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Vítores

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
VITORES


CUADRO TRADICIONAL DE COSTUMBRES LIMEÑAS


al. Sr. General. D. Manuel de Mendiburu


Vítores.—He aquí una palabra que encontramos consignada en el primer Diccionario de la lengua y en las ediciones sucesivas. Calderón y Lope de Vega la usaron en sus comedias, poniéndola en boca de los estudiantes de Salamanca y Alcalá de Henares, así como la palabra cola aplicada á los vencidos en un certamen. Domínguez afirma que, para suavizar la pronunciación, se dice vítores, en vez de víctores, y no acepta la voz en singular.

La palabra vítores (cuide usted, señor cajista, de esdrujulizarla) estuvo de moda en el Perú, allá por los tiempos en que los virreyes consignaban en la Memoria ó Relación de mando el temor de que Lima se convirtiera en un gran claustro, tan crecido era el número de sacerdotes y monjas.

Mal hacían en alarmarse desde que la misma España era en los tiempos de Felipe II un vasto convento. Cuatrocientos mil frailes, y número poco mayor de clérigos, albergaba la madre patria.

En una sociedad que carecía de novedades y distracciones y en la cual ni la política era, como hoy, manjar de todos los paladares, cada capítulo ó elección de superior ó abadesa de convento era motivo de pública agitación. Las familias ponían en juego mil recursos para conseguir votos en favor del candidato de sus simpatías, ni más ni menos que ogaño cuando, en los republicanos colegios de provincia, se trata de nombrar presidente para el gobierno ó desgobierno (que da lo mismo) de la patria. Rara familia había en Lima que, además del segundón, destinado desde el limbo materno para vestir hábitos, no contase entre sus miembros un par de frailes, por lo menos, y número igual de monjas. No teniendo los americanos carreras á que consagrarse con honra y provecho, optaban por la del claustro, en la que, aparte la consideración social anexa al prestigio y majestad del sacerdocio, tenían segura una existencia holgada y regalona, si se quiere, pues los bienes de la Iglesia eran cuantiosos. En los virreinatos de México y el Perú, la Iglesia era tanto ó más rica que el Estado. Los conquistadores acaparaban colosales fortunas, no siempre por medios lícitos, y en el trance del morir, creían quedar en paz con la conciencia y comprarse un cachito de heredad en la gloria eterna, cediendo la mitad de sus tesoros á los conventos, fundando capellanías y haciendo otros devotos legados. El lecho del moribundo era rodeado por cuatro ó cinco frailes de órdenes distintas, que se disputaban partija en el testamento. Cada cual arrimaba la brasa á su sardina, ó tiraba, como se dice, para su santo; esto es, para el acrecentamiento de los bienes de su comunidad.

Con tales antecedentes, el cargo de prelado de convento tenia que ser apetitoso y suculento bocado.

Llenas están las crónicas conventuales con relatos de los reñidos capítulos habidos entre los frailes; y con frecuencia, el virrey, los oidores y hasta la fuerza pública, tuvieron que intervenir para poner término á los desórdenes. Tema de muchas de mis tradiciones han sido esas zagalardas frailunas.

No debe nadie maravillarse de que en aquellos siglos, tomase la sociedad muy á pecho los enjuagues de un capítulo frailesco; pues, si no miente el duque de Frías, hasta los santos en cierne se empeñaban con Dios para el triunfo del candidato de sus simpatías. Y el chiste está en que, capítulo hubo del cual Dios, con ser Dios, salió cola. Compruébelo, con este parrafito que al pie de la letra copio del Deleite de la discreción. «Pidióle á Dios Santa Teresa, que el provincialato carmelita recayese en el padre Gracián, su confesor. Verificóse el capítulo, y fué otro fraile el elegido. Entonces la santa rogó á Dios que la perdonase si había errado, y el Señor la contestó: —Cierto es, Teresa mía, que me pediste lo que convenía; pero los frailes no siempre quieren lo que conviene.»—Y la cosa, de ser verdad tiene; porque el libro del señor duque se imprimió en Madrid, en 1764, con permiso de la Inquisición que, á ser embustera la historieta, no la habría dejado correr en letra de molde.

