidas que escribimos.

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Hacía a la sazón la guerra Alejandro, tirano de Feras, a las claras a muchos de los Tésalos; pero en la intención y con asechanzas a todos; por lo que las ciudades enviaron mensajeros a Tebas, pidiendo un general y tropas; como Pelópidas viese a Epaminondas ocupado en proseguir las empresas del Peloponeso, se escogió a sí mismo, y como que se repartió para el auxilio de los Tésalos; no sufriendo, por una parte, tener ociosos sus conocimientos y sus fuerzas, y no creyendo, por otra, que donde estaba Epaminondas hiciese falta otro general. Apenas se encaminó a Tesalia con algunas fuerzas, tomó inmediatamente a Larisa, y como Alejandro viniese a él con ruegos, trató de transformarle, y de tirano convertirle en un monarca benigno y justo para los Tésalos. Mas él era insufrible y feroz, y además se le atribuía mucha crueldad, mucha insolencia y avaricia; por lo que, como Pelópidas se irritase e incomodase con él, se retiró a toda prisa con los de su guardia, Pelópidas, habiendo proporcionado a los Tésalos gran seguridad de parte del tirano y gran unión y concordia entre sí mismos, partió para la Macedonia, por cuanto haciendo la guerra Tolomeo a Alejandro, que reinaba sobre los Macedonios, ambos le llamaban para que entre ellos fuese un árbitro y un juez, y un aliado auxiliar del que pareciese había sufrido injusticia. Llegado allá, compuso sus diferencias, y restituyendo a los desterrados, recibió en rehenes a Filipo, hermano del rey, y a otros treinta jóvenes de los más principales, los que condujo a Tebas, haciendo ver a los Griegos a qué grado de consideración habían subido las cosas de los Tebanos por la opinión de su poder y por la confianza en su justicia. Éste es el mismo Filipo que después hizo la guerra a los Griegos contra su libertad, el cual todavía joven entonces pasó en Tebas su vida en casa de Pámenes. Ya desde aquella época parece que se hizo imitador de Epaminondas, llegando quizá a alcanzar su actividad en las cosas de la guerra y en las campañas, que era la parte menos principal de las virtudes de este héroe; pero de su tolerancia, de su justicia, su magnanimidad y su mansedumbre, en las que era verdaderamente grande, no pudo Filipo participar nada, ni por naturaleza ni por imitación.

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Como de allí a poco volviesen los Tésalos a quejarse de que Alejandro de Feras vejaba a las ciudades, fue Pelópidas enviado por mensajero juntamente con Ismenias, y se presentó sin llevar tropas de Tebas, y sin ir apercibido para la guerra, siéndole preciso valerse de los mismos Tésalos para lo que pudiera ofrecerse. Turbáronse también otra vez a este mismo tiempo las cosas de Macedonia, porque Tolomeo dio muerte al rey, apoderándose de la autoridad, y los amigos de éste llamaron a Pelópidas, el cual quería intervenir en aquellos negocios; mas no teniendo tropas propias, tomó allí mismo algunos estipendiarios, y con éstos marchó sin detenerse contra Tolomeo. Luego que estuvieron cerca uno de otro, Tolomeo corrompió con algunas sumas a estos estipendiarios, logrando que se le pasasen; pero, al mismo tiempo, temiendo la gloria y el nombre de Pelópidas, le salió al encuentro como superior, le dio la diestra y le hizo ruegos, conviniendo en que conservaría la autoridad real a los hermanos del muerto y en que con los Tebanos tendría a unos mismos por amigos y por enemigos, entregando en rehenes para el cumplimiento a su hijo Filóxeno y cincuenta de sus amigos. Envió a éstos Pelópidas a Tebas, y conservando el resentimiento por la traición de los estipendiarios, como supiese que la mayor parte de sus riquezas, sus hijos y sus mujeres los tenían en Farsalo, de manera que con apoderarse de éstos tomaría bastante satisfacción de su ultraje, reunió algunos Tésalos y marchó con ellos a Farsalo; mas, a poco de haber llegado, se presentó Alejandro el tirano con sus tropas. Pensó Pelópidas que venía a darle excusas, y no tuvo inconveniente en dirigirse a él, pues, aunque era cruel y asesino, por respeto a Tebas y a su misma autoridad y gloria, no temía que nada malo pudiera sucederle. Mas éste, viendo que iba sólo y sin armas, al punto le echó mano y se apoderó de Farsalo. Infundió esto sumo terror y susto a los que le obedecían, como que después de semejante injusticia y arrojo ya a nadie perdonaría, sino que, según las ocurrencias, se portaría en los negocios y con los hombres como quien por desesperación había echado enteramente el pecho al agua.

