Ir al contenido

Zalacaín el aventurero/Libro I/Capítulo IX

De Wikisource, la biblioteca libre.
Zalacaín el aventurero
Libro Primero: La infancia de Zalacaín

de Pío Baroja
Capítulo IX


CÓMO INTENTÓ VENGARSE CARLOS DE MARTÍN ZALACAÍN


Carlos Ohando enfermó de cólera y de rabia. Su naturaleza, violenta y orgullosa, no podía soportar la humillación de ser vencido; sólo el pensarlo le mortificaba y le corroía el alma.

Al intentar seducir Carlos a la Ignacia, casi podía más en él su odio contra Martín que su inclinación por la chica. Deshonrarle a ella y hacerle a él la vida triste, era lo que le encantaba. En el fondo, el aplomo de Zalacaín, su contento por vivir, su facilidad para desenvolverse, ofendían a este hombre sombrío y fanático.

Además, en Carlos la idea de orden, de categoría, de subordinación, era esencial, fundamental, y Martín intentaba marchar por la vida sin cuidarse gran cosa de las clasificaciones y de las categorías sociales.

Esta audacia ofendía profundamente a Carlos y hubiese querido humillarle para siempre, hacerle reconocer su inferioridad. Por otra parte, el fracaso de su tentativa de seducción le hizo más malhumorado y sombrío.

Una noche, aún no convaleciente de su enfermedad, producida por el despecho y la cólera, se levantó de la cama, en donde no podía dormir, y bajó al comedor.

Abrió una ventana y se asomó a ella. El cielo estaba sereno y puro. La luna blanqueaba las copas de los manzanos, cubiertos por la nieve de sus menudas flores. Los melocotoneros extendían a lo largo de las paredes sus ramas, abiertas en abanico, llenas de capullos. Carlos respiraba el aire tibio de la noche, cuando oyó un cuchicheo y prestó atención.

Estaba hablando su hermana Catalina, desde la ventana de su cuarto, con alguien que se encontraba en la huerta. Cuando Carlos comprendió que era con Martín con quien hablaba, sintió un dolor agudísimo y una impresión sofocante de ira.

Siempre se había de encontrar enfrente de Martín. Parecía que el destino de los dos era estorbarse y chocar el uno contra el otro.

Martín contaba bromeando a Catalina la boda de Bautista y de la Ignacia, en Zaro, el banquete celebrado en casa del padre del vasco francés, el discurso del alcalde del pueblecillo...

Carlos desfallecía de cólera. Martín le había impedido conquistar a la Ignacia y deshonraba, además, a los Ohandos siendo el novio de su hermana, hablando con ella de noche. Sobre todo, lo que más hería a Carlos, aunque no lo quisiera reconocer, lo que más le mortificaba en el fondo de su alma era la superioridad de Martín, que iba y venía sin reconocer categorías, aspirando a todo y conquistándolo todo.

Aquel granuja de la calle era capaz de subir, de prosperar, de hacerse rico, de casarse con su hermana y de considerar todo esto lógico, natural... Era una desesperación.

Carlos hubiera gozado conquistando a la Ignacia, abandonándola luego, paseándose desdeñosamente por delante de Martín; y Martín le ganaba la partida sacando a la Ignacia de su alcance y enamorando a su hermana.

¡Un vagabundo, un ladrón, se la había jugado a él, a un hidalgo rico heredero de una casa solariega! Y lo que era peor, ¡esto no sería más que el principio, el comienzo de su carrera espléndida!

Carlos, mortificado por sus pensamientos, no prestó atención a lo que hablaban; luego oyó un beso, y poco después las ramas de un árbol que se movían.

Tras de esto, se vió bajar un hombre por el tronco de un árbol, se vió que cruzaba la huerta, montaba sobre la tapia y desaparecía.

Se cerró la ventana del cuarto de Catalina, y en el mismo momento Carlos se llevó la mano a la frente y pensó con rabia en la magnífica ocasión perdida. ¡Qué soberbio instante para concluir con aquel hombre que le estorbaba!

¡Un tiro a boca de jarro! Y ya aquella mala hierba no crecería más, no ambicionaría más, no intentaría salir de su clase. Si lo mataba, todo el mundo consideraría el suyo un caso de legítima defensa contra un salteador, contra un ladrón.

Al día siguiente, Carlos buscó una escopeta de dos cañones de su padre, la encontró, la limpió a escondidas y la cargó con perdigones loberos. Estuvo vacilando en poner cartuchos con bala, pero como era difícil hacer puntería de noche, optó por los perdigones gruesos.

Ni en aquella noche, ni en la siguiente, se presentó Martín, pero cuatro días después Carlos lo sintió en la huerta. Todavía no había salido la luna y esto salvó al salteador enamorado. Carlos impaciente, al oir el ruido de las hojas, apuntó y disparó.

Al fogonazo, vió a Martín en el tronco del árbol y volvió a disparar.

Se oyó un chillido agudo de mujer y el golpe de un cuerpo en el suelo. La madre de Carlos y las criadas, alarmadas salieron de sus cuartos gritando, preguntando lo que era. Catalina, pálida como una muerta, no podía hablar de emoción.

Doña Águeda, Carlos y las criadas salieron al jardín. Debajo del árbol, en la tierra y sobre la hierba húmeda, se veían algunas gotas de sangre, pero Martín había huído.

— No tenga usted cuidado, señorita --le dijo a Catalina una de las criadas--. Martín ha podido escapar.

La señora de Ohando, que se enteró de lo ocurrido por su hijo, llamó en su auxilio al cura don Félix para que le aconsejara.

Se intentó hacer comprender a Catalina el absurdo de su propósito, pero la muchacha era tenaz y estaba dispuesta a no ceder.

— Martín ha venido a darme noticias de la Ignacia, y como saben que no le quieren en la casa, por eso ha saltado la tapia.

Cuando Carlos supo que Martín estaba solamente herido en un brazo y que se paseaba vendado por el pueblo siendo el héroe, se sintió furioso, pero por si acaso, no se atrevió a salir a la calle.

Con el atentado, la hostilidad entre Carlos y Catalina, ya existente, se acentuó de tal manera, que doña Águeda, para evitar agrias disputas, envió de nuevo a Carlos a Oñate y ella se dedicó a vigilar a su hija.