En los conventos de monjas eran más reñidos, si cabe, los capítulos, y húbolos en que las mansas ovejitas del Señor se arañaron de lo lindo y sin misericordia. En la Encarnación, por ejemplo, vióse una monja, la madre Frías, que mató á otra á puñaladas.

Cada monasterio tenía, entre profesas, novicias, educandas, seglares y criadas, crecidísima población. Baste saber que hubo época en que, sólo en el convento de Santa Clara, se encerraban trescientas religiosas y otras tantas criadas, devotas ó vecinas.

Y para que no se diga que hablamos de paporreta ó que calculamos á ojo de buen cubero, véase el cuadro que, en 1665, formó el cronista de Indias, Gil González Dávila:

Convento de la Encarnación:—150 religiosas de velo negro—50 novicias—4O donadas—270 seglares y criadas.

Convento de la Concepción:—190 religiosas de velo negro—24 novicias—15 donadas—250 seglares y criadas.

Convento de la Trinidad:—100 religiosas de velo negro—50 de velo blanco—10 novicias—10 donadas—160 seglares y criadas.

Convento de las Descalzas:—55 de velo negro—10 de velo blanco—10 novicias—20 criadas.

Convento de Santa Clara:—160 de velo negro—37 de velo blanco—36 novicias—18 donadas—130 seglares.

Convento de Santa Catalina:—40 de velo negro—6 de velo blanco—38 seglares.

Resulta, pues, que de las veinticinco mil mujeres con que, según el censo de aquel año, contaba Lima, cerca de dos mil vestían hábito, sin incluir las beatas callejeras que también lo usaban.

Gobernar una republiqueta de mujeres era empresa, y grande. Las aspiraciones eran infinitas, y tenaz la oposición para con la abadesa, que no podía satisfacer los innumerables caprichos de sus súbditas, doblemente caprichosas por ser mujeres y monjas, que es otro ítem más. La anarquía era, pues, plato diario en los monasterios.

La numerosa servidumbre, si bien carecía de voto, era por lo mismo tan bullanguera y exaltada como en nuestras democracias, aquellos á quienes la ley no concede carta de ciudadanía. Los que no tienen derecho á votar, han sido, son y serán, los que levanten más polvareda.

Las muchachas dividíanse en bandos, siguiendo cada una el de la monja de quien dependía; y terminado el capítulo, las del partido vencedor concurrían á los claustros armadas de matracas encintadas, marimbas, panderos con cascabeles y otros instrumentos, cantando coplas en loor de la monja electa, y aun satirizando á la derrotada y á sus secuaces. A esas coplas y á ese barullo se dió el nombre de vítores.

En ese día, las seglares tenían licencia para salir hasta la puerta ó plazuela del convento y alborotar el vecindario con el desapacible matraqueo.

No puede determinarse con fijeza la época en que nacieron en Lima los vítores; pero consta que, en el monasterio de las bernardas de la Trinidad, se cantaba en 1617:

   ¡Vítor la madre abadesa,
modelo de santidad!
¡Vítor la lega y profesa!
¡Vítor la comunidad!

Por real orden de 31 de Diciembre de 1786, comunicada al virrey Croix, se prohibieron los vítores en la elección de abadesa; pero maldito el caso que de la regia prohibición hicieron las monjitas de Lima.

Las coplas de los monasterios son notables por la agudeza y sal criolla. Sentimos haber olvidado muchos vítores, muy graciosos que, hace ya fecha, oímos recitar á una vieja.

Sin embargo, no queremos dejar en el tintero un par de villancicos que en ciertas fiestas se cantaban en los claustros.

Las clarisas tenían éste:

   Vítor, vítor las llagas
de nuestro padre San Francisco!
¡una, dos, tres, cuatro y cinco!

Y las muchachas contestaban en coro:

   Alegrémonos, alegrémonos,
porque es bien que nos alegremos.

El de las monjas trinitarias no era menos original. Decía así:

   San Bernardo no come escabeche,
ni bebe Campeche,
porque es amigo de la leche.

A lo que contestaba el coro:

   Al glorioso mamón
digámosle todas Kyrieleysón.