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Irritáronse los Tebanos con estas nuevas, y al punto decretaron la formación de un ejército; pero, por cierto enfado con Epaminondas, nombraron otros generales. El tirano, en tanto, hizo conducir a Feras a Pelópidas, permitiendo al principio que le hablaran los que quisieran, creyendo que los trabajos le harían apacible y humillarían su ánimo; pero como Pelópidas exhortase a los Tésalos que lamentaban su suerte a que no desconfiasen, pues entonces era más cierto que el tirano tendría su merecido, y a éste mismo lo enviase a decir era cosa muy extraña que continuamente estuviese dando tormentos y la muerte a miserables ciudadanos que en nada le ofendían, y que a él le dejase, cuando debía conocer que había de ser el primero a castigarle, si tenía medio de huir, maravillado de semejante entereza e impavidez: “¿Por qué- exclamó- se empeña Pelópidas en apresurar su muerte?” Y habiéndolo éste entendido, respondió: “Para que tú perezcas más pronto y más en la ira de los Dioses”. Con este motivo prohibió que nadie de los de fuera de casa pudiera hablarle. Teba, hija de Jasón y mujer de Alejandro, sabedora por los que custodiaban a Pelópidas de su firmeza y de la elevación de sus sentimientos, deseó conocerle y trabar con él conversación. Fue, pues, a verle, y, como mujer, no advirtió al primer aspecto la entereza que conservaba en medio de su triste estado; antes, considerando por el desaseo de su cabello y barba, por su gastada ropa y por el modo con que se le trataba, que se le hacía pasar por lo que no correspondía a la autoridad de su persona, se echó a llorar. A Pelópidas, que no sabía quien fuese aquella mujer, le causó admiración; mas luego que lo supo, la saludó por su nombre de familia, por ser amigo íntimo de Jasón; y como aquella le dijese: “¡Cuánto compadezco a tu mujer!” “Yo también a ti- le respondió-, porque estando sin prisiones aguantas a Alejandro”. Por este término se insinuó en el ánimo de Teba, que no podía efectivamente sufrir la crueldad y las maldades del tirano, el cual había llegado en ellas hasta el extremo de haber hecho sufrir la última afrenta al más mocito de los hermanos de la misma Teba. Así es que frecuentemente visitaba a Pelópidas, y franqueándose con él sobre lo que padecía, su ánimo se llenó de ira, de encono y de despecho contra Alejandro.

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Los generales tebanos, habiendo invadido la Tesalia, por impericia y algún casual descalabro, se retiraron sin haber contribuido en nada al objeto de la expedición; y la ciudad, después de haber multado a cada uno de ellos en mil dracmas, confió a Epaminondas el mando del ejército. Al punto, pues, hubo grandes alteraciones entre los Tésalos, alentados con la fama del general, y las cosas del tirano se pusieron en estado de no ser necesario gran poder para echarlas por tierra: ¡tal fue el miedo que sobrecogió a sus generales y sus amigos! ¡tal el ansia que nació en sus súbditos de abandonarle! y ¡tal el gozo por lo que esperaban!, pareciéndoles estar ya en el momento de ver al tirano expiar sus crímenes. Pero Epaminondas, prefiriendo a su propia gloria el salvar a Pelópidas, y temiendo no fuera que, si las cosas se revolvían, Alejandro en un acceso de desesperación se convirtiese a la manera de las fieras, contra aquel, iba conllevando la guerra y como tomando rodeos; así, con las disposiciones y la vigilancia hizo también que el tirano se preparara y estuviese en inquietud, mas de manera que no se debilitara su confianza y engreimiento, ni se inflamara su cólera y aspereza. Porque sabía llegar a tanto su crueldad y su desprecio de lo honesto y de lo justo, que a unos hombres los hacía enterrar vivos y a otros los cubría con pieles de jabalíes y osos, y azuzaba contra ellos perros de caza para que los despedazasen; o les lanzaba dardos, entreteniéndose con esta diversión. En las ciudades de Melibea y Escotusa, amigas y protegidas por tratados, cercándolas en el acto de celebrar sus juntas públicas, dio muerte a todos los habitantes, y la lanza con que traspasó a su tío Polifrón la consagró y coronó y le hizo sacrificios como a un dios, llamándole Ticón. Habiendo visto en cierta ocasión a un actor representar Las Troyanas, de