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Zalacaín el aventurero/Libro II/Capítulo III

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Zalacaín el aventurero
Libro Segundo: Andanzas y correrías

de Pío Baroja
Capítulo III


DE ALGUNOS HOMBRES DECIDIDOS QUE FORMABAN LA PARTIDA DEL CURA


Concluída la paliza, Luschía dió la orden de marcha, y los quince o veinte hombres tomaron hacia Oyarzun, por el camino que pasa por la Cuesta de la Agonía.

La partida iba en dos grupos; en el primero marchaba Martín y en el segundo Bautista.

Ninguno de la partida tenía mal aspecto ni aire patibulario. La mayoría parecían campesinos del país; casi todos llevaban traje negro, boina azul pequeña y algunos, en vez de botas, calzaban abarcas con pieles de carnero, que les envolvían las piernas.

Luschía, el jefe, era uno de los tenientes del Cura y además capitaneaba su guardia negra. Sin duda, gozaba de la confianza del cabecilla. Era alto, huesudo, de nariz fenomenal, enjuto y seco.

Tenía Luschía una cara que siempre daba la impresión de verla de perfil, y la nuez puntiaguda.

Parecía buena persona hasta cierto punto, insinuante y jovial. Consideraba, sin duda, una magnífica adquisición la de Zalacaín y Bautista, pero desconfiaba de ellos y, aunque no como prisioneros, los llevaba separados y no les dejaba hablar a solas.

Luschía tenía también sus lugartenientes; Praschcu, Belcha y el Corneta de Lasala. Praschcu era un mocetón grueso, barbudo, sonriente y rojo, que, a juzgar por sus palabras, no pensaba más que en comer y en beber bien. Durante el camino no habló más que de guisos y de comidas, de la cena que le quitaron al cura de tal pueblo o al maestro de escuela de tal otro, del cordero asado que comieron en este caserío y de las botellas de sidra que encontraron en una taberna. Para Praschcu la guerra no era más que una serie de comilonas y de borracheras.

Belcha y el Corneta de Lasala iban acompañando a Bautista.

A Belcha (el negrito) le llamaban así por ser pequeño y moreno; el Corneta de Lasala ostentaba una cicatriz violácea que le cruzaba la frente. Su apodo procedía de su oficio de capataz de los que dan la señal para el comienzo y el paro del trabajo con una bocina.

Los de la partida llegaron a media noche a Arichulegui, un monte cercano a Oyarzun, y entraron en una borda próxima a la ermita.

Esta borda era la guarida del Cura. Allí estaba su depósito de municiones.

El cabecilla no estaba. Guardaba la borda un retén de unos veinte hombres. Se hizo pronto de noche. Zalacaín y Bautista comieron un rancho de habas y durmieron sobre una hermosa cama de heno seco.

Al día siguiente, muy de mañana, sintieron los dos que les despertaban de un empujón; se levantaron y oyeron la voz de Luschía:

— Hala. Vamos andando.

Era todavía de noche; la partida estuvo lista en un momento. Al mediodía se detuvieron en Fagollaga y al anochecer llegaban a una venta próxima a Andoain, en donde hicieron alto. Entraron en la cocina. Según dijo Luschía, allí se encontraba el Cura.

Efectivamente, poco después, Luschía llamó a Zalacaín y a Bautista.

— Pasad --les dijo.

Subieron por la escalera de madera hasta el desván y llamaron en una puerta.

— ¿Se puede? --preguntó Luschía.

— Adelante.

Zalacaín, a pesar de ser templado, sintió un ligero estremecimiento en todo el cuerpo, pero se irguió y entró sonriente en el cuarto. Bautista llevaba el ánimo de protestar.

— Yo hablaré --dijo Martín a su cuñado-- tu no digas nada.

A la luz de un farol, se veía un cuarto, de cuyo techo colgaban mazorcas de maíz, y una mesa de pino, a la cual estaban sentados dos hombres. Uno de ellos era el Cura, el otro su teniente, un cabecilla conocido por el apodo de el Jabonero.

— Buenas noches --dijo Zalacaín en vascuence.

— Buenas noches --contestó el Jabonero amablemente.