De los conventos de monjas pasaron los vítores á los conventos de frailes. En éstos se albergaba también gran población masculina. Abundancia de redondillas y décimas, escritas con añil ó almagre, aparecían en las paredes inmediatas á la celda del nuevo prelado; y los devotos, cuyo número aumentaba con el de la gente de la ciudad que traspasaba los umbrales de la portería, formaban laberinto no menor que el de los monasterios en ocasión idéntica.

En 1709, el capítulo de los agustinos fué harto borrascoso. Disputábanse el triunfo entre fray Alejandro Paz, sevillano, y fray Pedro Zavala, vizcaíno. Tal fué el cúmulo de incidentes que la real Audiencia, viendo que después de muchas horas de estar reunidos los padres en la sala capitular no ponían término al acto, resolvió, á media noche, trasladarse al convento. A las dos de la mañana hízose un escrutinio, y entre los que esperaban á la puerta, corrió la voz de que el padre Paz había salido vencedor. Sus partidarios atronaron el claustro cantando:

   De Sevilla fué el olivo
primero que vino acá.
¡Vítor, por Sevilla!¡Vítor!
¡Vítor por el padre Paz!

Uno de los oidores tuvo que salir de la sala capitular para hacer que cesase el alboroto. Había resultado empate, é iba á repetirse la votación. La muchitanga quedó en impaciente espectativa.

Con el alba las campanas se echaron á vuelo, y los cohetes y camaretas anunciaron á los vecinos de Lima la derrota del padre Paz. Su contrario había triunfado por mayoría de dos votos, éxito que fué celebrado con un vítor, ingenioso en verdad, pues en él se les vuelve la oración por pasiva á los partidarios del sevillano.

   De Vizcaya la muy noble
nunca vino cosa mala.
¡Vítor por Vizcaya! ¡Vítor!
¡Vítor el padre Zavala!

Como se ve, en estas luchas entraba por mucho el espíritu de provincialismo, lo que hemos tenido oportunidad de probar en una tradición titulada:—El Virrey capitulero.

En los primeros años del presente siglo empezó á germinar entre los frailes el sentimiento de la nacionalidad peruana. Deducímoslo del siguiente vítor con que los mercenarios festejaron, en 1804, la elección de comendador que recayó en el limeño fray Cipriano Jerónimo Calatayud.

¡Vítor el padre
    Calatayud,
faro de ciencia,
    sol de virtud!
¡Vítor el padre
    Calatayud!
¡Vítor, hermanos,
    por el Perú!

No hemos encontrado comprobante alguno que garantice la autenticidad de lo que vamos á referir; pero es tradición popularísima en Lima, y como tal la apuntamos. Algo de verdad habrá en el fondo, y sobre todo si non è vero è ben trovato.

Diz que los padres crucíferos de San Camilo andaban aburridos con el prelado que, á mañana y tarde, les hacía servir en el refectorio un guisote conocido con el nombre de chanfaina. Fama tiene, hoy mismo, la chanfaina de la Buenamuerte. Llegó la época de elecciones, y uno de los aspirantes ganó capítulo sólo por haber dicho:——Si triunfo, la chanfaina se quita. A esto se refiere el vítor:

    Dios con su próvida mano
nos remedió en nuestra cuita.
¡Vítor el padre Otiniano,
que la chanfaina nos quita!

Y cumplió al pie de la letra su paternidad con el compromiso; pues si el antecesor suministraba la chanfaina con caldo, el nuevo prelado eliminó éste, dando por descargo, á los que lo reconvenían, que él no había ofrecido suprimir la vianda, sino darla sequita, esto es, sin caldo. Y digan que el castellano no admite calembourg.

Las recreaciones ó fiestas, por elección de abadesa, duraban ocho días, en los cuales las devotas representaban entremeses, organizaban cuadrillas de danzas, quemaban árboles de fuego, y conventos hubo, como el de la Concepción, donde se capearon becerros, funcionando las muchachas de toreros. En días tales, solían conseguir permiso para visitar los claustros algunas damas de la aristocracia, deudas de las monjas y protectoras del monasterio. También había puerta franca para los frailes de campanillas. Cuchipanda en regla.