Eurípides, se salió a toda prisa del teatro, y envió a decir al representante que estuviese con tranquilidad y nada malo sospechase de aquel hecho; pues no se había retirado por hacerle desprecio, sino por no sufrir ante los ciudadanos la vergüenza de que, no habiendo mostrado compasión por ninguno de tantos como había hecho matar, le vieran llorar por los infortunios de Hécuba y Andrómaca. Mas con todo, sobrecogido con la gloria y el nombre de Epaminondas y con todo el aparato de su expedición, Dobló este gallo como esclavo el ala, y envió bien pronto quien con aquel le pusiese en buen lugar. Epaminondas no condescendió con que por parte de los Tebanos se hiciese paz y amistad con un hombre semejante; pactó sólo treguas de treinta días, y, recobrando a Pelópidas e Ismenias, hizo su retirada.

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Noticiosos los Tebanos de que los Lacedemonios y los Atenienses habían enviado embajadores al gran Rey para negociar una alianza, mandaron también por su parte a Pelópidas, con muy buen consejo, a causa de su gran nombradía. Ya desde el principio, al pasar por las provincias del rey, fue muy considerado e hizo gran ruido, porque no cundió tibiamente o como rumor vago por el Asia la fama de los encuentros sostenidos contra los Lacedemonios, sino que, apenas se divulgó la voz de la batalla de Leuctra, aumentada e impelida cada día con algún nuevo triunfo, se extendió hasta los países más remotos. Así, cuando llegó al palacio, apenas le vieron los Sátrapas, los de la guardia y los generales, comenzaron con admiración a decirse: “Éste es el que derribó el imperio de la tierra y del mar, de que estaban apoderados los Lacedemonios, y el que contuvo entre el Taigeto y el Eurotas aquella Esparta que poco antes había hecho la guerra al gran rey y a los Persas, llevándola hasta Suza y Ecbátana por medio de Agesilao”. A Artojerjes le habían sido de gran placer estos sucesos; así mostró admirar a Pelópidas aun más allá de su fama, y quiso hacer ostentación de que le honraba y obsequiaba sobre cuantos habían merecido su estimación. Túvole todavía en más luego que vio su figura y que oyó sus razonamientos, más enérgicos que los de los Atenienses, y más sencillos que los de los Lacedemonios, y, como sucede ordinariamente a los reyes, no disimuló su aprecio hacia tan singular varón, ni se ocultó a los otros embajadores que le trataba con mayor distinción. Entre todos los Griegos, parece haber sido el Lacedemonio Antálcidas quien de él había recibido más señalado honor, cual fue el haberle enviado, bañada en esencias, la corona que mientras bebía ornaba su cabeza. A Pelópidas no le hizo un regalo igual; pero le envió presentes ricos y del mayor valor, y condescendió con sus proposiciones: “que fuesen independientes todos los Griegos y se repoblase Mesena; y que los Tebanos fuesen tenidos por amigos hereditarios del rey”. Recibida esta respuesta, y de los dones sólo los que pudieran ser una muestra de aprecio y benevolencia, se restituyó a su patria, con lo que todavía quedaron más desacreditados los otros embajadores. Así, los Atenienses, puesto en juicio Timágoras, le condenaron a muerte; si fue por el exceso de los dones, justísimamente; pues no sólo admitió oro y plata, sino un lecho de grandísimo precio y esclavos que lo preparasen, como si los Griegos no supiesen este ministerio; y, además de esto, ochenta vacas con sus vaqueros, porque necesitaba tomar la leche para cierta enfermedad. Finalmente, fue conducido en silla de manos hasta el mar, siendo el rey quien pagó a los mozos el jornal. Mas no parece haber sido este soborno lo que principalmente irritó a los Atenienses, ya que a Epícrates el Cosario, que no negaba haber recibido regalos del rey, y que se atrevió a presentar un proyecto de decreto para que cada año, en lugar de los nueve arcontes, se nombrasen nueve embajadores cerca del rey, tomados entre los plebeyos y pobres, a fin de que volvieran ricos, el pueblo se lo tomó a risa; por tanto, su principal encono fue porque todo se hizo en consideración a los Tebanos, sin reflexionar que la gloria de Pelópidas era de más influjo que los discursos y las palabrerías para con un hombre que siempre se ponía de parte de los que en las armas eran superiores.

