Vuelta a la ciudad
Apariencia
- Para Antonio Hernández Soriano.
- NEW YORK
- NEW YORK
- Oficina y denuncia
- A Fernando Vela
Debajo de las multiplicaciones hay una gota de sangre de pato; debajo de las divisiones hay una gota de sangre de marinero; debajo de las sumas, un río de sangre tierna. Un río que viene cantando por los dormitorios de los arrabales, y es plata, cemento o brisa en el alba mentida de New York. Existen las montañas, lo sé. Y los anteojos para la sabiduría. Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo. He venido para ver la turbia sangre, la sangre que lleva las máquinas a las cataratas y el espíritu a la lengua de la cobra. Todos los días se matan en New York cuatro millones de patos, cinco millones de cerdos, dos mil palomas para el gusto de los agonizantes, un millón de vacas, un millón de corderos y dos millones de gallos, que dejan los cielos hechos añicos. Más vale sollozar afilando la navaja o asesinar a los perros en las alucinantes cacerías que resistir en la madrugada los interminables trenes de leche, los interminables trenes de sangre y los trenes de rosas maniatadas por los comerciantes de perfumes. Los patos y las palomas, y los cerdos y los corderos ponen sus gotas de sangre debajo de las multiplicaciones, y los terribles alaridos de las vacas estrujadas llenan de dolor el valle donde el Hudson se emborracha con aceite. Yo denuncio a toda la gente que ignora la otra mitad, la mitad irredimible que levanta sus montes de cemento donde laten los corazones de los animalitos que se olvidan y donde caeremos todos en la última fiesta de los taladros. Os escupo en la cara. La otra mitad me escucha devorando, cantando, volando en su pureza, como los niños de las porterías que llevan frágiles palitos a los huecos donde se oxidan las antenas de los insectos. No es el infierno, es la calle, No es la muerte, es la tienda de frutas. Hay un mundo de ríos quebrados y distancias inasibles en la patita de ese gato quebrada por el automóvil, y yo oigo el canto de la lombriz en el corazón de muchas niñas. Oxido, fermento, tierra estremecida. Tierra tú mismo que nadas por los números de la oficina. ¿Qué voy a hacer?. ¿Ordenar los paisajes? ¿Ordenar los amores que luego son fotografías, que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre? San Ignacio de Loyola asesinó un pequeño conejo y todavía sus labios gimen por las torres de las iglesias. No, no, no no; yo denuncio. Yo denuncio la conjura de estas desiertas oficinas que no radian las agonías, que borran los programas de la selva, y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas cuando sus gritos llenan el valle donde el Hudson se emborracha con aceite
- CEMENTERIO JUDÍO
- CEMENTERIO JUDÍO
Las alegres fiebres huyeron a las maromas de los barcos y el judío empujó la verja con el pudor helado del interior de la lechuga. Los niños de Cristo dormían, y el agua era una paloma, y la madera era una garza, y el plomo era un colibrí, y aun las vivas prisiones de fuego estaban consoladas por el salto de la langosta. Los niños de Cristo bogaban y los judíos llenaban los muros con un solo corazón de paloma por el que todos querían escapar. Las niñas de Cristo cantaban y las judías miraban la muerte con un solo ojo de faisán, vidriado por la angustia de un millón de paisajes. Los médicos ponen en el níquel sus tijeras y guantes de goma cuando los cadáveres sienten en los pies la terrible claridad de otra luna enterrada. Pequeños dolores ilesos se acercan a los hospitales y los muertos se van quitando un traje de sangre cada día. Las arquitecturas de escarcha, las liras y gemidos que se escapan de las hojas diminutas en otoño, mojando las últimas vertientes, se apagaban en el negro de los sombreros de copa. La hierba celeste y sola de la que huye con miedo el rocío y las blancas entradas de mármol que conducen al aire duro mostraban su silencio roto por las huellas dormidas de los zapatos. El judío empujó la verja; pero el judío no era un puerto. y las barcas de nieve se agolparon por las escalerillas de su corazón: las barcas de nieve que acechan un hombre de agua que las ahogue, las barcas de los cementerios que a veces dejan ciegos a los visitantes. Los niños de Cristo dormían y el judío ocupó su litera. Tres mil judíos lloraban en el espanto de las galerías porque reunían entre todos con esfuerzo media paloma, porque uno tenía la rueda de un reloj y otro un botín con orugas parlantes y otro una lluvia nocturna cargada de cadenas y otro la uña de un ruiseñor que estaba vivo; y porque la media paloma gemía, derramando una sangre que no era la suya. Las alegres fiebres bailaban por las cúpulas humedecidas y la luna copiaba en su mármol nombres viejos y cintas ajadas. Llegó la gente que come por detrás de las yertas columnas y los asnos de blancos dientes, con los especialistas de las articulaciones. Verdes girasoles temblaban por los páramos del crepúsculo y todo el cementerio era una queja de bocas de cartón y trapo seco. Ya los niños de Cristo se dormían cuando el judío, apretando los ojos, se cortó las manos en silencio al escuchar los primeros gemidos. New York, 18 de enero de 1930.