Viudas casaderas

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Viudas casaderas[editar]

-«¿De quién es esa población, don Julián?

-De una viuda. Es puesto del campo vecino. Ahí vive una pobre mujer, que ha quedado con una punta de hijos; pero no está mal; tiene su buena majada y un rodeíto de lecheras.

-No ha de faltar entonces quien la festeje.

-Claro. ¿Y qué más puede hacer que volverse a casar? ¿Quién le atendería los intereses? ¡Pobre de ella, si no tuviera ya quien la ayudase!»

-¡Ah! ¿ya tiene...?

-¡Y como no! Vd. cree que las viudas, en el campo, se quedan mucho tiempo viudas. Pues no faltaría más. ¿A donde iríamos a parar, con tanta tierra que poblar y tan poca gente, si quedasen mucho tiempo las ovejas sin carnero?»

Y pegó don Julián un chirlo al cadenero, enderezándolo a otro puesto, cerca del cual nos aseguró que ibamos a encontrar martinetas.

-«¿Y será también de alguna viuda?, le preguntamos.

-¡Hombre!, justamente; pero no por muerte del marido, esta. Tiene también una caterva de muchachos, pero todos de apellidos diferentes; forman una especie de índice de los diversos esposos que la han sucesivamente dejado viuda. Dicen que es de mal genio. La verdad es que no faltan gauchos vividores que tratan de aprovechar; y sea que ella se canse de mantener haraganes, cuando ha cumplido, con lo que considera probablemente como mi deber anual, sea que piensen aquellos que ya no tienen allí nada que hacer, ella queda... viuda. Jura, por supuesto, que se acabó y que ya no quiere saber nada; pero, amigo, cuando la primavera hace que los padrillos repuntan, es difícil que las yeguas viejas no contesten el relincho».

Tuvimos, en otros paseos largos que con don Julián hicimos, varias ocasiones de preguntarle de quién era tal o cual población, puesto humilde, modesta chacra o estancia grande, y nos admiramos de la proporción considerable de viudas, o llamada tales, que existen en la campaña.

Es cierto que, como lo decía nuestro huésped, pocas eran las que quedaban viudas mucho tiempo; pero, viudas de veras o viudas sin haberse casado, todas, pronto, sentían alrededor suyo el suave revoloteo de los candidatos, más o menos disimulados, a la sucesión del finado. Por otro lado, rica o pobre, joven o vieja, con o sin familia, ¿qué haría sola, una mujer en el campo? ¿Cómo atendería sus intereses, que siempre requieren el brazo del varón? Por cierto, se han visto excepciones, pero son escasas las mujeres capaces de tomar realmente a su cargo y con éxito, el manejo de un establecimiento de campo, después de la muerte del marido o del compañero, y todo, pronto, se junta, el anhelo interesado de uno con la necesidad de ayuda de la otra, y el renuevo pícaro, para que no quede sin cumplirse la gran ley, por la cual, demostrando la naturaleza su horror al vacío, se empeña en que cunda en la Pampa, lo que más precisa: la población.

Cuando doña Martina enviudó, perdiendo, a los pocos meses de casada, a su esposo querido, trágicamente muerto de una coz, aunque no tuviera más que una majadita, pronto se vio rodeada de comedidos que, con algún pretexto, la venían a visitar y a ofrecerle sus servicios.

Su hermano Benjamín había venido a acompañarla y a atenderle la majada; y por cierto, en los primeros tiempos, impertinentes le hubieran parecido hasta las visitas de condolencia; pero el hermano era muchacho; no estaba, ni podía estar siempre llorando con ella; perder a un cuñado no es lo mismo que perder a un marido, y pronto la tristeza que habían momentáneamente infundido a Benjamín el acontecimiento, el duelo y la soledad en que quedaba la casa, había tomado su vuelo dejándolo listo para las risas y las alegrías de su edad. No podía ella impedir que el muchacho recibiese a sus relaciones, y sin darse él mismo cuenta del por qué, de repente se encontró con una cantidad de amigos a quienes apenas conocía. Mientras uno cuidaban con él la majada en el campo, charlando de todo y de mil otras cosas, no alcanzaba el palenque para los caballos de los hermanos mayores o compañeros de ellos; y no estando Benjamín en casa, tenía a la fuerza que atenderlos la viuda.

Y a pesar de la honda herida de su corazón, realmente destrozado por la súbita desaparición del esposo amado, mal se podía defender de cierta gratitud enternecida, al oír los benévolos ofrecimientos de toda esa gente, tan desinteresada, al parecer.

Entre mate y mate, los tres o cuatro gauchos que siempre por allí andaban, hacían alguna alusión a lo poco que da una majada mal cuidada; a lo fácil que es de perder las lecheras o los caballos, cuando falta de casa el amo; a lo perniciosas que suelen ser, para la salud, la tristeza y la soledad; y con astucia más o menos ingenua o torpe, cada uno le hacía a la viudita desconsolada, desamparada, joven y buena moza, la delicada alusión que le pareciera más adecuada a su tema preferido.

Primero, todo y todos le parecieron a doña Martina fastidiosos y cargosos; sobre todo que en los primeros tiempos, ahí estaban ellos, como postes, incapaces de decir una cosa que valiera la pena, porque la gente campestre, para expresar sentimientos, es poco ladina. Después, los que se atrevieron a hablarle del finado y de la pérdida que había hecho, aunque no fuera más que con algunas palabras mal ensartadas, se le hicieron más soportables.

Otros le supieron hacer comprender que sola, iba a andar mal con sus intereses, e iba pronto a quedar pobre. A estos contestaba la viuda, diciendo que tenía al hermano; pero ni ella misma, ni menos los pretendientes se hacían sobre el punto mayores ilusiones.

Uno se quiso hacer el vivo, y sólo la trató como a mujer deseable, por lo bonita; quizás en otro tiempo, hubiera salido bien, pero en aquella ocasión, era esto varear en cancha sin orear; y resbaló el parejero.

Un día, Benjamín manifestó a la hermana el deseo de volver a casa de los padres, por una semana, dejándole, para cuidar la majada, a uno de sus amigos. Y con menor trabajo de lo que él mismo pensaba, consiguió lo que pedía, poniendo ella como única condición que no propusiera el cargo a otro que a Victoriano, y que él lo aceptara.

Victoriano aceptó...

Había sabido, este, templar la guitarra en la tonada requerida, modulando la voz según el verso, y pudo apretar las llaves, calladito, para el próximo canto de la victoria.

Cuando volvió Benjamín, aunque fuera desierto el palenque, la casa le pareció más alegre; y, de vez en cuando, Martina dejaba, entre dos lágrimas, asomar una sonrisa.

De la punta de las hojas, más lustrosas que nunca, cuelgan todavía, después de la tormenta, gotas de lluvia; pero en ellas, se ríe el sol.