De igual manera festejaban los frailes el éxito de un capítulo. A veces la corrida de novillos se efectuaba en la plazuela, con gran contentamiento del pueblo. Entonces sacaban, como en la procesión del Corpus, á la Gigantilla y los Gigantes, y á la famosa Tarasca. No me parece fuera de oportunidad hacer la descripción de ésta.

La Tarasca, según la pinta Monreal, era un monstruo de cartón, símbolo del demonio Leviathán, con tal artificio dispuesto, que alargaba de improviso el ensortijado cuello y les quitaba el sombrero á las gentes descuidadas, tragándoselo, con no poca algazara popular. Caballera en la horripilante serpiente iba una figura de mujer, representando á la meretriz de Babilonia, vestida con lujosas galas y según la última moda.

Al abrir el monstruo la desmesurada boca solían los muchachos, desde algunas varas de distancia, arrojar en ella guindas, y según don Diego de Clemencin, en sus notas al Quijote, nació de aquí la frase proverbial:—Echar guindas á la Tarasca.

La Gigantilla era una muñeca de tamaño natural, pero de extrema obesidad, que, en la procesión del Corpus, recitaba la loa de Lope de Vega que empieza con esta redondilla:

   Padre, ¿no me diréis vos
aquello blanco qué sea,
que á mí me parece oblea
y el cura dice que es Dios?

En cuanto á los gigantes y papa-huevos ó enanos, excuso describirlos, que hartas ocasiones habrán tenido mis lectores para verlos y apreciar la exactitud de aquel refrán limeño que se aplica á los que discurren sobre tema que ignoran:—Este habla como los gigantes, por la bragueta;—pues realmente, ese era el sitio por donde salía la voz del hombre que iba dentro del embeleco de cartón.

La costumbre de los vítores pasó, en breve, de los claustros á la ciudad. Así, cuando se elegía Rector de la Real y Pontificia Universidad de San Marcos, elección disputada á veces con calor, ó se confería por oposición alguna cátedra, echábanse á pasear por las calles con banda de música, quemando cohetes y gritando:—¡Vítor el doctor fulano!—grupos de hombres y mujeres de la hez. Por supuesto, que esta zinguizarra era preparada con anticipación por los deudos y amigos del vencedor. Dirigíanse á casa de éste, invadían el patio y corredores, le recitaban loas en chabacanos versos, infamemente declamados, y el bochinche se prolongaba hasta media noche. Tenemos á la vista é impresas, algunas loas, desnudas de mérito literario, y en las que compite el gongorismo más extravagante con las más ridículas y exageradas lisonjas.

El dueño de casa tiraba plata por alto, distribuíanse con profusión licores, dulces y viandas; y en ocasiones, para solemnizar más los vítores, acudían cuadrillas de payas, gíbaros, y danzantes. En una palabra, los vítores eran el complemento del triunfo. Elección sin vítores, habría sido como sainete sin bobo ó sermón sin Agustín.

Casos hubo, y era natural, en que uno de los contendientes, juzgando segura su victoria, hizo grandes gastos y preparativos para que lo vítoreasen, quedándose, como se dice, con los crespos hechos y sin bailar.

No era extraño tampoco que grupos de pueblo se detuviesen en la calle donde habitaba el derrotado, quemando cohetes, y mortificándolo con vítores á su afortunado rival.

También al conferirse un grado de doctor, los amigos del agraciado lo festejaban con vítores, y aún con corrida de toros.

Epoca hubo, y no remota, en que al aspirante á doctorado le costaba un ojo de la cara la satisfacción de ceñirse el capelo. Más que de ciencia y de suficiencia, tenía necesidad de dinero, para obsequiar á cada miembro del claustro lo que se llamaba la propina de ave y confitura. Muy pobre diablo era el que salía del apuro con un gasto de mil duretes. Así, cuentan que un Rector de la Universidad solía decir:—Accipiamus pecunia et mitamus asinus in patria sua.

A propósito de este distintivo universitario, referiremos que en 1788, siendo Rector de la Universidad de Lima el conde del Portillo, consiguió, por influencia de éste, graduarse de doctor el teniente coronel de los reales ejércitos don Jorge Escobedo, hombre de escasos estudios y de más escaso meollo.