El cura no contestó. Estaba leyendo un papel.

Era un hombre regordete, más bajo que alto, de tipo insignificante, de unos treinta y tantos años. Lo único que le daba carácter era la mirada, amenazadora, oblicua y dura.

Al cabo de algunos minutos, el cura levantó la vista y dijo:

— Buenas noches.

Luego siguió leyendo.

Había en todo aquello algo ensayado para infundir terror. Zalacaín lo comprendió y se mostró indiferente y contempló sin turbarse al cura. Llevaba éste la boina negra inclinada sobre la frente, como si temiera que le mirasen a los ojos; gastaba barba ya ruda y crecida, el pelo corto, un pañuelo en el cuello, un chaquetón negro con todos los botones abrochados y un garrote entre las piernas.

Aquel hombre tenía algo de esa personalidad enigmática de los seres sanguinarios, de los asesinos y de los verdugos; su fama de cruel y de bárbaro se extendía por toda España. Él lo sabía y, probablemente, estaba orgulloso del terror que causaba su nombre. En el fondo era un pobre diablo histérico, enfermo, convencido de su misión providencial. Nacido, según se decía, en el arroyo, en Elduayen, había llegado a ordenarse y a tener un curato en un pueblecito próximo a Tolosa. Un día estaba celebrando misa, cuando fueron a prenderle. Pretextó el cura el ir a quitarse los hábitos y se tiró por una ventana y huyó y empezó a organizar su partida.

Aquel hombre siniestro se encontró sorprendido ante la presencia y la serenidad de Zalacaín y de Bautista, y sin mirarles les preguntó:

— ¿Sois vascongados?

— Sí --dijo Martín avanzando.

— ¿Qué hacíais?

— Contrabando de armas.

— ¿Para quién?

— Para los carlistas.

— ¿Con qué comité os entendíais?

— Con Bayona.

— ¿Qué fusiles habéis traído?

— Berdan y Chassepot.

— ¿Es verdad que tenéis armas escondidas cerca de Urdax?

— Ahí y en otros puntos.

— ¿Para quién las traíais?

— Para los navarros.

— Bueno. Iremos a buscarlas. Si no las encontramos, os fusilaremos.

— Está bien --dijo fríamente Zalacaín.

— Marcháos --repuso el cura, molesto por no haber intimidado a sus interlocutores.

Al salir, en la escalera, el Jabonero se acercó a ellos.

Éste tenía aspecto de militar, de hombre amable y bien educado.

Había sido guardia civil.

— No temáis --dijo--. Si cumplís bien, nada os pasará.

— Nada tememos --contestó Martín.

Fueron los tres a la cocina de la posada, y el Jabonero se mezcló entre la gente de la partida, que esperaba la cena.

Se reunieron en la misma mesa el Jabonero, Luschía, Belcha, el corneta de Lasala y uno gordo, a quien llamaban Anchusa.

El Jabonero no quiso aceptar en la mesa a Praschcu, porque dijo que si a aquel bárbaro le ponían a comer al principio, no dejaba nada a los demás.

Con este motivo, un muchacho joven, exseminarista, apellidado Dantchari y conocido también por el mote de el Estudiante, que formaba parte de la partida, recordó la canción de Vilinch, que se llama la Canción del Potaje, y, como en ella el autor se burla de un cura tragón, tuvo que cantarla en voz baja, para que no se enterara el cabecilla.

El posadero trajo la cena y una porción de botellas de vino y de sidra, y, como la caminata desde Arichulegui hasta allá les había abierto el apetito, se lanzaron sobre las viandas como fieras hambrientas.

Estaban cenando, cuando llamaron a la puerta:

— ¿Quién va? --dijo el posadero.

— Yo. Un amigo --contestaron de fuera.

— ¿Quién eres tú?

— Ipintza, el Loco.

— Pasa.

Se abrió la puerta y entró un viejo mendigo envuelto en una anguarina parda, con una de las mangas atadas y convertida en bolsillo. Dantchari el Estudiante le conocía y dijo que era un vendedor de canciones a quien tenían por loco, porque cantaba y bailaba recitándolas.