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Concilió esta embajada no pequeña consideración a Pelópidas en su vuelta, tanto por la repoblación de Mesena como por la independencia de todas las ciudades griegas. En tanto, Alejandro de Feras había descubierto otra vez su carácter, destruyendo, no pocas ciudades de la Tesalia y poniendo guarniciones en la Ftiótide, en la Acaya y por toda la Magnesia; noticiosas las demás ciudades del regreso de Pelópidas, enviaron al punto embajadores a Tebas, pidiendo tropas, y a éste por caudillo. Decretóse así sin tardanza, y hechos prontamente todos los preparativos, cuando el general estaba para partir, hubo un eclipse de sol, y en medio del día quedó la ciudad en tinieblas. Pelópidas, viéndolos a todos consternados con este accidente, creyó que no convenía violentarlos en su terror y desaliento, ni tampoco aventurar en la empresa las vidas de siete mil ciudadanos; así, ofreciéndose por sí solo a los Tésalos, y tomando únicamente consigo trescientos extranjeros de a caballo que voluntariamente le siguieron, partió, contra la opinión de los agoreros y el deseo de los demás ciudadanos, a quienes parecía que aquella señal del cielo no se hacía sino por un varón ilustre. Él, por otra parte, estaba muy acalorado contra Alejandro por las ofensas que le había hecho, y esperaba también encontrar su misma casa indispuesta y enconada contra él por las conversaciones que había tenido con Teba. Mas lo que sobre todo le atraía era lo brillante de la acción: pues cuando los Lacedemonios habían enviado a Dionisio, el tirano de Sicilia, generales y gobernadores, y cuando los Atenienses recibían sueldo del mismo Alejandro y le habían puesto una estatua de bronce como a bienhechor, entonces mismo se afanaba él y aspiraba al honor de hacer ver a los Griegos que solos los de Tebas hacían la guerra a los tiranos y quebrantaban en la Grecia los poderíos violentos e injustos.

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Luego que llegó a Farsalo, reunió sus tropas y marchó sin dilación contra Alejandro, el cual, viendo pocos Tebanos al lado de Pelópidas, y que él tenía más que doble infantería de Tésalos, le salió al encuentro junto al templo de Tetis; y como alguno le dijese a Pelópidas que el tirano venía con mucha gente: “Mejor- respondió;- con eso serán más los que venzamos”. Extiéndense hacia el medio de las llamadas Cinocéfalas varios collados de bastante inclinación y altura, y unos y otros se dirigieron a ocuparlos con la infantería; al propio tiempo, Pelópidas mandó a los suyos de a caballo, que eran muchos y excelentes, que se batiesen con la caballería enemiga. Vencieron éstos y bajaron a la llanura en persecución de los fugitivos; mas se vio que Alejandro había tomado las alturas y que, acometiendo a la infantería tesaliana, que se había rezagado y se encaminaba a los puntos más fuertes y elevados, dio muerte a los primeros, y los demás, siendo ofendidos, nada hacían por su parte. Advertido, pues, esto por Pelópidas, llamó a los de a caballo y les dio orden de que corriesen contra lo más apiñado de los enemigos; él mismo, embrazando el escudo, marchó de carrera a unirse con los que peleaban en los collados, y penetrando por la retaguardia hasta los primeros, infundió en todos tal valor y aliento, que aun a los mismos enemigos les pareció ser aquellos otros hombres en el cuerpo y en el espíritu; y si bien éstos rechazaron dos o tres choques, al ver que todavía volvían con ímpetu y que la caballería dejaba el alcance, cedieron por fin y se retiraron. Pelópidas, desde la eminencia, viendo toda la hueste de enemigos, no puesta en fuga, pero sí ya en gran confusión y desorden, se detuvo un poco a mirar, en busca del mismo Alejandro; y cuando observó que estaba en el ala derecha animando y ordenando a sus estipendiarios, no hizo uso de la razón para refrenar la ira, sino que, inflamado con su vista, y abandonando a la cólera su persona y el mando, se adelantó a todos los demás, clamando y llamando a gritos al tirano, el cual estuvo bien distante de sostener el ímpetu y de, aguantar, sino que, dando a correr hacia los estipendiarios, se escondió. Y los primeros de éstos que hicieron oposición fueron rechazados por Pelópidas, y aun algunos heridos y muertos; pero los demás, hiriéndole de lejos con las lanzas, acabaron con él, mientras que los Tésalos venían a carrera desde los collados en su auxilio. Cuando ya había muerto, acudieron también los de a caballo y pusieron en huída todo el ejército, persiguiéndole gran trecho, y llenaron aquella llanura de cadáveres, tanto, que fueron más de tres mil a los que dieron muerte.