Advierto que este don Jorge Escobedo no debió ser el caballero del mismo nombre y apellido que reemplazó á Areche como Visitador regio, que fué Intendente de Lima y Oidor de su real Audiencia.

Por lo mismo que muchos miembros del claustro se habían opuesto á la concesión del doctoral capelo, el protector y los del círculo de don Jorge creyeron conveniente festejarlo con un vítor estrepitoso, llevándolo desde la Universidad hasta su casa pisando flores, que cuatro lacayos con librea iban arrojando en el camino.

La tradición no ha hecho llegar hasta nuestros días los loores que se tributaron al novel doctor; pero sí la siguiente décima que, impresa, se distribuyó por los del partido de oposición.

   Si en Roma el emperador
Calígula, por su mano,
declaró cónsul romano
á su caballo andador,
no se admiren que el Rector,
por su sola autoridad,
ultrajando á la ciudad,
como quien se tira un...
haya hecho miembro á Escobedo
de aquesta Universidad.

Sácase, pues, en limpio, que también había manera de acibarar los vítores, que amargo dejo debió quedarle á don Jorge Escobedo si algún oficioso de esos que, so capa de devoción y lealtad abundan siempre, le hizo saborear la cáustica espinela.

Parece que, en el otro siglo, no era moneda tan corriente, como hogaño, encaramarse sin merecimiento. Difícil era que una sabandija llegase á las alturas. No es esto decir que pícaros no escalasen elevados puestos, ni que jumentos dejasen de lucir distinciones reservadas para los hombres de saber; pero cuando esto acontecía, y por humildísima que fuese, se levantaba siempre una voz para protestar.

A esos los bautizó el pueblo con el nombre de doctores del tibiquoque.

No recuerdo si leí ó me contaron que un clérigo molondro, y á quien el pueblo, aludiendo á que usaba peluquín rubio, llamaba el abate Cucaracha, consiguió á fuerza de trapacerías y bajezas, la protección de un virrey, el cual, á pesar de la tenaz resistencia del Cabildo eclesiástico, logró, á la larga, que su ahijado se calzase una canongía. De misacantano á canónigo, ¡volar era más que el águila!

—¡¡¡Cuanto ha subido Cucaracha!!!—exclamó escandalizado el campanero.

—Escupa, hijo, esa herejía—le contestó el sacristán.—Diga, y dirá bien:—¡¡¡Cuánto ha bajado la Catedral de Lima!!!

Y si esta no es protesta elocuentísima, digo que no entiendo de protestas.

Yo he visto (y no hace treinta mil años) á la republicana Universidad de San Marcos, aceptar como moneda de buena ley un doctorado manufacturado en Roma, en obsequio de un grandísimo camueso que ni siquiera estuvo en Roma. Después de esto... ¡¡¡la mar!!! Me explico el consulado del caballo de Calígula.

Tiempos alcanzamos en que los muchachos, al dejar el claustro materno, lo hacen trayendo sobre la cabeza el capelo doctoral ó sobre los hombros las charreteras de coronel, siquiera sea de cachimbos. De mí sé decir que si epitafio merezco sobre mi losa, ha de ser éste, y no otro:

Aquí yace un peruano escribidor
Que ni fué coronel, ni fué doctor.[1]

Volviendo á los vítores, y para concluir, diré que hace más de treinta años que no están en uso, ni aun entre las monjas. Tengo para mí que poca falta hacen, y que en la desaparición de ellos han ganado las costumbres y la moral. Hoy, el derrotado en una elección, no se halla tan expuesto, como antes, á ser ludibrio de su adversario ó de la muchedumbre inconsciente. Quedar cola ó salir cola era la frase consagrada por el vulgacho para expresar que un aspirante había sido vencido ó reprobado un colegial en sus exámenes.

Hogaño, á Dios gracias, podemos arrastrar más cola que un pavo real, sin miedo de que nos la pise un zarramplín.

  1. Probablemente la Universidad de Lima estimó este epitafio como una pretensión, pues á poco tuvo la espontaneidad, que agradezco, de obsequiarme con dos doctorados: uno de Jurisprudencia y otro de letras, ¡Ahítate, glotón!