Se sentó Ipintza, el Loco, a la mesa y le dió el posadero las sobras de la cena. Luego se acercó al grupo que formaban los hombres de la partida alrededor de la chimenea.

— ¿No queréis alguna canción? --dijo.

— ¿Qué canciones tienes? --le preguntó el Estudiante.

— Tengo muchas. La de la mujer que se queja del marido, la del marido que se queja de la mujer, Pello Joshepe...

— Todo eso es viejo.

— También tengo Hurra Pepito y la canción entre amo y criado.

— Ese es liberal --dijo Dantchari.

— No sé --contestó Ipintza, el Loco.

— ¿Cómo que no sabes? Yo creo que tú no eres del todo ortodoxo.

— No sé lo que es eso. ¿No queréis canciones?

— Pero, bueno, contesta. ¿Eres ortodoxo o heterodoxo?

— Ya te he dicho que no sé.

— Qué opinas de la Trinidad?

— No sé.

— ¿Cómo que no sabes? ¡Y te atreves a decirlo! ¿De dónde procede el Espíritu Santo? ¿Procede del Padre o procede del Hijo, o de los dos? ¿O es que tú crees que su hipóstasis es consustancial con la hipóstasis del Padre o la del Hijo?

— No sé nada de eso. ¿Queréis canciones? ¿No queréis comprar canciones a Ipintza, el Loco?

— ¡Ah! ¿De manera que no contestas? Entonces eres herético. Anathema sit. Estás excomulgado.

— ¡Yo! ¿Excomulgado? --dijo Ipintza lleno de terror, y retrocedió y enarboló su blanco garrote.

— Bueno, bueno --gritó Luschía al estudiante--. Basta de bromas.

Praschcu echó unas cuantas brazadas de ramas secas. Chisporroteó el fuego alegremente; después, unos se pusieron a jugar al mus y Bautista lució su magnífica voz cantando varios zortzicos.

Dantchari, el Estudiante, desafió a echar versos a Bautista y éste aceptó el desafío. Los dos comenzaron con el estribillo:

Orain esango dizut
nic zuri eguia.

(Ahora te diré yo la verdad.)


Y la fuerza del consonante les hizo decir una porción de disparates y de astracanadas que produjeron el entusiasmo de la reunión.

Ambos merecieron plácemes y aplausos. Luego, Dantchari aseguró que sabía imitar la voz de tiple, y entre Bautista y él cantaron la canción que comienza diciendo:

Marichu, ¿ñora zuaz
eder galant ori?

(María, ¿a dónde vas tan bonita?)


Bautista cantando de mozo y Dantchari de chica, dirigiéndose preguntas y respuestas de burlona ingenuidad, hicieron las delicias de la concurrencia.

Luego, Bautista cantó la bella canción del país de Soul, que dice así:

Urzo churia errazu
Nora yoaten cera zu
Ezpaniaco mendi guciac
Elurrez beteac dituzu
Gaur arratzean ostatu
Gure echean badezu.

(Paloma blanca, dime a dónde vas. Todos los montes de España están llenos de nieve. Si quieres albergue para esta noche, lo tienes en mi casa.)


Los de la partida aplaudieron, pero más que esta canción romántica les gustó el dúo anterior, y el Jabonero, comprendiéndolo así, compró a Ipintza, el Loco, un papel, que era la letra de la nueva canción de Vilinch, llamada «Juana Vishenta Olave», escrita por el autor adaptándola a un aire popular titulado ¡Orra Pepito!

La canción de Vilinch era un diálogo amoroso entre el propietario de un caserío y la hija del arrendador, a quien trata de conquistar.

El Estudiante se puso las enaguas de la posadera y se ató un pañuelo en la cabeza, Bautista se caló un sombrero de copa que alguno encontró, no se sabe dónde, y cantaron ambos el dúo ingenuo de Vilinch, y la algazara fué tan grande que los cantores tuvieron que enmudecer porque el Cura gritó desde arriba que no le dejaban dormir en paz.

Cada cual fué a acostarse donde pudo, y Martín le dijo a Bautista en francés:

— Cuidado, eh. Hay que estar preparados para escapar a la mejor ocasión.

Bautista movió la cabeza afirmativamente, dando a entender que no se olvidaba.