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Que los Tebanos presentes a la muerte de Pelópidas cayesen en el mayor desconsuelo, llamándole padre, salvador y maestro de los mayores y más apreciables bienes, nada tiene de extraño; pero el que los Tésalos pasasen con sus decretos la raya de cuanto honor puede dispensarse a la humana virtud, esto fue lo que principalmente manifestó en sus demostraciones el aprecio y gratitud con que le miraban. Porque se dice que al saber su muerte cuantos concurrieron a aquella batalla, ni se quitaron la coraza, ni desensillaron los caballos, ni se curaron las heridas, sino que corriendo como se hallaban adonde estaba el cadáver, como si hubiera de sentirlo, pusieron alrededor de su cuerpo, en montón, los despojos de los enemigos, cortaron las crines a los caballos y se cortaron también el cabello, y muchos, yendo después a las tiendas, ni encendieron fuego ni se sentaron a comer, sino que el silencio y la pesadumbre se difundió por todo el campamento, como si no hubieran alcanzado la mayor y más completa victoria sino que más bien hubiesen sido vencidos y esclavizados por el tirano. De las ciudades, luego que corrió la nueva, vinieron las autoridades, y con ellas los mancebos, los muchachos y los sacerdotes, para recibir el cuerpo, trayendo para adornarle trofeos, coronas y armaduras de oro. Llegado el momento de haberse de conducir el cadáver, adelantándose los Tésalos de más provecta edad, pidieron a los Tebanos que les permitieran darle sepultura; y uno de ellos habló de esta manera: “Os pedimos ¡oh aliados nuestros! una gracia que nos ha de servir de honor y de consuelo; pues no hacen la corte los Tésalos a Pelópidas, todavía vivo, ni en tiempo que pueda sentirlo le retribuyen los correspondientes honores, sino que con sernos permitido tocar su cadáver, hacerle las debidas exequias y sepultar su cuerpo, parecerá que debe creérsenos si decimos que esta calamidad es mayor para nosotros que para los Tebanos, pues que vosotros sólo habéis perdido un excelente general, cuando nosotros, además de esta pérdida, hemos sido privados de la libertad. ¿Y cómo ya nos atreveremos a pediros otro general, no restituyéndoos a Pelópidas?” Condescendieron, pues, los Tebanos con sus ruegos.

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Ciertamente que no habrá habido exequias más magníficas que éstas, a juicio de los que no colocando lo magnífico en el marfil, en el oro y en la púrpura, se distinguen de Filisto, que cantó y engrandeció el enterramiento de Dionisio, haciéndolo el desenlace teatral de su tiranía, como si fuera el de una gran tragedia. También Alejandro el Grande, muerto Hefestión, no sólo esquiló las crines de los caballos y de las acémilas, sino que quitó las almenas de los muros, para dar a entender que las ciudades lloraban, habiendo tomado aquel aspecto lúgubre y humilde en lugar de su antigua belleza. Mas todos éstos no son sino preceptos de tiranos, impuestos por necesidad, para envidia de aquellos en favor de quienes se expiden, y en más odio de los que para ellos emplean la fuerza; lejos de ser expresiones de gratitud y honor, no lo son sino de un fausto bárbaro y de ostentación y molicie de hombres que gastan su caudal en cosas vanas, indignas de imitarse. Por el contrario, el que un hombre popular, muerto en tierra extraña, sin hallarse presentes su mujer, sus hijos o sus deudos, sin que nadie lo exija y menos lo mande, sea honrado en sus exequias por tantas ciudades y pueblos reunidos, que llevan y coronan su féretro, esto debe con justa razón parecer el complemento de la felicidad; porque no es la más triste, como Esopo dijo, la muerte del hombre dichoso, sino antes la más bienaventurada, por haber puesto ya en lugar seguro sus buenas acciones y haberse quitado del alcance de las mudanzas de Fortuna. Por tanto, mejor lo entendió aquel Lacedemonio que a Diágoras, triunfador en Olimpia, que alcanzó a ver a sus hijos coronados en los juegos, y nietos de hijos e hijas, le saludó diciéndole: “Muérete ¡oh Diágoras!, pues que no has de subir a otro Olimpo”. Pues todas las victorias olímpicas y píticas juntas no creo que hubiese quien las comparase con uno de los combates de Pelópidas, el cual, habiendo reñido muchas lides, vencedor en todas, y habiendo pasado la mayor parte de su vida en el honor y la gloria, últimamente en su décimatercia beotarquia, después de haber alcanzado el prez del valor sobre muerte de un tirano, dio su vida por la libertad de la Tesalia.

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Si su muerte causó mucho pesar a los aliados, todavía les fue de mayor provecho, porque los Tebanos, luego que tuvieron noticia del fallecimiento de Pelópidas, no poniendo dilación ninguna en el castigo, dispusieron inmediatamente una expedición de siete mil infantes y ochocientos caballos, bajo el mando de Malcites y Diogitón, los cuales, llegando a tiempo en que Alejandro todavía estaba escaso y debilitado de fuerzas, le obligaron a que restituyese a los Tésalos las ciudades que les había tomado; a que dejase en paz a los de Magnesia, de la Ftiótide y de la Acaya, retirando las guarniciones, y a que pactase con ellos en un tratado que, adondequiera que los Tebanos le condujesen o mandasen, allá los seguiría; siendo esto con lo que los Tebanos se dieron por satisfechos. Ahora referiremos cuál fue la venganza que los Dioses tomaron de Alejandro, a causa de Pelópidas. Ya éste había antes enseñado a Teba, como arriba dijimos, a no mirar con miedo la brillantez y aparato exterior de la tiranía, que interiormente se sostenía sólo con algunas armas y algunos tránsfugas; además, recelosa siempre de su infidelidad e indignada de su fiereza, trató y convino con sus hermanos, que eran tres, Tisífono, Pitolao y Licofrón, El deshacerse de él de esta manera. Todo el resto de la casa estaba al cuidado de aquellos guardias a quienes tocaba custodiarle por la noche; pero del dormitorio en que solía acostarse, que estaba en alto, era único centinela, puesto delante de él, un perro atado, temible a todos menos a ellos dos y al esclavo que le daba de comer. Al tiempo concertado para el hecho, Teba, desde antes de la noche, tenía ocultos a los hermanos en una habitación vecina: entró sola, como lo tenía de costumbre, al cuarto de Alejandro, que ya estaba dormido; salió de allí a poco, y mandó al esclavo que se llevara afuera el perro, porque aquel quería reposar con el mayor sosiego; inmediatamente, para precaver que la escalera hiciese ruido al subir los hermanos, tendió lana por toda ella; trajo luego a los hermanos armados, y, dejándolos a la puerta, entró al dormitorio y sacó la espada que Alejandro tenía colgada sobre el lecho, siendo ésta la seña que se tenían dada para entender que éste dormía y que era el momento de sorprenderle. Como entonces se acobardasen aquellos jóvenes y se detuviesen, empezó a motejarlos y amenazarlos con que despertaría a Alejandro y le descubriría el designio; entonces, entre avergonzados y medrosos, los introdujo y los colocó alrededor del lecho, llevando luz. Sujetóle el uno por los pies, y el otro le tomó la cabeza por los cabellos, y el tercero le pasó con la espada; muriendo, atendida la celeridad del hecho, quizá más pronto de lo que fuera razón; y sólo en haber sido el primer tirano muerto por su mujer, y en la afrenta que sufrió su cadáver, siendo arrojado al suelo y hollado por los de Feras, puede decirse que tuvo el fin debido a sus maldades.